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ArpaCarmen de Zulueta

Carmen de Zulueta

Carmen de Zulueta es fruto de la Institución Libre de Enseñanza que la Guerra Civil desbarató. Su padre, que dejó una honda huella en su personalidad, era embajador de la República ante el Vaticano cuando Franco se sublevó. El exilio acabaría llevándola a Estados Unidos y a Nueva York, su ciudad.

 

Carmen de Zulueta from FronteraD on Vimeo.

 

 

Nací o me nacieron, como diría Unamuno, el día 26 de noviembre de 1916, en la residencia de mis padres, en el paseo del General Martínez Campos, número 1, en Madrid. Me bautizaron, pocos días después en la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel en la Glorieta de la Iglesia, donde mis padres se habían casado en 1911. Fui la tercera niña de una familia, que en el plazo de dos años tendría cinco hijos. Fui el número cuatro y dos años más tardes llegaría el número cinco, mi hermano Julián que vive en España. Los otros tres hermanos fallecieron en diferentes momentos del tiempo, que pasa sin dejar que descansemos, o que observemos lo que nos va aconteciendo.

Mi madre, que seguía trabajando como maestra de una escuela modelo del barrio, delegó sus funciones en un ama de cría venida del norte, probablemente Santander o Asturias. Mis padrinos fueron mi tía Carmen, hermana de mi madre, y mi tío Antonio de Zulueta, hermano de mi padre.

Fui una niña muy tranquila, criada por el ama pasiega que comía mucho, dormía mucho, me daba de mamar y me hacía dormir con ella. Se llamaba Carmen, como yo, pero la familia, aficionada a motes, la llamó “el tronco”, por lo mucho que dormía.

El ama llevaba con orgullo el uniforme de su profesión. Consistía en una falda tableada, de lana escocesa, una blusa blanca con entredoses de encaje, medias blancas, zapatos negros de charol con hebillas de plata, delantal blanco con encajes, y un pañuelo a la cabeza blanco y con encaje. El ama llevaba también collares de filigrana de plata, que ella traía del pueblo y en la casa tenía una buena vida, tranquila, bien alimentada y tratada con respeto y cariño.

Cuando cumplí el año, el ama se volvió a Asturias o a Santander, su patria chica y yo me quedé en casa, cuidada por mi tía Carmen, mi madrina, que vivía con nosotros en Martínez Campos 1. Daba clase a los párvulos en la Institución libre de enseñanza, en Martínez Campos 14, muy cerca de casa. Era un colegio que no se parecía a ningún colegio de España. Era diferente, era toda una filosofía de la vida y de la educación, que tuvo gran influencia en mis padres y en mí y mis hermanos.

Cuando no había cumplido los dos años, en 1918, mi tía Carmen empezó a llevarme al colegio por las tardes. Me vestía con un traje bonito, me peinaba cantando “que hermoso pelo tienes, carabí, quién te lo peinará, me lo peina mi tía con peine de cristal”. Con ese canto me peinaba, me ponía un lazo de seda en el pelo, y me llevaba en brazos al colegio. A mí me encantaba el colegio. Sin darme cuenta, aprendí a leer y a escribir, con letra redondilla que nos enseñaba el Sr. Blanco, con sus muestras de cartulina que copiábamos en nuestros cuadernos, imitando en lo posible la escritura de la muestra.

Tengo muy buenos recuerdos de esos primeros años del colegio. La institución era un colegio muy pequeño, donde alumnos y profesores eran de familias que se conocían, que estaban ligadas a la Institución por sus ideas sobre educación o por parentesco. Mis padres se habían conocido en una colonia de verano de la Institución en San Vicente de la Barquera, en la provincia de Santander.

 

Mis padres

Mi padre, Luis de Zulueta, era natural de Barcelona, donde había nacido en una familia burguesa, muy católica, casi fanática. Mi madre era de Salamanca, donde había asistido con su hermana mayor, Dolores, al colegio de las Jesuitinas, monjas francesas que les habían enseñado muy bien el francés

Mi padre luchó contra problemas religiosos. Huérfano de padre muy niño, la madre se vio dominada por los jesuitas e implantó un régimen conventual en el hogar barcelonés. Las dos hermanas menores de mi padre, Nieves y Rosario, entraron muy jóvenes en órdenes religiosas y la madre viuda también lo hizo, aunque no se pudo acostumbrar a las reglas de un convento, cuando había sido dueña de su casa, varias criadas y dos hijas jóvenes que llevó a dos conventos y las hizo monjas. La mayor, Nieves, fue la madre Loyola, en la orden de Jesús María. Fue fundadora de colegios en El Paso, en los Estados Unidos, ya que el gobierno del dictador Plutarco Elías Calles, había cerrado conventos y perseguido a la iglesia católica. Murió en un viaje a El Paso.

La hermana menor, Rosario, fue monja del Buen Pastor y vivió en Sevilla toda su vida. En un momento, durante la segunda República, hubo una quema de conventos que recuerdo cuando en Madrid y en otras capitales españolas, los conventos e iglesias empezaron a arder, sin un movimiento revolucionario. No se supo nunca quienes fueron responsables de esos incendios y se acusó a los católicos de haberlos iniciado. En ese momento, mi tía Rosario tuvo miedo de que la quema se extendiese a Sevilla y pidió a la familia que le mandase un traje de paisana.

Me tocó a mí, niña aún de colegio, ser el modelo del traje de la monja. Me lo hicieron en casa, una de las costureras de turno, creo que Nati, y se le mandó por correo a Rosario. Afortunadamente, su convento de Sevilla no fue objeto de ningún ataque.

Mi padre fue periodista y político republicano. En la época de la monarquía, había pertenecido al partido Reformista, de Melquíades Álvarez, como muchos de los que fueron después republicanos. Melquiades y su partido querían reformar el gobierno sin destronar a Alfonso XIII, pero éste no se prestó a la reforma y cuando las cosas se pusieron mal, estableció la dictadura de Miguel Primo de Rivera y después la del General Berenguer.

Unas elecciones municipales en abril de 1931, dieron mayoría a los republicanos en casi todas las capitales españolas y el rey se vio obligado a marcharse de España en un acorazado que aún llevaba la bandera antigua y se fue a Inglaterra y después a Francia. Salió de noche de palacio y en automóvil fue al puerto de Huelva y allí se embarcó. La reina y los infantes quedaron solos en el palacio real y fue el conde de Romanones quien los acompañó en el coche real a la frontera.

Ese vagón real estaba en una vía muerta junto al palacio de oriente y el Conde esperó en Torrelodones al tren y los acompañó hasta la frontera desde donde fueron a París a encontrarse con el Rey. La revista Estampa, revista ilustrada creada durante la República, llevó en su portada la fotografía del Conde, sentado en un banco de estación, con el letrero Torrelodones como fondo.

El resultado de las elecciones municipales fue el origen de la Segunda república española.

Carmen de Zulueta y sus primas en los años 20

Carmen de Zulueta y sus primas en los años 20/ Cortesía Carmen de Zulueta

 

 

Mi padre

Ya he mencionado antes que mi padre fue político republicano y periodista. Antes de ser republicano, militó en el partido de Melquíades Álvarez, partido que se llamó Reformista, ya que no quería cambiar de régimen, sino reformarlo. El Rey, sin embargo, no tenía interés en reformar el país, e insistió en nombrar dictadores para su gobierno y el pueblo, en general, no aceptaba a los militares dictadores y todo terminó en la proclamación de la Segunda República española el 14 de abril de 1931.

Como periodista, pertenecía a un grupo de escritores que hacían un alto periodismo. La figura central era José Ortega y Gasset que escribió en varios diarios madrileños, concentrando su obra en El Sol, creado por Nicolás María Urgoiti, que en un tiempo, en que no había radio ni televisión, hizo de su periódico el centro informativo de la opinión española.

Además de ser periodista, mi padre era profesor de Pedagogía e Historia de la Pedagogía, en la Escuela superior del magisterio, un centro para maestros que querían superar el grado de maestro y subir al nivel próximo, que era de profesor de Normal. Muchas personas conocidas estudiaron con mi padre como fueron Gloria Giner, más tarde mujer de Fernando de los Ríos, mi tía Dolores, hermana de mi madre, que se especializó en Botánica y estudió, con beca de la Junta para ampliación de estudios, en la Sorbona, en París, con el botánico más famoso de su tiempo, el profesor Bonnier.

Durante la segunda República, la Escuela superior del magisterio se convirtió en Facultad de Pedagogía y las clases se daban en el mismo edificio en que estaba la Facultad de Filosofía y Letras.

 

Mi madre

Mi madre, como su hermana Dolores, salió de las monjas ursulinas de Salamanca con el título de maestra. Como su madre, Concepción Fernández de Villegas, se había quedado viuda con seis hijas y un hijo, las dos hermanas mayores se colocaron en cuanto acabaron el bachillerato en las monjas de Salamanca.

Mi abuela se fue con todos los hijos a Madrid, donde tenía un hermano, Francisco, que era crítico de teatro y firmaba con el seudónimo de Zeda pues ella pensaba que la podía orientar en esa vida independiente. Las hijas de Francisco, asistían a la Institución libre de enseñanza y sus primas, mi madre y su hermana Lola se colocaron como maestras allá cuando llegaron a Madrid.

Tuve pues, unos padres institucionistas y mi primera escuela, cuando era muy chica, fue la Institución, la Insti, como la llamábamos los alumnos. No era la Institución un colegio corriente. No se parecía a ninguno de los que funcionaban en Madrid en ese tiempo que eran en su mayoría de órdenes religiosas y muy anticuados en sus métodos de enseñanza.

 

La Institución libre de enseñanza

El tener padres institucionistas hizo que me educase en ese centro, lugar único en ese momento. Fueron la Institución y dos padres institucionistas los que formaron mi persona en esos primeros años tan importantes de mi vida. Según los sicólogos, la personalidad se forma en los primeros tres años y esos años estuvieron dominados por la Institución, a la que asistí antes de cumplir dos años y un hogar regido por los ideales del krausismo institucionista.

La Institución funcionaba fuera del sistema educativo gubernamental, pero como había que tener título de bachiller para acceder a la universidad o a las escuela especiales, mis dos hermanos, Coti y Biti, tuvieron junto con otros alumnos de la Institución, clases particulares en nuestra casa para poder presentarse por libres a los exámenes del Instituto Cardenal Cisneros, centro oficial que daba el título de bachiller.

Cuando iba a cumplir nueve años, en octubre de 1925, mi padre decidió mandarnos a los tres pequeños al Instituto-Escuela, la última creación de la Junta para ampliación de estudios e investigaciones científicas. Este instituto, que se reconocía como un instituto oficial, seguía un plan muy semejante al de la Institución, pero que al cabo de seis años de bachillerato, daba el título oficial de Bachiller. Era mucho más simple que el sistema de profesores particulares en casa. No teníamos libros de texto y formábamos nuestro texto con los apuntes que tomábamos en clase, que antes de pasarlos en limpio a un cuaderno, eran corregidos por el profesor del curso.

Carmen de Zulueta en los años 30

Carmen de Zulueta en los años 30/ Cortesía Carmen de Zulueta

 

 

El Instituto-Escuela era un colegio diferente de los demás. No teníamos exámenes ni libros de texto, pero como en la Institución nuestros cuadernos eran el libro de texto. Entré en el tercero de primaria, pero cuando lo terminé y debía pasar al primero de bachillerato, no había cumplido los 11 años, necesarios para empezar el bachillerato. Algunos compañeros míos, como José Otega Spottorno y Pepito Gastón, tampoco los habían cumplido. Sus padres pidieron que el Instituto-Escuela los pasase de clase en enero, cuando ya tenían 11 años. Mi padre, pedagogo antes que padre, estudió la cuestión y decidió que el tiempo nunca se pierde cuando uno es niño y me dejaron repitiendo el tercero de primaria con la señorita Rosa, que me quería mucho, pues había sido alumna de mi padre en la Escuela superior del magisterio.

Así, un año más tarde que mis compañeros de clase, empecé el bachillerato. En aquel momento había dos opciones en cuanto al local. Se podía continuar en la calle del Pinar, al lado de la Residancia de estudiantes, o se podía ir a un nuevo edificio en Atocha. Nosotros seguimos en Pinar, pues quedaba más cerca de casa. El profesorado era muy bueno. Muchos profesores estaban estudiando en la universidad y vivían en la vecina Residencia.

Seguí siendo buena alumna, estudiosa, bien comportada en clase. Mi padre por su trabajo en la Junta, visitaba a veces las clases de los jóvenes, llamados “aspirantes” y después de su visita hablaba con ellos privadamente y les daba su opinión sobre su talento didáctico. Era siempre positivo en su apreciación, con algún que otro “pero” que sugería algún cambio en el método empleado.

Mi padre, siempre pedagogo, al llegar el momento de elegir entre ciencias y letras, al completar el cuarto año del bachillerato, sugirió ciencias, ya que en nuestra casa dominaban las letras. El bachillerato de ciencias me resultó algo difícil, sobre todo la parte de matemáticas, que enseñaba un profesor que no tenía ningún interés en que aprendiésemos su materia. Se llamaba Sánchez Pérez y venía a clase con capa española de vueltas de terciopelo azul, botones de filigrana de plata, el pelo casi blanco, ondulado y bien peinado. Se sentía muy atractivo y la opinión de niñas de 15 años no le importaba nada. Terminé el curso con un suspenso y tuve que estudiar en el verano.

Teníamos entonces una casa en Los Molinos, en la sierra de Guadarrama, debido a la enfermedad de mi hermano Luis, y allí hice mis problemas de álgebra que me mandaba desde Zaragoza o desde Zarauz mi tío Paco, profesor de matemáticas en el Instituto de Zaragoza.

La estación del tren estaba muy próxima a nuestra casa y allí había un buzón de correos. Mis problemas viajaban en un sobre a casa de mi tío, Francisco Cebrián, hermano de mi madre. Volvían corregidos por mi tío, con nuevos problemas que tenía que resolver para volver a mandárselos a mi tío. Transcurrió así el verano y en setiembre me presenté a un examen de álgebra en el Instituto-Escuela. Lo pasé sin problemas y pude pasar al sexto y último año del bachillerato que terminé con muy buenas notas.

 

La Universidad Complutense

Durante el verano de 1934 que pasábamos en la Sierra, en Los Molinos, mi padre estaba con nosotros y, sin saber yo por qué, me puso a leer en voz alta, a su lado, una selección de los Diálogos de Platón. Después de terminar la lectura de uno, mi padre me preguntaba: “¿Lo has entendido?” Yo casi siempre había entendido lo leído y entonces mi padre me decía: “Escribe un resumen”.

En el Instituto-Escuela habíamos escrito muchos resúmenes y no me costó mucho resumir lo leído. Pasamos así el verano y en nuestras conversaciones decidimos que yo, en otoño entraría en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense.

Aunque había estudiado el bachillerato de Ciencias, lo que más me interesaba eran las letras: la literatura, la historia, los autores diferentes que había leído a lo largo de mi vida. Así pues, decidí con mi padre que al terminar el curso de Instituto-Escuela me matricularía en la Universidad Complutense.

La Segunda República española había continuado la fundación de la Ciudad Universitaria, fuera de Madrid, cerca de los encinares que rodeaban el Palacio Real. Fue una obra muy importante, ya que la Universidad estaba en medio de un barrio ruidoso y comercial, en la plaza de San Bernardo. El nuevo edificio moderno de ladrillo rojo, con terrazas que miraban a la Sierra, era una mejora muy clara. Me ilusionaba ir a clase en un lugar tan moderno, en medio del campo.

Cuando volvimos del veraneo, me matriculé en el año preparatorio de la facultad de Filosofía y Letras. El plan de estudios era también nuevo. Seguía el plan que el decano, el profesor García Morente, había estudiado en Alemania.

No había que hacer un examen tras otro, sino que había un primer año de introducción que era común a las diferentes especializaciones, y en el que estudiamos bastante latín, literatura, castellano e historia.

Me gustaron mucho mis estudios en la Complutense. Saqué buenas notas y me interesó mucho el latín, que no había estudiado antes en mi bachillerato de ciencias. El profesor era muy bueno y después de una introducción a la gramática, los verbos, los casos de los nombres y adjetivos, pasamos a leer textos de César y más delante de Cicerón. Me interesó mucho el latín, y recuerdo haber sacado muy buena nota.

Estos estudios de mi juventud me sirvieron en años futuros. En Bogotá, Colombia, cuando saqué el título de Doctor en filosofía y letras en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y después, en Harvard University donde saqué un Masters en Romance Philology.

En junio de 1936 decidió mi padre que fuésemos a pasar las vacaciones de verano a Italia, ya que él era embajador de España ante la Santa Sede.

Fuimos todos, mi madre y mis cuatro hermanos por tren, cambiando en la frontera española y después en la italiana, hasta llegar a Roma. Mi padre nos esperaba en la estación, (no existía viaje en avión en esa época) y fuimos con él, en coche oficial a la embajada. Es esta la embajada más antigua de España, pues data de la época de los Reyes Católicos, y es lujosa, con vajilla de plata y sábanas de hilo, bordadas con el escudo de la República española, que encomendó el último embajador, Pérez Pita.

Carmen de Zulueta en Nueva York, 2003

Carmen de Zulueta en Nueva York, 2003/ Corina Arranz

 

 

Un mes después de nuestra llegada, ocurrieron hechos que cambiaron el horizonte político de la República. El coronel Francisco Franco se sublevó en su puesto en las islas Canarias y otro general, Queipo de Llano se sublevó en Sevilla. Estos actos hicieron que el gobierno de la República metiera en la cárcel a estos dos militares.

Roma es muy caliente en verano y mi padre decidió que fuésemos a un lugar cercano y más fresco -Roca di Papa-.

La situación en España y en Italia se puso cada vez más difícil para nosotros y nos fuimos a París. Al llegar en el tren nos esperaba Américo Castro, con profecías horribles. Hablaba a gritos y nos asustó a todos.

Estando en París, mi padre recibió la visita de Eduardo Santos, presidente electo de Colombia y dueño de uno de los periódicos mejores de América del Sur, El Tiempo. Santos le ofreció un contrato con el Ministerio de Educación y una colaboración regular en El Tiempo. Mi padre se fue a Colombia con mis dos hermanos y como había que vivir fuera de España, con ayuda de José Castillejo, que estaba casado con una inglesa y que vivía en Londres, yo conseguí trabajo en una escuela de Norwich, the Blythe Secondary School.

Este periodo de mi vida ya lo he relatado en un libro: “La España que pudo ser”, y por eso no lo vuelvo a contar aquí. Otro volumen: “Caminos de España y América” relata mi vida en años posteriores. Mi matrimonio, mi vida en Kansas durante la Segunda guerra mundial, mi vuelta a Nueva York y a la enseñanza del español en City College y después en Lehman College, mi jubilación en 1985, y mi vida de escritora en Nueva York, frente al Central Park.

 

Vida de una anciana en Nueva York

Mientras vivió mi marido, Richard Greenebaum, fuimos primero al Brasil. Era esta ida al Brasil su ilusión de muchos años. Nos conocimos en Burlington, Vertmont, donde se daba un curso de portugués. Yo trabajaba en Wheaton College, en Massachusetts, y unas profesoras sugirieron que aprendiera portugués, ya que tenía buen oído para las lenguas extranjeras. Me consiguieron una beca y me matriculé en este curso de portugués, organizado por el American Council of Learned Societies.

En esta escuela de verano conocí a Richard Greenebaum que estudiaba portugués con la idea de ir al Brasil. Se enamoró de mí y cuando volví a Nueva York donde vivía mi madre me buscó, me encontró gracias a amigos españoles y al fin, acabó su campaña y nos casamos y fui con él a Camp Richie en Maryland, donde había un grupo de soldados que se iban al frente en Francia. Era la época de la Segunda guerra mundial. Los Estados Unidos, con F.D. Roosevelt se mantenían neutrales, pero muchos jóvenes se fueron al Canadá, ya en la guerra a favor de los aliados y se enlistaron allí. Uno de ellos fue mi futuro marido.

Como el Brasil entró en la guerra se necesitaron oficiales que hablasen el portugués. No había muchos, pero uno de ellos, mi marido, tuvo un trabajo intensivo traduciendo al portugués los textos que el Estado Mayor usaba en Europa y adaptándolos al portugués y al Brasil.

Acabada la guerra, fuimos toda la familia al Brasil, donde mi marido trabajaba para una sociedad fundada por Nelson Rockefeller. Estuvimos allí casi ocho años, pero pensamos que era mejor volver a los Estados Unidos.

Allí compramos una casa en la calle 84, una brownstone, como se llaman esas casas por el color de la piedra caliza con que están construidas. La nuestra tenía cuatro pisos y un sótano cavado en la roca que forma los cimientos de las casas neoyorquinas. Tenía una anchura pequeña de quince pies solamente pero era honda, unos cien pies, con una parte de delante, otra de atrás y una escalera de caracol.

El sótano tenía las máquinas de lavar y secar, la tabla de la plancha y una mesa de ping pong que utilizamos muy poco. Había también una caja llena de juguetes y los chicos jugaban allí en el invierno.

Al morir mi marido en 1990 decidí vender la casa de la calle 84 y comprar un piso en la Quinta avenida, esquina a la calle 87. Era mi mismo barrio, pero sin los problemas de una casa independiente. Un super, se ocupa de todos los arreglos de máquinas, y dos porteros vigilan día y noche la entrada de la casa.

Mi vida actual es sencilla e incluye el escribir breves artículos para ABC en Madrid y textos más largos en forma de libros o de artículos para un periódico digital que planea mi buen amigo Alfonso Armada.

Dos veces a la semana voy a un gimnasio donde hago ejercicios con un entrenador privado que se llama Herminio Alponte. Es de origen cubano y habla español, algo macarrónico porque no lo practica. Es muy amable conmigo y me incita para que haga ejercicios difíciles, con muchos pesos, pero al fin, me viene bien y me siento mejor.

¿En qué pienso yo las largas horas que paso sola, leyendo, paseando por Central Park? El pensamiento varía según el tiempo. Los días de sol, como este viernes de marzo en que escribo, mis pensamientos son más alegres, pensando en un futuro de verano, en mi ida a Charlotte en Carolina del Norte, donde viven muy buenos y viejos amigos. Pero si el cielo se nubla o llueve o nieva, pienso en cosas más tristes: mi muerte, el documento que tengo que hacer diciendo para quienes van los objetos que llenan mi apartamento y mi casa de Remsenburg. Tengo cuadros, libros antiguos y modernos, tengo objetos y fotos familiares. Me entristece pensar en dejar esta casa y esta vista que me anima todas las mañanas.

Mis ideas son limitadas: es lo que pienso escribir y lo que estoy escribiendo. Es el futuro que me espera que no puede ser muy bueno a mi avanzada edad. Pienso en mis padres, en la influencia que tuvieron los dos en mí.

He estudiado la vida de mi madre, dedicada al trabajo, a la enseñanza de niños pequeños desde muy joven. Al leer viejos papeles me di cuenta de que mi madre empezó a enseñar en la Institución Libre de Enseñanza cuando era muy joven. El padre murió y ella y su hermana mayor, Dolores, se pusieron a trabajar para ayudar a la madre. Ésta tuvo que mandar a un colegio de huérfanos de militares a las tres hijas menores. Quiso que Concha, que tenía magnífica voz, estudiase e hiciese carrera como cantante de ópera. No lo consiguió, pues Concha era tímida y cantó sólo para la familia y los amigos.

Yo pensaba de niña que mi madre era perezosa, porque se quedaba en casa leyendo y sin mucho que hacer, cuando todos nos íbamos al colegio; la realidad era que mi madre trabajó veinte años como maestra de párvulos y hasta fue pensionada a Bélgica y Francia para observar esas escuelas maternales que empezaban a existir en España, pero después de veinte años, cuando yo tenía diez, se jubiló y dejó de trabajar.

Mi padre fue mi mayor influencia en mi vida y en mi vida futura. Como él me dedico a escribir, leer, pasear, después de haber trabajado veinte años como profesora de español y de literatura española contemporánea en City College y en Lehman College en el Bronx.

Pienso en mi muerte que no debe estar lejos, debido a mi edad y pienso en la vida triste de los ancianos en el mundo entero y en mi pequeño mundo. Mi vecina que tiene noventa y siete, vive sola, se dedica a hacer comida que yo huelo cuando salgo para coger el ascensor. Oye muy mal y no me oye si la llamo por teléfono. Lo que hago es mandarle una bonita tarjeta postal por debajo de la puerta y entonces me llama y me dice que vaya. La encuentro vestida de verano, con sandalias en su apartamento decorado en un estilo que ya no se lleva, y dueña de su cocina donde guisa y hace pasteles y hasta panecillos. Es judía practicante, pero ahora, como apenas sale de casa, creo que no va a la sinagoga.

Esta es mi vida actual. Vivo tranquila, leyendo, escribiendo, relacionandome con amigos por internet, visitando los museos neoyorquinos de los que soy socia y paseandome por el Parque cuando el tiempo no es muy malo.
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