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Parar y pensar

Y llegados a este punto, ¿qué hacer? La realidad nos lanza esta pregunta inmisericorde y engorrosa a cada paso. La inquietud se apodera cíclicamente de sociedades e individuos. Cuando las cosas comienzan a ir mal, pronto surgen los agoreros del “todo puede ir a peor”. El camino por el que transitamos en la actualidad parece estar obstruido. La sensación de no encontrar el final de este túnel, ya demasiado profundo, ha desvanecido sueños e ilusiones. Estamos sufriendo una crisis aguda, tan duradera como confusa. Miramos alrededor y solo encontramos un caos económico incomprensible, a un lado los agoreros del apocalipsis y al otro los postulantes de un futuro tan utópico como desnortado.

 

¿Qué hacer? Políticos, técnicos, intelectuales e, incluso, gurús de la heterodoxia ideológica han intentado sin éxito responder con certeza a esta inquietud colectiva. Entonces, ¿qué nos queda por hacer? La respuesta puede ser tan simple como invitarnos a parar y pensar. Existe tanto ruido mediático que el silencio es nuestra única y sólida defensa. Sé que me estoy situando en contra de la corriente de opinión más generalizada. No hay ni un solo día en el cual no recibamos, a través de los medios de comunicación o de las redes sociales, un mensaje claro, y para muchos evidente: ¡actúa! Para la gran mayoría es innegable, ha llegado el momento de hacer algo. Pero con actuar no basta.

 

Nos jugamos mucho en todo esto. El futuro de Europa, y por supuesto de las próximas generaciones, pasan también por nuestro país. Y por el momento todas las acciones organizadas se han ido sumando al impasible esperpento de nuestra cotidianidad política. Esta crisis no es diferente a las anteriores y se terminará solventando tarde o temprano (no estoy pretendiendo obviar, ni mucho menos, las consecuencias trágicas de la crisis con este comentario). Sin embargo, probablemente llegaremos tarde al arreglo a los principales problemas políticos españoles. El daño es colosal y costará desenredar la madeja un tiempo. Por esta razón, lo primero que debemos hacer es pararnos y pensar. Aunque pueda parecer chocante, aún no lo hemos logrado.

 

Cuanto peor nos va, mejor funciona la imaginación. Así que ya hemos encontrado unos magníficos (y malignos) chivos expiatorios: los mercados y el neoliberalismo. La culpabilidad, además, se afianza por el carácter esotérico y oscuro de ambos conceptos, que facilitan la replicación constante de memes conspiracionistas. Los hechos parecen darles la razón: las cloacas del poder bajan muy enturbiadas. Hay un plan organizado por un número reducido que nos quiere manejar a su gusto y, todo ello, para arruinarnos mientras se enriquecen. Y es que, por tener, hasta tenemos a nuestros particulares “hombres de negro”. 

 

Por desgracia, la realidad es mucho más compleja. Es curioso cómo en los últimos cinco años todos los españoles se han convertido en especialistas económicos, aunque sea solo por la lectura de un par de libros y algún documental suelto. El patrón siempre es similar: cogemos informaciones sensacionalistas (¡el sensacionalista siempre es el otro!), caemos en la simplificación más plana (¡el simplista siempre es el otro!) y nos reafirmamos en la creencia de que el culpable siempre es el otro (¡el culpable siempre es el otro!). Los tópicos nos dominan y con ellos, como es lógico, poco se puede hacer. Detrás del tópico o de la simplificación engañosa se encuentra el populismo, un peligro que nos escudriña, ya que anida gustosamente en la insatisfacción y la indignación. El populismo se encuentra detrás de la demagogia electoralista de los partidos, del quebrantamiento del imperio de la ley por motivos “sociales y políticos” (¡sic!), de la petición de la expulsión de la vida política del que no comparte mis opiniones o de la utilización de los columnistas de términos como “el cerdo hijo de puta”… Aunque tampoco debe ser preocupante, porque el populista ¡siempre es el otro!

 

¿Qué hacer? La crisis es económica, pero no solo. Quizá haya llegado el momento de poner a prueba nuestras creencias. ¿Y si estuviéramos equivocados? ¿Y si el otro también tuviera sus buenas razones? Uno observa el debate político español y lo que nunca ve es la política. Hay mucha pasión y emociones encontradas, pero difícilmente asoman las ideas y los argumentos. Esto se advierte, sobre todo, en la escalada irreparable de una de las mayores perversiones éticas de este espectáculo inane: el que no opina como yo, irremediablemente debe ser mala persona. Quizá tenía razón Gómez Dávila cuando aseguraba que “la discusión política pública no es intelectualmente adulta en ningún país”. 

 

¿Qué hacer? Parar y pensar.  

 

 

Joseba Louzao (Bilbao, 1983) es profesor en la Escuela Universitaria Cardenal Cisneros (Alcalá de Henares). Su ámbito de especialización es la historia de las religiones en el mundo contemporáneo. En FronteraD ha publiado, entre otros, Cómo se enseña la Historia en España y Vidas en susurros, y mantiene el blog La historia no tiene libreto

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