Al hilo de la conmoción producida por los atentados yihadistas de París, en los primeros días de enero, un informativo de la Televisión Vasca (ETB) recogía un pequeño reportaje sobre las comunidades musulmanas en Euskadi. Quienes hablaban ante las cámaras se mostraban unánimes: la inmensa mayoría de los musulmanes eran pacíficos, el islam es una religión de paz… Hubo, como excepción, la de quien se permitió matizar (y cito de memoria). “Es verdad que los musulmanes que vivimos aquí somos pacíficos, pero tenemos entre nosotros a imanes que propagan ideas radicales y que nos dan mucho miedo”. Y estas palabras me sonaron terriblemente familiares, pues no se vive inmerso durante años en un fenómeno terrorista como el que el País Vasco ha venido padeciendo sin desarrollar ciertos sistemas de alarma.
Y sin disponer de cierta perspectiva: la que nos concede el haber “gozado” del raro “privilegio” de ser a lo largo de mucho tiempo un observatorio privilegiado de los efectos demoledores del terrorismo en una comunidad política. También nosotros, como los ciudadanos musulmanes que aparecían en la ETB, nos hemos visto obligados durante años a aclarar que “los vascos no apoyamos a ETA, porque somos gente pacífica”. Pero también durante años tuvimos mucho miedo a esa minoría social que apoyaba a ETA y se adueñaba de las calles; razón por la cual mirar para otro lado se convirtió en un hábito extendido mientras la banda armada y quienes cooperaban con ella se dedicaban a perpetrar sus crímenes y adueñarse de las calles de nuestros pueblos y ciudades. Y las encuestas detectaban que una gran mayoría de ciudadanos no se sentía libre para hablar de determinadas cuestiones relacionadas con lo que eufemísticamente se denominaba conflicto vasco.
Por supuesto, hemos conocido, igualmente, períodos de abierto rechazo social a ETA, cuando sus acciones sangrientas se hacían ya difícilmente tolerables (asesinato de Ryan, de Enrique Casas, de Gregorio Ordóñez, de Miguel Ángel Blanco, de Fernando Buesa…). Pero también los reflujos inevitables de estas ocasionales efervescencias, cuando lo emocional del momento daba paso a la miserable normalidad de nuestro día a día; y la gente retornaba de su corazón (colectivo) a sus asuntos (privados). No nos pilla, pues, de sorpresa que, tras las reacciones multitudinarias de rechazo al atentado contra la revista Charlie Hebdo y a las huellas de sangre que los yihadistas fueron dejando a su paso por París en aquellos días aciagos de enero, el clima de solidaridad del momento se viera, con el paso de los días, notablemente diluido; que tras el Je suis Charlie que expresaba esa solidaridad, vinieran las matizaciones; y que, tras la floración de lápices con que se pretendió simbolizar la defensa de la libertad de expresión, asomara finalmente el que faltaba: el lápiz de la censura.
El que, en los días de mayor movilización social frente al terrorismo islamista, se pasaba por encima el escritor Michel Houellebecq, obligado a esconderse y a aplazar temporalmente el lanzamiento de Sumisión, su última novela, de contenido no grato para el islamismo militante. O el que, semanas más tarde, empujaba a las autoridades judiciales de Bélgica a suspender un festival de cine, según parece por la proyección de Timbuktu, película de Abderrahmane Sissako, en la que se da cuenta de las fechorías cometidas por los islamistas radicales contra la población maliense de Tombuctú, en el año 2012. Un hecho que, según comunicó el propio ayuntamiento de Tournai, implicaba riesgos particularmente elevados. El miedo juega estas malas pasadas.
Y lo peor del miedo no es reconocerlo abiertamente. Lo peor es que se disfrace de un discurso peligrosamente relativizador, que en Euskadi tampoco nos resulta extraño. Porque en el País Vasco hemos conocido el reparto de culpas entre las partes; la apelación reiterada al acuerdo entre los dos bandos en pugna; y las actitudes equidistantes de quienes condenaban todas las violencias (equiparando las de ETA con las respuestas policiales del Estado democrático). Una equidistancia que podría empezar a parecerse a la que mantienen quienes, tras condenar las matanzas yihadistas, nos advierten de que la libertad de expresión tiene sus límites. Que evidentemente los tiene y están regulados y encauzados por el Estado de derecho, y no por los fusiles de asalto. Y no haría falta gastar demasiada tinta para recordar semejante obviedad, si no dejara ver algún intento de recortar derechos por miedo a enfrentarse a la bestia.
O de eludir una reflexión obligada y a fondo sobre lo que el terrorismo significa y a dónde puede conducirnos. Porque si únicamente lo reducimos al hecho de que los terroristas matan, nos quedaremos, como en el famoso dicho, mirando al dedo, y no hacia donde el dedo apunta. Nos quedaremos sin entender que los terroristas matan al servicio de una ideología radicalmente incompatible con la pervivencia de un sistema democrático, como oportunamente recuerda la Ley vasca de Reconocimiento y Reparación a las víctimas del Terrorismo, al referirse a los crímenes de ETA: “Las acciones de ETA –dice en su exposición de motivos- no son casuales, ni sus objetivos y estrategias son fruto del azar o la improvisación. Ante la imposibilidad de establecer por vías pacíficas su proyecto político totalitario y excluyente, pretenden imponerlo a través del ejercicio de la violencia terrorista, utilizando la sangre de personas inocentes, las víctimas, para aterrorizar al conjunto de la ciudadanía buscando su desistimiento”.
Sustituyamos ETA por el terrorismo islamista. Sustituyamos la pureza nacionalista que defienden los unos por la pureza religiosa, que es el objetivo de los otros, y nos daremos de bruces con los mismos daños perpetrados al sistema democrático. El terrorismo de ETA, dejando sin efecto durante décadas una buena parte de los derechos y libertades constitucionales de los vascos. El terrorismo islamista, reintroduciendo en Europa las guerras de religión y dejando en la práctica bastante en entredicho esa libertad religiosa, que se daba ya por definitivamente alcanzada, a la sombra de un hecho cada vez más incontestable: y es que una religión que considerábamos exótica forma parte integrante del panorama religioso europeo; y, por lo que estamos viendo, con las mismas pretensiones de dominio sobre la ciudadanía que antes tuvieron las antiguas confesiones cristianas. Con la diferencia de que éstas últimas –siglos y piras inquisitoriales de por medio– han perdido el poder que antaño tuvieron, tras la Revolución francesa y las que siguieron su estela: las que acabaron haciendo posible la separación entre Iglesia y Estado.
No es casual, por todo ello, que la Ley Vasca ligue la necesaria “deslegitimación ética social y política del terrorismo” a una asignatura pendiente en Euskadi como es la “legitimación social del Estado democrático de derecho”. Por eso también, la deslegitimación del terrorismo islamista va ligada a la defensa de esos valores republicanos a los que ha aludido con acierto el presidente francés y su Gobierno. Y eso implica a su vez una defensa cerrada y sin fisuras del laicismo, que está en la base de la libertad de pensamiento y de la convivencia democrática. Sobre todo, cuando se ve amenazado por las andanadas que, tras el atentado contra Charlie Hebdo, le han llegado, no sólo desde el lado musulmán, sino también desde el católico. Como si, a efectos prácticos, se estuviera constituyendo un frente común para poner a las religiones a salvo de cualquier cuestionamiento crítico, incluido el desarrollado a través del humor.
Y en este frente parece haber entrado con gusto y con brío el papa Francisco, olvidando la humildad y compasión cristiana que tanto ha venido reclamando en estos primeros meses de su pontificado, para exhibir una aspereza propia de quien muy probablemente está dispuesto a saldar viejas cuentas pendientes; las que quiere cobrarse de unas sociedades descreídas que hace ya mucho tiempo cometieron la osadía de emanciparse de viejas tutelas espirituales, como las ejercidas por quienes decían hablar en nombre de Dios. Y no ha desaprovechado la oportunidad de recordar urbi et orbi, como en los viejos tiempos, que la libertad de expresión que hay que desarrollar en adelante no es la que los caricaturistas de Charlie Hebdo han venido ejerciendo, sino una libertad como Dios manda, la que tiene como límite el respeto debido a las religiones.
Lo avisó, además, bordeando la apología del terrorismo, cuando comparó las sátiras vertidas sobre el Profeta con las ofensas hechas a las madres de las personas y las reacciones agresivas que éstas podrían acarrear. Dicho de otro modo: “Si herimos los sentimientos de la gente ofendiendo sus creencias, nos arriesgamos a que nos den un puñetazo”. O, dicho de manera más brutal, como aviso para navegantes: “Si no queréis tener problemas, cuidado con lo que dibujáis, escribís o escarnecéis, no vaya a ser que algunos, heridos en sus sentimientos, se lo tomen a mal y reaccionen como reaccionaría yo si mentaran a mi madre”.
De modo que, si queremos tener la fiesta en paz, encaucemos la libertad de expresión de una manera adecuada, sustituyéndola, en el mejor de los casos, por un simple pacto de no agresión entre creencias establecidas (o entre éstas y las posiciones agnósticas o simplemente ateas). Pacto de no agresión que, en realidad se convierte en un pacto de silencio para que nadie pueda criticar o poner en solfa todos los desafueros, o crímenes, que regímenes o movimientos teocráticos están cometiendo en nombre de la religión. Para que no se pueda hablar de todo aquello que clama al cielo, ofende en la tierra y hiere la sensibilidad, y los derechos, de tantos seres humanos, en países democráticos y, mucho más, en quienes no lo son. Y, de paso, para que la iglesia católica siga teniendo manos libres en sus propias (y todavía abundantes) esferas de influencia política y social.
Tendría triste gracia que, cuando las sociedades occidentales nos creíamos liberadas, parcialmente al menos, de las imposiciones de las religiones establecidas, nos encontremos a la chita callando bajo el yugo de otra que tiene abundantes seguidores entre los ciudadanos europeos, y que, en sus versiones más fundamentalistas, pueden provocar temores paralizantes. Porque el temor es real y sus efectos son perceptibles. ¿O a nadie le ha llamado la atención que, en un país como España, la transgresión religiosa en el ámbito cultural tenga que ver fundamentalmente con lo católico y muy poco o nada con lo musulmán? Y, más allá de las fronteras nacionales, ¿a nadie le extraña que el profeta Mahoma no haya merecido hasta la fecha su particular versión cinematográfica de La vida de Brian? ¿Es todo esto una casualidad? ¿O guarda alguna relación con lo incómodo, y a veces letal, que resulta no tomarse demasiado en serio algunos avisos, como los que se activaron hace ya varias décadas con los Versos satánicos del escritor Salman Rushdie?
Queda por saber si los países democráticos están ahora más preparados que ayer para defender la libertad de pensamiento; y con mayor vigor que cuando Salman Ruhsdie fue condenado a muerte por un régimen teocrático. Uno alberga ciertas dudas bastante razonables. Sobre todo cuando día a día comprueba hasta qué punto los dogmas de la economía se entrecruzan con los de los fundamentalismos religiosos, en su idea central de que no hay alternativas ni a lo que dictamina Dios ni a las normas de obligado cumplimiento que nos llegan desde los mercados, digan lo que digan los ciudadanos en las urnas. Y si no hay alternativas posibles y nos llegamos a cuestionar, como cuestionan los expertos de ocasión, el valor y la trascendencia de unas elecciones (para corregir un determinado rumbo económico, por ejemplo), ¿para qué podemos querer la democracia? Aunque, por suerte, los reflejos democráticos de nuestras sociedades siguen funcionando. Y, a este respecto, resulta realmente estimulante saber que los dibujantes de Charlie Hebdo van a seguir en la brecha, con un respaldo social y unos recursos económicos como no los ha tenido nunca en toda su existencia. Afortunadamente, la risa de Voltaire puede seguir prolongándose por Europa. Forma parte de nuestra identidad y de ese modelo europeo que el fundamentalismo económico pretende ir diluyendo, antes de enterrarlo definitivamente.
Javier Arteta es periodista. En fronterad ha publicado, entre otros, Con Podemos, ¿en España empieza a amanecer?, Con los pies en el sueño. Fragmentos de un diario (2006-2014) y ¡Qué mal matamos ahora! 45 minutos intentando ejecutar a un preso en Oklahoma.