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Acordeón¿Qué hacer?El maquinista es vagón, el último es maquinista. Echarle ingenio a la...

El maquinista es vagón, el último es maquinista. Echarle ingenio a la forma de enseñar

 

La docilidad no es un atributo de los escolares actuales, quien pretende encontrar alumnos sumisos, obedientes y receptivos se dará de narices y con estruendo; y siendo sincera: lo veré con gusto, como todos los que recordamos nuestra infancia y adolescencia.

 

Tampoco me polarizo a una ilustración centrada en rebeldías vanas y desgastantes; de ningún modo, la mera mención en mi mente: me agota y aburre; sino a que centremos la enseñanza a lo que todos los que estudiamos tenemos en común: “la curiosidad que se despliega en el deseo de aprender”.

 

Se menciona al cuerpo y la cultura somática a manera de muletilla académica resonante y de avanzada sin considerar lo que se lograría implicar:

 

¿Un regreso a lo tribal en un rescate antropológico de la disciplinada y enajenante urbanidad?

 

¿La potenciación de la desestimación de la educación física, a los que ya muchos sólo han considerado como un medio útil para que la intelectualidad funcione con mejoras y menos deterioro?

 

¿Horas jugueteando sin sentido “en aras de creativas actividades motrices y cinéticas”?

 

¿El miedo en ciernes a ser desplazados por las cajitas virtuales?

 

Y si, ¿optamos por un aprovechamiento de nuestro ser biológico?, en consonancia con la ausencia de docilidad pero en nuestro siempre deseo de aprender.

 

No confundamos: la aparente abulia de los mal llamados “sin luz = alumnos[1]” es la manera en que castigan la indiferencia por encontrarse famélicos. Estos tiempos mediáticos, insípidos y aterradores, subestiman de continuo nuestras necesidades básicas de felicidad y las transforman en objetos de consumo. Atónitos nos enraizamos en interpretaciones complejas y altisonantes cuando lo que en verdad encierra el problema es la avaricia del “Ser Infeliz”. Son tiempos carroñeros, en que lo costoso se altera como importante.

 

Sin embargo, concentremos en acciones.

 

Clase de matemática:

 

La enseñanza de los algoritmos, los agrupamientos en distintas bases, el complemento: ¿necesita retrotraernos a ser pastores con ovejas para movilizar al cuerpo en un espacio a cielo abierto? Mordacidades aparte, apuntemos en la memoria: clases que sin sospechar siquiera de la cultura somática ya eran costumbre. Iniciaban con las rondas en el patio formadas por  un determinado número de alumnos, a las que se agregaban, se quitaban, se veía cuántos eran necesarios para completar los requeridos, se agrupaban en cantidades iguales que determinaban los que dejarían afuera de la ronda. Simple, y más interesante si se acompañaba la actividad de situaciones problemas y relatos. Después avanzarían en los materiales concretos, semi concretos hasta que la noción de número finalizara en su decodificación. ¡Los números ordinales, tan evidentes de apreciar en una hilera de cinco!, modificando el punto de vista: el primero pasa a ser quinto, sin embargo el cardinal 5 no se cambió. La geometría topológica, ¿en libros o fotocopias? Realicen un recorrido, soliciten atención y luego del paseo arbitrario; señalen que deben repetirlo pero guiando al maestro: ¿cómo? Con dibujos, consignas orales, con un coordinador que lleve la voz de cada grupo. Avanza el grado y la edad de los alumnos, ¡complejicen la consigna! Demoren varios días en solicitar la repetición. Sitúense ustedes en la actividad: necesitan guiar a otro grupo a un determinado lugar, ¿qué emplean? Disponiendo de hojas y lápices, ¿se situarán en órdenes orales confiando que los otros las retengan, o dibujaran un plano ingeniando todos los saberes aprendidos de referencias, lateralidad, puntos cardinales, escalas…?

 

Y la enseñanza de la hora, ¿con el eterno reloj en cartulina con las agujas que giran gracias al gancho mariposa? ¿Eso es emplear con total utilidad nuestro inteligente ser biológico de orden superior? ¡Transformen a cada alumno en relojes con sogas que simulen las agujas atadas a su cintura! Inicien las horas, los cuartos, los medios, el interesante “menos cuarto” pero desde el cuerpo. ¿Queda allí? ¡Por supuesto que no! Es el comienzo, y luego hasta puede ser útil el reloj de cartulina. Aunque, ¿alumnos estrellándose con la lectura de relojes de agujas en la era digital, y recién en cuarto grado porque lo anuncia la currícula, o en tercero? ¿Y la noción de tiempo? Por disposición de contenidos en grados anteriores: ¿ya se logró?

 

La medida, ¿la noción de capacidad, sin trasvasar líquidos de un recipiente a otro? ¿Cómo logrará construir la conservación de la sustancia si no comprueba que la misma cantidad de agua de una taza va a ocupar diferentes recipientes engañando nuestra percepción? Ya saben: botella alta y angosta siempre parecerá “más llena” que una botella ancha, así se haya utilizado la misma unidad de medida.

 

Qué inutilidad de silla ocupará esos sedentarios relatos del nacimiento de las medidas arbitrarias con su monótona toma de medidas: ¿cuántos “pies, brazos, manos, cuadernos, lápices…” mide el salón? ¿Han sido encerrados los alumnos en un confín aislado para que nunca tuvieran contacto con la existencia del metro y así ignorar su existencia y sentirse maravillados cuando lo mencionemos, luego de agotarlos con mediciones arbitrariamente ridículas? Movilícense a un parque sin útiles, indíquenles un banco, ¿es más largo que el del patio? Avanza el grado: complejicen, ¿cuántos cabrían en el salón de clases? Sin embargo, y dado que el ensayo es sobre la cultura somática: ¿Desterramos los relatos de los egipcios, reyes y tantos que ocuparon su época sin la existencia del metro –y la ocupan, hay países que persisten–, los volcamos a la “barbarie” de no saber la procedencia del metro?

 

De ningún modo, la idea es sumar el cuerpo, recuperarlo para naturalizar aprendizajes que lo fueron siempre, no para desembocar en encontrar su límite.

 

Clase de lengua:

 

Y siguiendo donde estábamos, ¿lectura oral, de pie, impertérrita al lado del maestro y frente a la clase? Posible, pero y si sumamos: ¿equipos de lecturas con casting? Grupos secretos, ubicadas en espacios que se desparraman en la escuela, conservando la distancia para que el secreto resulte posible. Y mencionando lo posible, ¿es posible que esos grupos regresen a un tiempo determinado, hayan logrado elegir al lector y conservado la compostura sin la presencia de un adulto controlando? No sólo es posible, es un hecho, ¿simple, fácil, de un día? No; requiere acuerdos, estrategias, y autodisciplina.

 

¿Van apreciando por qué mencioné la docilidad?

 

No son dóciles, y ese espíritu indómito ahorra esfuerzos, no al intentar ser doblegado si no al iniciarlo en la autodisciplina, en las tareas de gestión.

 

Y, ¿filosofía? ¿En una caminata a manera de los filósofos y sus discípulos? Con más de treinta alumnos, ¿iríamos con megáfono? No, ¡ingenien! ¿Tienen presentes los trenes de chicos? ¿Uno detrás del otro, con las manos apoyados en los hombros? Cubran los ojos del maquinista, éste debe ser guiado entre otros trenes y obstáculos, por el último alumno vagón, ¿con gritos? Imposible, se confundiría con los otros trenes –igualmente, muy válido intentarlo si no, ¿de qué mejor manera se comprobará su inutilidad–.

 

Entonces, ¿cómo? Pregunten. Pueden surgir alternativas, hasta llegar a advertir que si cada uno está conectado al otro por las manos en los hombros, ¿una leve presión de la mano izquierda en el hombro izquierdo indicará doblar a…? ¿Van visualizando la escena? ¿La necesidad del otro? Desde el último, para transmitir la orden al primero. Roten los roles, el maquinista es vagón, el último es maquinista. Regresen al aula, o a un patio o a cualquier sitio que no entorpezca oír las palabras, y compartan las experiencias, la escucha y la reflexión de esas experiencias. ¿Se actuó con lógica? ¿Cada uno buscando el bien común? ¿Se logró? Quieren ir a lengua, que lleven el instructivo al papel; matemática, ¿no estuvieron esos trenes en recorridos utilizando la lateralidad? ¡Ubiquen en un plano! ¿En qué escala?

 

La clásica pregunta: ¿quién soy? ¿La responden, la corrige la maestra y se archiva? ¿Se comparte en treinta lecturas orales? ¿Escuchan los bostezos que casi disimula cómo se están enviando mensajes de texto? Reiteren la pregunta, soliciten la respuesta pero con seudónimo, ¿ya les intriga más? Ahora deben buscar en la escuela: un rincón silencioso para redactarla, primero empleen un borrador porque necesitan una prosa muy clara y una muy letra legible, ya les expondré el motivo. Determinen el tiempo, regresen al aula; los bancos forman una mesa compacta en el centro, entreguen la hoja al docente, ubíquense alrededor de la mesa pero a distancia. El maestro  acomoda los trabajos en la mesa, cada uno separado y tentando a ser leído. Inviten a todos a leer el trabajo ajeno –¿advirtieron las razones de la prosa y la caligrafía–; ya pueden acercarse, pero buscando con quién tienen más similitud y con quién más discrepancia. Anoten los seudónimos. Mientras se investiga, no den pistas ni indicios de la autoría. Luego de los análisis, de las sospechas, se revelarán los seudónimos. ¿Sorprendidos? ¿Me descubrieron, me ven los otros como yo me veo? ¿Esa compañera que no tolero es la más parecida a mí? ¿Con quién menos intereses comparto es justo mi amigo?

 

¿Y ver películas? Maravillosa novedad tecnológica, un lujo para algunas humildes escuelas de periferia, pero nunca comparable a alumnos actuando la lectura en obras de teatro, radioteatro o títeres –prácticas de enseñanza clásicas–. Ni mencionar si ellos son los autores de las obras y las filman.

 

En la década del 70, las maestras realizaban con sus alumnos trabajos de campo en plena ciudad; actividades que se desarrollaban enigmáticamente hasta en un zanjón que quedaba demarcado con sogas y estacas en la zona de estudio: preciados y preciosos herbarios, caseros lumbricarios, flores y helechos, ranas y sapos, mariposas y bichos bolitas. Estudiados y catalogados, apresados o libres. Instrumentos de laboratorio elaborados con inspiración y algún azaroso instructivo. Chicos moviéndose en equipos, cargando las pesadas enciclopedias: baluarte cultural de la clase media que se apoderaba del conocimiento en una estantería, enfrentando luego a la clase para asombrar con sus descubrimientos, creando exposiciones para los padres que se combinaban con la venta de platos dulces o salados para recaudar fondos.

 

Los permisos, las autorizaciones, la carga horaria, la multiplicidad saturada de contenidos, las reglamentaciones, los exámenes, las exigencias de los ingresos y egresos, ésas y otras cómodas piedras burocráticas y expiatorias, ¿nos han ido deteniendo? O deberemos asustarnos con la posible realidad: ¿tanto miedo produce desplazar el cuerpo? ¿Los cuerpos en movimiento atemorizan, resultan inmanejables? ¿Atornillarse a una silla, a una máquina, nos brinda seguridad? ¿Esa falacia de orden, de imagen perfecta es lo que necesitamos? ¿Para qué?

 

Enseñar, utilicen o se ajusten a las modas que asolen, no es para cualquiera. Esta cultura somática, situación que ha sido cotidiana en la enseñanza desde hace siglos por los maestros que saben enseñar, ¿acarreará la impronta de ubicarla en lógica necesidad o en el destronamiento de la naturaleza logocéntrica de la educación? ¿Por qué, finalmente, ahora? ¿Será el temor a lo digital en un desespero de aferrarse a la humanidad del animal humano? ¿Miedo a que los maestros se desplacen por las máquinas? ¿Asomarse al abismo, sirvió para advertir lo evidente?

 

Si la idea, de las razones que provenga, resulta ventajosa para que desde los profesorados se les prepare para que las didácticas incorporen a los alumnos utilizando el cuerpo para aprender, será un avance a nuestro cuerpo docente, y ¡muy bienvenidas!, ¡qué inunden los textos y las investigaciones! Nos extasiaremos porque amamos aprender tanto como enseñar; pero si por entronar a uno, se repliega el otro, y nuevamente nos atosigan en vanguardias nefastas. ¡Atención y cuidadito! Los maestros también estamos aprendiendo de nuestros alumnos a no ser dóciles e identificar los fraudes. No nos quieran endilgar kilos de retórica palabrera y horas de cursitos de la necesidad del movimiento y nos “entretengan” con un globo que pasea o ejercicios de relajación para que “descubramos” algo que ya sabíamos –con el fiasco del Cristóforo “descubriendo una América poblada” más que suficiente–.

 

Equilibrio, solicito con la voz de la escucha en activo silencio: equilibrio.

 

Y respeto.

 

Soy maestra.

 

 

 

 

Rita María Gardellini es directora de escuela primaria estatal y escritora. Docente investigadora, autora del anteproyecto de investigación y del libro Alumnos lectores, alumnos escritores, declarado de interés provincial y legislativo y editado por la Cámara Legislativa de la Provincia de Santa Fe, República Argentina, y de la novela No dejes que muera (Baile del sol. Tenerife, 2009) y del libro de relatos Después de comer perdices o por qué las mujeres son boludas e insisten en enamorarse (UNR. Rosario, 2011. Kindle Edition, 2011). El título original de este artículo era Corpus escolarizado y fue modificado con la anuencia de su autora

 

 

 

 

Notas


 

[1]    Siniestro error que continúa persistiendo aunque alumno no significa “sin luz” sino que deviene Del lat. alumnus, de alĕre, alimentar, por lo que significaría “alimentado”.

 

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