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Ilustración: Raúl
Blancas: P4D. Abro yo.
—Te toca —le digo a la computadora.
El artefacto me responde con un ruido extraño, como los locos, murmurando todo lo que le pasa por la cabeza. Un día me va a contestar de verdad y voy a salir corriendo.
Negras: C3AR. La computadora hace su movimiento.
—Ajá —le digo—. Me sacas la caballería. A ver cómo te va con esto.
Blancas: P4AD.
Negras: P3R.
Blancas: C3AD.
Negras: A5C.
Blancas: D2A…
Es una tarde aburrida en la agencia. La doctora Barahona no ha regresado desde el almuerzo y Marta, la secretaria, transcribe unas entrevistas de un caso antiguo y cerrado, sólo para el archivo. Al cabo de unos minutos me llama por el intercomunicador y me pregunta si se puede ir.
—Claro —le digo—. Nos vemos mañana.
Marta también se despide y me recuerda que al salir cierre con llave y ponga la alarma. Su voz me llega como un dúo de voces: nasal y metálica a través del intercomunicador, y lejana y dulce, como un eco, a través de los poros de las paredes.
Cierro el programa de ajedrez y reviso por quinta vez en una hora mi agenda para hoy. Para lo que queda de hoy:
6.00pm Huir de aquí.
6.30pm Reunión en Radio Doble9.
Sí, tengo una reunión en Doble9. Gracias a un amigo, hace unas semanas les presenté un proyecto para un programa y me lo han aceptado. Rockaholic. Rock is my job, así se va a llamar. Sólo viejos discos de vinilo. The Yardbirds, The Band, The Stooges, esa gente. Empiezo mañana y seguiré todos los viernes de 11pm a 1 de la madrugada. No se lo pierdan.
Continúo:
8.00pm Ya en casa, actualizar el expediente de la niña escocesa desaparecida hace tres años en la Costa del Sol.
Sobra decir que el caso no avanza.
En el último mensaje que recibí de Scotland Yard me decían que siguiera esperando su señal para actuar y que mientras tanto no hiciera nada por mi cuenta ni hablara del tema con nadie. Aunque se supone que no debo responderles, lo hice con un sencillo mensaje cifrado: “Por las tiesas barbas de nuestro señor Jesucristo, ¿hasta cuándo?”.
Desde entonces no me han vuelto a decir nada.
9.00pm Separar los discos de 45 y 33 rpm que llevaré a la primera emisión de Rockaholic. No sé si empezar con algo divertido tipo Bobby Brown, de Frank Zappa, o Peaches, de The Stranglers, o con algo más en plan declaración de principios, como Heart full of soul, de los Yardbirds. Da igual. No lo decidiré hasta un minuto antes de salir al aire.
10.00pm Llamar a Patricia, mi vecina del 401, a ver si tiene ganas.
10.05pm Si no tiene ganas, ver un capítulo de E! True Hollywood Story.
11.00pm …
Suena el teléfono y me olvido de todo. Jalo la llamada desde mi anexo.
Es, cómo no, la doctora Barahona, mi jefa.
—¿Y Marta? —me pregunta a quemarropa.
—Ha bajado a comprar no sé qué.
—Okaaayyy —dice con voz cantarina, señal de que no me ha creído ni un pelo—. Dile que me llame. Cuando vuelva.
—Okaaayyy —la imito.
—¿Qué planes tienes para esta noche?
—Una cita.
—Cancélala.
—No puedo.
—Te invito a comer —dice.
Las estadísticas al respecto conforman una sólida e historiada base de datos y advierten que sólo hay dos motivos para que mi jefa me invite a comer una noche de un jueves cualquiera, como hoy:
[a] Quiere contarme algo urgente.
[b] Ha peleado con el novio de turno y es su forma de insinuarme que la ayude a matar al gusano del despecho.
—¿En tu casa? —le pregunto para saber si se trata de la segunda opción.
—No —dice—. Fuera. Tú elige el lugar y haz la reserva. Que sea discreto, eso sí.
Ya no queda ninguna duda.
Quiere contarme algo.
—Prepárate para oír esto —me anuncia efectivamente horas después cuando entra dando zancadas al restaurante que he elegido y se sienta a la mesa donde la estoy esperando con tres copas de vino.
Una de las copas está vacía, sin tocar. Otra está llena. Y la tercera, mezclada ya con mis glóbulos rojos.
Le sirvo su copa. Le da un buen sorbo.
—A que no sabes qué casazo nos ha caído hoy —dice, levantando su cartapacio de trabajo con un brillo de excitación en los ojos como si acabara de recibir una herencia—. ¡Es una bomba!
Lleva puesto un vestido azul, ceñido, y el maquillaje a tono. Se acaba de duchar, huele a eso. Y también a su perfume para las ocasiones de fiesta.
—Te apuesto los dry-martinis de más tarde —digo— a que efectivamente no lo sé. Tú dirás, en tu casa o en la mía.
—Estamos trabajando —me ataja. Saca el expediente que contiene su cartapacio y de un golpe lo coloca sobre la mesa—. Ésta es una reunión de trabajo, no te equivoques.
—Lo intento. Pero no puedo evitar pensar que más que trabajar en el casazo que has aceptado, lo estamos celebrando.
—Todavía no —dice—. Cuando lo hayas resuelto. Y en ese caso, ya veremos.
Me mira desafiante, como diciéndome: a ver, ahora qué vas a decir.
No digo nada.
—El Caso Tarántula —me suelta de golpe.
A pesar de su cara de espero tu reacción, so memo, tampoco digo nada. Ni sonrío ni abro la boca ni le hago give me five o thumbs up. Nada.
Ella pone cara de estás loco o qué.
—El Caso Tarántula —repite, y me hace un gesto con las cejas para que mire el expediente—. ¿Qué parte de Caso o de Tarántula no has entendido?
—Ninguna —digo—. Sólo que es un caso que ya está cerrado.
—Eso es lo que tú y yo y todos los peruanitos tontitos nos hemos creído. —Se indigna con satisfacción, como si fuese justamente el tipo de comentario que estaba esperando—. O nos hicieron creer. Porque hay indicios para pensar, mi querido Baquero, indicios muy serios, que no es así. Pero felizmente para eso estás tú. O mejor dicho: para eso te he invitado a comer. Para que tú, cual mesías con la corbata mal puesta, nos guíes por el camino de la verdad.
Chuf. Me acaba de disparar con su Beretta. Chuf. Para eso estás tú. Chuf. Con la corbata mal puesta.
Es lo que más le gusta en la vida. Y empiezo a creer que a mí también.
En ese momento aparece el mozo.
Con unos movimientos a medio camino entre el pase torero y un solitario baile de tango, se acerca abriéndose paso entre las mesas y nos entrega las cartas.
—¿Me permiten que les recomiende algo, los señores? —nos pregunta, ceremonioso.
—Sí —le dice mi jefa con una falsa sonrisa coqueta—. Por el momento, otra botella de vino tan buena como ésta. Pero antes —baja la voz y le pone su peor cara de no sea usted impertinente—, veinte minutos de privacidad. A solas, por favor. Es que, ¿sabe?, estamos discutiendo nuestro divorcio.
—Lo que usted diga, señora.
Y se va.
Con esa dulce sonrisa de Kaláshnikov que sólo los mozos saben poner a los clientes engreídos y groseros como nosotros.
El Caso Tarántula conmocionó al país hace menos de un año.
El 21 de noviembre del 2001, el empresario Gregorio Carrasco Carter, dueño de un canal de televisión, una compañía de telefonía celular y tres estaciones de radio, fue asesinado en uno de sus departamentos en la playa Santa María. Tenía dos: uno gigantesco, lujoso y con una gran piscina en la terraza a donde iba a pasar los veranos en familia, y otro más pequeño, en el último piso del mismo edificio, cuya propiedad mantenía en riguroso secreto.
Por lo que se supo después, ese segundo departamento le servía de bulín.
Fue allí donde la policía lo encontró tumbado en una esquina de la sala, en posición fetal, atado de manos y envuelto de pies a cabeza. Como una momia.
El escándalo sobrevino cuando se empezaron a filtrar las rocambolescas circunstancias de su muerte. Carrasco Carter no sólo estaba envuelto así, como una momia, o casi mejor: como una oruga a punto de convertirse en mariposa, sino que él mismo había pedido que lo ataran y lo pusieran en ese estado de inmovilidad. Sólo hasta cierto punto, claro, porque evidentemente no se trataba de un suicidio. Era un juego macabro, una estrambótica fantasía masoquista en la que el envoltorio original debía dejar una abertura a la altura de la boca para que el empresario pudiera respirar.
Alguien, sin embargo, había sellado la abertura. Asfixiándolo.
La principal sospechosa del caso, hoy condenada por asesinato después de un juicio sumarísimo y encerrada en el penal de mujeres de Chorrillos, es la ciudadana húngara Kriszta Szalai Nádudvari. 27 años, 1,78 de estatura, 98-63-94, piel bronceada, ojos gris-azulados, pelo castaño, ex conejita de Playboy y, bajo el sobrenombre de Miss Réka, reputada dominatriz de fama mundial.
La señorita Szalai, de quien Carrasco Carter era uno de sus más célebres clientes, proclamó su inocencia una y otra vez. En todos los interrogatorios a los que fue sometida repitió siempre la misma historia: que ella sólo lo había envuelto con la intención de inmovilizarlo durante noventa minutos, pues era la fantasía habitual del empresario que ella complacía una vez al mes desde hacía un par de años. Pero que ese día, tras dar como de costumbre un paseo por la playa, había vuelto al departamento y lo había encontrado ya muerto. El verdadero asesino, decía, tuvo que entrar aprovechando su ausencia.
También en su defensa dio siempre los mismos argumentos:
[1] La abertura por la que Carrasco Carter debía respirar fue sellada con gutapercha, un material burdo y muy distinto al sofisticado látex transparente que ella usaba para envolverlo.
[2] Apenas se dio cuenta de la muerte del empresario, ella misma corrió a la comisaría de Santa María para dar parte a la policía. Si fuese la asesina, ¿lo lógico no habría sido huir de allí y tomar el primer avión de regreso su país?
[3] Carrasco Carter era su mejor cliente en Lima. Con él ganaba mucho dinero. Muchísimo. No sólo la mayor parte de sus ingresos, sino regalos que iban desde joyas, perfumes, ropa y lencería cara, hasta un carro deportivo y el alquiler de su propio departamento en Barranco. ¿Por qué entonces iba a querer deshacerse de él si era —así lo dijo— su gallina de los huevos de oro?
A pesar de esto, ni la policía ni el juez ni la prensa ni nadie le creyó. La familia de Carrasco Carter exigió la cabeza de la dominatriz húngara, y todos hicieron su mejor esfuerzo para dársela. Así, más que hablar del empresario y su absurda muerte, todos los focos y chismes apuntaron a ella.
Como en las comparecencias la señorita Szalai aparecía siempre vestida de negro, la prensa sensacionalista la bautizó con el apodo de La Tarántula. El corpulento arácnido que atrapa a su presa en su telaraña, la envuelve como un capullo y, juácate, le infringe su estocada mortal.
Con Carrasco Carter, un hombretón de 70 años, 1,85m y casi cien kilos de peso, millonario, poderoso y temido, los periódicos y noticieros de radio y televisión fueron más benevolentes. Por un lado estaba en juego su reputación de hombre católico, buen padre, abuelo cariñoso, empresario visionario y a la vez filántropo, predicador de la caridad y amigo íntimo del arzobispo de Lima. Pero también el secreto a voces de que llevaba cinco décadas financiando por lo bajo a cuanto político aparecía en el Perú. O como con Fujimori, moviendo directamente algunos hilos invisibles del poder.
De hecho, nadie lo llamaba por sus apellidos como a cualquier otro empresario o hijo de vecino, sino por su nombre de pila: Gregorio. Y tanto se expandía su onda de influencia que hasta los principales escritores peruanos lo habían incluido al menos una vez como personaje de sus novelas.
Durante el tiempo que duró el juicio, sólo un cómico de la televisión se atrevió a romper el pacto de silencio instaurado alrededor de Carrasco Carter y su muerte.
Un día, el cómico salió en su programa disfrazado de la Momia Juanita y, arrastrándose como un gusano, le pedía a una vedette caracterizada como La Tarántula que lo azotara, lo pinchara con una aguja de tejer y otras torturas por el estilo. Parodiando también sus apellidos, dicha Tarántula lo llamaba Qué Asco Catre. Fue un récord de audiencia. Pero aun así, y pese a que el cómico trabajaba para un canal que no era el de Carrasco Carter, el programa fue cancelado y él, despedido.
Dos botellas de vino y dos platos de tartar de buey después —nada mejor para un detective que la carne cruda, la doctora Barahona dixit—, llamamos al mozo y le pedimos los postres, que comemos mientras terminamos de repasar los detalles más importantes del expediente del Caso Tarántula.
También acordamos llevar el caso entre los dos y nos repartimos las tareas. Mi jefa se encargará de indagar por el lado de la familia Carrasco Carter, o lo que queda de ella, pues se dice que la esposa y los hijos están viviendo entre Marbella y Miami. Yo me ocuparé de Miss Réka.
Al mozo, junto con la cuenta, le damos un propinón. Por las molestias causadas.
Ya en la calle, mi jefa me dice que no ha traído su carro.
—Entonces será mejor que yo me lleve el expediente —le digo, estirando una mano hacia su cartapacio—. No vaya a ser que te lo roben. O peor, que lo dejes olvidado en el taxi.
—Te hacía más caballero —dice, y se abraza a él como una niña a su oso de peluche.
—Un caballero sin corcel que maneja un roñoso Volkswagen de hippie —le recuerdo, citando de memoria sus propias palabras—. Y sin aire acondicionado.
—Es cierto —dice—. Había olvidado tu total falta de charm.
Esa noche, dos dry-martinis más tarde y mirando el cielo sin estrellas de Lima desde su cama, aprovecho un instante de relajación y defensas bajas para preguntarle quién nos ha contratado para el Caso Tarántula.
Mejor dicho: le pregunto con quién almorzó esta tarde. Como si una cosa no tuviera que ver con la otra.
—Ay, Baquero —dice como quien le habla a un niño tonto—. Buen intento, pero demasiado obvio.
—Okay —digo—. Yo pierdo. ¿Quién es?
—Se dice el milagro, pero no el santo.
—Si la propina es de cuantía, hasta el santo desconfía.
—Lo que quieras, pero no te lo voy a decir.
—Seguro es otro pez gordo como Carrasco Carter.
—Cállate.
—Otro buen samaritano ex cliente de Miss Réka.
—Qué pesado.
—¿Empresario o político? Apuesto a que es muy poderoso. Y que la extraña mucho.
—Cállate ya.
—Hasta podría ser el arzobispo…
Pero no digo más.
Ella me cierra la boca presionando mis labios con el índice de su mano izquierda. Es zurda.
En cualquier caso, acabo de perder mi oportunidad de averiguar para quién estamos trabajando. Para hacerle un favor a la señorita Szalai y su posible inocencia, sí. La cuestión es: a cuenta de la billetera de quién.
A la mañana siguiente, cuando suena el despertador, la doctora Barahona ya se ha ido al gimnasio. En el espejo del baño descubro una nota escrita con colorete: “Dúchate aquí o en tu casa, pero cámbiate de ropa. Y no llegues tarde”. La letra es tembleque, en mayúsculas, premeditadamente infantil.
El trazo inequívoco de su mano derecha.
La visita masculina al penal de mujeres sólo está permitida los sábados, así que debo esperar hasta mañana para tener el gusto de conocer a la señorita Szalai. Podría llamar a Chumpi, el jefe de la policía de investigaciones, para pedirle que mueva sus contactos y me consiga una cita para esta tarde. Pero entre sus virtudes no está precisamente la de mantener la boca cerrada. Igual, es mejor así. No es bueno que un detective privado le ande pidiendo favores a nadie, menos a la policía. Los favores cuestan. Los que estudiamos en un colegio católico lo sabemos mejor que nadie. Cuando te es concedida una gracia, con ella recibes también su factura.
Llego a la oficina antes que la doctora Barahona.
Marta ya está allí.
Le pido que encargue desayuno para los tres y le aviso que estaré en la sala de reuniones.
—Tenemos un caso que puede ser el caso del año —le digo no sin cierta solemnidad calculada, en parte para que no descubra en mi cara las huellas de la malanoche—. Cuando llegue la doctora, por favor, que nadie nos interrumpa. Si te dicen que es urgente, dices que estamos de viaje. En Australia.
—Got it, oh captain, my captain! Pido el desayuno y quedo lista para cualquier otra indicación. Cambio y fuera.
Marta y sus cosas. No sólo es que nunca va a dejar de sorprenderme, sino que siempre que puede se ríe de mí.
Y la cuestión es que siempre puede.
—No te burles —le digo.
—No me burlo —dice ella. Pero tiene las mejillas tan sonrosadas y los ojos tan abiertos como un dibujo animado japonés. Por la risa contenida que llevan dentro—. Es sólo que…
—Sólo que… —la imito.
—Sólo queee…
—Sólo queee…
—¡Tienes una carita! —exclama por fin.
—Tuya cuando quieras —se me escapa.
Todos los gestos que venían componiendo su bonita sonrisa quedan desmantelados en menos de un segundo.
—Tú lo has dicho —dice—. Cuando yo quiera.
Levanta el teléfono, marca un número y hace girar su silla para darme la espalda.
Sin nada que alegar ni nada más que decir excepto a mí mismo —“seré imbécil”—, cruzo la oficina y me encierro en la sala de reuniones.
Unos minutos después entra la doctora Barahona.
Sobre la mesa la esperan un humeante café con leche en vaso de cartón y unos pastelitos y sanguchitos variados. Y en la pizarra, dibujado por mí, una especie de sistema planetario con la familia, los empleados y demás relaciones sociales de Carrasco Carter. En el centro he trazado una circunferencia en la que he escrito su nombre, como si fuese el astro sol, y orbitando a su alrededor una serie de círculos concéntricos que agrupan a las personas más cercanas a él, como si fuesen los planetas. Es una representación del mundo que rodeaba la vida del empresario. El universo público de un cadáver.
—Te hacía con la dominatriz —dice mi jefa a modo de saludo.
Le cuento lo del día de visita masculina y le explico lo que he estado haciendo en la pizarra.
—Pero esto ¿no me tocaba a mí? —Su voz, más que a reproche, suena a una teatralización de la supuesta vergüenza que le provoca tener que interactuar conmigo. Al menos aquí y ahora, un día después, en horas de oficina y con Marta al lado.
—Bueno —digo—. Si quieres me dedico a otra cosa. A leer los periódicos, por ejemplo.
—¿Y qué has pensado? —ignora mi comentario y señala el Planetario Carrasco Carter, interesada por fin en él.
—Qué he averiguado, querrás decir.
—Está bien, Baquero. ¿Qué has averiguado?
Coge un pastel de la mesa y le da un diminuto mordisco. Al café con leche le dedica un sorbo inaugural equivalente. Sólo cuando comprueba que están buenos les entra con ganas.
—Lo primero —digo, y me acerco a la pizarra y subrayo un nombre de la órbita más próxima al círculo central— es que una de las hijas de Carrasco Carter está en Lima. Es la menor, Sofía. Veintidós años, estudiante de periodismo en la Católica. No sé cuánto se va a quedar ni dónde, pero…
—¿Lo segundo? —me interrumpe.
—Lo segundo es… Ajá. Ya capto. Así estamos hoy.
—Sí, así estamos. Apurados.
Y con la mano con la que sostiene el pastel me hace la Señal Universal de la Gran Obscenidad. El dedo medio que sobresale por encima de su minicheesecake de lúcuma. Que te sodomice un burro, ya mismo, pero antes acabemos con esto. He ahí su mensaje.
—Lo segundo —digo— es que Carrasco Carter tenía un chofer que lo llevaba a todos lados. Chofer y guardaespaldas.
—Perdón —me vuelve a interrumpir—. ¿El dueño de un emporio de las telecomunicaciones que no manejaba su carro porque tenía chofer y necesitaba seguridad? ¿En un país como el Perú? Fabuloso, Baquero. Permíteme decirte que no hay día en que no te superes.
Cada vez que mi jefa lanza un comentario como éste pienso irremediablemente en mi madre. Ella quería que en vez de jugar fútbol como cualquier niño probara con el esgrima. No sé por qué no le hice caso. Un error y tu contrincante podría acabar con un trozo de oreja menos. Y aun así nadie pondría en duda de que es un deporte de damas y caballeros.
En fin.
Continúo:
—Lo nuevo, o mejor dicho obvio, pero que nadie se ha molestado en mencionar, es que el chofer estuvo con él el día del asesinato. Lo llevó a Santa María. Después desapareció. Nadie lo buscó, nadie lo citó, nadie lo entrevistó. Hasta hoy.
La gente inteligente y bien educada, como mi jefa, siempre encuentra la manera de disimular ciertas emociones. Que nadie se dé cuenta, por ejemplo, de en qué momento una información la ha cogido por sorpresa.
Pese a ello, noto, satisfecho, que parpadea al procesar lo que acabo de contarle. Los movimientos de sus párpados son rápidos pero espaciados. Como el aleteo de una polilla.
—Ajá —exclama, y se termina el resto del pastel de un solo bocado—. ¿Es un dato fiable? No figura en el expediente, pero eso no quiere decir nada, claro. Lo importante es: ¿hay testigos? ¿Le consta a alguien? ¿Quién te lo ha contado? Ése es el hilo, Baquero. De ahí hay que jalar. ¿Tenemos el nombre del chofer? ¿Dónde vive? ¿Ha salido del país? No comprendo qué estás esperando. Hay que encontrarlo ya.
He aquí la doctora Barahona en todo su esplendor. La musculatura ejercitada en el gimnasio. La sangre y la mente cafeinadas y azucaradas. Y todo, en este instante, a punto de ser nicotinado.
Le acepto un cigarrillo y hago mi papel de aguafiestas.
—Ése es el problema —digo—. No he tenido tiempo de hacer más averiguaciones. —Cojo una butifarrita y me la llevo a la boca. La butifarrita desaparece por completo—. Igual, mi opinión es que deberíamos buscar a la hija primero. Deberías, quiero decir. Tú deberías buscarla. Porque como bien decías hace un rato, esta parte, efectivamente, te toca a ti.
El resto del día lo dedicamos, cada quien por su lado, a jalar de los hilos que tenemos. Marta, desde la oficina, también ayuda. Si conseguimos una pista que hace falta confirmar por teléfono o en internet, es ella la que se encarga.
Poco antes de la hora del almuerzo recibo un sms de la doctora Baquero que dice: “La Dote ha aceptado. La veo esta noche. Te cuento”. Sonrío. Dote es el nombre que se acaba de inventar para llamar a Sofía Carrasco. La daughter.
Yo le respondo con una verdad a medias: “Yo, gerente”. Es lo bastante ambigua para que piense que estoy reunido o voy a reunirme con el gerente del canal de televisión del empresario. Pero la verdad es que acabo de despedirme de él. A quien voy a buscar es a Pachequito, que así se llama —me lo acaba de decir el gerente— el chofer o antiguo chofer de Carrasco Carter. Lo que aún no me queda claro es si seguía trabajando para él el día del asesinato. O si se jubiló antes. O fue despedido. Un dato por demás extraño, en cualquier caso.
La historia es la siguiente: la empresa más importante del holding Carrasco Carter, la que fue la niña de sus ojos, es el canal de televisión. Se dice que con él logró influir de tal manera en la política peruana que los congresistas, ministros e incluso presidentes que durante años le debieron su existencia se cuentan por decenas. El último episodio en ese historial de contrabando de influencias ocurrió con Fujimori y Montesinos. Pero como junto al empresario asesinado hubo otros dueños de canales que directamente delinquieron —los Crousillat, sin ir más lejos—, Carrasco Carter quedó ante la opinión pública como el bebé de los lobbistas. Un corderito descarriado que se metió por error en el juego de los auténticos lobbies.
De ahí la importancia de hacerle una visita de cortesía, antes que a nadie, al gerente del canal. Que me pareció un tipejo, todo sea dicho. Un fantoche. Un argentino que no lleva más de tres años en el cargo y que no obstante se presentó a sí mismo como amigo personal del “malogrado broadcaster”, como él mismo lo llamó.
—Éramos tan amigos —me dijo el gerente—, tan, ya sabe, íntimos, estábamos tan unidos, que Gregorio es, perdón, fue padrino de mi hijo, Ariel Gregorio, ¿vio?
Fueron sus primeras palabras cuando me hizo pasar a su oficina después de hacerme esperar una hora en un sucio sofá de un oscuro pasillo. Por lo visto es lo habitual en los canales de televisión. Con excepción de las oficinas de los gerentes, y las de sus secretarias, las demás instalaciones no difieren en gran parte de un sótano de castigo para malos empleados en la más sórdida de las dependencias burocráticas. Ambientes que hacen pensar en la ex Rumanía de Ceausescu, por decir algo.
Con todo, lo peor no fue la espera ni el sucio sofá ni el oscuro pasillo. Tampoco los aires de soy-una-persona-muy-ocupada-y-usted-viene-a-hacerme-perder-el-tiempo con los que no me invitó a sentarme. Ni su peinado de galán de cine mudo ni su terno de cuatro mil dólares sin contar la corbata o los zapatos. Tampoco su colonia Marc Jacobs varios puntos por encima de lo aconsejable en una discoteca de Ibiza. No, lo peor no fue nada de eso. Lo peor fue la conversación. Tensa. Retórica. Aburrida. Una sucesión de suspicacias por su parte.
A cada pregunta que le hacía, él me respondía con otra que aludía a una segunda intención secreta o no formulada en mi pregunta original. Con ese tono amable pero a la defensiva que pone la gente que supuestamente no tiene nada que ocultar pero tampoco nada que decir. O mejor dicho: que aun cuando tenga algo que decir, no piensa, no quiere, no le va a salir de las verijas hacerlo. Eso sí, con los mejores modales del mundo aprendidos en los mejores colegios. Para eso se aprende a ser gerente.
En un momento lo increpé:
—¿No dice usted que fueron tan amigos?
—Sí —dijo como distraído, con la mirada puesta en los ventanales de su oficina. Es decir, como cuando uno quiere distraerse a propósito y busca una ventana hacia la cual dirigir la mirada.
—Pues entonces debería ayudarme —insistí.
—No veo cómo.
—A encontrar a su verdadero asesino.
—A su verdadero… ¿Y eso según quién?
—La verdad nunca es según quién. Es la verdad. Por eso es verdad.
—La verdad ya está en la cárcel. Juzgada y condenada.
—¿Y si se estuviese cometiendo una injusticia?
—¿Y eso según quién?
Y así.
Nuestro encuentro duró exactamente dieciséis minutos con veintidós segundos. Lo dice el contador de mi grabadora, que siempre llevo en mi saco.
Al minuto cinco con cero ocho le solté la pregunta sobre el chofer.
—¡¿Pachequito?! —dijo, sorprendido—. Eso sí que está bueno. Si creés —me tuteó por primera vez— que Pachequito tiene algo que ver con la muerte de Gregorio, no me imagino a dónde vas a llegar con esto. A ningún lado, supongo. Es más, creo que prefiero no saberlo. No me lo contés. Pachequito. ¡Ja!
Y a continuación se dedicó a pintar a Pachequito como San Pachequito. Un tipo buenote y noble. Alto, negro y flaco como el mango de una sartén —la analogía fue suya—, pero —o sea, negro, pero— incapaz de hacerle daño a nadie.
—Y mucho menos a Gregorio, que lo quería como un padre —dijo a modo de conclusión.
—Claro —dije—. El santoral completo. San Pachequito y San Gregorio.
La broma no le gustó. De mirar hacia la ventana pasó a apoyarse en el alféizar con los brazos cruzados.
Igual, lo más interesante ocurrió en el minuto catorce. Sonó su celular, que descansaba sobre su escritorio, y al ir a cogerlo y reconocer el número que aparecía en la pantallita digital superior, la cara le cambió por completo.
Se puso nervioso, empezó a tirar papeles al suelo como si se hubiera vuelto loco, y cuando encontró lo que buscaba, su agenda de mesa, se dedicó a pasar rápidamente las páginas.
Claramente necesitaba leer algo que había anotado allí. El nombre de alguien: Tabchich Tabaa, el apellido con dos aes al final. He recibido clases de lectura al revés. Y el número del que procedía la llamada era el 2210001, un fijo de San Isidro.
Todavía aturdido, contestó el teléfono y con un inglés perfecto y ese acento New England de los que han estudiado en una universidad de la costa este estadounidense, le dijo a mister Tabaa que lo disculpara encarecidamente. Que en ese momento no lo podía atender. Que estaba en una reunión, pero que de inmediato la suspendería para devolverle la llamada.
Cuando colgó, sudaba de tal manera y había tal cantidad de onzas evaporadas de Marc Jacobs flotando en el ambiente que tuvo que llamar a su secretaria para que encendiera el aire acondicionado, pues él no atinaba a nada. Luego me dedicó su mejor mirada de odio y nos despedimos. Lo cual, obviamente, es una forma de decirlo.
Y aquí estoy, yendo a buscar a Pachequito a su casa en La Perla, en el Callao, dirección proporcionada por otro chofer del canal con el que aproveché para almorzar un sánguche de pavo en la panadería Rovegno de la avenida Arenales. Este hombre risueño, campechano y lleno de anécdotas como suelen ser los choferes fue el que me contó que su amigo Pachequito ya no trabajaba para Carrasco Carter cuando lo encontraron muerto en el departamento de Santa María. Le pregunté por qué, si ya le tocaba jubilarse o si había pasado algo entre ellos. No lo sé, me dijo con la atención más puesta en lo que ocurría en la calle. Afuera pasaba una mujer guapa, de blusa y jeans apretados. El chofer hizo un chiste.
Ahora, mientras atravieso el tráfico de Breña al ritmo de las combis, conecto el handsfree y llamo a Marta. Le pido dos favores: averiguar a quién pertenece el teléfono de San Isidro desde el que llamaron al gerente y buscar en internet quién es Tabchich Tabaa. Me dice que sí a todo con fría amabilidad y no me da tiempo para hablar de nada más. Enciendo la radio y pongo Doble9. Al rato anuncian Rockaholic para esta noche.
La casa de Pachequito es uno de esos típicos chalets de dos plantas, con la segunda de ellas construida mucho después que la primera, que abundan en los barrios populares de Lima. A varios metros de la puerta se puede oír la canción que están escuchando dentro. “Mírame de frente”, de Ray Barreto.
Toco el timbre y sale una chica de unos veintitantos años en shorts, polo y zapatillas. Le pregunto por Pachequito. Se lo digo así, en diminutivo. Está durmiendo, me dice.
Sonrío.
Al volumen con que Adalberto Santiago canta “yo vengo sólo pa’ verte, para ti son mis deseos” no debe de ser fácil dormir la siesta. La chica me lee el pensamiento y me dice que el equipo de música está en el cuarto de su papá.
Entonces los dos sonreímos.
Le digo que no lo moleste, miro mi reloj —un cuarto para las cuatro— y le comento que ya volveré más tarde.
Pero no me voy. Me quedo apoyado sobre el Risitas, fumando un cigarrillo y tonteando con el celular, haciendo como que mando mensajes.
Poco después sale a mi encuentro un hombre muy alto y muy flaco y con una tupida cabellera canosa. Como Manguera Villanueva si hubiera llegado a los sesenta años.
—¿Qué se le ofrece? —me pregunta con desconfianza.
Se lo digo.
—Está bien, pero yo a usted no tengo nada que decirle —me ataja con la misma desconfianza, sólo que elevada al cuadrado.
En la casa se ha apagado la música. La hija nos mira directamente a través de la ventana del primer piso, y arriba, tras una cortina, se oculta otra mujer, que también nos observa.
Le repito a Pachequito el argumento de que el verdadero asesino podría seguir suelto y en cambio hay una persona en la cárcel que podría ser inocente. Un justo por un pecador.
—Nadie es sólo pecador ni nadie es sólo justo —dice él.
Insisto. Le digo que la policía ya sabe que después de él Carrasco Carter tuvo otro chofer que fue quien lo llevo a Santa María el día en que lo mataron.
Me mira sin decir nada.
—Es más —continúo—, una vez que lo encuentren y se descubra la verdad, vendrán a buscarlo a usted, señor Pacheco.
Si suena como una advertencia a medio camino de una amenaza es porque es eso. Los métodos no escritos de un detective privado.
—Es día será ese día —me responde sin que se le mueva una ceja. A estas alturas, su inicial desconfianza ha dado lugar a una actitud de sereno desinterés por todo lo que yo le diga—. Y la policía es la policía. Usted… —y entrecierra un ojo como para enfocarme mejor—. Yo ni siquiera sé quién es usted.
Tras varios minutos de intentar sacar algo de esta charla estéril, le entrego mi tarjeta y le pido que me llame si cambia de opinión. Invoco su sentido humano de la justicia y también la justicia divina. El respeto por la memoria de los muertos y su corazón de hombre bueno. El cariño que le tuvo a Carrasco Carter y el descanso eterno de su alma.
Pachequito, hombre listo y transparente, me mira como diciendo: cállate ya y vete de una vez.
Cuando por fin arranco para irme, Ray Barreto está otra vez tocando las congas. Unos chicos han puesto dos piedrones en cada extremo de la calle y están por comenzar un partido de fútbol. La música me persigue hasta que doblo la esquina.
Sólo cuando estoy por entrar en la avenida de la Marina me doy cuenta de que me están siguiendo. Es un Peugeot 406 gris oscuro y de lunas polarizadas. Placa AGP-993.
Antes de llegar a Plaza San Miguel, giro a la izquierda y recorro erráticamente las calles que circundan el Parque de las Leyendas hasta que pierdo de vista a mis perseguidores. Es el barrio donde vive mi madre y por un instante se me pasa por la cabeza la idea de hacerle una visita sorpresa.
Qué diría Freud de esto: sintiéndome perseguido, pienso en esconderme bajo el regazo de mi madre. Yo también podría decir muchas cosas sobre Freud, así que estamos a mano.
Al final entro en Plaza San Miguel. Esta mañana, previendo que el día se me podía alargar más de la cuenta, cogí los discos que pienso pasar en Rockaholic y los metí en la maletera, así que todavía cuento con tiempo suficiente para hacer algunas cosas antes de llegar a la radio.
Mientras atravieso el centro comercial rodeado por una multitud de parejas, familias y grupos adolescentes, todos con caras de viernes por la tarde, recibo una llamada de mi jefa.
—¿Quién es ese jordano? —me saluda.
—¿Jordano?
—Un tal Tabchich no sé qué. Marta acaba de decírmelo.
—No sabía que era jordano.
—Ella tampoco está segura. La cosa es que tú le pediste que lo buscara y ahora tenemos un problema del carajo.
Más que molesta, suena preocupada.
Yo ya lo estoy.
—¿Qué ha pasado? —pregunto.
—Las computadoras —dice ella por fin—. Marta estaba buscando información sobre ese tipo cuando de pronto empezó a recibir emails vacíos que ni siquiera tenían remitente. Miles, millones de emails, uno detrás de otro y a una velocidad de locos. Primero reventaron el Outlook y ahora nos han jodido todas las computadoras de la oficina. No se puede encender ni una. Ni la suya ni la mía. Tampoco la tuya. Hemos probado todas y ninguna funciona. Lo peor es que el teléfono también ha empezado a fallar.
—¿Tú estás allí?
—No. He llamado a los de la RCP para que vayan a ver. Marta los está esperando.
—Mmm.
—¿Qué has dicho?
—Nada, estoy pensando.
—No es momento para pensar, Baquero. Es momento de actuar. ¿Quién es ese jordano que nos ha cagado?
—Ahora no puedo decírtelo.
—Lo que nos faltaba. Baquero, el misterioso. Baquero, el Llanero Solitario. Baquero, el que la caga y se esconde…
—Baquero, el que te pide un minuto.
Silencio.
—Okay —suspira—. Habla.
—Creo que tenemos que aplicar un plan b. No es broma. Avísale a Marta, porfa, y busquemos cómo hablar en un rato.
—Ya te dije que Marta está esperando a los de la RCP.
Ahora el silencio es mío.
Acaba de contravenir una de nuestras normas, que es no aludir a ninguno de los pasos que componen un plan b. En este caso, que Marta cierre la oficina y se vaya a su casa. Lo que en otras palabras quiere decir: estado de alerta hasta nuevo aviso.
—Como prefieras —le digo finalmente—. Igual te tengo que cortar.
Y corto.
En Plaza San Miguel busco una tienda de celulares y compro uno con tarjeta prepago. Desde allí le envío un mensaje cifrado a la doctora Barahona con el nuevo número.
Mientras espero su llamada o su mensaje, entro en una cafetería, pido un té y me siento a diseñar otro código. Uno que pueda ser interpretado rápidamente por mis contactos en Scotland Yard. Cuando lo tengo, les mando una serie de letras, signos y números. La intención es que lean: “Tabchich Tabaa. En Lima. ¿Quién es?”.
Unos minutos después suena el prepago con una música horrible. En la pantalla aparece un número desconocido.
—¿Aló?
—¿Qué ha pasado, Baquero? ¿Me puedes explicar?
Esta vez mi jefa no parece preocupada ni molesta, sino un paso más allá.
—¿Estás sola? —le pregunto.
—Sí.
Entonces le explico.
Le cuento todo con lujo de detalles: mi visita al gerente del canal, la repentina llamada y aparición en escena de Tabaa, el nerviosismo del gerente al contestarle, mi fallido encuentro con Pachequito y, por último, la tímida persecución me dedicó el Peugeot de lunas polarizadas.
Cuando termino, mi jefa me somete a un exhaustivo interrogatorio, uno de esos que llevan su marca registrada. Sobre todo quiere conocer mis impresiones. Qué creo que pinta Tabaa en todo esto y qué relación podría haber entre Pachequito y mi perseguidor, o perseguidores, del Peugeot.
Le digo lo que pienso. O sea, nada.
Ella tampoco ve relación entre unas cosas y otras. Sólo que el asunto se pone interesante. Y vagamente peligroso.
Luego me dice:
—¿Sabes qué creía?
—Me lo imagino.
—Que el jordano tenía que ver con la niña desaparecida. Tu obsesión.
—Ya.
A continuación trazamos un plan. Básicamente consiste en seguir con nuestras tareas asignadas: ella, cenar esta noche con Sofía, la hija de Carrasco Carter, y yo, esperar a mañana, a ver qué me dice la señorita Szalai en la cárcel de Chorrillos.
Antes de enrumbar hacia Doble9, aún tengo tiempo de pedirle a un amigo de la policía de tráfico que averigüe quién es el dueño del Peugeot. Hertz, me informa al cabo de un rato. Un carro alquilado. ¿Sabes a nombre de quién?, le pregunto. ¿Y no quieres que te dé también los números ganadores de la Tinka?, me dice. Se lo dejo como tarea pendiente.
También hablo con Marta. Lo hacemos bajo el mismo procedimiento que con la doctora Barahona: le envío mi nuevo celular con un mensaje cifrado y espero que me devuelva la llamada desde un número que no sea el suyo. Quiero saber si pudo averiguar a quién pertenece el fijo de San Isidro. Fácil, me dice. Al Country. El hotel, no el club. Luego me pregunta por el problema con las computadoras y con el teléfono de la oficina. Le digo la verdad, que no lo sé, pero que igual debería estar atenta a cualquier cosa rara que pudiera pasar durante el fin de semana. Antes de despedirnos, le pido que se cuide. Y que me disculpe por lo de esta mañana.
Ya en el carro, llamo al Country de San Isidro y reservo una suite para esta noche. A nombre de Instalaciones Jiménez E Hijos, le digo a la recepcionista cuando me lo pregunta. Sí, soy Ignacio Jiménez, y voy a querer factura.
Alejado del mundo real, el debut de Rockaholic va de maravillas. Empiezo con No Fun, de The Stooges, y para cuando llego a Human Fly, de The Cramps, el productor de la radio se ha vuelto loco recibiendo pedidos. Tengo que abrir el micrófono y anunciar que todas las plegarias serán atendidas en el próximo programa. Igual, alguien pide un tema que tenía reservado para hoy: Good Night Ladies, de Lou Reed. Con ése cierro. Buenas noches los pastores.
De vuelta en el carro, reviso los celulares. Diecinueve llamadas perdidas y cinco mensajes entre los dos.
La mayoría de las llamadas son del nuevo número de mi jefa, así que conecto el handsfree y la llamo. Quiere contarme su encuentro con Sofía Carrasco. En resumen: una chica encantadora que ha vuelto a Lima para arreglar sus papeles en la universidad, pues ha decidido seguir sus estudios en España, y para resolver algunos asuntos de la familia, básicamente qué hacer con sus casas. Su madre, en Marbella, está muy enferma, ha perdido peso y no habla con nadie, y sus hermanos mayores están intentando vender las empresas del padre desde Miami.
La chica, por supuesto, no quiso responder a nada que tuviera que ver con su padre. Y cuando mi jefa le preguntó si conocía al otro chofer que trabajó para él tras la supuesta jubilación o despido de Pachequito, abrió los ojos como platos.
—Se quedó como avergonzada y me dijo que no sabía nada. Y la verdad es que no parecía saber nada de la vida de su padre —mi jefa hace una pausa—. Tiene que ser duro tener un padre así. Darte cuenta, después de muerto, de que has pasado toda tu vida al lado de un desconocido…
—Y de Tabchich Tabaa —la interrumpo mientras busco un estacionamiento vacío en el Country—. ¿Le hablaste de él?
—Sí, también. Pero tampoco nada. Ya te digo: Carrasco Carter debió ser de esas personas que tienen una doble vida en todos los sentidos posibles.
—Como tú —bromeo.
—Y como tú —me responde—. Por cierto —cambia el tono de voz—, ¿por dónde andas?
—Llegando a mi casa.
Silencio. Muy breve, pues lo rompo de inmediato:
—Por cierto también, ¿no te ha seguido nadie?
—Nadie. Igual, tomé tres taxis. Tres a la ida, y tres al volver. Si me estaban siguiendo, tienen varias opciones para elegir dónde vivo, desde el María Angola hasta el hipódromo.
—Bien. Y ahora, ¿qué has pensado hacer?
—Irme a Marbella.
—¿A Marbella?
—A ver a la madre.
—¿Lo dices en serio?
—La madre tiene que saber algo. A tu marido lo matan como si fuese un gusano. De paso se descubre que es un pinga loca y un masoca perdido. Escándalo nacional. Vergüenza para ti y para tus hijos. Lo primero que quieres hacer es morirte, de acuerdo. Pero un año después, que siga deprimida, pesando 45 kilos y sin querer ver a nadie, eso tiene otra pinta.
—¿Y tú crees que va a querer hablar?
—Nada se pierde intentándolo.
Nuevo silencio, que aprovecho para decirle que no con la mano al valet-parker del hotel que ha venido a auxiliarme imaginando que tengo un problema con el Risitas. Como no se mueve, enciendo el motor para que vea que sí funciona y lo animo a irse. Esta vez con las dos manos. Aparatosamente.
—¿Baquero? —oigo la voz de mi jefa a través del auricular del handsfree—. ¿Dónde estás?
—Sí, aquí estoy. Pensando en lo que acabas de decirme. —Ahora soy yo el que hace una pausa, calibrando el tono justo de lo que voy a decir a continuación—. Y la pregunta que no termino de responderme es la siguiente: ¿Quién te va a pagar ese viaje? O más directamente: ¿Quién, con tanta plata, nos ha contratado para este caso?
—No volvamos a lo mismo —resopla—. Es un secreto, ya te lo dije. He dado mi palabra y no te lo puedo a decir. Por lo menos no ahora, hasta que resolvamos el caso.
—Okaaayyy —trato de poner mi mejor tono sarcástico-musical. Luego añado, ya en serio—: ¿Cuándo piensas viajar?
—Depende de cómo te vaya con la dominatriz. Si logras sacarle algo, no viajo, ¿para qué? Pero si no, mañana mismo, antes de que regrese Sofía y sea más difícil llegar a la madre.
Nos despedimos.
Bajo del Risis y, escoltado por el valet-parker, que a su vez ha hecho llamar al portero con su walkie-talkie, entro en el lobby vagamente británico del Country Club de San Isidro.
En cuanto me registro y me entregan las llaves, le pido a la recepcionista el número de habitación de Tabchich Tabaa. Es mi cliente, le explico. Lo busca en la computadora y me dice que no hay nadie hospedado con ese nombre. Se lo describo, como me imagino que puede describirse a un ciudadano de Jordania. O de Siria. O del Líbano. Incluso de Irak. Le pregunta a su compañero, cuyo turno empezó antes que el de ella, pero a él tampoco le suena. Ni el nombre ni la descripción.
Me voy al bar, que a estas horas está casi vacío excepto por un grupo de gringos ruidosos y borrachos. Estoy revisando los mensajes que tengo pendientes de leer cuando el tercero me salta a la cara como una sopapo. Es del policía de tránsito. Me dice que el Peugeot está alquilado a nombre del canal de televisión de Carrasco Carter. Por supuesto. Lógica elemental.
Regreso al lobby. Con el cartel de idiota todavía pegado a la cara les explico a los recepcionistas que tal vez mi cliente Tabaa está registrado a nombre del canal de televisión que lo patrocina. Un minuto, me dicen. No, mueven la cabeza. Aquí no hemos tenido huéspedes a nombre del canal desde hace varios meses. Se ríen. Desde que trajeron a Shakira, ¿sabe?
Están cerrando el bar, así que el segundo whisky me lo pido para llevar. Ya duchado y desvestido y con 150 mililitros de Chivas en el torrente sanguíneo, me quedo dormido. Poco después oigo entre sueños la musiquita horrorosa del prepago. Acaba de entrar un nuevo mensaje. Salto de la cama. Lo que parece basura electrónica es claramente un código de Scotland Yard. Tardo hora y media en descifrarlo. Es un email con su respectiva contraseña de acceso. Cinco minutos después, los empleados de la recepción me ponen cara de qué le pasa a este loco cuando les pido una computadora con internet.
El email contiene once pdfs adjuntos en su bandeja de entrada. Son documentos clasificados y todos referidos a las actividades empresariales de Tabchich Tabaa, un traficante de armas de nacionalidad efectivamente jordana y con prósperos negocios en países de Europa del Este como Albania, Ucrania, Bosnia o la República de Moldavia. Varios pdfs llevan el sello de Blue Lantern, el programa del Departamento de Seguridad de Estados Unidos para el control de armas a escala mundial. Todos llevan una anotación que dice “Strictly Confidential”.
Me entretengo mirando los documentos una y otra vez, ampliándolos de tal manera que llego a distinguir algunos nombres que han sido tachados. Entre ellos el del presidente venezolano Hugo Chávez. También el del Rey de España.
¿Qué interés puede tener un auténtico pez gordo como Tabaa en una diminuta pecera como Lima?
Con pensamientos como éste, y otros dedicados al gerente del canal de televisión, regreso a mi cuarto. No miro el reloj porque sé lo que me va a decir. Deben de ser casi las seis y a las ocho tengo que estar en Chorrillos, en la cola para entrar al penal de mujeres. Va por ti, Marta. Mañana tendré la raíz cuadrada de una carita.
Sentada en una silla de plástico y bajo una sombrilla de playa que vuelve más intensos sus ojos gris-azulados, Kriszta Szalai Nádudvari, Miss Réka, me invita a sentarme a su mesa en un rincón del patio del penal de mujeres.
Lleva el pelo recogido en dos colitas que remarcan la delicadeza de sus facciones y le van rozando alternativamente las hombreras de su polo estampado con Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s. Es uno de esos polos ombligueros que casi no tienen mangas, tan corto de la basta que apenas llega a tocar la pretina de sus jeans con agujeros en las rodillas.
Aun así, con esa ropa sencilla y sin rastro de maquillaje, es la mujer más sexy que he visto en mi vida. Es bonita y tiene un cuerpo imponente, eso por descontado. Pero lo que de veras perturba en ella y me hace pensar en cualquier hombre, no sólo Carrasco Carter, dispuesto a ser sometido a su tiranía sexual de dominatriz es la manera como ejerce su poder de seducción. La insolencia con que clava la mirada. La arrogante altivez de su cuello. La fingida discreción con la que, al cambiar de postura, deja al descubierto sus axilas o su cintura bronceada.
No escapo a esa perturbación que provoca, así que abro la bolsa en la que me han hecho poner mis pertenencias y saco lo primero que veo. Unos Cocorocos de limón y cigarrillos.
—¿Fuma? —le digo.
—No. La que fuma es ella.
Inclina el torso hacia mis ojos y me señala a la Hepburn, que, en efecto, sostiene una boquilla entre sus dedos.
—¿Puedo? Quiero decir, ¿le molesta?
—Puedes —mueve las colitas de su pelo—. Pero no me trates de usted. ¡Por Dios! ¿De dónde ha salido esa costumbre peruana de hablarle de usted a la gente?
Habla un castellano perfecto, lleno de matices y bastante peruanizado. Y aunque arrastra las erres, como se suele imitar a los rusos en las películas, tiene una voz dulce y curiosamente líquida. Como salida de un conservatorio de música.
—En las relaciones laborales es mejor así —le digo.
—Que yo sepa, ésta no es una relación laboral. Yo no te he contratado.
—Mejor aun. Me parece perfecto empezar por poner las cosas en su sitio. Cuénteme, ¿quién nos ha contratado?
—Ja. Eso deberías decírmelo tú a mí.
—¿Y si le digo que no lo sé?
Me dedica una sonrisa condescendiente.
—Yo nunca trabajaría para alguien a quien no conozco.
Yo también sonrío.
—Yo hubiese dicho lo mismo. Hasta hace poco.
—Lo único que puedo decirte ya se lo dije a la policía. Soy inocente.
—Con una condena de treinta años por asesinato.
—Por ahora —se le borra la sonrisa—. Mi abogado está trabajando en eso. Mi embajada también. Sólo la policía no.
Kriszta Szalai lanza una larga mirada alrededor.
Hoy, día de visita masculina, en todo el patio del penal se reproducen escenas similares a la nuestra. Internas en sus mesas de plástico conversando con sus padres, hermanos, novios o pretendientes de la infancia. Con táperes de comida e incakolas de dos litros. Con tamales y bolsas de fruta. Trabajos manuales de sus hijos. Ropa, jabón y papel higiénico.
A ella, aparte de su abogado y uno que otro funcionario de la embajada de Hungría, no la visita nadie más. Eso lo sé. También sé que aun así recibe una gran cantidad de regalos de remitentes anónimos. Cátering de los mejores restaurantes de Lima. Mallas y accesorios para hacer aeróbicos. Una masajista china los días de visita femenina.
—Yo tengo muchos clientes —dice como una niña rica a la que le piden que describa su colección de muñecas—. No sólo aquí, sino en todo el mundo. Muchos. Cientos de clientes.
—Tenía —le corrijo.
—Tengo —repite—. Sigo teniendo.
—Veinte en gramática.
—¿Qué?
—Que es usted buena en gramática.
—Hablo varios idiomas. Y no soy ninguna asesina.
—Demuéstremelo.
—Ya lo hice, a la policía y al juez, pero no me creyeron.
—Lo hizo mal.
—¿Perdón?
—Que lo hizo mal.
—Eso ya lo entendí. ¿Qué hice mal? Según tú.
—No dijo quién mató realmente a Carrasco Carter.
—¿Y yo cómo lo voy a saber?
—Eso es justamente lo que yo quiero saber. ¿Qué sabe? O mejor dicho: ¿Qué sabe usted, pero no se atrevió a decirles a la policía ni al juez?
—Lea el expediente y no me haga perder el tiempo.
—Ya lo leí. Ese expediente es una pérdida de tiempo.
Pone los ojos en blanco. A continuación, lo que mira es el cielo sin cielo de Lima. Una imagen triste, sin duda. Como un día de lluvia, pero sin lluvia.
—¿Qué quiere? —dice por fin.
—Que me diga, por ejemplo, quién fue el último chofer que tuvo Carrasco Carter. El que reemplazó a Pachequito. El que lo llevó al departamento de Santa María el día en que lo…
—¡Y yo qué voy a saber! —se exaspera—. Gregorio me había dado una llave para que yo llegara antes y lo esperara. Él también se iba primero. Siempre fue así. Nunca vi a nadie más que a él. Ni a Cachaquito, o como se llame, ni a nadie.
En el hotel, antes de salir, compré una caja de bombones arequipeños, otra de toffees y varias docenas de taquitos de machacado de membrillo de Lambayeque. Las cajas las tuve que tirar, así que todo está suelto en la bolsa de plástico donde también tuve que meter mis cosas. Separo lo mío y envuelvo la bolsa lo mejor que puedo para que parezca un paquete.
—Para usted —le digo.
Me mira fijamente, sin prestar atención al paquete.
—Son unos chocolates y poco más. —Estiro tanto los brazos que parece que le estuviera haciendo una ofrenda—. La próxima vez le traigo gulash. ¿O le gusta más el pörkölt?
—Qué feo truco —niega con la cabeza. Las colitas se le balancean de aquí para allá—. Con azúcar puede ir a enamorar a un caballo. A mí no.
—¿Y nunca le contó nada de su vida? —Vuelvo a dejar el paquete en la mesa—. Carrasco Carter, digo. Piénselo. Haga memoria. Algún problema con su mujer o con sus hijos.
—No.
—O de trabajo, tal vez. Un negocio que no le salió. Un socio que lo estafó. Una bronca con el gerente de su canal…
—No. Nunca. Ni de eso ni de nada.
—Los hombres que buscan el tipo de servicio que usted, digamos, ofrece, lo hacen también porque quieren hablar, ¿no?
Parpadea.
—¡Pero tú sí que eres tonto, ¿eh?! Soy una dominatriz, no una prostituta. Yo era la que hablaba. Él no. Él obedecía. Haz esto, haz lo otro, sírveme una copa, hazme un masaje en los pies, báñame, enciérrate en tu cuarto, cállate. Para hablar tenía que pedirme permiso —hace una pausa—. Además, a mí no me gusta escuchar a los hombres. Siempre están diciendo tonterías. Como tú.
Esta vez soy yo el que lanzo una larga mirada alrededor. Irónicamente, en el penal de mujeres, Miss Réka ha hallado su paraíso.
—¿Cuántas veces lo envolvió? —le pregunto—. Quiero decir, a Carrasco Carter. Ya sabe, como una oruga.
—No tengo por qué decírtelo.
—Es un dato —insisto—. Quizá el asesino, o la asesina, sabía que lo iba a encontrar como lo encontró.
—Muchas —dice por fin—. Las últimas veces siempre me lo pedía. Haz que desaparezca, me decía. Quiero ser nada.
—¿Quiero ser nada?
—Sí, quiero ser nada. Es muy común entre hombres tan poderosos. Su fantasía es justamente… ¿En qué mundo vives?
—En uno equivocado, sin duda.
—Ya. Me había dado cuenta.
Durante un rato nos quedamos en silencio. Ella mirando la bolsa-paquete que descansa sobre la mesa. Yo a la Hepburn.
—Bueno… —me remuevo en mi silla—. Encantado de conocerla, señorita Szalai. Ha sido un placer.
—¿Pero qué, ya te vas?
—Sí. Tengo que hacer.
—Te pierdes lo mejor. —Suelta los hombros y deja caer los brazos, en esa actitud universal y vagamente infantil que significa aburrimiento y decepción—. Después del almuerzo…
—¿Sí?
—Se arma una fiesta en el patio. Con baile y todo.
—¿Y?
Vuelve a poner los ojos en blanco.
Evidentemente, Kriszta Szalai Nádudvari, chica de 27 condenada a treinta años de cárcel por un crimen que tal vez no cometió, no es Miss Réka.
—Nada. Da igual —dice.
Inclina la cabeza a un lado y una de las colitas le queda bailando, suspendida en el aire. Luego continúa:
—Tengo unas amigas a las que te puedo presentar —le entra la risa pícara—. De hecho, se nota a leguas que estás más solo que la una. Tienes cara de que te falta una novia.
—Gracias —sonrío—. Otro día, tal vez. Hoy no puedo.
—O sea que vas a volver.
—No lo sé —se me escapa un bostezo—. Si me animo, quizá le pase la voz a un amigo. Creo que también lo conoce. Se llama Tabchich. Tabchich Tabaa, el empresario jordano.
Los ojos y la cara se le iluminan irradiando dos franjas de luz. Una fina y azulada. La otra difusa, color caramelo.
—Está en Lima —continúo—. Hoy almorcé con él. Me dijo que por ahí se pasaba a visitarla.
Carraspea y endereza la espalda, rígida como una tabla.
—¿Quién? —dice.
—Tabchich —repito—. Tabchich Tabaa, con doble a.
Por un segundo me parece asistir a la transformación de Kriszta Szalai en Miss Réka. Es un cambio tan minúsculo y al mismo tiempo tan veloz que, más que percibirse, se intuye. No se trata de un cambio físico ni de estado de ánimo ni de actitud ante nada. Posiblemente sea una leve sacudida tectónica en el fondo de aquello que llamamos personalidad. Aquello que está en las profundidades de sabe Dios dónde. Aquello invisible.
—No me suena —dice por fin, la mirada apuntando otra vez a la bolsa-paquete.
—¿Está segura? —insisto.
—¿Por qué no habría de estarlo?
—No ha respondido a mi pregunta.
—Te lo acabo de decir: no sé de quién estás hablando. Además, como ya te dije también, yo he tenido, tengo muchos clientes. Puede ser alguien al que no veo hace años.
—Puede ser. Pero también es alguien difícil de olvidar. Su nombre quizá ya no le suene, pero si lo ve en foto…
—¿Tienes su foto? —da un leve respingo sobre su silla.
—No, pero se la puedo mandar. ¿Quiere?
—Me da igual.
—A él quizá no.
—Mira, no sé a qué viene todo esto. Si quieres decirme algo, dímelo. Pero esto de jugar a las adivinanzas me aburre.
—Muy bien —me levanto y le doy la mano—. Tabchich Tabaa, no lo olvide. Si viene a verla, déle mis saludos y trátelo con cariño. El mismo cariño con el que él la recuerda a usted.
Antes de abandonar el patio, me giro para hacerle adiós con la mano. Kriszta Szalai Nádudvari no se ha movido de su silla de plástico. La bolsa-paquete continúa sobre la mesa, en el lugar exacto donde la dejé. Tres chicas más o menos de su edad y con aspecto de extranjeras la tienen rodeada y lanzan chillidos y aplauden y dan saltitos tribales con gran alharaca.
Una de las policías que custodian la puerta la golpea con su cachiporra para que me abran del otro lado.
Me voy.
La ecuación es: llevo dos noches casi sin dormir + el cielo está tan blanco que hiere los ojos + tengo puesta la misma ropa que ayer + me duele el cuerpo y la cabeza me estalla. El resultado: me voy caminando hasta el huarique de Emilio y Gladys y me pido una cerveza y un cebiche de conchas negras.
Desde allí, llamo a la doctora Barahona por el prepago. Le cuento lo que anoche descubrí sobre Tabaa y le resumo mi encuentro con la señorita Szalai. Cuando termino, me pregunta qué pienso. De fondo, oigo el zumbido de su secadora de pelo. Por su parte, ella debe oír la tecnocumbia y el griterío de voces que inundan el rincón cebichero más famoso de Chorrillos.
—Que la húngara conoce al jordano —le digo.
—Ya. Pero si no quiere hablar, ¿eso qué nos da?
—Poco. —Lo pienso mejor—. Nada, la verdad.
—¿Cómo crees que se conocieron?
—No sé. Puede que haya sido su cliente. —Me llevo a la boca la concha negra más gorda que he visto en mi vida—. O puede que Carrasco Carter los presentara.
—O que ella los presentó.
—También.
Durante unos minutos nos dedicamos a imaginar todos los posibles nodos de conexión que podría haber entre los tres. No son muchos, así que pronto caemos en la cuenta de que estamos perdiendo el tiempo con una especulación estéril. Muerto Carrasco Carter y resistente Szalai a soltar prenda, sólo nos queda buscar a Tabaa. Un trabajo difícil donde los haya.
—¿Qué crees que deberíamos hacer? —le pregunto.
—Tú, buscar al jordano.
—¿Y tú?
—Marbella.
—¿Cuándo te vas?
—Esta misma tarde. O noche. Ahora mismo te cuelgo y llamo a la agencia de viajes.
Efectivamente, me cuelga.
Al llegar al Risitas me dedico un rato a observar cada uno de los otros carros que están estacionados alrededor.
Del lado de enfrente de la avenida Huaylas, a unos cincuenta metros de distancia, me fijo en un Peugeot granate con dos ocupantes adentro. Tiene las lunas normales, de ahí que los pueda ver con relativa facilidad. Los dos son muy altos y corpulentos, con las cabezas que casi tocan el techo, a pesar de que es el mismo modelo 406, grande y espacioso, que el gris de lunas polarizadas que me siguió ayer.
Arranco rápidamente y me dispongo a colarme cuanto antes en el tupido tráfico de la Huaylas.
Cuando consigo dar la vuelta en u y llego al lugar donde estaba estacionado el Peugeot, el espacio está vacío, a punto de ser ocupado por otro carro cuyo conductor cree que me ha ganado por puesta de mano. Me dedica una sonrisa, satisfecho.
Piso el acelerador y pierdo una hora dando vueltas por los alrededores como un pollo sin cabeza. Lo más cerca que estoy de alcanzarlo es una equivocación vergonzosa. No es un Peugeot, sino un Toyota. El granate no es idéntico, sino de un matiz más opaco. Sus ocupantes no son dos, sino una familia completa, con dos niños y el abuelo en el asiento trasero.
Estoy agotado, necesito una ducha.
Necesito dormir.
El edificio donde vivo no se ha movido de su sitio. A la puerta de mi departamento no le ha pasado nada. Por los corredores se filtra el murmullo cadencioso y familiar de un sábado a esta hora de la tarde. Y sin embargo me da la impresión de que hay algo raro en el ambiente que no me acaba de cuadrar.
Huelo.
Sí, quizá sea eso. Sólo un olor extraño. El de un nuevo producto para trapear los pisos. O para limpiar las ventanas. O una colonia espantosa de alguien también espantoso que no hace mucho ha pasado por allí.
Por si acaso, saco mi Beretta y, tarareando la melodía apropiada para este tipo de situaciones de máxima tensión dramática —El día de mi suerte, de Héctor Lavoe y Willie Colón—, abro bruscamente la puerta.
Bingo.
Sentados en los sofás de mi sala, hojeando mis libros y revisando mis vinilos, me encuentro al gerente del canal de televisión de Carrasco Carter junto a otros cuatro individuos a los que no conozco de nada. O perdón, sí. Dos de ellos son los mastodontes que hace un rato estaban en el Peugeot granate a la salida del penal de mujeres. Tienen pinta de militares. Pero no de cualquier tipo de militares, sino de ex combatientes de la Guerra de los Balcanes. O del Ejército Rojo de la ex Unión Soviética. O de algo parecido. O peor.
También reconozco a un tercer individuo, no hace falta que me lo presenten. Es nuestro buen amigo Tabchich Tabaa, empresario jordano de armas a escala mundial.
Todos, con excepción de Tabaa y del gerente del canal, tienen pistolas en sus manos. Heckler & Koch, alemanas. Cada cual con su respectivo silenciador.
Tabaa, en vez de una HK, sostiene sobre sus piernas mi edición autografiada del Physical Graffiti, de Led Zeppelin.
La pistola que en cierto modo le corresponde al gerente del canal no está en ninguna de sus manos. Está, exactamente, detrás de su nuca.
—Veo que le gusta la buena música, mister Tabaa —le digo a Tabaa en inglés.
—Buenas tardes, inspector Baquero —me saluda él con su acento Oxford y un lejano dejo árabe, sólo que de los árabes que han vivido mucho tiempo en Inglaterra.
—¿A qué se debe el honor?
—No estoy aquí para escuchar las estúpidas ironías de un polizonte —me responde, haciendo énfasis en esa palabra despectiva con la que en inglés se suele llamar a los policías, sobre todo cuando no son policías sino detectives privados.
—Podemos escuchar a Led Zeppelin, si prefiere.
Apenas he dicho esto, me arrepiento.
Tabaa coge el álbum doble como si fuese un frisbee y lo estampa contra la pared.
—Bueno —trago saliva—. Como veo que ésta no es una visita de cortesía, y como usted y sus amigos acaban de dejar de ser bienvenidos en mi casa, si me permite, los invito a irse.
Los mastodontes —pues el tercero también lo es, no al estilo Guerra de los Balcanes ni Ejército Rojo, sino más bien al estilo Guardia Republicana iraquí— siguen la conversación en silencio. También el gerente, pálido como un papel Bond A4.
—Inspector Baquero —dice Tabaa, ignorando mi último comentario—. Yo no tengo mucho tiempo e imagino que usted tampoco, así que vamos al punto. Pero antes, por favor, le pido que nos entregue su arma. Puede hacerle daño a alguien y aquí nadie quiere eso, ¿verdad?
Cojo la Beretta por el cañón, le quito el cargador con las balas y la arrojo sobre un puff que hay al lado del gerente.
Éste se encoge y se cubre la cara con las manos.
—Bien —continúa Tabaa—. El señor Gregorio Carrasco Carter murió porque tenía que morir, no entremos en detalles ahora. El problema, como sabe, es que la justicia peruana ha encarcelado a una chica inocente por un delito que no cometió.
Hace una pausa y me clava la mirada, como esperando mi reacción. Sus cincuenta años bien llevados, con ese aplomo y esa serenidad que algunos le atribuyen a la gente poderosa y de mundo, se condensan, más que en cualquier otro rasgo, en sus ojos serenos pero asertivos. Los ojos confiados de alguien que no tiene por costumbre que le digan que no a nada.
—Y aquí viene el trato que caballerosamente he venido a proponerle, inspector. Es muy simple. El señor aquí presente —se gira para mirar al gerente del canal— sabía que su amigo Gregorio iba a morir, pero no hizo nada por impedirlo. Eso, no tengo yo que explicárselo a usted, lo convierte en cómplice.
El gerente cierra los ojos. Todavía sigue encogido por el susto que se llevó hace un rato.
—Es más —continúa Tabaa—. Hasta podríamos decir que eso lo convierte en el asesino directo. ¿No le parece?
—¿Cuál es el trato? —pregunto.
—Muy simple, inspector Baquero. De hecho, tan simple que pensaba que ya lo tenía. —Hace una pausa para reforzar el sentido supuestamente humorístico de su frase—. Un trueque. Miss Réka por este señor. O este señor por Miss Réka. Como usted prefiera.
—Oh, qué listo es usted, mister Tabaa —aplaudo.
—Guárdese sus estúpidas ironías en el culo —dice él.
—No me malinterprete, mister Tabaa. Mi admiración es sincera. Usted quiere, si no le estoy entendiendo mal, que yo haga como que descubro que el verdadero asesino de Carrasco Carter es este señor y así Miss Réka quedará automáticamente en libertad. Libre de polvo y paja, nunca mejor dicho. ¿No es así, mister Tabaa?
—Así es, inspector.
—Y para eso, usted, o sus amigos, por llamarlos de una manera, me darán todas las pruebas que necesito. ¿Verdad?
Ahora el que aplaude es él.
—¡Muy bien, inspector Baquero! Veo que lo subestimé. Acepte mis disculpas por eso.
—Sólo veo un problema —digo—. Que yo acepte.
—Ah. Pero no me subestime usted ahora, por favor —y hace un gesto con la cabeza dirigido a uno de los matones.
El matón se levanta del sofá y entra en mi cuarto.
Al cabo de unos segundos vuelve con Marta.
Sí, Marta, la secretaria de Plan B.
Nuestra Marta.
Que sale de la habitación con cara avergonzada y los párpados hinchados y enrojecidos de haber estado llorando. De rabia. De furia. De impotencia. Conozco a Marta lo suficiente como para saber que no ha estado llorando por otro motivo.
—¿Qué dice ahora, inspector Baquero? ¿Nos sentamos a negociar como dos caballeros?
Miro a Marta. Le sonrío.
Ella niega con la cabeza.
—Supongo que sí —digo—. ¿Ha traído el contrato?
—Ja, ja, ja. ¡Qué tal inspector Baquero éste! Por menos que eso conozco a gente que ha acabado sin dientes. Pero qué se le va a hacer, usted es así, y espero no volver a verlo jamás.
—Ja, ja, ja —lo imito—. Qué curioso. Por fin una cosa en la que estamos de acuerdo.
—Ya está bien —dice Tabaa—. Basta. —Se repantinga en el sofá y vuelve a poner esa cara de quien nunca ha recibido una negativa en su vida, ni siquiera de su madre—. Tengo que irme, así que pasemos a los detalles.
Como activado por un resorte, otro de los matones entra en mi cocina y vuelve con una pequeña cajita de cartón.
—Aquí tiene todo lo que necesita para resolver el caso —continúa Tabaa—. Todo con las respectivas huellas digitales de este señor. Él ya sabe lo que tiene que decirle a la policía, así que ahora lléveselo y cumpla con su parte del trato. Cuando su descubrimiento se haga público y salga en los periódicos y todo eso, y cuando Miss Réka ya esté muy lejos de este país, usted volverá a ver a su secretaria, inspector.
—Okay —digo—. Pero antes permítame hacerle un par de preguntas. Sólo un par.
—Be my guest —dice—. Por favor.
—¿Quién fue el último chofer de Carrasco Carter?
Uno de los matones del ala Balcanes/Ejército Rojo hace una venia al estilo japonés y me guiña un ojo con malicia.
—¿Y tu nombre, muchacho, es…?
El matón me mira con cara de púdrete.
—Fuck you, inspector. Fuck you, you fucking fuck.
Tabaa sonríe. Pero no hay ni un grado de cordialidad en su sonrisa. Más bien todo lo contrario.
—Segunda pregunta —digo para ahuyentar el momento de tensión—. ¿Usted tenía planeado todo esto, mister Tabaa? Quiero decir…
—Sé perfectamente lo que quiere decir, inspector —me ataja—. Me halaga que lo pregunte. Y la respuesta es sí. Todo.
—Pues ahora sí, mis respetos, mister Tabaa. Se lo digo en serio. No sé cómo lo ha hecho, pero es usted un crack.
—Una ironía más y le juro que se queda sin dientes.
—Le repito que se lo digo en serio. De veras. Créame.
—Me da igual. Ahora sí, ¿nos despedimos, inspector?
—Una preguntita más. Sólo una. Se lo juro.
A decir verdad, no sé qué más hacer para ganar tiempo. Tampoco sé para qué podría servirme ese tiempo ganado, con Marta de rehén, sin mi Beretta y con tres matones con pinta de haber sido entrenados en los peores escenarios de guerra de la última década. Tiempo. Su valor radica en lo que puedes hacer con él. En él.
—La señorita Szalai —digo—. ¿Ella sabía de todo esto?
—No —dice Tabaa—. Ella es inocente. En todo sentido.
En ese momento tocan el timbre.
Tabaa me mira.
Marta también me mira.
Los matones miran a Tabaa.
El gerente no mira a nadie. Sigue con los ojos cerrados.
—¿Quién es? —dice Tabaa en voz baja.
—¡¿Quién es?! —repito yo en voz alta, casi gritando.
—Yo —me responden de detrás de la puerta.
A todos nos queda claro que se trata de una mujer.
—¿Quién es? —vuelve a decir Tabaa en voz baja.
—Mi novia.
—Usted no tiene novia —susurra.
—Bueno —admito—. Mi vecina. Del 401.
—Dígale que se vaya.
—¡Vete! —digo.
—Así no, imbécil —dice Tabaa.
—¡Así no, imbécil! —repito en voz alta.
Tabaa se levanta del sofá. Con los ojos en blanco y las manos al cielo, pero sin hacer ruido.
Los tres matones, nerviosos, me apuntan con sus armas.
Marta, haciéndose la nerviosa, hace como que se desmaya.
El gerente está ahora más pálido que una hoja Bond A4.
—¿Qué? —exclama la voz de detrás de la puerta.
—¿Qué hago? —le digo a Tabaa entre susurros.
—Pues ya te jodiste —me dice, tuteándome por primera vez—. Otra a la que tendrás que rescatar. Ábrele.
Abro.
La doctora Barahona da una patada a la puerta y entra al grito de “¡conchasumadre, que nadie se mueva!”, seguida de un escuadrón completo de la policía de operativos especiales. El logo de la diroes en los cascos y los chalecos antibalas. Las botas de los efectivos que producen un ruido seco al rebotar sobre la alfombra de la sala. La balacera que se desata en todas las direcciones. Las maldiciones y gritos para insuflar valor en varios idiomas. Los muebles que se caen. Los vidrios que se rompen. Tabaa que corre a esconderse en mi cuarto. El cuerpo falsamente desmayado de Marta que se revuelca por el suelo en dirección a la cocina. El llanto infantil y desconsolado del gerente del canal de televisión. Mi disco de Led Zeppelin.
Pero, sobre todo, el frío que hace un rato sentía en varias partes del cuerpo y que ahora se transforma en fuego candente. Como los fierros quemadores con los que se marca al ganado, sólo que no en la superficie de la piel, sino por dentro. Y que me hacen sentir un dolor enloquecedor como el que jamás he sentido.
Un dolor que me asfixia.
Un dolor que me impide gritar, porque el grito corresponde a un estadio inferior de dolor.
Un dolor que me hace desear la muerte como alternativa positiva a ese dolor.
Eso es.
El dolor de la muerte.
Y entonces, la muerte misma.
Abro los ojos. Tengo el cuerpo conectado a tubos de distintos grosores y estoy rodeado de paneles electrónicos que parecen los comandos de una cabina de avión. Todo estaría bien si yo fuese un piloto de avión. Pero no soy un piloto de avión. Soy el inspector Baquero, detective privado.
Una mujer se me acerca de tal manera que veo todos sus rasgos deformados. Como en uno de esos espejos de feria cuya imagen reflejada presenta una nariz que no guarda ninguna proporción con la boca.
—Ya está aquí —me dice—. Ya está de vuelta.
—¿Quién? —le digo, pero no me oigo decírselo.
—Usted, señor Baquero. Ya está fuera de peligro.
—¿Quién es usted?
—La doctora Sánchez. Pero no hable. Descanse.
Cuando vuelvo a abrir los ojos ya no soy un piloto de avión. A mi lado reconozco a la doctora Baquero, que carga una botella de Moët & Chandon como si fuese un bebé, y a Marta, con un brazo enyesado y en cabestrillo. Más allá están Chumpi, el jefe de la policía de investigaciones, y Patricia, mi vecina del 401. Todos me miran con cara de estar viendo a un resucitado.
—Baquero —me dice Marta.
—¿Sí?
—¡Tienes una carita!
—Cuando quieras —le digo.
—Sí —se ríe—. Cuando yo quiera.
—Caray, Baquero —dice mi jefa—. Qué confianzas son ésas. Qué va a pensar Chumpi de nuestra seriedad.
—Cuéntame —le digo.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Todo.
—Todo. Okay —dice—. El Operativo Tarántula fue un éxito. Tres bajas en las filas enemigas y ninguna en la nuestra, incluyendo al gerente del canal, que se orinó en los pantalones, pero salió ileso. Y sin contarte a ti, claro, que sigues vivito y coleando. Por cierto —se queda pensando, con una mano en el mentón y la cabeza inclinada—, ¿qué les hiciste?
—¿Por qué?
—Porque los gorilas se ensañaron contigo. En vez de dispararles a los efectivos de la diroes, o en todo caso a mí, que los estábamos acribillando, todas las balas te las dedicaron a ti. Te metieron tres balas, Baquero. Una por cada uno.
—No sé —digo—. Supongo que les caí mal.
Marta se vuelve a reír.
—Es un pesado —dice—. Hasta yo le habría metido su cocacho por faltoso.
Todos se ríen y hacen bromas al respecto.
—¿Y Tabaa? —pregunto.
Ahora todos se miran a las caras.
—Tabaa fue detenido y llevado a Seguridad de Estado.
—Ésa es la buena noticia, supongo.
—Sí.
—¿La mala?
—Que ya no está en el Perú.
—¿Lo soltaron?
—Sí.
Miro a Chumpi.
Chumpi parpadea. Luego sonríe con tristeza y mueve los hombros. Finalmente esconde la cabeza y se pisa los zapatos unos a otros, como un niño al que su abuela acaba de descubrir haciendo una fea travesura. Como frotarse el pipí. O algo peor.
—Mucho pez gordo para tan poca pecera —digo.
—Para gente como él —dice la doctora Baquero—, todo el puto planeta es una pequeña pecera.
—Me imagino. ¿Y Kriszta Szalai?
—Sabe Dios.
—¿Salió libre?
—Sí. Y también tomó las de villadiego.
—Te dejó un sobre —dice Marta—. Te lo he guardado.
Mi jefa la mira.
Patricia, mi vecina, también la mira.
Durante unos segundos todos miramos a Marta.
Marta adopta la misma actitud que hace unos minutos tenía el desvalido jefe Chumpi.
—¿Cómo sabías? —le pregunto a mi jefa.
—¿Qué?
—Lo de mi casa.
—¿Que había aquelarre? ¡Por Marta!
Marta ahora se ruboriza.
—Yo ya estaba en el aeropuerto —continúa mi jefa— cuando recibo su llamada. Contesto y no me dice nada. Pero oigo las voces. Lo demás fue deducción. Y bueno, saber un poco de ruso.
—¿Sabes ruso?
—Da, tovarich. Me defiendo.
Así seguimos charlando durante un rato más, hasta que la doctora Sánchez aparece y anuncia que la hora de visita ha terminado. Que debo descansar.
Mi jefa deja el Moët & Chandon en la mesita de noche.
—Para cuando puedas —se despide.
—Un ratito —le digo—. No te vayas. Doctora —miro a la doctora Sánchez, en plan súplica—, por favor.
La doctora asiente. Un minuto, nos indica con el dedo.
Todos se marchan discretamente y nos cierran la puerta.
—¿Qué? —me pregunta mi jefa cuando estamos solos.
—¿Quién fue?
—¿Quién fue quién?
—El que nos contrató.
—Preferiría no hablar de eso.
—Por favor.
—Un sinvergüenza —dice por fin—. Un mierda. Una persona a la que creía de confianza y que en realidad estaba trabajando para el jordano ése. Yo no lo sabía, te lo juro.
—Lo sé —digo—. Nadie sabe para quién trabaja.
—Nadie conoce a nadie —dice ella.
—¿Político?
—No.
—¿Empresario?
—No.
—¿Cura?
Silencio.
—Cura —repito, más para mí mismo que para ella.
Silencio al cuadrado.
—Fue el arzobispo, ¿verdad?
No digo más. Mi jefa me cierra la boca presionando mis labios con el índice de su mano izquierda.
Mirando la botella de Moët & Chandon me quedo dormido.
Sueño que soy un piloto de avión.
Toño Angulo Daneri (Lima, 1970) es autor de Llámalo amor, si quieres; Nada que declarar y de la serie de relatos policíacos por entregas Buenas noticias para los que esperan malas noticias, a la que pertenece ‘La verdad sobre el caso Tarántula’. Trabaja como editor de la revista de creación literaria Eñe, es profesor del Máster de Periodismo de la Universidad Complutense/Diario ABC y corresponsal en Europa de ‘El Semanal’ del diario La Tercera de Chile