“Los políticos hablan, los líderes actúan”, rezaban los carteles que los activistas de Greenpeace desplegaron al colarse en una cena oficial para políticos y representantes de la Cumbre del Clima en febrero de 2010 en Copenhague. Y así se resume, de forma magistral, uno de los grandes tópicos para la ciudadanía: que los políticos parlotean sobre burocracia y las leyes fundamentales (como un verdadero compromiso sobre el cambio climático, que exigía Greenpeace en aquella cumbre del 2010) jamás se cumplen o se demoran hasta borrarse de la agenda. Para evitar el desastre, faltan líderes dispuestos a la toma de decisiones, afirmaban los activistas de Greenpeace. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si no es un problema de liderazgo político, como se cacarea tan a menudo, sino de otra índole?
El reciente fenómeno en torno a la dirección del partido Podemos desencadenó estos interrogantes. Después de las votaciones en septiembre de 2014 en torno a la formación de los equipos técnicos, que generaron descontento y rechazo en ciertas bases, y las últimas elecciones a su secretaría general en noviembre, en la que la lista Claro que podemos encabezada por Pablo Iglesias fue votada por una amplia mayoría de sus afiliados, las conclusiones se antojaban sencillas: Pablo Iglesias reforzaba su liderazgo y así podía elegir con su propio criterio, y en bloque, al personal que debía estar a su lado en la dirección. Aparecía así el fantasma de las listas cerradas, contra el que se había instaurado precisamente la votación abierta para los candidatos de Podemos a las elecciones europeas, en las que no hubo bloques ni listas cerradas de ningún tipo. Sin embargo, y pese a ir en contra de una las bases organizativas fundacionales del partido, el grupo Claro que Podemos salió reforzado tras las elecciones primarias. Cuando, semanas después, distintos medios, periodistas y voces críticas de un espectro político muy amplio acusaron a Pablo Iglesias de no tener un programa electoral definido, con cuestiones aún pendientes como la Renta Básica o los criterios para la reorganización de la deuda externa, de nuevo se puso de manifiesto que Podemos basa su fuerza en el anhelo social de cambio y de ruptura del bipartidismo, más que en unas propuestas sólidas de futuras reformas o leyes… ¿Pero cómo votar a Podemos sin conocer con claridad sus propuestas? ¿Cómo votar el cambio si no sabemos qué quieren cambiar? Está claro que las propuestas legislativas de Podemos no han sido una prioridad frente a la labor meticulosa para cimentar el liderazgo en torno a Pablo Iglesias. Mi duda surge al plantearme cuánto peso ejerce el líder del partido político en la elección de sus votantes. Seguramente hay tesis doctorales que investigan con rigor esta hipótesis de trabajo (todos sospechamos que el charming de Obama fue clave para su triunfo), así que permítanme que juegue a la ética racional. Aunque fuera cierto el hecho de que el líder es una baza decisiva para movilizar a miles de votantes, no debería ser así: no podemos permitirnos esa falacia humanista.
Este artículo no está escrito para criticar al líder Pablo Iglesias, sino contra el concepto que, de forma deliberada o accidental, encarna. Sin ir más lejos, la campaña electoral orquestada por el nuevo secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, se levanta, incluso de forma más acusada que en el caso de Pablo Iglesias, en criterios personalistas, a la manera de una mitomanía en torno a su figura. No me parece ridícula la analogía apuntada entre la nueva imagen de partido de Pedro Sánchez y el look promocional de algunos discos de Julio Iglesias, porque es muy fácil detectar esa inspiración común: un aire seductor y juvenil para la alternativa política… Y volvemos donde estábamos: seguramente sí es necesaria toda esta parafernalia para construir el capital simbólico del líder. Acostumbrados como estamos a campañas electorales que se nutren más del marketing y de la publicidad que de contenidos y propuestas políticas de calado, no se puede ganar sin un líder carismático, en un cliché tan redundante como vacío… Ante todo no perdamos la perspectiva, que decía doña Rosa: la política se ejecuta desde los partidos, desde las instituciones y desde la sociedad civil, y el líder político, que ha mutado sus atributos y poder desde el auge de la mediocracia, les debe obediencia. Es curioso, de hecho, que Pablo Iglesias, que durante la campaña para las elecciones europeas defendía su papel funcional al servicio de los demás, como simple portavoz de Podemos, ahora exalte sus atributos y sus dotes para el control político; es curioso, digo, que Pablo Echenique, defensor de una postura más abierta a las bases sociales, según la cual no tenía por qué haber un líder sino portavoces rotativos, en una suerte de transformación total de la representación política tal como la conocemos, haya sido apartado por esa amplia mayoría que votó por el bloque cerrado de Pablo Iglesias, quien siempre contó con el capital ganado por su presencia mediática y política, al ser elegido principal portavoz desde un principio… Es fácil, en fin, reivindicar el apoyo popular (y obtenerlo) cuando se está en una situación tan ventajosa desde el principio.
Los líderes, en definitiva, nacen de unas estructuras que los favorecen, no salen de la nada ni se consolidan como tales solo por su carisma, inteligencia o bravura, no son autosuficientes jamás pese a los relatos de vaqueros solitarios… Necesitan el apoyo de la orquesta. De ahí que lo que importa no es Pablo Iglesias, sino Podemos; lo que importa no son los líderes, sino sus políticas sociales y económicas, que deben ser conocidas por la ciudadanía y por las cuales deben ser votados o no.
Las leyes que pretenden ejecutar son la materia que cohesiona un partido; los líderes son fácilmente sustituibles. O deberían serlo. Los líderes políticos deberían ser portavoces de sus gobernados, y no más. De lo contrario (y este es el peligro de todo exceso de liderazgo), se desdibuja la naturaleza del partido político, que son siempre por definición impersonales, plurales y abiertos a la militancia, y aparecen en cambio los desmanes caudillistas, como los de nuestros queridos José María Aznar o Felipe González.
Quizá deberíamos aprender a edad temprana a tener menos líderes y más estrategias de debate y discusión, a sacarle jugo al trabajo en equipo y a la inteligencia cooperativa. A conocer y practicar la participación política. Quizá, pese a lo que proclamaban los activistas de Greenpeace, no nos faltan líderes; bastarían señores y señoras de perfil bajo, con aire funcionarial, que obedezcan las demandas de la ciudadanía.
Raúl Cazorla (San Sebastián, España, 1977) es profesor, crítico y escritor. Ha trabajado de corrector y lector para editoriales y ha colaborado con medios como Diagonal o El Viejo Topo. En la actualidad publica con regularidad en las revistas digitales El Varapalo y Perro Verde. Ha publicado Kubrick en los muelles (México, Editorial Terracota, 2013), un libro de relatos, y está a punto de publicar en FronteraD en formato ebook un ensayo sobre las relaciones entre el periodismo de investigación y la narrativa policiaca. Vive en la ciudad de Panamá.