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Novela por entregasIV. Los trabajos y los días

IV. Los trabajos y los días

 

Tras casi dos semanas en la casa del bosque, Arda Solís parecía haber conseguido una cierta rutina diaria. Se levantaba poco después del amanecer, se preparaba un café bien cargado y durante tres o cuatro horas trabajaba en su investigación. A las once, a más tardar, daba por concluida la sesión matutina, estiraba unos minutos las piernas por los aledaños de la casa y se ponía luego a preparar el almuerzo.

 

Una vez almorzado, salvo en caso de nevada, se metía en su Volkswagen y se iba a la biblioteca del pueblo que, a media mañana, solía ser un lugar silencioso y poco concurrido: algunos viejos, alguna que otra mujer que venía a entregar o a sacar un libro y quizá, muy de vez en cuando, la alegre algarabía de una bandada de escolares a quienes se les sentía de lejos, en el piso de abajo, donde estaba la sección infantil.

 

La biblioteca se había renovado hacía pocos años. Se veían ordenadores nuevos por todas las mesas, paredes recién pintadas de color limón y unas cuantas estanterías repartidas aquí y allá por el amplio y elegante espacio de la sala principal. A Solís le gustaba sentarse allí, en uno de los varios sillones, y leer la prensa diaria o contestar, con su portátil en las rodillas, los e-mails que había recibido en las últimas veinticuatro horas.

 

Al segundo o tercer día empezó a fijarse con algo más de atención en una de las jóvenes bibliotecarias, a quien encontraba siempre sonriente y solícita cada vez que le hacía una consulta. Tenía el cuerpo algo desmadejado o, si se quiere, grandón, aunque era muy guapa de cara, con un cutis impecable, ojos claros y una boca sensual que al reírse –y se reía mucho- ofrecía una perfecta dentadura como de anuncio de leche.

 

Solís se paseaba por la sala y ojeaba los estantes.

 

La biblioteca en sí poseía pocos libros. Abundaban las biografías y los libros de historia, especialmente de historia americana y de historia local. Las lagunas eran a veces imperdonables. Arda Solís había comprobado que no había un solo libro de clásicos españoles, salvo una viejísima edición de El Quijote, cuatro tomos de Blasco Ibáñez y Las Aventuras del Capitán Alatriste. Con alguna sorna, no exenta de patriotismo, Solís había ido a quejarse a la bibliotecaria de tal incuria y la guapa bibliotecaria le decía que encargara lo que quisiera, que en dos o tres días lo tendría disponible.

 

Otro día, entre burlas y veras, el profesor encargó a la bibliotecaria un sesudo ensayo en alemán sobre hermenéutica y, al darle el título por escrito, insistió, en un tono pretendidamente grave, que no se olvidara de poner los dos puntos del Umlaut en las vocales cuando pasara la información al ordenador.

 

La bibliotecaria le seguía el juego entre risas.

 

Solís había visto encima del escritorio de la bibliotecaria una placa en que se leía “Monica Schwegler” y fingió escandalizarse por el desconocimiento que mostraba hacia la lengua de Goethe.

 

Ms. Schwegler, sin perder la sonrisa, declaró muy orgullosa que, en efecto, descendía por línea directa de aquellos alemanes del Palatinado que se habían asentado en las riberas del Hudson a principios del siglo XVIII, pero que ni siquiera su bisabuela, que aún vivía, era capaz de pronunciar “Auf Wiedersehen”.

 

Solís, al ser preguntado, contó también algo de sus orígenes y dijo que era de España y luego explicó, cuando la bibliotecaria se mostró incrédula, que si exhibía zero accent al hablar en inglés era debido a su madre, que era americana, y a que de niño había pasado varios veranos en Texas, en el rancho de sus abuelos.

 

Arda Solís habría querido algún día tener una cita con Mónica Schwegler, pero quizá previéndolo, la bibliotecaria dejó caer, otra de las veces en que la conversación se había salido de los estrictos cauces bibliográficos, que su marido aborrecía los viajes en avión.

 

El chasco no le duró mucho.

 

Miguel Arda Solís no era un picaflores ni, menos aún, un timorato. A sus cuarenta y dos años había tenido una relación larga de más de una década con una divorciada, otra mucho más pasajera con una irlandesa –de resultas de la cual le había nacido una hija, allá en su veintena- y un matrimonio tempestuoso que había acabado tan mal como empezó. Actualmente se veía de manera intermitente con una antigua alumna, una joven de Hoboken, muy ambiciosa académicamente, que estaba terminando su tesis doctoral en la Universidad de Duke. Algún día se casarían o vivirían juntos, aunque Solís por el momento se sentía a gusto así, sin la rozadura de la convivencia y con el acuerdo tácito de que, mientras vivieran alejados, cada uno podía hacer con su vida, dentro de la lógica discreción, lo que les viniera en gana.

 

A las cuatro, nada más regresar del pueblo, Arda Solís se ponía a cocinar. No era un chef de cocina, pero se sabía defender y tenía buena mano con los potajes y las calderadas de pescado. Su pastel de carne y patata al horno tampoco desmerecía, como no desmerecía el arroz con leche que preparaba de postre.

 

De cinco a siete, mientras dejaba reposar la comida en la olla, se subía otra vez al despacho y trataba de trabajar un poco más. Solís era voluntarioso, pero le faltaba disciplina mental y, sobre todo, concentración. No diremos que se distraía con una mosca, pero sí que su mente tendía a la dispersión.

 

Así que de manera gradual, sin percatarse muy bien de ello, el profesor se había ido interesando más y más por todo lo concerniente al antiguo residente de la casa: ese Laszlo Martell que apenas había conocido en vida. Su presencia, como le repetía a su novia en los varios e-mails que le había mandado, se palpaba en todos los rincones. No es que Solís creyera en apariciones ni en espíritus, ni que sintiera tampoco miedo cuando por las noches crujía alguna viga o se sentía el corretear de algún roedor, pero no cabía duda de que el fantasma de Martel recorría sigilosamente la casa, entraba al despacho o se iba a sentar en la mecedora de la sala en donde el nuevo inquilino pasaba las últimas horas del día escuchando música.

 

La colección de CDs reunida por Martell era considerable, aunque quizá no todo lo variada que Solís hubiera deseado. Había mucha cantata de Bach, mucha sinfonía de Bruckner y de Mahler y un buen repertorio de música tonal que abarcaba desde los más conocidos representantes de la escuela vienesa (Schoenberg, Berg, Webern), hasta compositores contemporáneos del tipo de Boulez, Berio o Luigi Nono. Había también un CD de Stockhausen y otro de Górecki, la Tercera Sinfonía, que al escucharla le había dejado en un estado de profunda melancolía.

 

Arda solía hojear también, mientras escuchaba música, alguno de los libros que había en las estanterías que flanqueaban la chimenea. Últimamente había descubierto una edición en inglés de Memorias de un turista de Stendhal, traducida y prologada precisamente por Laszlo Martell. En la sobrecubierta había encontrado una escueta biografía del traductor, en la cual se leía que Martell había nacido en Budapest en 1937, que había estudiado el “baccalauréat” de 1948 a 1954 en París y que en 1968 había obtenido por la Universidad de Columbia su doctorado con una disertación titulada The Rhetorical Discourse of the Enlightenment: Diderot, D’Alembert and Rousseau. Se citaba también su conocida edición sobre Las Confesiones, así como la Universidad donde en esos momentos enseñaba.

 

Arda Solís habría querido saber algo más de la vida de Laszlo Martell.

 

Una mañana de domingo, a finales de enero, mientras volvía de darse un paseo por el camino del monte, se topó con un hombre ya mayor, Ray Siegel, el otro vecino que le había recomendado la viuda.

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