Gitano y ruso: una mezcla imposible y fascinante. Una estampa de un teatro tan imperfecto como maravilloso: “¿Habla Moscú?, ¿oís a Moscú?”. Pasen y vean
Plaza Roja de Moscú, 1987/Corbis
Un grito de júbilo rasgó la noche en dos. Afuera, la nieve resplandecía en la noche mientras los coches circulaban lentamente por la Avenida de Leningrado. Los pocos transeúntes andaban con torpeza sobre el hielo en aquellas desangeladas calles. Un viejo teatro soviético, vacío como un mausoleo, se levantaba anónimo junto a la avenida. Aunque era suyo, los gitanos habían decidido adueñarse solo del escenario, abandonando el resto del edificio en manos de las eficaces viejecitas rusas, que lo cuidaban como si de una iglesia se tratase. La presencia de la hoz y el martillo se revelaba del todo estúpida. Los gitanos rusos, una mezcla imposible y fascinante, no solo se reían de ella con su baile y su fiesta, sino que también la habían sobrevivido.
En el interior del teatro, ya en penumbra, la función había comenzado. Me había pasado el día entero buscando la manera de evitar la representación en aquella noche tan fría, pero finalmente algo me impulsó a salir a la calle. Las voces que sonaban detrás de las puertas me hicieron ver de repente que no habría podido estar en ningún otro lugar en aquellos momentos… Los gitanos, ahora que se acercaba la despedida, iban a actuar para mí.
Técnicamente el espectáculo era lamentable. El presupuesto apenas había dado para velas, escaleras forradas de rosa y un gigantesco trozo de tela que colgaba de las alturas como una alfombra persa. Se notaba que los vestidos habían sido cosidos a mano y las faldas y bisutería zíngara de las mujeres se combinaban con camisetas brillantes, compradas en los saldos de cualquier supermercado. Para los hombres habían bastado un par de retales chillones a la hora de confeccionar sus llamativas camisas y cinturones. La coreografía era casi inexistente y muy espontánea. Las voces desafinaban por momentos y los breves diálogos de tinte religioso‑pecador provocaban la carcajada disimulada del espectador. El público no era menos peculiar que los artistas, compuesto en su gran mayoría por ancianos solitarios y familias gitanas, emocionados al amparo de la oscuridad.
El Teatro de los Gitanos era por todo ello una maravilla. Imperfecta como las auténticas maravillas. Las quince personas que había sobre el escenario conseguían crear un ambiente acogedor y cálido que hacía olvidar la reunión tan extraña en la que nos encontrábamos. Los gitanos habían hecho suya Rusia y el resultado era el de una llama de fuego ardiendo sobre la tierra nevada.
La mujer más bella del mundo alzó sus ojos hacia un techo desvencijado. Oronda en su apretado traje blanco, movía las manos con gran elegancia mientras taconeaba con fuerza en el suelo. Unas perlas falsas cubrían su arrugado cuello del que salía una voz que cantaba al amor. Su sonrisa sincera y el brillo de su mirada eran los de una niña pequeña que se sorprendía con la belleza de todo lo que la rodeaba. Tres guitarristas veteranos enlazaban a su lado el ir y venir de unos personajes cada vez más raros: los hombres más feos y circenses salieron al escenario fundiéndose de forma desacompasada con los trajes multicolores de las mujeres más jóvenes. Los presentes acogieron entonces con gran entusiasmo la aparición en escena de un cincuentón teñido de rubio y con una dentadura tan reluciente como postiza. Su voz de tenor inundó toda la sala. Sus pasos firmes y seguros caminaban con destreza sobre las tablas que tan bien conocía. Su fuerza era la misma que la del primer día y con una seductora sonrisa recogía los ramos de flores que sus fervorosas admiradoras le entregaban. Las más viejas, con dificultades incluso para removerse en el asiento, se limitaban a aplaudir si la artritis lo permitía, y cerraban los ojos dejándose llevar.
El rubio de postín había formado una verdadera fiesta bajo los focos. Zapateaba enfundado en su mejor traje negro y dorado, tatareando un repertorio repleto de letras melancólicas en las que el público lo acompañaba. Los ritmos fueron haciéndose más sonoros, más festivos y con un gesto de mano invitó a las preciosas chicas morenas a bailar. Una de ellas destacaba en especial por su larga melena negra, que brillaba sobre un vestido de volantes blancos y pedrería roja. Sus rápidos pasos se evaporaban ante la vista, la velocidad con la que los volantes volaban arriba y abajo se perdía en una pirueta mágica que el ojo, en vano, intentaba atrapar. Jaleaba sus volteretas con gritos de felicidad, brincaba como llevada por un ser sobrehumano, y con su baile salvaje se entregaba sin reservas a la vida que vibraba y podía explotar en cualquier instante bajo sus tacones.
La voz rota del gitano rubio volvió a apoderarse del espacio y a través del éxtasis de colores y sonidos preguntó con tono irónico…
‑Habla Moscú, ¿oís a Moscú? ¿Qué os dice Moscú….?
La respuesta giraba de un lado a otro, batía palmas y gritaba con pasión, ondeando sus faldas y golpeando el suelo con toda la garra que había en sus pies. La música subió en intensidad y la danza orgiástica de las mujeres formó un pequeño corro en el que cada vuelta que daban era la celebración de un sí rotundo a la vida, un bailar ligero que rozaba con la punta de sus zapatos lo monstruoso y continuaba moviéndose, bailando, existiendo…