El caso de Louis Delaprée, enviado especial de Paris-Soir a la Guerra Civil española, que murió a finales de 1936 cuando regresaba a Francia harto del tratamiento recibido por su periódico, es de rabiosa actualidad. Más de setenta años después, y gracias a una minuciosa investigación que acaba de publicar el historiador británico radicado en España Martin Minchom (Morir en Madrid, Raíces, 2009), podemos leer por primera vez en su integridad las crónicas que escribió y que fueron censuradas, mutiladas, manipuladas y utilizadas por unos y por otros, por la derecha reaccionaria y por el comunismo doctrinario. Delaprée se quejó amargamente antes de morir de que un suspiro de Wallis Simpson (la amante del rey Eduardo VIII de Inglaterra) tenía más interés que la matanza de cien niños españoles.
Nacido en la Bretaña francesa en 1902 y huérfano de madre, Louis Delaprée perdió a su padre en la Primera Guerra Mundial. Ya desde niño desarrolló ciertas pulsiones suicidas que suelen acompañar de por vida a los corresponsales de guerra. Comenzó en el periodismo fascinado por el cine –en aquella época dorada de Renoir y Vigo– e incluso escribió un guión. Los que le conocieron en esos años le describen como tímido y temperamental, capaz, por ejemplo, de propinar un puñetazo al magnate de la prensa León Bailby, lo que como es sabido no abre muchas puertas. A comienzos de los años treinta, llegó a deambular por las calles con un cartel que decía: “Periodista sin trabajo, se vende”. Paris-Soir le contrató para poner en marcha su edición dominical y escribir reportajes populares y sensacionalistas. Las confesiones del verdugo de Sing-Sing y la ola de suicidios en Budapest provocada por una melodía romántica, por ejemplo. La noticia del estallido de la guerra en España, el 20 de julio de 1936, compartió portada con un reportaje suyo sobre el entierro de la famosa cantante Antonia Mercé, La Argentina descansa entre las flores.
Paris-Soir estaba a punto de alcanzar por aquel entonces la extraordinaria tirada de 1.800.000 ejemplares –el segundo diario vespertino, L’Intransigeant, no llegaba a los 400.000– gracias a una exitosa y novedosa fórmula basada en las historias de impacto, los titulares sensacionalistas, mucha foto y mucho deporte, y a un escrupulosa neutralidad y equilibrio en lo político. Durante el conflicto español, era habitual encontrar dos columnas simétricas: Madrid informa…, Burgos informa… Romper la equidistancia para contar lo que pasaba, y no lo que el periódico quería que pasase, fue probablemente la causa del destino fatal de Louis Delaprée.
Como sabe cualquier editor, una guerra, y más si es cercana, es una inmejorable ocasión de incrementar la tirada. Paris-Soir se aprestó a enviar a sus mejores profesionales a España. Lo hizo además con la prepotencia con la que suelen actuar los grandes medios. El 22 de julio, cuatro días después de la sublevación militar, un avión aterrizaba en Burgos fletado por los dos grandes periódicos populares de Europa, Paris-Soir y Daily Express, que compartirían enviados especiales e informaciones. El británico Sefton Delmer y Delaprée anunciaban sendas portadas, se plantaban “en pleno centro de la insurrección”.
Algunos de los primeros reportajes enviados por el corresponsal francés siguen la tónica de su estilo ameno y desenfadado. El 1 de agosto publicó la sensacional historia del as de la aviación inglesa Campbell Black, que llegó a territorio sublevado asegurando que era capaz de limpiar él solo, con un buen avión, el Guadarrama de rojos. Pero pronto Delaprée constató la verdadera dimensión del conflicto y envió una crónica denunciando las atrocidades de ambos bandos y la terrible represión de los nacionales en una cárcel de Burgos. Paris-Soir no tenía intención de estropear su línea amable y no la publicó. Casi 75 años después, y gracias a la colaboración de la hija del periodista, Catherine Lincoln-Delaprée, Martin Minchom la recupera. Ahora podemos leerla por primera vez, incluida la siguiente nota final para la redacción: “Insisto especialmente en el hecho de que, en la historia de la matanza de prisioneros, ni un solo hecho ha sido inventado o adornado”.
El enviado especial de Paris-Soir estaba haciendo demasiadas preguntas y su presencia comenzaba a ser incómoda para los nacionales. En los primeros tiempos de la guerra española había cierta permisividad de movimiento para los corresponsales, hasta que la masacre de Badajoz alcanzó una enorme repercusión internacional y terminó con las correrías de los periodistas. Delaprée regresó a París, tal vez sin importarle demasiado porque su intención era volver, pero al otro bando. El 12 de agosto estaba ya en zona republicana. Desde Barcelona mandó dos crónicas sobre el proceso y ejecución de militares rebeldes. Recorrió Valencia, Alicante y Málaga, hasta que llegó a Toledo, donde asistió al cerco del Alcázar. Y por fin a Madrid.
También era un testigo incómodo en la España republicana y convenía no perderlo de vista. “Te presento a Monsieur Delaprée, periodista francés cuya labor de divulgación nos es especialmente útil por tratarse de un informador objetivo que escribe para la prensa llamada ‘neutra’, es decir, más bien desfavorable por tendencia natural, pero que es precisamente la que necesitamos ganar a la causa de la verdad”, escribió la Embajada española en París a Max Aub, entonces en Valencia. Era un profesional culto y minucioso, que citaba a Góngora y a El Greco y con el que Arturo Barea (La forja de un rebelde), encargado de los corresponsales en Madrid, mantenía frecuentes charlas sobre literatura francesa. “Odio la política, como usted sabe”, dijo a Barea, “pero soy un hombre liberal y un humanista”. Geoffrey Cox, enviado especial de News Chronicle, escribió: “Sin ninguna exageración era una de las mejores personas que he conocido: inteligente, humano, valiente, bien parecido (…) Sus descripciones de los ataques aéreos de Madrid podrían servir como modelo para este género”. L’Espoir, de André Malraux, debe mucho al trabajo del periodista.
Delaprée entró y salió de España varias veces en el mes de octubre. Desde Madrid se trasladó a Oviedo, donde describió con viveza a los dinamiteros que intentaban romper la resistencia del coronel Aranda: el cigarrillo en la boca y el cinturón de cartuchos. La última semana de octubre estaba de nuevo en París. El final de la guerra de España, con la previsible entrada de los invencibles legionarios en la capital, era inminente. Los corresponsales que estaban entonces en Madrid, y que cabían en torno a una mesa del hotel Gran Vía, apostaban por la fecha en la que se produciría la caída. Sólo uno de ellos aseguró que Franco no entraría nunca, pero confesó después que lo había dicho exclusivamente para animar la velada.
Es muy probable que Delaprée no hubiera regresado nunca a España, y que no se hubiera cumplido su destino fatídico, si no hubiese concurrido una circunstancia excepcional. El corresponsal destacado en Madrid, Jean-Gérard Fleury, estaba aterrado y escondido ante la intensidad de los bombardeos, y no tenía la menor intención de jugarse la vida para informar a sus desocupados lectores. El 6 y el 7 de noviembre, mientras el Gobierno republicano había perdido también la esperanza y se trasladaba a Valencia, Delaprée estaba haciendo gestiones en la Embajada española en París para volver a España. Estaba a punto de producirse la noticia de mayor impacto de toda la contienda: Madrid resiste. Por primera vez, un ejército popular de trabajadores contenía el avance imparable del fascismo en el mundo.
“¡Cuántos cambios ha sufrido Madrid en menos de dos semanas! En la segunda semana de septiembre salí de una ciudad impregnada de un desorden heroico, y a mi vuelta la encuentro sensata, casi silenciosa; una obstinada determinación la crispa. Los milicianos no han aprendido a morir en estas semanas, ya sabían hacerlo, han aprendido a obedecer: es lo que necesitaban para salvar aquello que parecía perdido”. “Los ataques más violentos de los rebeldes se han estrellado contra la línea de defensa, ni un solo miliciano ha retrocedido”, escribe el periodista en una crónica enviada el 10 de noviembre que Paris-Soir no publicó. “Madrid inaugura su primera noche de estado de sitio (…) La ciudad está tan oscura como una caverna”, afirmó dos días después, en otro reportaje que tampoco llegó a la imprenta.
Sí que apareció su firma en la edición del 18 de noviembre. Delaprée informaba de que la guerra se acercaba al corazón de Madrid y explicaba la situación del ejército atacante. Subió al decimocuarto piso del edificio de la Telefónica y describió el despertar del día y de la guerra. El reportaje del día siguiente se publicó con frases enteras cortadas, en especial las referencias a la sangre, así como la parte final, que incluía una exclamación que habría de resultar premonitoria: “¡Ay, vieja Europa!, siempre ocupada en tus pequeños juegos y tus grandes intrigas. Dios quiera que toda esta sangre no te ahogue”.
En las dos crónicas posteriores eran ya párrafos enteros los que faltaban del original en Paris-Soir, a medida que la inquietud del corresponsal iba en aumento. Su siguiente artículo, una durísima denuncia de los bombardeos, lo envió, desengañado, a un diario prorrepublicano, Marianne, y lo firmó con pseudónimo. Pero ni así fue capaz de evitar la tijera del censor, que cortó la última frase, en la que Delaprée, que se había autodefinido como un mero secretario judicial, se permitía dar su opinión: “Cristo dijo: ‘Perdonadles, porque no saben lo que hacen’. Me parece que tras la matanza de inocentes en Madrid, habría que decir: ‘No les perdonéis, porque sí saben lo que hacen”.
Su estilo se había vuelto directo, lírico, apocalíptico, y en Paris-Soir no sabían qué hacer con un reportero al que el redactor jefe, Pierre Lazareff, había felicitado solo unos meses antes por su impecable cobertura del conflicto. Francia debía mantenerse neutral ante el salvajismo que reinaba al sur de los Pirineos. Fue en ese momento en el que Delaprée recibió una oferta laboral: había sido elegido para dirigir el lanzamiento de la nueva revista femenina del grupo, Marie Claire. Enfurecido, el corresponsal rechazó el ofrecimiento y dijo a su esposa por teléfono que les diría lo que pensaba a la vuelta.
La información que enviaba era ya claramente relegada a las páginas interiores o directamente rechazada. Por otra parte, la situación de Delaprée en un Madrid cada vez más radicalizado era precaria, pues se le veía como el representante de un medio burgués y hostil. Barea, que conocía sus dificultades, trató de ayudarle y le ofreció una exclusiva. El 24 de noviembre, Paris-Soir publicó el primer gran relato sobre las Brigadas Internacionales, con las dosis de idealismo, juventud y cercanía –había brigadistas de todos los rincones del mundo– que convirtieron ese reportaje desde entonces en obligatorio para todos los enviados especiales. De poco le sirvió, porque el periódico siguió rechazando los horrores que le ofrecía Delaprée.
Pero el verdadero enemigo del reportero francés, el que le decidió finalmente a abandonar su puesto, tenía nombre de mujer. La señora Simpson, una divorciada norteamericana que al parecer complacía convenientemente los instintos masoquistas del rey de Inglaterra, estaba a punto de provocar una crisis sin precedentes. Eduardo VIII declaró que prefería abdicar del trono antes que renunciar a su amor. El 4 de diciembre, Delaprée se dirigió al edificio de la Telefónica y dictó su último mensaje:
«Ustedes sólo han publicado la mitad de mis artículos. Lo sé. Están en su derecho. Pero hubiera pensado que, por amistad, me habrían ahorrado un trabajo inútil. Llevo tres semanas levantándome todos los días a las cinco de la mañana para que ustedes puedan incluir las noticias en las primeras ediciones. Me han tenido trabajando por amor al arte y para la papelera. Gracias. El domingo tomaré un avión, a menos que corra la misma suerte que Guy de Traversay [corresponsal de L’Intransigeant, fallecido en Mallorca el 17 de agosto] lo que estaría muy bien ¿verdad?, porque así ustedes también tendrían su propio muerto. Mientras tanto, no les enviaré nada más. No vale la pena. La matanza de cien niños españoles es menos interesante que un suspiro de la señora Simpson, puta real».
El avión de la embajada francesa en el que Delaprée regresaba a París fue abatido y cayó cerca de Pastrana, en Guadalajara. El periodista murió en un hospital de Madrid unos días después, el 11 de diciembre de 1936. La conmoción fue general y se escribieron elogiosas necrológicas recordando su heroica labor en España. Pero, inesperadamente, el diario comunista L’Humanité publicó en portada el 31 de diciembre el último mensaje manuscrito de Delaprée bajo el titular: “Los crímenes del dinero contra el espíritu. Cómo Paris-Soir ha tenido su muerto”. Pocos días después, el folleto El Martirio de Madrid, que recogía las crónicas completas del enviado especial, se publicaba en cinco idiomas y la capital francesa se llenaba de carteles: “La voz de un muerto denuncia la mentira de la prensa”.
La censura republicana, en el edificio de la Telefónica y dirigida entonces por Arturo Barea, obligaba a entregar dos copias de la crónica que se quería trasmitir. Después de ser revisada, se devolvía una de ellas con las correcciones pertinentes. Mientras el corresponsal dictaba su crónica telefónica –solo había posibilidad de conferencia con París y Londres–, el censor seguía el texto mediante un auricular. Si había algún desvío sobre lo escrito y corregido, cortaba la comunicación, que podía tardar horas en restablecerse. Los corresponsales coinciden en que en esa época, hasta la llegada de los rigurosos comunistas, la censura era bastante comprensiva, convencida como estaba de la superioridad moral de su causa. Esa copia de las autoridades españolas se archivaba y fue la que llegó a París y permitió denunciar al mundo las tergiversaciones y tachaduras de los escritos de Delaprée y proclamar su mensaje final.
El caso cobró una enorme dimensión internacional y pasó a los anales del periodismo y de la propaganda. Por su parte, Paris-Soir contraatacó con otra recopilación, Muerto en España. Esta recogía una amplia selección de artículos de Delaprée de diferentes épocas y trataba de reivindicarle como ‘uno de los nuestros’. Las tensiones y desavenencias, se argumentaba, son las normales entre un enviado especial sometido al estrés de los bombardeos y su redacción; todos los corresponsales, sin excepción, se quejan de que su trabajo no es suficientemente valorado. Lazareff, pragmático y algo cínico como buen redactor jefe, sentenció: “El trabajo de un periodista es que te publiquen”.
Se supo, en una nueva vuelta de tuerca, que el avión en el que regresaba Delaprée había sido derribado por cazas rusos, aunque los comunistas lo negaron. Había otro pasajero importante en el vuelo, Georges Henny, representante de la Cruz Roja, que regresaba con unas comprometidas fotos que habrían demostrado la matanza de Paracuellos. Los servicios secretos soviéticos dieron las órdenes: no podía permitirse que llegaran a Ginebra, donde Álvarez del Vayo se disponía, el 11 de diciembre, a defender la legalidad republicana ante la Sociedad de Naciones. Es la tesis, seguramente sensacionalista, de Sefton Delmer, compañero de Delaprée.
Semejante espiral, de cualquier forma, ocultó para siempre el verdadero trabajo del corresponsal de Paris-Soir. Martin Minchom descubre, más de setenta años después, que la precipitada edición auspiciada por los comunistas contiene notables errores. Hay frases y párrafos supuestamente censurados que no lo fueron en realidad. Y hay tachaduras solo achacables a los editores del libro-denuncia, como el apelativo final con el que se obsequiaba a la señora Simpson, que se eliminó para no molestar a los ingleses. Es una de las frases periodísticas más repetidas de la guerra de España y solo ahora sabemos que estaba incompleta.
Minchom demuestra también en su estudio que la lectura del conmovedor relato de Delaprée sobre los bombardeos de Madrid de noviembre de 1936 fue el detonante que movió a Picasso a plantear y concebir un cuadro que, con el concurso de nuevas atrocidades, terminó fraguando en el Guernica. El pintor malagueño realizó los días 8 y 9 de enero de 1937 –mientras la portada de L’Humanité, el periódico que leía, publicaba la denuncia a las “mentiras de la prensa”– dos series de viñetas satíricas que tituló Sueño y mentira de Franco. Apareció por vez primera la mujer con el niño, la Mater dolorosa que habría de presidir Guernica, su grito contra todas las bombas y todas las guerras. Un cuadro que sitúa a las víctimas en un ambiente cerrado y oscuro. No como el del bombardeo de la ciudad vasca, que aconteció de día y a cielo abierto, sino tal y como lo describe Delaprée. Es un análisis fundamental que habrá que tener en cuenta en futuros estudios y que ridiculiza aún más, si cabe, la conocida frase de Xavier Arzalluz cuando dijo que para Euskadi fueron las bombas mientras Madrid se quedó con el cuadro.
Por fin parece haber llegado la hora de rescatar en su integridad este trabajo periodístico excepcional. Uno de los mejores que deparó la Guerra Civil española, donde se dieron cita los mejores escritores y periodistas de una época que Hugh Thomas calificó como la “edad de oro” de los corresponsales en el extranjero. Louis Delaprée fue uno de ellos.
* Tres artículos de Louis Delaprée que sufrieron la censura