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La isla de Selkirk, 2

 

Bahía de Cumberland, 8 de marzo (continuación)

 

Desde su casa de piedra en Aibar, Navarra, Jesús Imirizaldu (Hermes Koiné es su saludo) fotografía un poema en la pantalla de su ordenador, Audacia, y me lo envía, celebrando mi llegada a la Isla. Todo en él me habla directamente pero en especial estas dos líneas:

 

Escribes. Vives.

       ¿Vives lo que escribes?

 

En el Cuaderno de Selkirk, donde anoté las circunstancias de mi primer viaje a Robinson Crusoe, todavía quedan muchas páginas vírgenes que reservé por si algún día lograba ir a Selkirk. Ahora que sé que por fin iré allí lo vuelvo a abrir. Más de un año después escribo nuevamente en él.

 

La Abbe Müller está fondeada en el lugar que ocupa siempre. Serán de 16 a 18 horas de navegación en mar abierto. Llegaremos de madrugada y habrá que esperar a que amanezca. Quienes han ido a Selkirk dicen que uno de los espectáculos más bellos que han observado jamás es ver cómo la luz del amanecer nimba esa isla imposible.

 

Buen título: LA ISLA IMPOSIBLE.

 

Mi cabaña está a unos metros del mar, al otro lado de un camino de tierra paralelo a las grandes piedras redondas de la orilla. Veo la Bahía en toda su extensión. Hoy, hacia las 6 de la tarde el Antonio ha conseguido atracar por fin en el muelle.

 

Después de comer subí a las dependencias de CONAF, a saludar a Magdalena Labbé, la hermana de Carlos, el escritor chileno que vive en Nueva York.

 

Hace un par de años, en la Feria del Libro de Montreal, le contaba a un grupo de escritores que tenía intención de viajar a la Isla de Robinson Crusoe, porque necesitaba saber cómo era en realidad el lugar, que describía con detalle en mi novela. Al oírme decir aquello, Carlos Labbé, novelista chileno afincado en Nueva York, exclamó: ¡Pero si mi hermana vive allí! Escribí varias veces a Magdalena, anunciándole mi viaje, pero no llegué a conocerla porque unos meses antes de ir yo se rompió una pierna en altamar, a bordo de una lancha que iba a Selkirk, precisamente. Según me dijo, el mar estaba muy agitado y perdió el equilibrio. La trasladaron al Continente para tratarla. Llegó a Juan Fernández dos días después de que yo me hubiera ido. Magdalena es pareja de un isleño y trabaja en CONAF. Cuando la fui a ver me presentó al director, Don Iván Leyva. Antes de dejarme a solas con él en su despacho, Magdalena estuvo un rato con nosotros. Cuando dijo que yo era novelista, igual que su hermano, Don Iván, comentó en tono apologético que no le interesaba la ficción. Magdalena habló de la sorpresa que un día le causó, leyendo uno de los libros de su hermano ver cómo de repente, en medio de una historia en la que todo era pura fantasía, hacía aparición su familia y el mundo de su infancia tal y cómo ella lo recordaba. Estábamos todos allí, dijo con admiración. La conversación con Iván Leyva fue sumamente agradable. Es un hombre de inclinaciones místicas, que habla con arrobo de su trabajo. Me mostró la amplia colección de libros sobre la isla que guarda en su despacho, y me regaló uno sobre una expedición botánica a Selkirk. Le dije que lo iría a recoger a mi regreso de Más Afuera. Cuando me fui, Magdalena me prestó una linterna de las que hay que llevar en la cabeza, algo esencial en Selkirk, donde no hay electricidad y es fácil tropezarse por la noche, aunque sea para ir de una a otra casa del poblado. También me dijo que no se me ocurriera embarcarme sin tomarme unas pastillas para el mareo, consejo más que razonable, teniendo en cuenta que la Abbe Müller es una lancha pequeña y que la travesía a Selkirk duraría un mínimo de 16 horas en un mar muy agitado.

 

EL CONAF está en el punto más alto de una cuesta donde se encuentran varios lugares clave a medida que uno baja hacia la Bahía: la Biblioteca Alexander Selkirk, la Municipalidad, la Farmacia, la Posta, el restaurante El Yunque (que muchas veces es el único lugar del pueblo donde se puede almorzar), el Cuartel de Carabineros, la hostería Petit Breuilh y la llamada Plaza de los Angelitos, un parque infantil.

 

Me acerqué a la Farmacia con intención de comprar una caja de Mareamín, pero no les quedaba. Tienen muy pocos medicamentos. Siggi, que trabaja en la Municipalidad, me sugirió que preguntara en la Posta, como llaman a la flamante Casa de Socorro, un edificio pequeño y moderno, de construcción muy reciente. Cuando fui me dijeron que esperara en el vestíbulo, que es muy amplio. Durante la espera, que fue interminable, me fijé en los diversos pósters educativos. En uno de ellos se veía a dos chicos besándose apasionadamente en la boca. No te olvides nunca del condón, se podía leer debajo de la imagen. Al cabo de dos horas salió a recibirme un médico jovencísimo, que no tenía ningún medicamento para prevenir el mareo, pero con quien tuve una conversación agradable. Horas después, no lo reconocí cuando me saludó en el Mare Nostrum.

 

No tuve suerte con la búsqueda de Mareamín, aunque le pregunté a todo el mundo con quien me tropecé, incluida Ilka, la propietaria de las cabañas donde me alojo. Estuve escribiendo hasta el anochecer y cuando me quise dar cuenta el único lugar donde quizá pudiera cenar algo aún era el Barón de Rodt, que está en la casa más antigua de la Isla, en la calle de la Pólvora, una cuesta empinadísima, al otro extremo del poblado. Cuando llegué no había nadie en el comedor. Saludé en voz alta varias veces pero no obtuve ninguna respuesta. Cuando volví a salir vi que había dos personas hablando en la terraza. Una de ellas me saluda. Es Pablo, el  chef de El Pangal, el lodge de lujo que ha tenido que cerrar por falta de clientes. Pablo, que vino en la avioneta conmigo, se acaba de divorciar. Vive en el Continente y ha venido a la Isla para intentar resolver de la manera más amistosa posible el asunto de la custodia de su hija. La persona que está con él es el cocinero del Barón de Rodt, que es propiedad suya, Juan. Aunque ya han cerrado, se ofrece a prepararme algo rápido, un pescado a la plancha y ensalada. Pablo me cuenta que El Pangal está en venta, pero duda que nadie lo quiera comprar. Es una fórmula difícil, un alojamiento demasiado caro y lujoso para un lugar tan desolado como esta Isla.

 

Cuando Juan me sirve la comida le pregunto si por casualidad no tendrá algún comprimido de Mareamín. Para sorpresa mía me dice que le quedan tres, que me ofrece enseguida. Le voy a decir a Ilka que ya has encontrado, añade, tecleando en su celular. Resulta que hay un sistema colectivo de alertas por whatsapp que reciben casi todos los habitantes de la Isla. Ilka se había servido para enviar un mensaje en el que preguntaba si alguien podía proporcionarle alguna pastilla contra el mareo para uno de sus huéspedes, que se iba a Selkirk al día siguiente.

 

 

9 de marzo

 

8:43 am. 

 

El sol despunta con fuerza por detrás del Cerro Centinela, que cae en picado sobre el mar. Hay una tercera lancha fondeada en la Bahía. Es la Sunnam II, que ha vuelto ya de Selkirk. Ha estado lloviendo durante toda la noche. De repente cobra un sentido distinto la dedicatoria de un libro que me regalaron en Colombia hace unas semanas: Somos Islas.

 

Siguiendo el consejo de M. Labbé, ayer compré golosinas para llevárselas a los niños de Selkirk. También llevo una bolsa de ropa, varias cartas y tres fotocopias del artículo que publicó Rocío en El Mercurio el año pasado, cuando estando paseando por el muelle la vio el patrón de la Sunnam II y se ofreció a llevarla. Rocío me ha encargado que le entregue el artículo a Rino, el presidente de la comunidad de pescadores de Más Afuera, que al parecer es poeta. Peter Houdun se fue ayer con su familia. En la lancha va una carta suya dirigida a la comunidad de Selkirk. Tengo un fuerte sentimiento de angustia, que creo que responde a la incertidumbre de la espera. He recibido un whatsapp de un amigo que me dice que se ha publicado la primera entrega de esta bitácora. También eso me inquieta.

 

La angustia que se ha apoderado de mí me recuerda sentimientos que tuve cuando viajaba por la India. Es una forma de miedo difícil de definir. Miedo al miedo, a la locura, miedo de perder contacto con la realidad, con el centro de gravedad de mi vida.

 

Nabokov: “He escrito 11 páginas de mi novela. Si la i n s p i r a c i ó n continúa, cuando vuelvas habré acabado”, le dice a su esposa, Véra.

 

Jesús I. me dice que le recuerdo a un personaje de Baroja, el Capitán Tximista.

 

Hace tiempo que le doy vueltas a la idea de escribir una novela en inglés, pero es un paso extraño y difícil, y al final nunca me decido. La próxima novela, dije en una entrevista con Radio Nacional durante la promoción de Aurora Lee, la escribiré en inglés… Leyendo las Cartas a Véra, me tropiezo con una idea que me resulta dolorosamente familiar: “De repente me sacudió un relámpago de inspiración y se apoderó de mí un deseo irrefrenable de escribir, pero en ruso. Y sin embargo, no puedo. No creo que nadie que no haya experimentado alguna vez este sentimiento pueda realmente hacerse una idea del tormento que supone. Es algo trágico. En este sentido el inglés es ilusorio, un sucedáneo. En las condiciones normales de mi vida, es decir, cuando estoy ocupado cazando mariposas, traduciendo y escribiendo trabajos académicos, ni yo mismo me percato plenamente del inmenso dolor y amargura que entraña la situación en la que vivo”.

 

 

10:30 am.

 

La Abbe Müller se mece despreocupadamente en las aguas de Cumberland. En los whatsapps que recibí ayer se me decía que empezarían a cargar a las 9 y se zarparía a medio día, pero hora y media después de la indicada la lancha no se ha movido de su sitio. No hay la menor señal de movimiento a bordo, ningún indicio de partida. Guiándome por el correo que me envió M. Labbé ayer, doy por hecho que cuento con tres horas a partir del momento que la lancha empiece a recepcionar carga, según la expresión que usó en su mensaje Magdalena. Guardo lo que quiero llevar conmigo a Selkirk en la mochila roja que me prestó ayer Rocío. (“Cuídala bien. Fue mi casa durante mucho tiempo”, me dijo, aludiendo al viaje que hizo por toda América el año pasado). Mi idea es dejar la mochila en las oficinas de ATA, frente al varadero. Recorro el camino que bordea el mar y al llegar al cruce, donde se alzan tres cipreses de aspecto formidable, un anciano que está barriendo frente a la entrada del parque infantil Los Angelitos me indica que atraviese por el puente, evitando el lodazal del camino. Le pregunto cómo se llama. Oxiel, responde. Voy a la Municipalidad, le digo, dándole a entender que no voy hacia el pueblo y por tanto no necesito cruzar el puente de madera. Cambié de idea de repente. Si tengo que subir hasta la Municipalidad para recoger el saco de dormir que me va a prestar Siggi me conviene más dejar el equipaje en la Petit Breuilh. Oxiel se despide de mí y sigue barriendo el parque infantil, donde hay un cañón bastante oxidado, de color azul verdoso, de gran envergadura. En un panel de madera se cuenta que en 1943 se instaló allí una batería de largo alcance. Al otro lado del camino hay un segundo cañón al que alguien ha atado un mulo que pace tranquilamente. En la Petit están Hortensia y Ana, las dos mujeres que trabajan allí. La primera me cuenta que por fin han conseguido hablar con don Ramón, que está en el continente, en trance de esperar a que lo operen de una hernia. No hay drama, me dice cuando le pido permiso para dejar allí mis cosas mientras subo a la Municipalidad.

 

Después de recogerlo me acerqué a la Biblioteca para saludar a Don Victorio y decirle que por fin me voy a Selkirk. Afable siempre, comparte conmigo el sentimiento de alegría. Una chica que está sentada delante de un ordenador sigue nuestra conversación atentamente, sonriendo. Don Victorio tiene la piel transparente de quienes ya tienen la mitad del alma hecha a la idea de la muerte –no está del todo aquí.

 

Al salir de la Biblioteca saqué una foto de la piedra en la que figuran los nombres de las 16 personas que murieron durante el tsunami de 2010.

 

Signos –gestos –latitudes. Anoche, antes de la tormenta se acercó a saludarme un perro robinsoniano. Cuando rompió a llover se sentó delante del ventanal, que llega hasta el suelo, protegido por el alero de la cabaña. Mi estancia aquí, la forma perfecta de la soledad.

 

Tengo todo lo que necesito, incluida una chaqueta térmica que me compré ayer por consejo de la gente del lugar y un pañuelo de pirata para protegerme el cuello durante la travesía. Bajo a la Petit a recoger mi equipaje.  Al salir de nuevo a la carretera hago un descubrimiento alarmante.

 

LA ‘ABBE MÜLLER’ ESTÁ ATRACADA EN EL MUELLE.

 

Bajo apresuradamente al puerto. Ángela se asoma a la puerta de la oficina de ATA para despedirme. Te vas con mi papá y mi tío en la Abbe Müller, me dice desde lejos.

 

Héctor Campos está sentado encima de unas grandes cajas de madera, con su chándal azul salpicado de manchas de pintura blanca. Espera inquieto frente al puerto a que le bajen los materiales de construcción, ahora que el Antonio está en plena descarga. Lo conocí el mismo día que llegué y me ofreció quedarme en su casa, en los altos de la Cuesta de Lord Anson. No lo hice porque era un lugar sin terminar de construir, lleno de vigas de madera claveteadas, dispersas por el suelo, entre torres de ladrillo y otros materiales, aunque le agradecí el gesto. Héctor me dio una carta de presentación para su hijo, que está en Selkirk. La redacción, muy formal, parece un documento oficial. Junto a su nombre y apellido, Héctor ha escrito su número de RUT (carnet de identidad), la fecha del día que escribió la carta y su firma. También figura en el papel el nombre de su hijo (que ahora no recuerdo) así como el de su nieto de dos años, Gael. Héctor tiene la intención de construir un hotel junto a su casa. Es el proyecto más impráctico e irreal que he visto en mucho tiempo. Ha empezado ya hace algún tiempo y su intención es hacer todo el trabajo solo, utilizando únicamente la fuerza de sus manos.

 

Tras comprar agua y víveres para la travesía, pasé la inspección en un puesto que tiene CONAF en el puerto. Su fin es que nadie lleve a Selkirk nada que pueda dañar el ecosistema de la isla. Me acerco a las escalerillas junto a las que está atracada la Abbe Müller. El motor está encendido. De una delgada chimenea que hay en popa emerge un tenue hilo de humo blanco. Cuando estamos a punto de zarpar vemos acercarse jadeando a una mujer que corre con una enorme caja de cartón en los brazos. Al llegar junto a la lancha suplica a los tripulantes que le entreguen la caja a sus familiares de Selkirk. Uno de ellos la sube a bordo con total naturalidad.

 

 

A bordo de la Abbe Müller

 

Sorprendente la manera en que se hilan las fuerzas encargadas de llevar adelante esta narración: Uno de los pilotos de la Abbe Müller este viaje es Danilo Paredes, el marinero que el año pasado, cuando lo llamé desde Nueva York, me dijo que me podría llevar a Selkirk, pero después le resultó imposible hacerlo. Es más que una mera cuestión de justicia poética. Hay un sentido oculto, profundo, en una circunstancia así. La casualidad da una vuelta de tuerca adicional: El otro piloto es hermano de Ramón Salas, que me facilitó la travesía. Somos dos pasajeros y tres tripulantes. Anoto los nombres en el cuaderno: Danilo Paredes, Ernesto Salas, Miguel García. El cuarto se llama Eduardo Retamales y es pescador. Gabriel, el joven que me dijo que se embarcaría con nosotros no hace acto de presencia. Zarpamos poco después de mediodía, como había anunciado Salas en su whatsapp de ayer.

 

Buena navegación, buena narración, me deseó Url ayer, tras disculparse por la aspereza de sus correos, porque tardaba en enviarle la primera entrada de esta bitácora.

 

Salvo la radio, se ha cortado toda forma de comunicación con el mundo.

 

Estoy en cubierta cuando al cabo de un par de horas de navegación uno de los tripulantes me da una voz. Es la hora de comer y me invitan a unirme a ellos. Ernesto ha preparado un puchero de arroz con pollo. Nos sentamos alrededor de una mesa. Del techo de la cabina cuelga un transistor que suena como una lata vieja. Se escucha Stand By Me. Son  gente de pocas palabras. No me entienden bien cuando hablo ni yo a ellos. Beben un poco de vino o cerveza. Tiran las latas vacías al mar. Salas me explica que son seis hermanos, el más viejo, Ramón. Comen igual que hablan, muy frugalmente.

 

Al principio de la travesía, el cielo está turbio. La lancha discurre a lo largo de las altísimas paredes de roca que configuran el perfil de la Isla. La vista se imanta hacia la belleza vertical de la costa, erizada de accidentes geológicos en bisel. En el cielo las nubes juegan con el fuego del sol. Me mantengo de pie en cubierta, contemplando los brillos puntuales de la sal en la piel del mar. El sol se oculta y vuelve aparecer de manera intermitente. Más que recibir el impacto de las olas parece que las rocas de piedra volcánica escupen ráfagas de espuma. La Isla nos acompaña durante mucho tiempo, cambiando lentamente de forma. Al cabo de varias horas su silueta sigue siendo perfectamente visible. Al principio es una masa única, de forma elegantemente alargada, hasta que al cabo de un tiempo se desgaja de ella el perfil de Santa Clara. Visto desde el mar, el islote tiene mucho más carácter que cuando se divisa desde Robinson Crusoe, como si su alma se hiciera de pronto perceptible. De vez en cuando me vuelvo a mirar las islas. Incluso ahora que están separadas de algún modo siguen siendo una unidad que tarda un tiempo infinito en desaparecer. Observo atentamente cómo cambia la textura del cielo en el que flotan distintas formas de luz viva. El mar también se parte en dos zonas de luz nítidamente diferenciadas, mucho más clara la que se ve desde el lado de la nave que da al ocaso. No se ven, pero el ojo percibe de algún modo la presencia de retículas que fragmentan el espacio en distintas gamas de azul, en llamaradas de

resplandor cambiante.

 

Sobre el risco que corona Robinson Crusoe flota un extraño penacho de luz. Pienso en historias de marineros que no están destinadas a aparecer en ningún libro, en lugares a los que sabemos que no hemos de volver porque nos vamos quedando sin vida. Muy avanzado el crepúsculo todavía se distingue con total nitidez la silueta del islote de Santa Clara, nimbado de luz cenital. Viendo su perfil frente al de Más a Tierra pienso que me gustaría saber dibujar. Dibujar la luz, porque las palabras no son capaces de hacerlo con la misma precisión. Dibujar las nubes, las siluetas de aves marinas cuyo nombre desconozco, aves que se cruzan con nosotros en alta mar (son fardelas, me explica Danilo, cuando le pregunto). Al anochecer avistaremos un albatros. El misterio de las vidas de las aves, la forma en que cortan el cielo al volar.

 

 

6:20 pm

 

Aunque aún es de día, todos duermen, salvo el piloto y yo. Salgo a cubierta. Sobre el mar flota la luz del atardecer. Todavía se ve perfectamente la Isla doble. Ahora sí que siento que se ha cortado para siempre toda forma de comunicación. Estoy lejos de la lejanía que era la Isla Primera. Deseos de ver otra forma de luz, la luz de Selkirk.

 

Con un gesto, Danilo me indica que me meta en la litera. Absurdamente, le obedezco, pero no aguanto mucho tiempo, porque en modo alguno quiero dejar de contemplar la belleza desolada del ocaso, distinta de todos los que he visto en otros lugares. También el aire es de un azul distinto. En el cielo hay grandes ensenadas de color turquesa o lapislázuli, las últimas de una gran intensidad.

 

 

8:15 pm

 

Anochecer en el mar. Nada alrededor, salvo la infinitud circular del horizonte.

 

Por fin cae la noche y me acuesto en una litera. El envío que hice de la primera entrega es como una soga para mí. ¿Cómo será el libro que salga de aquí, si es que sale algo? Pienso en la estructura de Ladrón de Mapas y en la manera de relacionar historias y lugares. Cuando Edith Grossman lo presentó en Nueva York me dijo que mis cuentos le recordaban las Aventuras de Maqroll el Gaviero, y es verdad que hay cierta afinidad, pero también distancias. En las notas del año pasado vi que había escrito el título de un cuento que nunca escribiré, Muerte en Valparaíso. Me vuelvo a preguntar qué quiero decir con eso de la escritura en directo.

 

Hemos hecho la mitad del camino, dice el piloto. Navegamos en plena oscuridad. No consigo dormir, los demás por el contrario sí, aunque me extrañó que ninguno roncara, es como si durmieran despiertos, atentos a la posible llegada de alguna señal.

 

Hay un baño en proa, en el que nunca entra nadie. Me pregunto qué hacen los tripulantes para orinar. Por la borda de popa, me dice Danilo. Hay que subirse a unos poyetes de hierro y con los bandazos que da la lancha resulta menos fácil de lo que había pensado.

 

En algún momento perdí por fin la conciencia. Debí de dormir unas pocas horas, soñando sin soñar –sintiendo el mundo cada vez más lejos– hilos de luz que se deshacen, marcando una distancia intemporal. Me pregunto quiénes han cruzado conmigo esta última línea de luz.

 

Durante la madrugada el mar se agitó con gran violencia y el camarote temblaba como en una película de dibujos animados.

 

Incapaz de aguantar más tiempo en la litera, me serví un café. Después de tomar notas, estuve leyendo al azar cosas que escribí el año pasado en este cuaderno. Dudo si podré escribir novela alguna durante este viaje. Es parte del reto que me he impuesto, pero la escritura no puede ser jamás artificial. Dejo de tomar notas para seguir con la lectura de Robinson Crusoe, que empecé en la isla que lleva hoy su nombre. No ha pasado mucho tiempo cuando un brusco bandazo de la lancha derrama el contenido de la taza, manchando el ejemplar, que me habían prestado en la Municipalidad. Afortunadamente es una mancha superficial, pero aún así el libro queda marcado. Es un ejemplar bellísimo, un regalo especial, enviado a la  municipalidad de Selkirk por la de Largo, en Fife, donde nació el marinero escocés. En el libro hay una lámina de color, con una dedicatoria cuidadosamente compuesta en tipos antiguos de imprenta. La edición es una reproducción facsímil del original que reza (en inglés):

 

  La Vida, junto con las Extrañas

y Sorprendentes Aventuras de

    ROBINSON CRUSOE

         de York, Marinero

QUE VIVIÓ VEINTE Y OCHO AÑOS

COMPLETAMENTE SOLO EN UNA

ISLA DESHABITADA

JUNTO A LA BOCA

        DEL GRAN RÍO ORINOCO

         ARROJADO A LA ORILLA

TRAS UN NAUFRAGIO

EN EL QUE PERECIERON TODOS LOS TRIPULANTES

SALVO ÉL, SEGUIDO DEL RELATO DE

CÓMO AL FIN FUE EXTRAÑAMENTE

RESCATADO POR UNOS PIRATAS

 

Escrita por él mismo

________________

 

Grabados de John Lawrence

  LONDRES

The Folio Society

1972

 

Ya el título anuncia la grandeza de la narración. De hecho, su solo enunciado encierra un relato soberbio y grandilocuente. Me dispongo a leer (como hizo Franzen), el libro que mejor ha sabido captar la soledad del ser humano en un lugar que encierra en sí la idea misma de soledad, sólo que ese lugar no es la isla donde transcurre la narración que cuenta la historia de Robinson Crusoe. La paradoja es magnífica. Selkirk jamás puso un pie en a la isla que lleva su nombre. Selkirk nunca estuvo Selkirk. Franzen, sí, y de hecho, cuando estuve en la isla imposible mi actitud hacia él cambiaría. Lo entendí mejor como ser humano; entendí que quisiera arrojar allí las cenizas de Foster Wallace. También entendí lo que me sucedió a mí al saber aquello. Suspendo un momento mis pensamientos. Estoy a punto de cruzar una línea de luz adicional (el reverso de la que atravesó Conrad, que también me acompaña, junto con Stevenson y todos los escritores de islas, uno de ellos mi amigo Andrés Ibáñez).

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