El agua posibilitó la vida en el planeta, pero algo tan inofensivo como una gota puede transformarse en el arma de destrucción masiva más peligrosa
Agua, fuente de vida y de destrucción. H2O, una fórmula universal, una combinación que dio lugar a la vida, que posibilitó el desarrollo de los organismos multicelulares gracias a su fusión con el sol y ese complejo fenómeno denominado fotosíntesis.
Nosotros, los habitantes del sur de Europa, somos perfectamente conscientes de hasta qué punto su simbiosis en verano es un desencadenante de destrucción. De septiembre a noviembre se producen las denominadas popularmente -pero no científicamente- gotas frías, producto de los cálidos estíos. Este fenómeno hace que las esponjas aéreas, las nubes, se carguen de vapor de agua que flota de manera distraída por el azul infinito.
Cuando estas masas de vapor condensado cálido son empujadas hacia el interior chocan con las montañas que protegen la meseta de la costa. Al golpear esa atmósfera fría, el vapor se transforma en gotas de pesada agua que descargan con furia en esas zonas próximas al litoral. Es entonces cuando se producen las crecidas. El agua, ahora en forma de torrente, se organiza como autopistas de destrucción que arrastra lo que encuentra a su paso. Con esos improvisados ríos desbocados desaparece la vegetación, los nutrientes de la tierra y los organismos que habitan en su primer estrato. Se produce, en síntesis, una fuerte erosión del terreno que, a corto plazo, transforma un paisaje fértil en zonas áridas sin posibilidades de recuperación. (más información -1-)
Este fenómeno atmosférico es conocido por el ser humano desde que se produjeron los primeros asentamientos en la costa mediterránea. Lo ha estudiado, se ha protegido de sus efectos, ha aprendido a prevenirlo, y también ha interactuado -negativamente- con él. Las construcciones urbanísticas del Levantes español son buena prueba de ello. La gota fría no ha podido escapar a la influencia del hombre y tampoco es ajena al cambio climático global que sufre el planeta.
El director del Centro de Estudios Ambientales del Mediterráneo (CEAM), Millán Millán, subraya que el cambio climático es “ya una realidad” en las costas levantinas, y que su efecto se deja notar en que la mano del hombre -sobre todo del homus ladrillo y el homus turista– está alterando el ciclo natural de las tormentas veraniegas. Los cambios “en el uso del suelo, así como la emisión de gases contaminantes están modificando los patrones de lluvia, produciéndose un notable descenso de las tormentas de verano. Por el contrario, se está generando un incremento de las precipitaciones en forma de gota fría, algo sin duda mucho más preocupante”.
Asimismo, el profesor sostiene que esas tormentas de verano que no tienen lugar, ese vapor de agua que no descarga en su momento, se acumula en el mar aumentando el efecto invernadero. Según sus cálculos, este vapor de agua tiene una capacidad para generar gas invernadero «47 veces superior al nocivo CO2», con lo que la acumulación de ozono a baja altura, fruto de la actividad humana, «produce un sobrecalentamiento 200 veces superior al CO2».
Las conclusiones del director del CEAM no pueden ser más desalentadoras. La desaparición de las tormentas de verano y el incremento de las gotas frías están aumentando de manera alarmante pero todavía evitable. Estos efectos devastadores causan desertificación y erosión del suelo en todo el Mediterráneo, además de otras consecuencias en el resto de Europa.
Una de las investigaciones más novedosas del grupo dirigido por Millán demuestra que el cambio climático en el Mediterráneo “ha sido la causa de las recientes inundaciones catastróficas en el centro de Europa, y afecta también a la formación de los frentes ciclónicos y a las precipitaciones en el Atlántico».
En cualquier caso, es una historia reversible. Evitarlo todavía está al alcance de la mano del hombre. En primer lugar, basta con reducir la emisión de gases contaminantes, y en segundo, con conservar la capa vegetal, cuya existencia resulta fundamental para lograr que las nubes se formen en cotas inferiores a las cordilleras y llueva. Millán propone como solución para volver al equilibrio atmosférico natural en el Mare Nostrum «la conservación de las zonas verdes, la reforestación, e incluso la protección medioambiental de pequeñas cuencas mediterráneas que puedan generar lluvia». (Millán Millán. Conferencias sobre ciencias marinas; Universidad Católica de Valencia ‘San Vicente Mártir, I Semana de la Ciencia)
El ciclo de la naturaleza devuelve al mar lo que el calor le ha robado. El rastro que deja es desolador. Ese manantial de vida vuelve de lo dulce a lo salado. Regresa a su lugar natural, a ese remanso aparente de paz que se deja mecer por el aire en la superficie y por las corrientes subterráneas en el interior. El agua horada y esculpe montañas y simas, en la mayoría de los casos aún sin explorar, descubriendo nuevas formas de vida.
La venganza de Poseidón
El agua. Todo parece comenzar y terminar en este elemento que a modo de líquido amniótico protege y a la vez amenaza nuestra existencia. Volvemos de nuevo al océano, el punto donde fijan sus ojos los visionarios que pronostican que en un futuro no muy lejano será morada de la raza humana. Quizás, el último refugio tras ese proceso de depredación de la naturaleza y de la vida de la corteza terrestre que se ha intensificado en los dos últimos siglos por mor del progreso. En el agua radica, sobre todo, la principal fuente alimentaria a no muy largo plazo, ya sea vegetal o animal, y también residen posibles fuentes de energía que consumiremos el tiempo que nos quede en el planeta. En definitiva, quién sabe si el mar será el refugio que tenemos reservado como último recurso para protegernos de nosotros mismos.
El océano sigue alentando la inspiración de poetas y escritores. Sin embargo, su imaginación ha sido superada con creces por científicos y demás ratas de laboratorio a la hora de dibujar o pronosticar grandes sucesos que pueden provocar un giro copernicano en la forma de vida que actualmente disfrutamos. Curiosamente, de manera sigilosa, los apocalípticos diseños que surgían de los guionistas de Hollywood se han trasladado a las mesas de los laboratorios de geólogos o científicos. Paradójicamente, el Armagedón aparece más a menudo en los documentales de divulgación científica de las televisiones que en las películas de ciencia ficción.
Ese mar que acoge con mansedumbre las riadas de muerte y destrucción, resultado de las gotas frías, puede travestirse en naturaleza desatada y lanzar a la tierra su particular maleficio en forma de tifones o de olas gigantescas; paredes verticales que avanzan implacablemente y destruyen todo lo que se opone a su lento caminar.
No hay que perder de vista que la Tierra es un todo que acoge a modo de recipiente el agua de los océanos, un gran cuenco formado por el mismo material del que está hecho la superficie. Un material cuya corteza reposa sobre estratos inestables, en continuo movimiento, y que son responsables (cuando hablamos de agua) del fenómeno natural de mayor poder de destrucción: los tsunamis, término japonés que da nombre a estas gigantescas masas verticales de agua y cuya traducción literal sería «la gran ola del puerto».
La gran ola
Los antiguos griegos y romanos ya se ocupaban de estas grandes olas. Herodoto y Platón describieron el tsunami provocado por la desaparición de la isla de Santorini y Estrabón narró lo acontecido tras la erupción del Vesubio que destruyó Pompeya. Este fenómeno se produce por un fuerte impacto sobre la masa de agua: bien de arriba a abajo -algo que choca contra la superficie- o de abajo arriba –el choque de dos placas tectónicas que desplaza verticalmente el agua-. Mayoritariamente, su origen se debe a maremotos (terremotos marinos), erupciones volcánicas (que arrojan abruptamente al mar una gran masa de tierra), deslizamientos de tierra o por el impacto de un meteorito (es decir, nuevamente una gran masa de tierra que impacta sobre el agua).
No es el único peligro proveniente de los mares. No se deben confundir los tsunamis con las olas, también de gran magnitud y poder de destrucción, provocadas por huracanes o temporales. En este caso, se trata de grandes masas de agua movidas en la superficie por el viento. Y precisamente por esto, su poder de destrucción depende de la fuerza e intensidad del mismo. Es decir, que por muy mortíferas y destructivas que lleguen a ser las olas, nunca podrán compararse a esos auténticos muros de agua cuya fuerza se mantiene estable hasta que choca contra algo. Tampoco deben confundirse con las olas producidas por la marea conocida como macareo. Se trata de un fenómeno regular y mucho más lento, aunque en algunos lugares estrechos y de gran desnivel pueden generarse fuertes corrientes.
Los tsunamis se han abierto paso en la conciencia colectiva por la masiva difusión de imágenes de muerte y destrucción del que asoló las costas indonesias y tailandesas hace cinco años (250.000 muertos o desaparecidos). Pero ese no ha sido el único. Expertos como los del Centro de Advertencias de Tsunamis del Pacífico (PTWC) registran en el mundo, al menos, uno por año, aunque no siempre provocan riesgos para las personas o bienes materiales.
Aunque sí hubo un acontecimiento que socavó la conciencia colectiva y marcó el estudio de las sismología. Para recuperarlo, hay que remontarse al día de Todos Los Santos del año de 1755, a la parte más occidental del contiente europeo:
En nuestra historia moderna, el tsunami que barrió literalmente Lisboa en 1755, aunque se narra como terremoto, sacudió algo más que los cimientos de la capital portuguesa. Sus efectos se sintieron en toda la península ibérica. De Cádiz a Avilés dejó más de 60.000 muertos y convulsionó la conciencia del pensamiento ilustrado. Leibniz, Voltaire y otros intelectuales de la época reflexionaron sobre cómo actuar ante una catástrofe de semejante magnitud, cómo llevar a cabo la reconstrucción de una ciudad o la manera de regenerar los sistemas de salubridad. Asimismo, inspiró numerosas oraciones y predicciones catastrofistas. (El terremoto de Lisboa en el contexto del Catastrofismo natural en la España de la primera mitad del siglo XVIII.Armando Alberloa Romá. Universidad de Alicante)
En suma, se trató de un acontecimiento que marcó un principio y un final para estudiosos, filósofos, fanáticos y religiosos. Fue el gran suceso (al margen de guerras) que acaparó la atención de los medios de comunicación del momento y que supuso un salto cualitativo en el estudio de estos fenómenos.
Apenas cien años después, dos maremotos, en esta ocasión procedentes del Pacífico y no del Atlántico, desencadenaron nuevas olas de destrucción. Originados en la costa de Perú, llegaron a causar grandes y graves destrozos en el lejano archipiélago de Hawai.
La inestabilidad del Círculo de Fuego
Abandonemos la historia y las narraciones periodísticas, no así el Pacífico y Suramérica, y volvamos a la ciencia. Está demostrado que la mayoría de los tsunamis tienen su origen en terremotos submarinos de gran magnitud. Al chocar dos placas de tierra, se produce una convulsión en el fondo del mar. Una de las placas es forzada hacia las profundidades y la otra sobresale de tal modo que una gran masa de agua es desplazada hacia la superficie, generándose esa gigantesca pared. El tamaño está determinado por el punto (la profundidad) donde se produce el choque de las placas. A mayor profundidad, mayor es la fuerza ascendente que se genera, y por lo tanto, mayor es la posibilidad de que la ola que se forma sea más grande. En resumen, el tamaño de la ola dependerá de lo grande que sea la deformación que se produzca en el lecho marino. A mayor deformación, mayor cantidad de agua se desplaza y más grande y con más fuerza nace el tsunami.
Según el Observatorio Sismológico del Sur Occidente (OSSO), miembro del Sistema de Alarma de Tsunami del Pacífico (Pacific Tsunami Warning Center), “la gran mayoría [de tsunamis] y los más grandes ocurren en el Océano Pacífico, causados en las zonas de subducción”, ya que es en esta zona del planeta donde se halla el cinturón de fuego, la zona subterránea más activa de la Tierra. Este hecho convierte al continente americano en el más expuesto, ya que se encuentra entre los dos océanos que encierran la mayor actividad de los fondos marinos. Los efectos destructivos de un maremoto surgen cuando se supera el grado 7 en la escala de Ritcher.
A diferencia de las grandes olas provocadas por las tempestades (las de superficie), las generadas por un maremoto mantienen su fuerza constante hasta que son frenadas por su incursión en la tierra. Sucede como con las ondas que se forman cuando arrojamos una piedra al agua. Esas mini olas que se alejan en círculos concéntricos mantienen su fuerza hasta que llegan a la orilla. Provocadas por un movimiento brusco que agita toda la superficie marina, se forma una espiral continua de abajo a arriba por donde se desplaza el agua. Ese agua que sube y baja mantiene de manera constante su velocidad en todo su recorrido (aunque pierda altura, no pierde fuerza porque el movimiento centrífugo lo impide). De ahí que puedan recorrer grandes distancias y que las consecuencias de un maremoto se hagan notar a miles de kilómetros de donde se haya producido su epicentro. (más información -3-)
Así, del estudio de temporales o huracanes se ha podido establecer que las olas que provocan suelen adentrarse como mucho unos 150 metros en tierra adentro. Es decir, que su intensidad disminuye al tiempo que se alejan del viento que las ha provocado. En cambio, los tsunamis suelen alcanzar velocidades que rondan los 700 kilómetros por hora y pueden desplazarse miles de kilómetros sin apenas perder su fuerza. Además, presentan otra característica propia. A medida que se acercan a las plataformas continentales o a las costas la profundidad del mar disminuye y la altura de las olas se puede incrementar, hasta alcanzar los 30 metros. Y estas no rompen sino que avanzan implacables hasta que son detenidas. Para entonces, sus efectos se contabilizan en forma de desaparición de ecosistemas, muerte y devastación.