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Angustia

 

Eusebio se removió inquieto entre las sábanas. Junto a él, Mary Carmen dor­mía el sueño relajado de los justos. Eusebio se incorporó y alcanzó el desperta­dor de la mesilla.

—¡Leñé!: ¡las cinco y media!

Cuidando de no despertar a Mary Carmen, Eusebio se deslizó en silencio fuera de la cama. Sus pies desnudos tocaron las baldosas heladas y un escalo­frío reco­rrió su columna vertebral.

A oscuras recogió la ropa, que había dejado sobre la silla antes de acostarse y se dirigió al cuarto de baño.

Cerró la puerta y encendió la luz. Deslumbrado, tuvo que guiñar los ojos y tropezó, clavándose el lavabo en las costillas.

—¡‘Dita sea! ¡Tós los días igual…! ¡Y con lo tarde que es…!

Se miró en el espejo mientras abría el grifo. Los párpados hinchados, los irri­tados capilares orlando de rojo el globo ocular, la saliva reseca en la comi­sura de los labios, el pelo ralo, sucio, grasiento, despeinado… Soltó una risa ás­pera.

—¡Así tendría que presentarme en el taller…!

Hizo sus abluciones y se secó con la toalla húmeda aún de la noche anterior.

—¡Claro!: ¡con este frío…!

Le pareció escuchar un ruido en la cocina.

—¿Mary Carmen?

—¡No chilles! ¿No ves que es muy temprano?

—¡Pero mujer!, ¿por qué te has levantado? ¡Si no hace ni una hora que has vuelto de la clínica!

—¡Anda, cállate ya, que vas a despertar a los vecinos!… ¡Oye!: ¿te acor­daste de pagar el recibo del gas?

—¡Me ca…!— dijo para sí Eusebio; y luego, en voz más alta: —¡No! ¡No me he acordao! ¡Y, además, voy a tener que pedir un adelanto! ¡A ver si hoy…!

—¡Pues me parece que nos lo han cortado!

—¡No, si el día está hoy de cachondeo! ¡Te digo yo…!

Eusebio volvió a mirarse en el espejo. Los dientes limpios. El pelo estirado ha­cia las sienes. La corbata…

—¡Jod…! ¡las seis!

Automáticamente, Eusebio tiró de la cadena. Salió al pasillo.

Mary Carmen le alcanzó una taza de café,

—¡Buenos días, amor! Tóma: está frío, pero mejor que lleves algo en el estó­mago…

—No. Deja. Ya me tomaré un café en el bar.

—¡Pero si no tienes tiempo! ¡Anda, bébetelo!

Eusebio sintió una ira profunda, que le inundaba el pecho. Gritó:

—¡Que te he dicho que no!

Y los dos se miraron a los ojos. «¡Qué ojeras!», pensó Eusebio. «¡Y qué del­gada está…!» A la ira sucedió una pena mansa, untuosa como aceite, que le hizo estor­nudar.

—Perdona: tienes razón— Bebió —Gracias. Está muy bueno… Anda, vuél­vete a dormir… ¿Tienes guardia esta noche otra vez?

—Cada noche, hasta el jueves, si no sucede nada. Espera. Deja que te acom­pañe hasta la puerta. ¡Y abrígate, que hoy hay mucho relente!

—No te preocupes, mujer. ¡Hála, pues! ¡Hasta mañana!, ¿no?

Y forzó una sonrisa. Ella se arrebujó en la bata. Le dio un beso.

—¡Acuérdate del gas!… ¡Y de pasarte a la vuelta por el zapatero!

—¡De acuerdo! ¡Vale! ¡Vale!

Ya estaba en la escalera. Aún la escuchó decir:

—¡Te dejaré la cena en la nevera!… Si no nos dan el gas te tendrás que con­formar con bocadillos…!

—¡No te preocupes! ¡Y mañana haz el favor de no hacer estas cosas! ¡Tienes que dormir más!

—¡No digas tonterías! ¡Que tengas un buen día, amor!

—¡Y tú también! ¡Adiós!

Eusebio abrió el portal. La calle estaba ya llena de coches y de ruidos. No ha­bía amanecido.

Corrió hasta la parada de la camioneta y se integró en la callada masa de per­sonas somnolientas que luego pugnarían por subirse al vehículo.

Después, el METRO hasta el taller de joyería. Terminado el trabajo, las cha­pu­zas.

Eusebio se encogió de hombros. Eran las seis y cuarto; y a esa hora empe­zaba a darse cuenta de que no estaba durmiendo. No era una pesadilla.

Era su vida.

 

Argimiro Vela

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