La crisis ha confirmado la quiebra de un sistema de responsabilidades que tradicionalmente se ha considerado una de las mayores virtudes del capitalismo. El mercado, en su versión más idealizada, aseguraba que cada cual tuviera que asumir las consecuencias de sus –buenas o malas- acciones. No sólo eso, además, cuando eso sucedía, la maquinaría social funcionaba adecuadamente, se obtenían los mejores resultados. No cabría pedir más. Mérito y bienestar, deontología y consecuencialismo. Eso al menos sostenían los defensores del mercado. Es dudoso que, de cerca, las cosas fueran de ese modo. En todo caso, eso, con la crisis, es definitivamente cierto que aquel sistema de penalizaciones y responsabilidades no ha funcionado. Hemos convertido los problemas de los bancos e instituciones crediticias privadas en un problema de déficit o de deuda pública, en un problema de todos, público. Ciudadanos –hipotecados o no- han visto incumplidos acuerdos en los que todos tenían clara la información y sin que ellos dejaran de cumplir su parte: empresas y hogares que, sin haberse enredado en apuestas arriesgadas, con economías más que saneadas y solvente, se han encontrado cerradas sus fuentes de financiación, los créditos con los que siempre han funcionado; trabajadores a los que se les notifica que sus condiciones laborales (indemnizaciones por despido, calendario laboral, cotizaciones sociales de los empresarios) pactadas en complicadas negociaciones y, en muchos casos, convertidas en derechos se alteran para resolver problemas que surgen ante la necesidad de evitar las quiebras de bancos o instituciones financieras que tomaron decisiones insensatas; ciudadanos que entregaron sus votos a unos políticos que se comprometieron a sostener un Estado del bienestar que ahora se desmantela para resolver los problemas de déficit y deuda; empleados públicos a los que se les rebaja el sueldo y se les reprocha la estabilidad de su trabajo, algo que estaba en el acuerdo inicial que establecieron cuando optaron a sus puestos. Repárese que no se trata de la “normal ruptura” de un contrato laboral, bien por el mal hacer de un empleado bien por la quiebra de una empresa. Los acuerdos incumplidos afectan a todos, comprometían a todos y los perdedores no habían traicionado acuerdo alguno.
El principio que tradicionalmente defendió la izquierda –“ninguna desigualdad sin responsabilidad”- es un buen punto de partida para recuperar un razonable sistema de responsabilidades y notablemente afirmado en un compromiso igualitario, que no quiebra la cohesión social, muy común cuando se agudizan las disparidades (y los ciudadanos comunes no se sienten –porque no están, porque no comparten problemas ni soluciones- en el mismo barco que los privilegiados). La pregunta importante, inmediata, es: ¿cuál es la forma institucional que permite materializar ese principio? La respuesta, naturalmente, no es sencilla. Pero una cosa es segura: se requiere un refuerzo de las instituciones públicas que hagan posible la realización de las ideales de justicia social y de ahondamiento democrático, dos caras de la misma moneda. Una advertencia: ese camino no exige, inevitablemente, un aumento de “los gastos públicos”. Incluso puede exigir acaban con no pocas interferencias que minan la igualdad y la eficiencia. Basta con pensar, por no ir más allá, en las consecuencias de la política lingüística en el mercado de trabajo: no todos los españoles igualmente preparados pueden acceder en iguales condiciones en todas partes. Y en la eficacia y el bienestar, también perdemos todos, en primer lugar, los supuestos beneficiarios de esas políticas: por ejemplo, los catalanes, en los servicios públicos, no dispondremos de los mejores médicos o docentes, sino, en el mejor de los casos, de los mejores “entre los que superan las barreras” o de los que no pueden ir a otra parte. Y lo que pasa con esas barreras no es un caso único: cada poder local, ya que no puede eliminar las barreras de los otros, hace lo único que está en su mano, levantar trabas a “los de fuera”. O eliminarlas, que es casi peor: bajar impuestos, protecciones ambientales, derechos laborales, etcétera, para atraer empresas de la vecindad. Una carrera en la que todos participan, aunque a todos disguste. Al final, todos tienen un poder, una competencia, que nadie puede ejercer. Solo queda la peor carcasa de la política, el ornamento ineficaz. Lo único seguro es que se ha perdido tiempo, dinero, capacidad de intervenir y, no menos importante, desprestigiado la política.
Félix Ovejero Lucas es profesor de economía, ética y ciencias sociales en la Universidad de Barcelona. Sus últimos libros se titulan Contra Cromagnon. Nacionalismo, ciudadanía, democracia; Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo y La trama estéril. En FronteraD ha publicado Las tres mentiras de Barcelona.