Durante toda la modernidad, el mayor enemigo del liberalismo fue la iglesia; hoy son, aunque solo sea aparentemente, aliados naturales. Durante buena parte del siglo XIX, el Partido Demócrata estadounidense tenía sus mayores apoyos en el sur blanco y era proesclavitud; hoy le votan sobre todo las costas y una gran mayoría de negros. Durante casi todo el siglo XX, la izquierda comunista fue básicamente tradicionalista en materia sexual; sus herederos de hoy hacen bandera del progresismo moral. Durante los años cincuenta, a un conservador europeo medio le habría parecido una broma amable lo del libre mercado y un socialdemócrata cualquiera se habría encogido de hombros con la defensa del medio ambiente; hoy ambas cosas están en el centro de los programas conservadores y socialdemócratas.
La historia provoca cambios en las ideologías. Eso no tiene nada de raro, aunque es fascinante ver los momentos en que tal cosa se produce y cómo los grandes productores de ideología –los partidos, los sindicatos, los medios, las iglesias- los asumen primero muy a regañadientes, y después con una absoluta normalidad. En estos momentos de cambio, además, se producen raras alianzas, coaliciones inesperadas, que luego hasta parecen naturales. Hoy, sin ir más lejos, nos parece normal que voten a un mismo partido de izquierdas un viejo minero asturiano partidario de más subsidios para el carbón y un joven homosexual de Chueca básicamente preocupado por las libertades morales, o que voten al mismo partido de derechas el emprendedor de una pequeña start-up tecnológica agobiado por los impuestos y un católico escandalizado por el aborto y el matrimonio homosexual. ¿Qué diablos tienen que ver unas cosas con las otras? La verdad es que nada. Entonces, ¿son contra natura esas alianzas? Tampoco: en sistemas democráticos con dos grandes partidos es inevitable que se produzcan estas confluencias extrañas y, de hecho, si hubiera tantos partidos como perfiles ideológicos existen en la sociedad probablemente no habría ningún país gobernable.
Las alianzas en las que hoy siguen apoyándose los grandes partidos –y también los grandes medios- se establecieron básicamente en los años sesenta y setenta (hablo de las ideas y la política del Occidente democrático, al que España se sumaría bastante más tarde pero adoptando sus líneas maestras). En esas décadas asombrosas, los jóvenes revolucionarios se aliaron –conscientemente o no- con la gran industria mediática y cultural y, pese al rechazo inicial de la clase obrera, acabaron formando el rostro de la nueva izquierda. En respuesta a eso, años más tarde y con Ronald Reagan y Margaret Thatcher como líderes, profesionales y empresarios liberales se unieron a conservadores religiosos para hacerles frente. Eran coaliciones raras, pero han funcionado hasta hoy. Ahora bien, ¿seguirán funcionando?
Occidente es hoy un lugar cada vez menos industrial, menos religioso, menos intolerante moralmente y menos nacional. Lo que antes llamábamos “virtudes” y hoy “valores” se han transformado mucho más de lo que solemos creer, y paradójicamente la política ha cambiado mucho menos de lo que nos parece. Y en ese sentido, las alianzas políticas de las que hablaba antes se han movido poco. La izquierda se ha convertido en defensora de una serie de intereses incrustados y en promotora de cambios de índole moral que, sin embargo, no implican grandes modificaciones en los presupuestos, esa piedra de toque de la verdadera política. La derecha defiende privilegios anacrónicos y al mismo tiempo alardea de reformismo, pero poco o nada quiere mover. Es, sí, la famosa cita de El Gatopardo.
No se asusten ni se entusiasmen. No pido una gran revolución ni una gran reacción, no creo recomendable un torpedeo del sistema, pero tampoco su plácido embalsamamiento. Sin embargo, quizá se podrían establecer nuevas alianzas políticas que, sin cataclismos, aclararan la disputa y redefinieran los campos de batalla: por un lado, los que quieren cambiar paulatinamente las cosas asumiendo que con ello habrá, lamentablemente, nuevos perdedores y, felizmente, flamantes ganadores; por el otro, quienes quieren seguir haciendo aspavientos pero, no vaya a ser que las cosas cambien, no tocar nada o casi nada, de tal modo que los privilegiados –y no hablo solo de grandes empresarios ni de eminentes obispos, sino también de esos acomodados defensores de los microapaños- sigan siendo los mismos.
Eso haría, de nuevo, extraños e incongruentes compañeros de cama. Pero unas cuantas nuevas alianzas no serían más raras que las viejas. Tampoco, necesariamente, peores.
Ramón González Férriz (Granollers, Barcelona, 1977) es jefe de redacción de la revista Letras Libres y autor de La revolución divertida (Debate, 2012)