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Novela por entregasV. Ray Siegel

V. Ray Siegel

20 de enero


Conocí esta mañana a Ray Siegel. Fue un encuentro bastante inesperado. Bajaba de mi habitual paseo por el monte y me topé con un anciano en un cruce de caminos, casi al borde de la carretera que lleva al pueblo. Me imaginé enseguida quién era y, al dirigirme a él por su nombre, me preguntó cáusticamente si era yo por acaso la Muerte que venía a llevárselo. Luego, tras las presentaciones, me pidió que lo acompañara hasta su casa.

 

Ray Siegel es un ochentón con mucha retranca y buena fachada todavía. Camina erguido y a buen paso. Tiene una melena blanca a lo rey Lear, una cara terrosa y como agrietada y unos ojos muy azules, aunque algo apagados por los estragos de la edad. Viste juvenil; al menos esta mañana llevaba un gorro de lana de colores psicodélicos. Cuando le dije que me alojaba en la casa de Laszlo Martell se sorprendió un tanto y me dijo que no sabía que Pamela hubiera vendido la casa. Le aclaré la situación y se rió. Me dijo que él también, hace más de cincuenta años, se había venido a las montañas con intención de escribir una obra maestra y que todavía andaba en ello. Al llegar a la entrada me instó a que me pasara a tomarme un té con él.

 

Ray Siegel vive solo. Me dice que se le murió la mujer hace ya más de 10 años, pero que ni se le pasa por la cabeza trasladarse a vivir con alguna de sus hijas. Desde luego sabe cuidarse. Hay mucho orden en toda la casa. Una mujer viene entre semana a limpiar y le hace la comida para varios días. Estuvimos en la cocina un buen rato y luego subimos al ático por una escalera angosta. Tiene un señor estudio. En comparación, el despacho en donde yo trabajo es una birria. Las paredes están repletas de libros y de cuadros.

 

Durante muchos años Ray Siegel se ha ganado la vida escribiendo artículos de arte para varias revistas del país. Ha publicado también libros y muchos folletos sobre pintores. Me pasa lo último que ha escrito, un ameno ensayo sobre un pintor chino muy conocido por sus acuarelas, aunque no recuerdo ahora el nombre. Me describe luego su rutina diaria. Pinta paisajes al óleo, escribe en su blog y «rumia» sobre su pasado. El pasado, me dice, es lo único que nos queda cuando se pasa la barrera de los 70, edad en la cual uno debería desaparecer. “Con 80 ya no queda ni siquiera el pasado, sino una fosa común de recuerdos y olvidos”, apostilla.

 

Sale a colación Martell. Ray Siegel se sonríe con cierta tristeza. Se murió demasiado de prisa, me dice. En los últimos años se veían mucho, prácticamente todos los fines de semana. Conversaban de arte, de filosofía, de política. Martell era muy francés, muy europeo, muy cerebral. Su último matrimonio con Pamela le había venido bien. Pamela, me dice Ray, era muy amiga de su hija mayor. Me habría gustado indagar algo más en esto último, pero Ray pasó abruptamente a hablar de sus viajes, de sus años de soldado en Alemania, de la isla de Mallorca, en donde había pasado un maravilloso verano a principios de los cincuenta en una comunidad de pintores.

 

Al cabo sonó el teléfono. Un sobrino le llamaba para venir a recogerlo al mediodía. Aproveché para despedirme. El anciano, ya en la puerta, me dijo que otro día, con más tiempo, me pasara de nuevo a visitarlo.

 

 

De regreso a casa, en la sala de estar, me fijo en los retratos que hay encima del piano. Fotos antiguas en blanco y negro, casi todas de los años treinta y cuarenta. Tras el cristal del marco noto enseguida que muchas están cuarteadas o rotas por los márgenes. Un hombre joven con bigotito, pelo crespo y ancha sonrisa aparece en varias. En una mira a la cámara con cara de pillo. En otra está en compañía de dos hombres de su misma edad, apoyados los tres en el pretil de un puente de piedra. En otra foto, la más grande y mejor conservada, se le ve junto a una muchacha de facciones delicadas. La feliz pareja está sentada en un banco, con un jardín al fondo. No falta tampoco el retrato de familia. Hay un niño en brazos de su madre, sin duda la misma mujer del jardín, aunque algo más gruesa. El marido debe ser aquel joven del pelo crespo y rizado, ya algo mayor, con entradas, con gesto adusto. Está situado detrás de la madre y flanqueado por dos niñas casi adolescentes que por un momento me recuerdan a las dos niñas fantasmales que aparecen en El resplandor de Kubrick.

 

 

De camino a Kingston veo a Luke a la entrada de su casa y me detengo un momento para saludarlo. Le comento mi encuentro con Ray y me extraña su indiferencia, como si le hablara de un desconocido. Habría imaginado que eran buenos amigos. Están los dos nietos con él. Uno de ellos, el más alto y rubito, no para de reírse. Es un niño muy nervioso e inquieto. Antes de despedirme, le pregunto por las fotos del piano. Me mira con ojos algo maliciosos. “Nunca estuvieron ahí hasta muy al final”, me dice. El padre, mientras vivió, tenía solo fotos de su segunda mujer.”

 

 

Esta noche, poco antes de acostarme, he borrado las casi dos mil palabras que escribí durante todo el fin de semana. No habrá así arrepentimientos. Empezaré de nuevas. Casi siempre es más difícil quitar que poner cuando uno escribe.

 

 

Hay luna llena. El cielo está todo estrellado. Silencio. El cuarto está en una penumbra casi azul como en un cuadro de Chagall. Estoy desvelado. No puedo quitarme de la mente la foto de esa mujer sentada en el banco junto al hombre de la mirada adusta. ¿Eran esos los padres de Martell? ¿Y las niñas? ¿Quiénes son las niñas del retrato familiar?

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