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Sociedad del espectáculoArteWirth o el arte de posar

Wirth o el arte de posar

Retrato de Christian Wirth

                                  Christian Wirth    

 

En una parada de autobús de la calle Herbert von Karajan, junto al edificio de la Orquesta Filarmónica de Berlín, hay un cartel con una fotografía, un retrato de Christian Wirth, y un texto  que dice lo siguiente:

 

Un ejemplo entre muchos: Christian Wirth (1885-1944)

 

Christian Wirth  participó en el proceso de gasear a 15 pacientes en la ciudad de Brandemburgo en enero de 1940. Posteriormente tomó parte en el programa Acción T4 en los hogares de discapacitados en Hartheim, Grafeneck y Hadamar. Wirth dirigió la construcción del campo de exterminio de Betzec en el sur de Polonia en 1941. Los judíos que fueron deportados allí fueron asesinados con los gases provenientes de motores diesel. Seis meses más tarde, Wirth fue ascendido a inspector jefe de los campos de Betzec, Sobibor y Treblinka. Estos campos fueron cerrados en noviembre de 1943. Wirth, junto a  otros miembros de Acción T4, fue a Trieste donde abrió el campo de San Sabba. Más judíos fueron liquidados allí. Wirth fue asesinado por partisanos en la primavera de 1944.

 

       Mi interés por las fotografías que me miran me llevó a buscar la autoría del retrato de Wirth. El pie de foto dice: Photo: Bundesarchiv Berlín, pero no da el nombre del fotógrafo, en principio, anónimo. Del interés pasé a una auténtica curiosidad por la identidad del autor ya que automáticamente asocié esta imagen con la obra de un fotógrafo alemán, extraordinario retratista, llamado August Sander. Lo cierto es que encontré una inquietante semejanza en la manera en la que Wirth había sido fotografiado, en cómo había sido situado frente a la cámara, y en la forma en la que Sander lo hacía. El retrato podría haber sido obra de Sander – me dije-,  si bien las piezas no encajaban, el eminente fotógrafo de Colonia fue un proscrito más del nazismo, y en un momento dado, a partir de 1933, pasó a obtener paisajes del Rin, ya que sus retratados no parecían representar el ideal alemán.

       August Sander se había embarcado en un proyecto monumental al que llamó El Hombre en el siglo XX, un estudio en base a retratos de ciudadanos alemanes, de sus oficios, profesiones, clase social, económica, urbanos, campesinos, en sus entornos cotidianos, familiares… todo ello en la Alemania de Weimar. De Colonia a esa incomparable naturaleza cercana llamada Westerwald, tierra de bosques y agua, cantada por las tropas alemanas y en donde Sander obtuvo algunas de sus mejores fotografías. El proyecto no pudo publicarse en su totalidad, y se plasmó parcialmente en un libro ya mítico entre los aficionados a la fotografía de nombre Antlitz der Zeit (El rostro de nuestro tiempo), con 60 fotografías elegidas entre cientos que hubo que descartar. Fue editado por Verlag en 1929, y en 1933 los ejemplares que se encontraban en poder del editor fueron retirados, las copias fotográficas destruidas y los negativos confiscados por el Ministerio de Cultura de Hitler.

       Una mirada, la de Sander, desapasionada, de intención objetiva. Hablamos de un s. XX que comienza huyendo de aquella decimonónica que todo lo exaltaba. Un inventario del rostro alemán, una estricta objetividad que sería delatada por el propio gesto de la búsqueda de objetividad. De ello hablarían muchos, y entre ellos Alfred Döblin al introducir el libro, o Walter Benjamin al opinar sobre él.

       Volvemos a la parada de autobús de la calle Herbert von Karajan y al retrato que a mí me pareció un Sander, quizás una réplica. Hay en Wirth esa presencia, ese orgullo, una prestancia exagerada, quizás algo patética, la de quien nunca soñó con tanto poder, un retorno agresivo de la mirada hacia la de la cámara, una mínima puesta en escena, ese ponerse delante de la cámara, ese dejar hablar a un cuerpo con la columna obligadamente recta, y que es visible -marca de la casa- en muchas de las fotografías de Sander. Tan sólo es necesario escribir August Sander en Google para averiguar de qué hablamos. Es difícil no pensar en aquel cocinero de Colonia cuando vemos a Wirth. ¿Qué sería de ese hombre poco tiempo después, cuando un cierto pensamiento tuvo tantas adhesiones? Comunista, nazi, judío, víctima, verdugo… un honrado cocinero fotografiado por Sander.

       Podría ocurrir, sin embargo, que las fotografías tan laureadas de Sander, esas que alcanzan cifras astronómicas en Sotheby’s o Christie’s, fueron como fueron porque los fotógrafos alemanes de la época fotografiaban así, o porque los alemanes de Weimar, de campo o de ciudad, -aquellos rostros- eran y posaban naturalmente así… o porque su vestimenta era así y así les hacía parecer. El escritor y crítico de arte John Berger escribió sobre La fotografía y el traje, y utilizó para ello una fotografía de tres jóvenes vestidos de domingo tomada por Sander en Westerwald, y que podemos disfrutar en su libro Mirar (About Looking). Son esos trajes negros con camisa blanca en blanco y negro que podemos admirar en la película El Lazo Blanco y que nos ha obligado a reconciliarnos con su director, Michael Haneke.

Retrato de la serie Hombres del siglo 20 /></p> <div style=                                            De la serie Hombres del siglo 20 /August Sander                                                           

   

       O bien, quizás a nuestro fotógrafo anónimo le gustaban las fotografías de Sander, pero no es seguro. Quizás Sander fotografió una época cuya apariencia era así, como sus fotografías. El Testamento del Dr. Mabuse nos ofrece esa iconografía, esos rostros, esos entornos, la primera película sonora -y muda- de Fritz Lang, la que decía adiós a un mundo en silencio para proponer un nuevo cine. Sin embargo, estábamos ya en 1933 y el cine alemán iba a enseñar otros alemanes, no de ficción como el malvado Dr. Mabuse, otros rostros, la muerte del mundo de Sander, y se encargaría de ello Leni Riefensthal. 

       Hay rostros del S.XX que escaparon a la mirada de Sander, ciertamente como aquellos que se obtenían con las magistrales y sucias lentes de Leni Riefensthal, o como aquellas felices e ingenuas caras, incapaces de predecir el futuro más cercano, y  que ahora se pueden contemplar en el subsuelo de un monumento-plaza-museo que se ve desde la calle Hanna Arendt. Caras sonrientes, opuestas a la de Wirth, a los rostros objetivos de Sander.  

       También se encuentran otros miles de retratos, otra categoría, siempre trípticos, como el de Libertas Schulze-Boysen, frente a la cámara del funcionario que cumplía con su deber, de perfil como los Duques de Urbino, de frente como los fotomatones de Thomas Ruff, y finalmente, tres cuartos como Van Eyck. Hay algo que escapa al ejecutor de la orden, sin embargo, y es la mirada de Libertas con unos ojos a los que le quedan unas horas de brillo, es su única venganza, es la mirada que no entienden los malos fotógrafos  y que paraliza a los buenos, esa mirada que a veces rompe una cámara, como hacen las trompetas con el vidrio. Quizás quien tomó las fotografías de las miles de Libertas que pasaron por su cámara, fue un buen fotógrafo anónimo, satisfecho por el trabajo bien hecho.   

 


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