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Novela por entregasIX. Passé composé

IX. Passé composé

Arda Solís se pasó la segunda semana de febrero en la biblioteca del pueblo. Llegaba a las nueve, nada más abrir, y se quedaba allí, delante de la pantalla del ordenador, hasta el cierre, pasadas las cinco de la tarde. En todos esos días navegó afanosamente por la Web y fue amasando una ingente información sobre el exterminio judío. Encargó también otros dos libros, que llegaron casi en seguida: uno escrito por un superviviente en Auschwitz y otro titulado El Holocausto en Hungría. Vio documentales, entrevistas y un resumen del proceso de Adolf Eichmann. Además, se bajó en PDF el ensayo de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. Ya lo había leído antes, pero ahí se reafirmó en los peligros que acarrean los clichés y las ideas mostrencas. Igual que otros muchos nazis, Eichmann no pensaba sino mediante lugares comunes y eslóganes: Blut und Boden. Ein Volk, ein Reich, ein Fuhrer. Übermensch. Untermench. Herrenvolk. Die Juden sind unser Unglück. Volk ohne Raum. Drang nach Osten. Meine Ehre heißt Treue. Arbeit macht frei. Totenkopf. Heil Hitler. Claro que el Holocausto (según iba comprobando Solís en sus atropelladas lecturas) no era propiedad exclusiva de los alemanes: los polacos, los ucranianos y los húngaros habían colaborado con extraordinario celo en la matanza de sus compatriotas judíos. Tampoco podía decirse que los franceses hubieran sido mucho mejores. ¿Por qué entonces ese amor de Martell por Francia? Su cartesianismo, su devoción a los enciclopedistas y su afrancesamiento, en fin, debieron ser subterfugios que le servían (pensaba Solís) para dar algún sentido a la enormidad vivida de niño. Pero, ¿de qué manera había vivido y sobrevivido Martell todo aquello? Hasta ahora Solís no había encontrado ni un solo testimonio suyo personal. ¿Escapó en el tren de Kastzner como le había insinuado su amigo? En la lista de los casi 1,700 supervivientes que había hallado en la red no aparecía ningún “Martell”: el único apellido que se asemejaba era “Mandel” (Jakob, Desider y Emmerich Mandel), pero ninguno de los tres parecía tener la menor relación con Laszlo ni con el padre. Además, ¿no sería lógico que estuvieran también la madre y las hermanas con ellos? Su escapatoria debía de haber sido distinta y, sin duda, mucho más traumática. Una de las tardes, de regreso a casa, tras la cena, encendió el estéreo, puso música barroca y volvió a releer detenidamente todo el ramillete de cartas entre Pat y Laszlo. Le chocaba a Solís que una mujer mucho más joven que él, con menos mundo y cultura, se expresara con tanto desparpajo. Si se exceptuaban las primeras cartas, las demás, del 74 en adelante, llamaban la atención por lo irrespetuosas que eran con “el profesor”, que era así como lo nombraba casi siempre, cuando no lo llamaba “el Gran Maestro del Engaño” (the Grandmaster of Deceit). A lo largo de la correspondencia, aquí y allá, Pat le echaba en cara en tono burlón sus silencios, su frialdad y su aparente hipocresía. ¿Se sentía engañada? ¿Esperaba algo más de él? ¿Un mayor compromiso acaso? Nada de ello se apreciaba en las cartas, sino, más bien, lo contrario. Pat escribía como en las páginas de un diario y hablaba casi exclusivamente de las chifladuras de su madre, de una hermana que bebía demasiado y de su relación con un tal Richard, que parecía ser su novio o su chico de entonces. Solamente de manera muy ocasional encontraba Arda Solís en la correspondencia alguna referencia de interés al asunto que le incumbía. En una de las cartas, fechada el 3 de noviembre de 1974, se leía lo siguiente:

 

… ayer fuimos a ver Portero de noche, tal como me pediste. A mí me resultó rarísima y de lo más desagradable. No sé qué pudiste ver tú en esa película, la verdad, aunque espero que no sea lo mismo que Richard, quien me dijo, nada más salir del cine, que soy el vivo retrato de Charlotte Rampling. My goodness! Te diré solo que si Richard sigue en ese plan, jamás se acostará conmigo. No soporto vulgaridades. ¿Llueve mucho en París? ¿Diste con ese manuscrito de Diderot?

 

Solís se acordaba vagamente de aquella película. ¿No trataba de la relación sadomasoquista entre un antiguo oficial de la SS y una mujer judía que había sido su prisionera en un campo de concentración años atrás? Nunca hasta entonces había echado más en falta el Internet en la casa. No sabía siquiera si la había visto al completo en la televisión o ya empezada. La siguiente carta, de mediados de diciembre, traía un párrafo que podría tener alguna relación con la película en cuestión. Decía así:

 

Richard Cœur-de-mouton, como tú lo llamas, quizá no es tan vulgar como parece. ¿Sabes que su padre estuvo de soldado en Alemania durante los últimos meses de la guerra y se pasó luego un año de guardián en un campo de desnazificación? Tuvo hasta amoríos con la hija de uno de los presos. No sé si me cuenta todo esto para hacerse el interesante. Richard es mentirosillo, pero lo mismo que tú, mi Gran Maestro del Engaño. No estaré en Phoenicia estas Navidades. Mi madre está pensando en pasarse las vacaciones en Tampa con mis tíos.

 

El resto de la carta era de lo más banal, como banales y anodinas resultaban las siguientes que iba leyendo, aunque de vez en cuando, entre líneas, apareciera alguna recriminación, alguna burla, un irónico rescoldo de pasión ante lo que pudo ser y nunca fue entre ellos dos. Solís terminó por quedarse dormido en la mecedora, con una de las cartas entre las manos, hasta que lo despertó el ulular de su teléfono móvil. Era su hija, la voz de su hija. Llamaba desde Dublín y le anunciaba que se venía a Nueva York.

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