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Novela por entregasLa culminación: inicio del problema

La culminación: inicio del problema

 

Como si me hubiera atacado un virus monacal, desperté junto a ella a eso de la una de la tarde, virgen, y envuelto en un halo de despropósito. Sabía perfectamente que en la gestación del amor, el sexo nace con lentitud alarmante; pero aquello comenzaba a generarme tantas dudas que por un momento llegué a aceptar que nos levantaríamos, y Flower, disimulando su enojo, se marcharía a su hotel donde estaría masturbándose hasta al día siguiente después de haber borrado toda huella sobre mi persona de su teléfono móvil y su portátil. Debo recordar que la camiseta que le presté dejaba al aire su vulva y que de manera preocupante mi frialdad había sido constante. Aunque por supuesto, ella, también muy cautelosa, sólo había mostrado un leve acercamiento de su mano derecha sobre mi pecho, mientras dormíamos, aparte de eso de acostarse sin bragas, un asunto muy molesto cuando la otra persona, en este caso yo, se lo piensa más que si tuviera que montarse en un Antonov sin pilotos.

 

Un fabuloso arroz de verduras y pollo, seco, hervido al ritmo del mejor azafrán manchego en hebra y un gratificantemente aromático pimentón de La Vera, con el grano italiano arborio y alioli montado a mano, fue nuestro suculento desayuno-almuerzo, cocinado por mí en preciosos calzoncillos negros, que en dos personas que se habían respetado tanto que acabarían por enamorarse el uno del otro fue degustado de manera antipática, especialmente por ella, a la que luego descubriría un penoso paladar y unas desasosegantes maneras de alimentarse –aquí lo de ser ciudadana americana no dejaba lugar a la duda-. Lo que sí que fue engullido de manera ilustrativa fue una botella de vino blanco patrio –Marqués de Riscal Sauvignon Blanc-; porque si algo me unía de manera radical a Flower eran sus denodados esfuerzos por casi beber lo mismo que yo, un alcohólico de tomo y lomo, al que más adelante le afectaría esa dieta diaria a la botella y el que ella también empinara el codo. Y luego dicen que las parejas deben compartir gustos, costumbres, hábitos.

 

De camino al Knai Bang Chatt, el mejor hotel de Kep, nos mirábamos como tortolitos mientras yo conducía mi moto con ella tan pegada a mí que sentí el dibujo de sus pechos por la presión que ejercían contra mi espalda, que como un mapa en relieve de esas épocas escolares pretéritas, advertencia de las películas en tres dimensiones que más tarde nos convencerían a ponernos gafas que parecieran planeadas por un comando comunista, saltaban a la vista. En la habitación de su hotel hizo como que trabajaba un poco mientras yo calibraba cuándo y dónde sería el inevitable asalto final. Luego salimos al jardín, frente al fastuoso océano, a seguir bebiendo y a comenzar los calentamientos previos al partido: nos agarramos las manos, nos acariciamos en los cuellos y brazos, aunque aún mantuvimos nuestras salivas distantes. Aunque cada vez faltaba menos. Pero cuando caía la noche tras otra majestuosa puesta de sol, aparecieron dos amigas de Flower: las previstas. Una de ellas (Marilyn) será parte importante del grupo tóxico que la rodea y que ayudó a que mis ilusiones amorosas quedaran amputadas, arrancadas de cuajo, por unos espectáculos circenses sin gracia que ella en vez de esquivarlos los tomó como propios. La cena, servida sobre una mesa sacada de un tronco que había vomitado el mar a la orilla en algún día de violenta tempestad, con platos flojos y con más alcohol, me hizo palidecer de placer. Las botellas de vino no cesaban de descorcharse pero en algún momento de la noche decidimos recluirnos en las habitaciones. Y Flower y yo, como dos adolescentes, nos introdujimos en la suya donde no nos dio tiempo ni a ducharnos. Tras un mísero acto con condón, comencé con mi derroche de sinceridad, que sólo podría haber aceptado una persona que se había enamorado completamente de mí. Flower, que luego me confesaría que sólo se había acostado con nueve personas a lo largo y ancho de su vida, y que nunca lo había hecho la primera noche, comenzó a entender con quién se estaba guisando su presente y su futuro. Mi información al detalle nació por sus quejas a hacerlo con preservativo. “Si tengo confianza en una persona prefiero no usarlo porque no me gusta, no me va bien”, me dijo.

 

A mí tampoco me va bien. Lo que ocurre es que te tengo mucho aprecio y no querría que pillaras algo.

 

¿A qué te refieres?

 

Mira, desde que terminé mi antigua relación me he vuelto literalmente loco.

 

¿Has practicado mucho sexo sin condón?

 

Exactamente.

 

Pero bueno, habrás sabido elegir, ¿no?

 

Algunas de ellas eran prostitutas y travestis.

 

¿Sin condón?

 

Sí.

 

Estás loco.

 

Y allí se acabó mi aclaración que curiosamente causó fascinación en una abogada americana, de excelente formación académica, que había leído y comprendido más de cien libros a lo largo de su vida, y que había residido en numerosos países así como había visitado los cinco continentes. Una persona que me comentó que había sido una defensora del sexo con condón durante toda su vida, peleándose en reuniones con amigos y desconocidos, advirtiéndoles de la obligación de la seguridad en el sexo. Yo aseguro que nunca incité a esa persona a hacerlo a pelo. Pero a las escasas horas comenzaríamos una maratón de sexo salvaje en donde al látex ni se le veía ni se le sentía, si acaso al ictus.

 

A la mañana siguiente me llevé a Flower a tomar un café al Veranda, el segundo mejor hotel de Kep que aunque alejado del mar –está enclavado en una montaña a la entrada del Parque Nacional- provee al cliente con su prodigiosa vista de toda la costa más pura que jamás observaron mis ojos así como de un café auténtico, italiano y solo. Sin rastro de aviones ni barcos, sin construcciones de más de dos plantas, con una minúscula carretera y una proliferación casi violenta de puro verdor, tomamos ese café desde la terraza del negocio donde comenzamos otra carrera muy sorprendente para una americana ciertamente conservadora: besarnos en público como si estuviéramos en un cuarto cerrado a cal y canto. Ella me prometió que nunca lo había hecho, siquiera el agarrar de la mano en público a su ex pareja, con la que mantuvo cinco años de relación y hasta compraron una casa. Y debe saberse y reconocerse que los americanos, extraños hasta decir basta aunque camuflados bajo una capa gruesa de modernidad y aparente normalidad, son tan conservadores en sus vidas como a la vez son la primera industria mundial de cine porno. Y allá donde haya dinero se rodean y pasan de largo las tradiciones y normas más elementales: las recibidas en sus casas y en las escuelas, con esa leyenda en cada billete verde de dólar de diversas cuantías: ‘In God we trust’.

 

Pasamos todo el día en el jardín del Knai Bang Chatt, como dos tortolitos, aguantando la diatriba de Marilyn, que aparte de acompañarnos en la incesante ingesta de vino blanco –debieron caer ocho botellas entre cuatro personas- acabó por aturdirme sobre un tema que pasó, en sólo unas horas diurnas, de mi desconocimiento más absoluto a la más sincera de mis molestias. Me refiero al genocidio armenio del que no paraba de hablar por su pasado familiar armenio. Juro que comprendí la masacre, e incluso la apoyé –a ella, no a la matanza-, hasta que pasada la tarde llegué a plantearme el nacionalizarme turco. No soporto a los que se embadurnan en sus dramas para pedir audiencia general. A las escasas semanas, y tras numerosos intentos chistosos de suicidio, acepté que aquella mujer que se acababa de divorciar, sin ser una mala persona, era una actriz egoísta que tenía la suerte de conocer a gente que en vez de mandarla a tomar por saco le ponía tiritas en unas muñecas marcadísimas por cortes de todo tipo, aunque nunca certeros. Yo, que he leído a Yukio Mishima, siempre me preguntaba el porqué de que no se hubiera matado ya. El seppuku, arte humano del verdadero suicidio, que tan bien explica el escritor japonés en su tetralogía ‘El mar de la fertilidad’, nunca se le pasó por la cabeza a una depresiva egoísta a la que alguna vez, durante toda esta travesía con Flower, le llegué a coger afecto.

 

Aquella noche, en un delirio de dos enamorados que aún no se atrevían a reconocérselo a sí mismos, nos metimos en el mar a eso de la una de la madrugada, en pelotas, jugando con una luna sugerente que casi flotaba con nosotros, comenzando la rotura del primer acuerdo: sexo al natural. Los empleados que trabajaban junto al pequeño embarcadero de madera que sale del Sailing Club guardaron, afectados por las imágenes, una gran distancia con nosotros hasta que decidimos dejar de hurgarnos esperando al día siguiente; día en el que nos tuvimos que despedir tras una mañana tremenda de abrazos, besuqueos y miradas penetrantes. Marilyn seguía hablando del genocidio armenio, la cuarta en discordia sólo leía libros, y de pronto, apareció otro más de la banda tóxica, que aún siendo de los más humanos de todos ellos, comenzó su andadura dentro de mi vida de manera rastrera, penosa: resulta que Levi, compañero de trabajo de Flower, y el cual nunca había tenido los cojones de decirle a la cara durante los últimos meses de convivencia laboral que le gustaba, se presentó como un elefante en una cacharrería para ignorarme e intentar romper nuestra privacidad, ya de por sí aturdida por la promotora de la memoria del genocidio armenio. Levi, con camisa de manga larga embotonada, zapatillas de deporte y calcetines, con vaqueros y un sudor que hacía que me diese lástima –más de treinta grados centígrados a la sombra: recalco-, se sentó junto a nosotros y Marilyn mientras no acababa de comprender la actitud de Flower con un español sospechoso, calvo y con moño, al que había conocido sólo unos días atrás en lo más parecido a un puti-club. Que lo peor no es sólo enamorarte y mantener tu secreto, sino no ser capaz de ver que aquellas dos personas que nunca dejaron de acariciarse estaban locos el uno por el otro.

 

Dieron las tres y el coche apareció para llevarse a Flower, Marilyn y la otra mujer camino de vuelta a Phnom Penh. Levi, indignado con ella y conmigo –suele pasar cuando no te atreves a dar el paso viendo como se te marcha el tren-, se fue a Kampot, la ciudad más cercana a Kep, a unos treinta kilómetros de distancia, que por esas nefastas carreteras repletas de agujeros, ganado y otras anécdotas, se recorre en alrededor de una hora. Pero lo importante fue que antes de que Flower me dejara nos prometimos vernos. Aquello no era flor de un día, sino que apestaba a continuidad, o quién sabe si a perpetuidad. Su mirada me estremeció. Luego me confesó que la mía la había traspasado como un rayo. Y debo reconocer que desde que palpé el amor aquello fue otra dimensión.

 

Como un adolescente, nervioso y aturdido, enamorado y afligido, con los poros abiertos y las emociones a flor de piel, cogí mi moto para comenzar un recorrido sin sentido en donde sólo veía el asfalto y a Flower, de la que unos días antes sólo recordaba su nariz y su presunta obesidad, que resultó ser una perfección para mi gusto donde sobresalían unos ojos fastuosos, verdes, líquidos; unos pechos como baluartes, gigantescos, sabrosos; unas piernas colosales, potentes y forjadas; y unos olores y sabores que desprendía cada centímetro de su piel, auténtica droga que casi acaba con mi ya de por sí escasa estabilidad mental. Le mandé un mensaje de texto el cual me contestó a las dos horas: “No he parado de hablar de ti durante todo el viaje; mis amigas me preguntan que qué me ha pasado”, me respondió.

 

A eso de las nueve de la noche llegué a casa y comencé a oler la parte de la cama donde Flower había dormido. Me puse la camiseta que le había dejado y me quedé pensando en un plan que tipos como yo los ejecutan sin mediar palabra. Tipos como yo que han pedido créditos al banco sin calcular sus devoluciones, que se han mudado de país y continente sin pensárselo, y que han dejado trabajos sin prever el siguiente. Quedaban horas para darle la noticia, que llegó al día siguiente a eso de las tres de la tarde. Yo estaba junto a la estación de autobuses de Kep con cinco dólares en una mano y el móvil en la otra. Acaba de enviar un mensaje: “Quiero verte ya”. Su respuesta, esta vez, no tardó más de cinco minutos: “Ven cuando quieras. Mi casa es tu casa”. Y de nuevo, como muchas de las decisiones que tomé en esta vida carnavalesca, compré el billete y me volví a casa a contar las horas. Mi autobús, el primero del día, saldría a las ocho de la mañana y Sancho, mi amigo y socio en el proyecto de un hotel que acababa de caerse, transitaba por China en busca de respuestas a sus preguntas, más financiación y ánimos. Aquella noche soñé con Flower en las escasas cuatro horas que dormí. A eso de las seis ya andaba despierto, con la camiseta que le dejé que aún apestaba a su maravilloso perfume corporal. Y si no me masturbé fue porque no quería gastar fuerzas. Luego, crecido y flotando, entré a un autobús cochambroso con la ayuda de un conductor que casi me empujaba: no cabía en mí. Y por primera vez en todos mis trayectos Kep-Phnom Penh o en cualquiera de los otros en los que recorría el país a lomos de autocares destartalados, no me molestó el karaoke camboyano con el que desprecian a los pasajeros que no somos jemeres. Y mientras la carretera se iba acabando -imposible haber dado una pequeña cabezada- me la imaginé de tantas formas y maneras que deduje que tres camisetas y tres calzoncillos no iban a ser prendas suficientes para pasar toda una vida juntos. Porque cuando dejé atrás mi casa, Kep y ese proyecto hotelero fallido sabía que lo iba a hacer para siempre.

 

 

Joaquín Campos, 08/09/13, Phnom Penh.

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