No hay intervención pública de político español en la que no se ponga en duda la naturaleza democrática de su adversario (antidemocrático, en este caso), incluso del sistema mismo. Forma parte de un lenguaje marcado por el “ellos” y el “nosotros” y, más que un argumento al que se recurre se trate del tema que se trate, es un metodología sin la cual es imposible articular discurso alguno. Puede ser economía (los recortes están vulnerando las bases democráticas de nuestra sociedad; los que protestan incurren en prácticas antidemocráticas), política territorial (el soberanismo sobrepasa la constitución, por lo tanto la democracia; los que no aceptan el “derecho a decidir” no son más que una rémora del Estado centralista, que para el nacionalismo es sinónimo de totalitarismo) o derechos civiles (el derecho al aborto o el matrimonio gay ha salido de un monstruoso laboratorio de ingeniería social; las prácticas religiosas son propias de países atrasados y, claro está, antidemocráticos).
Añado un último ejemplo: hace unos días, oí a Mariano Rajoy en una rueda de prensa en París con François Hollande y no perdió la ocasión de hablar del “escrache” (a pregunta de un periodista) y su falta de legalidad democrática. No dudo que tuviese razón, pero dicho en Francia, que ni a Le Pen le llaman antidemocrático, sonaba como un debate casero, muy nuestro. Ni en Chipre, según leemos estos días, se habla de que el corralito hiera, atente, vulnere, ataque, mine, menosprecie, viole, secuestre, prostituya… la democracia chipriota.
Sin embargo, en nuestras coordenadas políticas es imposible hilvanar un discurso que no arrastre esa pesada carga moralizante que indica que a toda opción política le corresponde una visión teológica del Bien y del Mal. No es algo nuevo. Desde hace años, la literatura política española expresada en los medios de comunicación ha creado un vocabulario donde es fácil que los políticos “traicionen”, las ideologías sean meras “estulticias” y la política “con valores” (no desnatada), una máquina de producir certidumbres (¿de qué?, ¿sobre qué?) contra el relativismo moral. Rafael Sánchez Ferlosio decía en un reciente artículo “que el enemigo tenga que ser malo es una consecuencia de la pueril e intransitable lógica de la moral”.
Sí que nos hace falta un visión laica de la política. Es decir, la política no es el satélite de una cosmovisión, sino una práctica concreta para administrar los asuntos terrenales con más o menos eficacia y con más o menos sentido de la justicia y la igualdad. El barroquismo moral alcanza su más alta expresión cuando un político dice que tiene la “conciencia tranquila” (debe ser según sus valores) aunque esté acusado de la más burda de las corrupciones. Los hechos, como siempre, nunca cuentan. Rafael Argullol ha escrito que no le extraña que matemáticas y lectura fueran las mayores deficiencias en nuestro sistema educativo. Después de todo, un ejercicio matemático no puede resolverse con “gritos estentóreos” o “apelaciones demagógicas”.
“Dignidad” es el término clave bajo el que se ha llevado a cabo la “primavera árabe”. “Indignados” es el movimiento que ha congregado a miles de ciudadanos en muchas plazas españoles (también de otras capitales del mundo, pero menos). Dignidad e indignados hablan más de un valor moral de la libertad y de la democracia que de las carencias de la crisis económica. Sin embargo, estas protestas no habrían sido posibles con un nivel de paro soportable y sin una ley de hipotecas realmente injusto. A este proceso algunos pensadores lo han enmarcado dentro de la “biopolítica”: la vida es cada vez más compleja y no hay nada que corresponda a la naturaleza humana –ciencia, salud, educación, creencias religiosas, vida, muerte, hábitos mundanos- que sea ajeno a la política. Sobre esta cuestión, el filósofo Roberto Esposito habla de que actualmente no existe vida privada (encerrarse en casa no quiere decir vivir aislado; a veces, muy al contrario), o no como creíamos.
En estos movimientos no existe un llamamiento a recuperar un sentido de lo colectivo, lo social y lo igualitario, por muy masivas que sean sus manifestaciones públicas (tiene más que ver con la “multitud” sin jerarquía ni liderazgo y con una aspiración de democracia global e interconectada, según Toni Negri y Michael Hardt).
El filósofo italiano Mario Perniola hizo el pasado otoño (en un foro en la Universidad de Cádiz) un diagnóstico ejemplar aplicando ese laicismo político del que hemos hablado. Uno: definió nuestro tiempo como “capitalismo populista”, entendido como crítica a las élites intelectuales y económicas. Dos: hay una ruptura de la alianza entre capitalismo y burguesía porque la clase media es demasiado costosa. Tres: ha nacido el “burgués asalariado”. Es decir, sin riqueza pero con conocimiento.
Manuel Calderón es periodista