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ArpaPostal desde Dresde. La dificultad es extrema para quien quiera ‘decir’ con...

Postal desde Dresde. La dificultad es extrema para quien quiera ‘decir’ con una cámara

El bombardeo de Dresde ha sido ya muy comentado. No hay mucho que añadir, a excepción de la cifra de muertos que hubo entre el 13 y el 14 de febrero de 1945. Un dato sobre el que en realidad ya no tiene mucha importancia insistir. Fue hace mucho tiempo y quienes allí murieron quizá ya no se contarían por miles, sino uno a uno, nombre a nombre, rostro a rostro, biografía a biografía. Ahí radicaría la dificultad de bombardear una ciudad viendo los rostros de las víctimas a las que les quedan segundos de vida, el obstáculo de conocer los nombres y las ilusiones de quienes allí viven, y van a dejar de hacerlo tras mirarte a los ojos. La única posibilidad para soportarlo sería llamar “objetivo” a las personas que vivían en Dresde. A día de hoy existen aún supervivientes. Son quienes preservan esa memoria, los que cuentan lo que allí ocurría unos minutos antes de que todo acabase. Las opiniones se dejan a un lado, las de vencedores y vencidos nunca coinciden –nunca coincidirán–, quien dirá si los muertos se cuentan por docenas o por centenares de miles, o si los vuelos fueron rasantes o no lo fueron. Sobre los datos del bombardeo de Dresde hay miles de páginas escritas, y es de ahí de donde obtengo mi información –corto y pego–, también de excelentes documentales como el de Sebastian Dehnhardt. Son referencias muy útiles para intentar hacernos una idea sobre dónde nos encontramos, nosotros, turistas, siempre perdidos con un mapa en la mano, siempre inocentes y respetuosos, que somos bienvenidos en cualquier ciudad europea –alemana– y disfrutamos de su acogida, de sus bellas calles y plazas, de sus edificios, de sus museos, de sus bellos cafés, del desayuno en el hotel, de su centro histórico. Lo que ingleses y americanos bombardearon fue el centro histórico de Dresde, una de las ciudades más bellas de Europa, allí, con sus habitantes. Hay quien dice que la guerra ya estaba ganada y hay quien dice que aún no, ya carece de importancia.

 

Es la comodidad de buscar datos sin demasiada opinión, sin el rigor de los historiadores, sin los pronunciamientos de la ideología. Por ejemplo, en Wikipedia se dice que no hay cifras seguras sobre el número de víctimas entre los días 13 y 14 de febrero de 1945. Una cifra que ha circulado es la de 25.000 muertos –son muchos si se cuentan uno a uno mostrando su foto–, y hay quien dice que fue superior a los de la matanzas de Hiroshima y Nagasaki. Es un asunto de difícil resolución, porque es necesario recordar que un cuerpo que se quema en un moderno crematorio no alcanza más de seiscientos grados, y con ello ya se convierte en cenizas en poco más de media hora. Si tenemos  en cuenta que los habitantes de Dresde fueron abrasados con más de mil doscientos grados, la volatilización de los cuerpos fue inmediata, desaparecieron en segundos. De ahí la imposibilidad de contarlos. También había cuerpos amontonados frente a la estatua de Martín Lutero –allí tirada en la Nuemarkt–, la dificultad de darles nombre para una mínima paz de familiares supervivientes. Muchos cuerpos recordaban a los de Pompeya –existen fotografías–, si bien en diferentes ruinas de civilización.

 

Una opinión dice que fue una opción necesaria (la misma a la que se recurrió en Japón)  para provocar un rápido fin de la guerra: en ambas ocasiones se salvarían muchas vidas. Otra razón pudiera ser más emocional, y es que daba mucha rabia –vino a decirlo el comandante de bombarderos británico Arthur Harris, el estratega de los bombardeos en alfombra–, que la población de Londres tuviese que soportar las V2 de aquel científico enrolado en las SS y que siempre parecía satisfecho, de nombre Wernher von Braun, tan bien reciclado para el progreso de la humanidad. También dijo Harris acerca de lo infantil que resultaba –esa alegría con jarras de cerveza, es fácil imaginar incluso la de  Hermann Göring travestido o de feliz tirolés entonando bellas canciones– pensar que se puede arrasar Europa y que no te van a responder, ciertamente un grave error de cálculo en unos estrategas cualificados como Hitler, sus secuaces y una silenciosa parte de la población alemana. Un comentario, el de Harris, respaldado sin duda por rusos y polacos, y la tragedia de aquellos alemanes –héroes, fueron muchos– que nada tuvieron que ver con el nazismo (véase mi texto De Niederhof a Estambul), y sobre cuyo sufrimiento tan pocos libros se han escrito. En todo caso, pilotos de la RAF y de la USA Air Force –la media de edad de los pilotos era de 20 años– que participaron en el acto de devastar una de las ciudades más bellas de Europa, y con ella su cultura y sus habitantes, pudieron pensar que Dios no manda eso, que no ve con buenos ojos esas cosas –algunos no lo superaron–, que los “mejores” no hacen eso. Franklin D. Roosevelt había exigido el primer día de guerra que bajo ninguna circunstancia se bombardease a la población civil. La guerra ya estaba ganada, los rusos ya arrasaban Silesia, y Lord Boothby diría casi veinte años después, que la destrucción de Dresde fue el mayor crimen que Inglaterra ha cometido. Se bombardeó a la población civil, a los barrios históricos al este del Elba, y apenas a aquellas fábricas que se encontraban al otro lado del río. Más de un testigo y de dos hablaron de vuelos rasantes, otros lo negaron. Una estrategia inaugurada y experimentada ya en Guernica, la misma medicina. Porque de la ciudad flamenca de Ieper no quedó nada después de la Gran Guerra, pero no fue la aviación. Ieper se destruyó a base de destruirla y de destruirse unos contra otros por sus calles, la población civil aún apenas era apuntada desde el cielo. El objetivo en Dresde fue la vida de seres humanos de toda edad y condición –habría que demostrar lo contrario–, también su memoria, su cultura, tierra quemada, toda la ciudad ardía. También el mejor barroco, algunos de los edificios más bellos de Europa, la Florencia del Elba, sin duda, un lugar para vivir. Otras ciudades alemanas ya lo habían sufrido –mucho– y no en menor medida, se había tratado a toda costa de desmoralizar a la población, tan solo que el ensañamiento con Dresde no parecía estar en el programa. La ciudad no aparecía en el mapa de la destrucción como el lugar donde esas cosas pudieran ocurrir. No no se contaba con ello, al menos una buena parte de la población, ya era 1945, quizá en Dresde se pensó que se saldría de la guerra como si nada hubiese ocurrido, como si la guerra fuese con otros, como si al arte de achicharrar civiles no se le hubiese dado carta blanca en Varsovia, Rotterdam, Coventry… o Londres, ese “error” de la Luftwaffe que Goebbels recibió con una amplia sonrisa. Es necesario recordar, sin embargo, que Dresde ya no era la misma unas horas antes del bombardeo. Incluso tiempo antes la calle Praga ya no era tan bonita. Estaba atiborrada de personas que no iban a ninguna parte con sus carretas y sus niños. Llegaban miles de emigrantes y refugiados –se habla de medio millón a principios de 1945– cientos de campesinos aterrorizados, también miles de soldados evacuados del frente del Este  perseguidos por los rusos, el infierno del viaje en tren por Silesia hacia Dresde. La guerra estaba perdida. Dresde era ciudad tanto de tránsito hacia el oeste como de refugio. Y esta población que huía de los rusos quizá superaba en número a la de los propios habitantes de la ciudad. Allí estaba, entre otras, Maria Scheven para acoger a los soldados heridos –los primeros auxilios que llegaban a la estación central. Había hecho un curso en Múnich para formar parte de la Cruz Roja.

 

En el documental de Sebastian Dehnhart se comentan los minutos previos al infierno. Es el testimonio de testigos supervivientes aplastados por la tristeza. Aquella, la última tarde, la última noche: Había sido un día de carnaval, niños que estaban disfrazados –no todos, había muchas familias creyentes que no lo veían con buenos ojos– y en la noche los museos, los teatros y la Semperoper ya estaban cerrados. Pero una vez más había función en el famoso circo de Dresde, Sarrasani, a orillas del Elba, y Frau Trude (el mismo apodo que el título del cuento de los hermanos Grimm) impresionaba con sus caballos, la joven directora del circo, padres con niños fascinados. Existen esas imágenes.

 

 

Semperoper, Dresde

 

Es cuando los bombarderos británicos ya estaban a la altura de Colonia el circo Sarrasani detiene la función y se pide a los espectadores que vayan a los refugios. Hay quien piensa que es una alarma más. El resto es conocido… Al menos en lo muy conocido. Porque se puede indagar en los detalles, en las bombas de acción retardada, en lo que se pensó que era fósforo, pues la piedra de la Frauenkirche ardía, también el acero de la estación central. Una gran belleza de ese amarillo que parecería oro, que brillaba como si fueran los fuegos artificiales para el cumpleaños de la reina. Es el terror. Así ardía también la cúpula del circo Sarrasani y la piel de los refugiados que no pudieron llegar a los refugios desde la estación central. Como esas velas de cumpleaños para bromistas que se apagan y vuelven a encenderse. El error fatal de arrojarse a las fuentes de la ciudad para apagar esa masa de fuego pegada al cuerpo. El agua se evaporaba, el abrasamiento volvía. Quizá la opción del Elba. En realidad no fue fósforo sino bidones de gasolina mezclada con una pasta a base de caucho y fósforo blanco. Es el llamado napalm, tristemente popular, entre otras cosas por la conocida fotografía de la niña Phan Thị Kim Phúc con los mil doscientos grados de napalm en su espalda, en el poblado vietnamita de Trang Bang.

 

 

 

 

Dresde

 

Cientos de hombres y mujeres, ancianos y niños –continúan los datos imprecisos– no sufrieron los bombardeos en Dresde porque con anterioridad fueron llevados –deportados– a Buchenwald. Allí, en la colina del frondoso bosque de Ettersberg, junto a la bella ciudad de Weimar, bien conocida gracias a Goethe, a Schiller y a la República que llevaba su nombre antes de 1933, también a la Bauhaus, incluso a los huéspedes del hotel Elephant.

 

 

Hotel Elephant, Weimar

 

Se llegaba a Buchenwald desde Weimar, o bien en tren a través del bosque, o bien por una bonita carretera que aún hoy en día se denomina Carretera de la sangre, a modo de recordatorio. Fue construida por los esclavos que transitarían por ella hacia la muerte. En Buchenwald hay un memorial como en la mayor parte de los lugares del horror. Los memorials actúan no solo como sentidos homenajes de recuerdo y de respeto, sino también como alarmas ante una nueva posibilidad de indignidad. Porque los habitantes de Weimar no pudieron escapar a esa vergüenza cuando fueron obligados a ver de cerca  lo que habían dejado allí aquellos matarifes. Porque cuando los vagones de tren atiborrados de seres humanos, sin ventanas –sin aire– partían de Weimar a Buchenwald y atravesaban aquel bello bosque –tan querido por Goethe– no se parecían a los del Orient Express en sus mejores días.

 

 

 

Carretera de la sangre, bosque de Ettersberg

 

Eran los trenes que partían de la estación central de Dresde hacia Weimar, vía  Leipzig, la ciudad que escuchó la música de Bach. Margaret Bourke-White escribió: “¡No lo sabíamos, no lo sabíamos! La primera vez que oí estas palabras fue a mediados de abril de 1945. Se repitieron tantas veces las siguientes semanas, y las oíamos con tal  monótona frecuencia, que llegamos a pensar que era algo así como un canto nacional alemán”. Tampoco Europa –¿sí Dinamarca?– escaparía a esta responsabilidad, se diría. Es quizá finalmente el triunfo de quizá el mayor enemigo de la humanidad, el miedo, el miedo ante los que odian, la opción acomodaticia de dejarse, de adaptarse, de aceptar, es esa carencia del ser humano –no es fácil no ser cobarde– que nos degrada, esa pasividad moral –la incapacidad para el compromiso– que nos convierte en seres sin  dignidad. Ya no queda nada en nosotros digno de ser respetado. Son/somos los buenos, los que nunca harían/haríamos el mal. Porque debajo de los uniformes –diseñados y confeccionados por Hugo Boss (SS) – de los malos, no había nada. Lo decía Jean Améry. Era algo más duro de soportar que incluso las torturas a las que fue sometido colgado por los brazos en la espalda. Porque aquellos malos no eran nadie. Tras sus abrigos y sus gorras había seres insignificantes –a lo más, matones de barrio– que nunca hubieran servido para nada excepto para la servil obediencia. Patéticos personajillos disfrazados de poder –sin límites, sin ley, sin nadie a quien dar explicaciones– con esa sumisión y adaptación que es tan fácil constatar en cualquier lugar donde haya un jefe a quien complacer. Pero también hubo otros, aquellos de una pieza, aquel padre alemán ya cercado por el nazismo que, cuando su hijo le preguntó si tendría que abandonar a su amigo que portaba la estrella de David porque le estaban insultando, le increpó: “Wir sind keine kleinen Leute. Nicht in solchen Dingen” (*). Fueron muchos –los mejores, sin duda–, pero hubo que esperar para reconocerlos, para admirarlos.

 

Este señalar con el dedo a los buenos, es lo que hace Alain Resnais diez años más tarde cuando filma Nuit et Brouillard (Noche y niebla), allí también por Buchenwald, sobre todo con el propio material fílmico de los nazis, con sus heroicidades, apoyado por un plantel de colaboradores ciertamente a destacar: guión  de Chris Marker, música de Hanns Eisler, voz de Michel Bouquet y palabras de Jean Cayrol. Porque en Buchenwald se encontraba entre otros, el comandante del campo –hasta 1941–, Karl-Otto Koch, gran aficionado a la fotografía, y su esposa Isle Koch, gran aficionada a los experimentos de todo tipo, también médicos, de interesante biografía, de entrañables fotografías familiares, y que ante unos supervivientes atónitos y escandalizados corrió mucha mejor suerte que otras carniceras conocidas. Es una lista interminable… Irma Grese, Johanna Borman, Elisabeth Völkenrath, María Mandel… responsable directa de la muerte de aproximadamente medio millón de mujeres.

 

 

Karl-Otto Koch (Foto: Archivo Buchenwald) 

 

En realidad parecería la obra de muchos sicópatas puestos de acuerdo. Las lámparas decorativas de piel humana que allí se expusieron en Buchenwald –también ante los habitantes de Weimar–, y que filmó Billy Wilder –ese cine mudo en color (¿16 mm?) de la Segunda Guerra Mundial que parece familiar, privado– en aquella exposición de trofeos, en aquel desfile de horrores –ninguna película de terror lo igualaría–, y que en ciertos ambientes se consideran “fraudulentos”. De hecho, en Buchenwald no había cámaras de gas, no era un llamado campo de exterminio. Miles y miles de seres humanos culpables de existir, convertidos en jabón a partir de sus huesos, telas y colchones a partir del pelo cortado minutos antes de morir, y el soldado que educadamente decía a la entrada del infierno, “por favor, pasen”. Anécdotas de lo que pudo ser Buchenwald. A partir de Freud, sin duda podría ser obra de sicópatas, pero de una lista tan interminable de sicópatas que no podrían darse tantos juntos al mismo tiempo, que cabría la posibilidad de que en realidad no fuesen sicópatas, sino obedientes, fascinados por la obediencia, sin responsabilidad, cumpliendo órdenes Para entendernos, podría ser que no todos fuesen en Buchenwald como Martin Sommer, Gustav Heigel, Karl Sippach, Anton Bergmeier, Johaness Jaenisch Rudolf Lojer, Isle Koch y otros –un burdo fake, las imágenes de Billy Wilder, también lo recopilado por Alain Resnais– un montaje propagandístico según ciertas opiniones.

 

Allí llegaron también las fotógrafas Margaret Bourke-White y Lee Miller, con gran dificultad para explicar lo que estaban viendo. Porque aquello suponía una categoría diferente a la del total desprecio por la vida humana, ni tan siquiera parecería odio. El odio es un sentimiento típicamente humano. La dificultad para poder asegurar que era tan solo odio, pero finalmente pudiera ser odio, difuminado, inoculado como los virus inyectados con jeringa a los prisioneros de Buchenwald, en pequeñas dosis, poco a poco. La moderna psicología entiende bien los finos y sutiles tentáculos del odio y cómo atrapan a la condición humana, siempre en alerta ante las diferencias del otro: “el narcisismo de las pequeñas diferencias”, se diría. Nada que no pueda ser explicado desde Freud, desde Hanna Arendt, desde Alice Miller (ese libro fundamental, Por tu propio bien, y otros muchos). Incluso Hermann Göring dijo en Núremberg que él nunca hubiese aprobado esas monstruosidades, que él nunca hubiese consentido aquello de haberlo sabido. El niño de orígenes aristocráticos, el que pasó su infancia en un romántico castillo medieval, el gran coleccionista de arte robado, el piloto héroe de la Gran Guerra y que presumía de haber sido amigo de Manfred von Richthofen (también conocido como el Barón Rojo), aquel que le dijo al sacerdote norteamericano judío que en ocasiones le acompañaba en la celda que nunca comprendería el problema judío porque era judío. En otras palabras, porque no tenía inyectado en vena el odio nazi.

 

 

Margaret Bourke-White en Buchenwald (Foto: Archivo Buchenwald)

 

 

Reportaje de Lee Miller (Foto: Archivo Buchenwald)

 

Hasta allí llegaban los trenes que salían de la estación central de Dresde desde 1938 pasando por Weimar antes de que la ciudad fuese bombardeada. Porque las obras para la construcción de Buchenwald comenzaron en 1937, y el campo ya pudo ser inaugurado en 1938. Los hornos crematorios no fueron fabricados hasta 1940. Fue la empresa Topf & Söhne, de Erfurt. Allí estaba también, entre la lavandería y la cocina,  el roble al que denominaron “roble de Goethe”: la bonita leyenda entre los prisioneros de que allí bajo sus hojas Goethe leía junto a Charlotte von Stein, una escena idílica en aquel bosque. El árbol fue destruido por un ataque norteamericano en agosto de 1944, y el tronco lo recuerda. Unos decenas de metros más allá, el camino hacia el nuevo Buchenwald: el campo de concentración soviético, tras la ocupación soviética, tras 1945. El conocido como NKVD Campamento Especial Nº 2, con miles de asesinados.

 

 

Tronco del roble de Goethe, Buchenwald

 

El año 1938 fue también aquel en el que comenzó la destrucción de Dresde. Fue la noche del 9 al 10 de noviembre, llamada “de los cristales rotos”. La sinagoga construida por el gran arquitecto Gottfried Semper (Semperoper) fue destruida por las tropas de asalto de las SA –también con uniformes de Hugo Boss– junto a una parte de la población civil, mientras las autoridades alemanas disfrutaban del éxito de su operación.

 

Es cuando Henny Brenner habla en el documental –minuto 31– y se corta la narración: es una intrusa en los testimonios de las víctimas del bombardeo de Dresde. Es cuando la película comienza a vibrar. Los dientes del proyector no encajan bien el celuloide, aparecen desenfoques como si las imágenes también se quemaran, ese quemado tan característico de la película que no avanza. A partir de ese momento el audio se deteriora, los testimonios de los habitantes de Dresde se escuchan mal, como distorsionados. No se entienden bien, cuesta prestarles atención.

 

Henny Brenner era hija de ario y de judía, el matrimonio Brenner. Por aquellos días era una niña de 17 años, y era insultada, amenazada, también le escupían, allí en Dresde. Con la estrella en la solapa, buscaba la noche para caminar. Una ciudad fiel al régimen desde los primeros días, con una población –buena parte de ella– que consideraba natural que las personas judías tuviesen prohibido entrar en los refugios cuando sonaban las alarmas, que muriesen achicharradas en sus casas. El infierno de Dresde antes del 13 de febrero de 1945. Allí las enfermeras de la Cruz Roja –María Scheven– ayudando a los necesitados. Los ciudadanos de Dresde hablando de su sufrimiento –su desesperación– bajo los bombardeos. Y Henny Brenner dando gracias a Dios por esa posibilidad de que el terror terminase: un  fuego liberador, el bombardeo, la esperanza de evitar la deportación, de que los carceleros desapareciesen, los que la ofendían, los que la humillaban, los que la degradaban, siempre amenazada en sus 17 años, las consecuencias de haber nacido; y los peores, los que eran indiferentes, los que no decían nada –los que guardaban silencio–, los que lo vivían como los honrados propietarios del tío Tom, los que admitían las fábricas de Dresde funcionando con esclavos. Los que sí podían ir a los refugios cuando sonaban las alarmas. Los que sí eran atendidos por las enfermeras de la Cruz Roja. Los que no preguntaban por aquellos trenes que salían de la estación central rumbo a Weimar. No es exactamente en la figura patética de Isle Koch y de una legión de monstruos hacia donde Alain Resnais apunta, sino en los buenos. A su su falta de compasión hacia sus antiguos vecinos, los estómagos que podían digerir la comida viendo todo aquello, los que disfrutaban de la bella Dresde –antes del bombardeo–. Una de las ciudades más bellas de Europa. No fue suficiente el bombardeo para calmar los ánimos: 1945 fue el año de la máxima venganza. Henny Brenner y su familia vivieron escondidos, aterrorizados, en una habitación, hasta el final de la guerra. Unos meses antes, en Ámsterdam, otra bella ciudad europea, un martes de junio de 1944 –cuando Dresde disfrutaba de una vida aún tranquila–, una niña de 15 años, Ana Frank, también escondida, escribía: “¿Es realmente el comienzo de la tanto tiempo esperada liberación? ¿La liberación de la que hemos hablado tanto, de la que todavía nos parece que sería demasiado bueno para ser verdad, como un cuento de hadas hecho realidad?”).

 

 

Memorial de Caen

 

Es cuando irrumpe esa incertidumbre que produce desazón. Ese no saber. Ese no estar seguros. Esas escenas terribles. Testimonios espeluznantes de primera mano. Aquella angustia, aquel pánico, aquellos muertos con una muerte terrible, contado en primera persona desde aquellos niños aterrorizados que ya son ciudadanos adultos, que viven ya en otra ciudad –digamos extraordinaria, ese Dresde por el que hoy podemos disfrutar paseando–. Esos documentos tristes, dramáticos, esa dificultad. Incluso puede haber una cierta incomodidad en la misa de 2005, en la nueva Frauenkirche –pilotos de la RAF en comunión con sus víctimas, ¿estaba allí Henny Brenner?–, tan bien reconstruida que ningún turista sin la guía turística de Dresde en la mano imaginaría que el color de esa bella iglesia de piedra tan clara no porta el negro de la elegante Dresde. Tampoco que su bello altar un día fue un escombro. Es en esa guía donde se dice que la iglesia, si bien ardió entera, aguantó el bombardeo. Fue dos días después cuando, en un estruendo que se oyó en toda la ciudad, la Frauenkirche se desplomó como un castillo de naipes. 

 

 

Frauenkirche, Dresde

 

 

 

Interior de Frauenkirche

 

Tras la lectura de la guía –esa información preciosa en la oficina de turismo de la Neumarkt–, se impone la búsqueda de otras palabras que permitan fotografiar en Dresde. La dificultad es extrema para quien quiera decir con una cámara, porque cuando el fotógrafo Richard Peter publicó en 1949 su libro de fotografías Dresden, eine Kamera klagt an (Dresde, una acusación fotográfica), lo visible estaba enfocado, era nítido, tan solo se ocultaba la verdad del nazismo, la de la ocupación soviética, la de la RDA. Pero la cámara sabe poco de realidades ocultas, suele estrellarse contra ellas, necesita de demasiadas palabras cuando se le exige explicar de qué trata lo que muestra. Sin embargo, es perfecta para la acusación, para la descripción, de las ruinas, ese silencio, ese hablar sin demasiadas palabras (preguntas). La cámara –la de Richard Peter– acusa tan solo lo que mira, ningún comentario –a excepción del que porta la imagen–. Ahí están sus parcas palabras, meros pies de foto, como Blick auf Dresden vom Rathausturm (Vista de Dresde desde la torre del ayuntamiento). La portada de su libro, Richard Peter, el fotógrafo de las ruinas de Dresde, como Herman Claasen lo fue de las de Colonia. El fuego purificador, el ángel de Dresde, el que mira con compasión la ciudad convertida en cenizas, desde la torre del ayuntamiento. Una estatua de August Schreitmueller de título Bondad, en aquella fotografía de culto de Richard Peter.

 

 

Vista de Dresde desde la torre del ayuntamiento, Richard Peter

 

Es fotografiar en ese silencio que no cesa de hablar, de gritar, de acusar, es el aftermath, el día después, lo que queda cuando ya todo ha ocurrido, es el momento de recoger los cadáveres, de incinerarlos –aún más– para evitar epidemias. Es aún el tiempo del mutismo –pronto llegarán las preguntas–, de ahí las ruinas en esa fotografía histórica, aún humeantes, el napalm tarda en apagarse. Es el valor del silencio, es la memoria, la acusación silenciosa. Ni siquiera hay odio, comienza el duelo, no hay posibilidad de olvido. Es la facilidad de fotografiar con la Leica de Richard Peter.

 

Sin embargo, nosotros, turistas –si bien comprometidos, queremos hacer hablar a Dresde con nuestra pesada cámara réflex–, pateamos la ciudad algo inconscientes, llegamos tarde, se ha sustituido aquel silencio clarificador por el ruido que no deja escuchar lo que es esencial. Cómo fotografiar la Frauenkirche surgida de sus cenizas, rotas sus ruinas, aquellas que guardaban la memoria, la realidad. Es la dificultad de decirlo desde la Neumarkt, reconstruida también desde sus escombros en bloques sociales del llamado “estilo realista socialista”, para, tras eternas décadas de RDA, volver a lucir su aspecto anterior a la guerra como si la historia no hubiese sido.

 

 

Catedral Hofkirche, Dresde

 

Quizá sea más grande construir unas ruinas plenas de sentido que una ciudad barroca retocada, y cuyo lifting se interpone entre la lente y la realidad. Es como si la cámara no sirviese, porque no sabe nada, nadie le ha dado explicaciones, no ve aquello de lo que tan solo se puede hablar, no sabe ni dónde ni cómo mirar. Todo está desenfocado. El autofocus no encuentra donde apoyarse, no sabe qué iglesia, qué plaza. Es como fotografiar con una lente rota. Es una realidad que no es la que promete ser, es una realidad, digamos, “sintética”. Es difícil de explicar. Es como si fotografiásemos el David en la Piazza della Signoria y pensásemos o no pensásemos que la escultura original está guardada en otro lugar, o como si fotografiásemos la Porta del Paradiso allí en el Baptisterio y nos dijesen que es una réplica, que el paraíso está en otro lugar. Es como si la Florencia del Elba renaciese a base de encajar –cosido, a modo de patchwork– lo más extraordinario que un día fue –ruinas a recomponer–, con los anhelos y las viviendas –una detrás de otra– del realismo socialista. Hasta 1990, la Frauenkirche mantenía la dignidad de lo destruido, sin duda, de lo abandonado, humeaba lo que podía hablar. Como lo hacían las fotografías acusadoras de Richard Peter, ese silencio lleno de presencia, audible, esa elegancia del decir en voz baja, esas piedras heridas de muerte pero siempre vivas y que nos miraban, nos imponían respeto. Por fortuna, en su planta no se construyeron viviendas asfixiantes y tristes, se respetó su territorio-. En todo caso sí quedará para el futuro esa parte que fue el antiguo y bello Dresde y que se volatilizó, porque donde había habido edificios extraordinarios, habría aparcamientos, explanadas, y bloques de viviendas estilo realismo socialista. El alcalde de la ciudadv Walter Weidauer, perteneciente al Partido Socialista Unificado de Alemania (RDA) lo dijo: “Una metrópolis socialista no necesita ni de iglesias ni del barroco”.

 

 

Epílogo

 

Es como si la primavera –su consagración– hubiera llegado. Todos los carceleros que se apropiaron de Dresde se fueron finalmente –tardaron años interminables– y la ciudad, como todas las ciudades europeas en primavera y verano, piden a gritos bonitas  fotografías en color. Es el color de los nuevos tiempos. Son fotografías para Instagram. Es el momento de cambiar nuestra pesada y cara réflex que pretendía hablar de la realidad de Dresde, por nuestro móvil. La ciudad ha sido rehabilitada para los nuevos tiempos. Está preciosa. Es uno de los lugares a visitar en Europa. Está bien cuidada, es moderna, está viva. Se han restaurado edificios de una belleza extraordinaria. El embellecimiento es constante, hoy hace sol, la gente es muy amable.

 

 

Gemäldegalerie Alte Meister. Dresde

 

Dresde ya no aparece confusa. Las fotos salen bien. En los jardines del Zwinger predominan los selfies. Hay una gran luminosidad. No hay sombras molestas. En la Galería de los más grandes se encuentra una Venus de Giorgione, un tríptico de Jan van Eyck, y el Altar de Dresde, de Durero. Es una ciudad libre, europea. Ese privilegio de Europa. Es la oportunidad para el documental de Sebastian Dehnhardt. Siete décadas después de un pasado que definitivamente se fue, y quedó bien enterrado. Ya se puede hablar de él, el sufrimiento, las víctimas del bombardeo pueden hablar de ello ueda muy lejos aquella postguerra en la que muchos alemanes perdieron su boca.

 

 

Dresde

 

Es en Buchenwald donde aún hace frío, pero –¿cómo explicarlo?–, es un frío sano que no da frío. Es agradable pasear entre sus fantasmas. Es un día plomizo pero no triste. Se respira bien, aire limpio en los pulmones. La sensación es buena, hay tranquilidad, se camina despacio, apenas se habla. No es mutismo. Es recogimiento. Hay compasión, respeto. También buenos deseos. Es como si aflorase lo mejor que hay en el ser humano, así es como fue –nada que decir–, es la mirada que comprende. Es un caminar digno por unas ruinas a las que se ha permitido reposar, se les ha otorgado ese reconocimiento que necesitan para que sean eternas, testigos silenciosas que ya no acusan, no recriminan, simplemente se dejan mirar, para quien quiera escucharlas. Hablan de un futuro por el que transcurrir con nuestra bufanda y nuestro abrigo, sosegadamente, sin miedo.

 

 

Buchenwald

 

Es por ello que la visión es nítida y por tanto se pueden hacer fotografías con nuestra excelente cámara réflex en formato raw. Se puede hablar de ello con una cámara que quiera decir. Un móvil parecería que se queda corto, poco preparado para ese silencio clarificador. Es necesaria una cámara a la altura de las circunstancias. Una cámara que sepa entender el aire que la rodea, que sepa absorber ese frío que ya no da frío. Una lente que entienda ese silencio tan bien preservado, incluso las sicofonías que se escuchan –las hay– son ya parte de ese silencio bello. Ya no hay anonimato en Buchenwald. Incluso ya no necesitamos ese cine de Alain Resnais, que aún necesita de palabras bien dichas, es aún sonoro, incluso con música de Hanns Eisler. Tan solo anotar una pequeña debilidad museística de “palabras sintéticas”, una reproducción del consultorio médico original tan querido por Isle Koch, una pequeña fisura en la narrativa. Pero en Buchenwald no es ruido, hay un superávit de realidad que lo neutraliza. La ventaja de nuestra cámara que hace fotografías raw es que ya ha aprendido a mirar, a situarse en el ángulo exacto, en la distancia exacta. Sabe que las fotografías hablan en su silencio, en su nitidez. Ya no hay gritos como el de Munch. Ya no hay acusación como la de Richard Peter con su Leica. Ya no hay vergüenza como en la cámara de Karl Otto Koch. Las palabras bien pronunciadas ya dijeron todo lo que tenían que decir. Fue hace mucho tiempo; hoy, y por el momento, es primavera de 2016.

 

 

 

 

(*) “El padre de Joachim Fest era un alto funcionario municipal durante la República de Weimar. Al llegar los nazis al poder le apartan del puesto, ya que el era demócrata y católico (afín a Adenauer). Cuando comienzan las penurias económicas Joachim Fest es testigo de una conversación nocturna de sus padres en la cocina, en la que la madre le pide al padre que recapacite, acepte ingresar formalmente en el partido ya que las mentiras son un derecho de la gente pequeña en estas cuestiones. La respuesta del padre fue: “No somos gente pequeña. No en estas cosas” (Wir sind keine kleinen Leute. Nicht in solchen Dingen). La expresión gente pequeña (kleine Leute) u hombre pequeño (kleiner Mann) es ligeramente peyorativa. No es despectiva, pero se parte de que la grandeza del ser humano es realizarse como individuo humanista, que la grandeza se alcanza con un espíritu libre. Así el ser sumiso y condescendiente son características de la gente pequeña”. (Nota de Matías Nieto).

 

 

 

 

Eduardo Momeñe es fotógrafo y editor de fotografía de FronteraD, donde ha publicado, entre otros artículos, ¿Qué sentido tiene volver a fotografiar Utrecht? La memoria y Atom EgoyanEntre los lagos Bofin y AgraffardLas fotografías de Burton NortonLa línea de Palíndromo Mészáros: documentar una catástrofe.

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