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Refugios

 

En la literatura contemporánea el refugio, el espacio que abriga y protege la intimidad, es una presencia constante. Entre los refugios más devastadores nombraría la habitación del señor Charrington que alquila Winston Smith en 1984, de George Orwell, para poder tener encuentros esporádicos con Julia, en una sociedad totalitaria que ha secuestrado los cuerpos y prohíbe la intimidad erótica. La habitación, que proporciona una breve e intensa felicidad a la pareja, resulta ser una trampa mortal. Nada de lo que la rodea es lo que parece ser. El señor Charrington no es un anciano delicado, respetuoso y cómplice, sino un temido cargo de la Policía del Pensamiento que entrega a la pareja a la tortura. La pantalla vigilante, milagrosamente ausente, manifiesta de pronto y de forma aterradora su presencia disimulada. En cuanto a la propia habitación, se trata de un falso refugio, que responde a la doble faz de todo el engranaje de la distopía orwelliana. Winston y Julia reciben un castigo atroz precisamente por haberse imaginado que era posible encontrar un refugio auténtico, una vía de escape. El espacio cerrado no sólo no protege, sino que facilita la delación al convertirse en una trampa.

 

Éste es un caso límite, por supuesto. Sin embargo enseña, bien es verdad que de una forma llevada al extremo, que en ningún refugio se está por completo al abrigo de la intemperie, que puede colarse por las rendijas hasta el corazón de los espacios cerrados. La habitación del señor Charrington pone de manifiesto de manera sobrecogedora la doble dimensión del refugio: protección y vulnerabilidad, piel y posibilidad de la herida, consuelo y devastación.

 

El refugio es un espacio imprescindible para el bienestar personal y social, y representa uno de los elementos definidores de la democracia. Todos necesitamos un refugio donde sentirnos protegidos, donde estar en soledad o acompañados, participando a la vez a la vida colectiva, porque el refugio no tiene por qué ser una huída del mundo, sino una especie de plaza íntima, un lugar desde donde reflexionar mejor acerca de los vínculos. Un lugar que ampare nuestra fragilidad de seres vulnerables, un lugar donde exista la posibilidad de ser felices. Un lugar seguro.

 

Uno de los rasgos básicos del refugio debe ser, en la democracia, su universalidad. Es decir, no sólo los nacionales y los residentes de un país tienen derecho a este lugar seguro, también cualquier persona que se acerque a su territorio (los inmigrantes que llegan por el mar, por ejemplo) o está ya en él. De ahí la importancia legal del estatus del refugiado. Un refugiado es alguien que busca, en una situación límite, un lugar seguro que pueda ofrecerle una vida mejor o, muchas veces, simplemente la posibilidad de vivir.

 

Huelga decir que las democracias actuales, por imperfectas que sean, no tienen nada en común con la aterradora distopía de 1984. Sin embargo, se deterioran de manera muy grave si no se preocupan por preservar el refugio como lugar seguro, si aceptan tácitamente que ciertas vidas son precarias, según alerta Judith Butler, y no intentan ofrecerles protección. El mar en el que nadan desesperadamente unos cuerpos que buscan alcanzar la orilla no puede convertirse en una trampa mortal y llenarse de disparos de goma. Cerca de la orilla este mar debería ser un lugar seguro, igual que un hospital de urgencias, en el que una mujer sin papeles no puede morir porque tarda en ser atendida. Deberían ser refugios, no lugares donde encontrar la muerte que tal vez se podía haber evitado.  

 

 

 

 

Ioana Gruia es escritora en español e investigadora y docente de literatura comparada en la Universidad de Granada. Ha publicado los libros Otoño sin cuerpo (finalista del premio de poesía Federico García Lorca de la Universidad de Granada en 2002), Nighthawks (premio de cuento Federico García Lorca en 2007), Eliot y la escritura del tiempo en la poesía española contemporánea (Visor, 2009), El sol en la fruta (Renacimiento, premio de poesía Andalucía Joven en 2011) y La vendedora de tiempo (Espuela de Plata, 2013, prólogo de Luis García Montero)  

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