El director balear ha logrado abstraerse de las cuitas que habitualmente rodean la producción audiovisual en España, para centrarse en el cine por el cine. Monzón presenta una cinta de género que respeta los códigos al mismo tiempo que aporta elementos novedosos con suma inteligencia. La huida de los tópicos no es total, pero logra decididamente estar un paso por delante del espectador y no al revés, como ocurre con frecuencia.
La película
El planteamiento inicial es simple. Un funcionario de prisiones decide visitar el penal donde trabajará un día antes de empezar, con tan mala fortuna que estalla un motín y queda atrapado en el caos. Para evitar que le descubran, se hace pasar por uno de ellos a la espera de que la situación se resuelva y puedan sacarle de allí. Gracias a un excelente guión, que introduce giros constantes pero plausibles, la historia gana intensidad a medida que avanza hacia la impactante resolución final.
La cinta comienza con un plano que nos distancia inmediatamente de precedentes carcelarios de rostro amable como Cadena Perpetua o La Milla Verde. Resulta toda una declaración de intenciones, que resuena a lo largo del metraje recordándonos que los presos, más allá de culpables o inocentes, componen un fragmento de la sociedad cuya inadaptación y barbarie no desaparece entre rejas. Daniel Monzón no rehúye la violencia y la exhibe con transparencia sin recrearse de manera gratuita. Como buen cineasta de género, filma dichas escenas sin excesivas florituras, mostrando en toda su crudeza las consecuencias que genera el caos. Sirva como ejemplo la distancia de cámara exacta con la que se rueda la venganza de un reo sobre el guarda capturado, generando tensión en el espectador al mantener la agresión fuera de plano.
Una vez establecida la premisa argumental, es cuando la película se desdobla entre los presos amotinados y la mirada de las autoridades carcelarias que intentan solucionar la situación. Este juego de interior/exterior, escenificado a través de la televisión de la que disponen los reos y la cámara de seguridad, se multiplica progresivamente en un ejercicio en donde todos miran y se sienten observados a la vez. Incluso más adelante se plantea la cuestión de la imposibilidad de aislamiento, una vez la tecnología permite visionar la realidad exterior a través de dispositivos como el teléfono móvil.
Precisamente este poder de la imagen, de las apariencias si se quiere, es uno de los juegos más inteligentes de la película. El motín se perpetúa debido a un golpe de guión directamente relacionado con ello. Los presos retienen a tres etarras que iban a ser trasladados a otro penal al día siguiente. Suponen un elemento de presión perfecto ya que no importan sus identidades como persona sino como símbolo. Juan comprende esto rápidamente y recomienda que se mantenga una cámara de seguridad para poder mostrar a los etarras a las autoridades. La posesión de un símbolo tan poderoso impide la entrada de los GEO y fuerza la negociación, concediendo el margen temporal que necesita la película para desarrollarse. Precisamente en detalles como el tratamiento de los presos etarras es en donde se puede medir el acierto de una película o su hundimiento. En este caso Daniel Monzón opta por la naturalidad, consiguiendo un acercamiento transparente y creíble a una realidad muy presente en la sociedad española. Son presos como cualquier otro, cuya importancia estratégica es importante para la narración, pero que a la vez son una parte más del fresco carcelario. No hay puntuación política o moral que lastre su presencia en pantalla, simplemente una inteligente utilización del símbolo como catalizador dramatúrgico.
La acción de Juan hace que se granjee el respeto del cabecilla del motín, estableciéndose una rápida relación de confianza entre ambos. La facilidad con la que se forja este vínculo supone uno de los puntos más débiles de un guión que apuesta por el realismo dentro de una situación extraordinaria. A pesar de que el cine es puro artificio, en las películas de corte verosímil se hace necesario establecer una serie de coordenadas, desde el propio guión, para que el espectador se crea la película. Aspectos como las acciones y reacciones de los personajes ante los acontecimientos, así como la manera en que interactúan entre ellos, han de conservar una lógica.
Sin embargo, la relación entre ambos supone también el punto de partida de otro de los aspectos claves del film, la progresión dramática del héroe, a quien no solo veremos sobrevivir, sino transformarse a medida que la tensión del motín le supera. Para ello era fundamental que el actor que encarnase a Juan supiese estar a la altura del personaje. Huelga decir que el debutante Alberto Ammann no es capaz de lograr una progresión evidente en su interpretación. Excelencia que sí muestra Luis Tosar en la recreación del peligroso reo Malamadre. Así como muchos matices del primero se pierden por el camino, Tosar no solo se impone al estereotipo del preso sanguinario sino que sostiene por sí solo la película en numerosas escenas. Resulta impactante la fisicidad de su vena yugular henchida mientras arenga a los demás amotinados. En el apartado de secundarios, sorprende la caracterización de Carlos Bardem como jefe colombiano, creando un personaje con una presencia indiscutible en la pantalla y que compensa el desacierto de Ammann en algunas escenas.
Centrándonos en la puesta en escena, hay que destacar la utilización de una localización real, la vieja cárcel en desuso de Zamora, donde Daniel Monzón pudo rodar con tranquilidad durante 9 semanas. También utilizó ex presos como extras. Al no filmar en decorados, la acción estaba supeditada al espacio en donde se rodaba, permitiendo así un efecto de verosimilitud que en ocasiones roza el estilo documental, como en las escenas del estallido del motín o la visita guiada que hace Juan al inicio de la película. Por lo demás, Daniel Monzón apuesta por la sobriedad narrativa a excepción de algún plano discutible por su maniqueísmo -el personaje reflejado en el espejo roto no es precisamente una novedad- permitiendo que la acción fluya naturalmente a pesar de su estructura no lineal.
Antes de que se desencadene la acción del motín, se nos muestra a uno de los guardas siendo interrogado por una comisión que investiga los hechos que cuenta la película. Podemos considerar, por tanto, el grueso de la acción como un enorme flashback. Éste nos lleva al cierre de la película, donde volvemos al cuestionario, pero en la persona del negociador, quien interpela directamente al espectador. En la película se examina por tanto la oposición entre la visión de los que están fuera y los de dentro, así como la elaboración posterior de los hechos por parte de una comisión de investigación. En última instancia, Daniel Monzón apuesta por el filme como relato, alejándose de las pretensiones del cine realista/social que hemos comentado anteriormente. Pero no lo hace introduciendo el metacine en el seno de la historia, sino como una conclusión que viene a evidenciar la importancia capital del discurso/relato en la sociedad contemporánea. Se ha destacado la intención de crítica político-social que subyace en la película. En mi opinión, no trata únicamente de reivindicar el papel opresivo y opaco de la burocracia, sino alertar sobre la ambigüedad de la verdad en un mundo regido por la imagen simbólica, acompañada del demoledor efecto del Storytelling en manos de quienes ostentan el poder.
En ese sentido se agradece una propuesta inteligente como Celda 211 que, a pesar de sus fallos, mantiene al espectador en estado de tensión a lo largo del metraje y consigue algo que pocas películas españolas son capaces de conseguir: entretener a través de la tensión fílmica y provocar a la vez una reflexión que dura más allá del inicio de los títulos de créditos y el momento de abandonar la sala. Una apuesta del cine por el cine, que no entiende de localismos sino de buenas historias mejor contadas.
Apéndice: Apuntes sobre el cine español
Como complemento al artículo de Celda 211, es importante dibujar un esquema de la producción audiovisual en nuestro país y resaltar la importancia regeneradora de propuestas como la película de Daniel Monzón. A grandes rasgos, sin intención normativa, podemos hablar de cuatro tipos de producciones que suelen poblar la cartelera.
En la primera variedad, situaríamos aquellas películas de directores de prestigio como Vicente Aranda, Fernando Trueba, Carlos Saura, Jose Luis Garci y un largo etc., que ruedan frecuentemente adaptaciones de novelas y películas históricas. Son producciones fuertemente subvencionadas, de una buena factura técnica, pero carentes absolutamente de alma. Su constante presencia en las carteleras resulta un misterio, dado sus paupérrimos resultados de taquilla. Desprenden un denotado anacronismo tanto en la temática como en la puesta en escena.
En segundo lugar, tendríamos las producciones medianas de directores relativamente jóvenes y que suelen abordar la temática social. A excepción de algunos casos puntuales (Fernando León de Aranoa, Iciar Bollaín, Daniel Sánchez Arévalo, etc.), son películas que pasan absolutamente inadvertidas por la cartelera española llevándose por delante una buena cantidad de subvenciones.
El tercer tipo de film lo nutren los grandes nombres del cine español de los últimos años, aquellos que han logrado romper fronteras y hacerse un nombre fuera del país. Directores como Alejandro Amenábar, Isabel Coixet y por supuesto Pedro Almodóvar garantizan éxitos de taquilla y podrían considerarse los buques insignia de la industria cinematográfica española.
Por último, hablaríamos del cine que apuesta por alejarse de los cánones de dicha industria, ya que sus intenciones reflexivas o artísticas se alejan de los métodos de producción tradicionales. Históricamente denominado Cine de Autor, implica, a grandes rasgos, que la figura de director/autor lleva adelante un proyecto personal en donde destaca su presencia en la mayoría de las fases de la película (guión, dirección, montaje y en ocasiones hasta la banda sonora). Dicho cine ha sido ignorado por la mayoría de los medios de comunicación, pero ha dado algunos de los títulos más destacados de la filmografía en español de los últimos años y goza de gran respeto en la comunidad crítica internacional. Directores como Víctor Erice, Albert Serra, Isaki Lacuesta, Mercedes Álvarez o Pere Portabella suponen un rayo de sol en el anquilosado panorama cinematográfico español.
Estos grupos esbozados a grandes rasgos tienen la característica común de vivir de espaldas los unos a los otros. Crean así una división permanente tanto en el sector crítico como en la academia de cine, que se esfuerza por mostrar un optimismo quijotesco. Pero a pesar de contar con una producción anual superior a las 100 películas, la cuota de pantalla del cine español se sitúa por debajo del 15% y descendiendo, cifra paupérrima si se la compara con el habitual 30-40 % del cine francés en Francia. En este contexto, han surgido en los últimos años algunos títulos que escapan a las categorizaciones generales y que tienen como característica común apostar por el género de manera inteligente y muy bien resuelta cinematográficamente.
Títulos como La Caja 507 de Enrique Urbizu, El laberinto del Fauno de Guillermo del Toro y Rec de Jaume Balagueró y Paco Plaza suponen un soplo de aire fresco en un cartelera cansada de la presencia de historias mal contadas que no interesan a nadie, amén de los estereotipos sobre el paro, la prostitución, la guerra civil y el sexo por el sexo. En este sentido, la aparición de Celda 211 viene a confirmar una nueva vía que al menos tiene la honesta intención de ofrecer un buen producto de entretenimiento sin dejar de lado la reflexión.