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Prefacio

 

¿Acaso no se reconstruye una historia para formular una profecía?

José Lasaga

 

 

En Abril de 1999, a punto de acabar mi tesis doctoral, visité Venecia becado por la Fundación Ortega y Gasset. El propósito del viaje era reunir toda la información disponible acerca de la estancia del filósofo madrileño en la ciudad lagunar. Su última aparición pública tuvo lugar allí en mayo de 1955, cinco meses antes de fallecer. Ortega dictó en la Fundación Cini una conferencia sobre el espíritu medieval en un ciclo dedicado al tema. La impecable organización del archivo permitió que terminara la tarea en menos tiempo del previsto, tres días escasos, parte de los cuales dediqué a conocer el convento benedictino en donde tiene su sede la institución y el templo aledaño de San Giorgio, obra de Palladio. Difícilmente se encontrará en el mundo lugar más idóneo para el estudio y, desde luego, dudo que lo haya más hermoso.

 

 

Afligida por la escasez de materiales que podía proporcionarme, la archivera de la Fundación tuvo la cortesía de buscar y revisar las actas de aquellas jornadas. Esperaba dar por este camino con alguno de los asistentes, aunque había pasado demasiado tiempo y lo más seguro era que la mayoría hubieran muerto o fuera sumamente difícil localizarlos. Por suerte, en el elenco figuraba el nombre de Alvise Contarini, personaje del que nunca había escuchado hablar, pero que, según me dijo, era muy conocido en los círculos intelectuales venecianos. Al momento consiguió su dirección y su teléfono, felicitándome porque, pese a su edad, tenía fama de poseer una memoria fabulosa. 

 

Aunque estaba decidido a telefonearlo lo antes posible, mi primer encuentro con él, totalmente casual, se produjo a la mañana siguiente, sin que en ningún momento supiera de quién se trataba. Después de un largo paseo que me condujo hasta el Ghetto, entré en una librería de lance situada junto a la sinagoga de los españoles. Un colega me había pedido que le buscara la Historia de la vida privada en Venecia de Molmenti, obra descatalogada hacía muchos años, pero indispensable para los estudiosos de la ciudad. Inesperadamente, di con un manoseado ejemplar de 1872, tan estropeado que parecía a punto de desintegrarse. El precio era irrisorio y lo adquirí. Luego, con ganas de echarle un vistazo, me metí en una cafetería próxima. Contarini era el único cliente del local. Ocupaba una mesa con vistas a la calle y hojeaba un cuaderno. Apenas le dirigí una mirada mientras buscaba un sitio libre al fondo del establecimiento. Poco después otro anciano se acomodó a su lado e iniciaron una animada charla. Uno de ellos debía de tener problemas de oído porque hablaban muy alto. No me molestaron. La máquina de moler café producía un estrépito horrible y apenas me alcanzaban sus voces. Enfrascado en la lectura, tampoco les presté atención hasta que, en un silencio, Contarini pronunció una frase que me impresionó. “Ese sujeto es un malvado: pretende que se haga siempre una excepción con él”.    

 

Del amigo no guardo una imagen clara porque estuvo todo el tiempo de espaldas a mí, pero de Contarini, que se giró hacia el interior del local, conservo un recuerdo preciso. Alto y delgado, vestía un traje gris marengo bastante trasnochado, a juego con su cabellera cana, sus ojos claros y su tez blanquísima. El vigor de sus gestos me confundió respecto de su edad y sólo cuando se puso en pie intuí lo corto que me había quedado en mis cálculos. Ni sus facciones, ni su piel surcada de diminutas arrugas habían eliminado del todo al joven larguirucho y apuesto que sin duda tuvo que ser. Mientras lo espiaba levantando de vez en cuando los ojos del libro se me vino a la cabeza el relato de Wells en el que un científico jubilado embauca a un joven estudiante e intercambia su cuerpo con él después de darle un bebedizo de su invención. Contarini parecía en una fase intermedia y no suficientemente decantada de la metamorfosis, viejo y joven a la vez.

 

Cuando lo telefoneé por la tarde no asocié su voz con la del sujeto de la cafetería. Fue, además, una conversación muy breve. Así como le expuse quién era y los motivos por los que deseaba contactar con él, manifestó su deseo de ayudarme en lo que estuviera en su mano. Entendía mis prisas y me invitó a acompañarle al anochecer a tomar un vino en una taberna situada cerca del teatro Goldoni. “¿Lo conoce usted? Está al lado del puente de Rialto. La fachada es de principios de siglo. Aquí decimos que tiene un estilo ferroviario”. Me sorprendió su buena disposición y, naturalmente, accedí. Cuando le pregunté cómo lo reconocería, soltó una carcajada: “No se preocupe, soy uno de los hombres más viejos del mundo”.

 

Llegué a la taberna con media hora de adelanto. Tanto me daba esperar allí que en cualquier otro lugar. El establecimiento me gustó, aunque era imposible leer, como quería. Salvo varios focos encastrados en el suelo y detrás de los botelleros que cubrían las paredes, las únicas luces procedían de las velas estratégicamente colocadas a lo largo del local. Este disponía de dos espacios, uno al nivel de la calle y otro elevado. En cada uno había una barra y un par de mesas apretadas contra un banco de mampostería lleno de cojines. Tuve que ir al segundo porque el primero lo ocupaba un grupo de tres hombres y dos mujeres. Ellas, confortablemente sentadas, bebían de unas copas aflautadas que despedían pequeños haces de luz debido al reflejo de las velas. En cuanto a los varones, el mayor, un sesentón vestido impecablemente, me dio la impresión por su acento de ser veneciano, aunque se dirigía a sus acompañantes, argentinos por lo que deduje, en un perfecto español. Los otros dos pertenecían a otra generación y por las atenciones que prestaban a las damas supuse que serían sus parejas. Discutían de arquitectura, pero la charla se desinflaba con facilidad. Saltaba a la vista que tenían poco que decirse y que el de más edad, experto en la materia, se sentía contrariado por algún motivo. Su aspecto atildado, la desgana de sus respuestas, las indiscretas miradas que lanzaba a una de las señoras y la insistencia con que consultaba el ostentoso reloj que guardaba en el chaleco, me recordaron al protagonista de una película reciente ambientada en Venecia que embauca a una pareja de turistas con fines escabrosos. Cuando se marchó –Contarini acababa de llegar- uno de los contertulios, confiando en que nadie en el local entendía su lengua, tuvo exactamente la misma idea que yo y bromeó un rato a costa de su amigo diciéndole que le había librado de terminar en un canal mientras su esposa, narcotizada con algún licor estupefaciente, se veía obligada a tributar no se sabe qué salaces homenajes al perverso veneciano. 

 

Contarini llevaba un sombrero de fieltro en la mano cuando entró en la taberna. De los bolsillos del abrigo colgaban dos guantes arrugados a punto de caerse. Profirió en alto el habitual “salve” veneciano y se detuvo lo imprescindible ante el seductor contrariado de la primera barra saludándolo con un irónico cabezazo. El camarero hizo una discreta señal y lo dirigió hacia mí. Yo vacilé un poco antes de levantarme del taburete y cuando vine a caer en la cuenta sujetaba una mano fría como la del Comendador del Tenorio. A la luz de las velas me pareció menos pálido que por la mañana, pero también más viejo. Su piel daba la impresión de ser frágil como un rollo de papiro. Por supuesto que lo reconocí, lo que no me esperaba en absoluto es que también él me reconociera, y menos aún que me hubiera observado con el cuidado con que lo había hecho. “Alessandro D´Ancona, maestro de Pompeo Molmenti, aconsejaba empezar por el valpolicella. ¿Le apetece una copa? ”

 

Sin darme el más mínimo respiro para reponerme de la sorpresa que me produjo su entrada a lo Holmes (luego comprendí que le había bastado con leer la solapa del libro que había dejado junto a mi gabardina) y sin manifestar tampoco la menor intención de abordar directamente el asunto que nos había reunido, eligió el vino y, tras hacerle un rápido elogio sin consecuencias, pues no volvió a tocarlo más, comenzó a explicarme las razones por las que suponía que a los forasteros les agradaba tanto su ciudad.

 

“No es únicamente la fascinación de la belleza. Venecia cautiva porque ha quedado apartada de la acción de la Historia. A los hombres les alivia sentirse por un rato fuera de la lucha de la vida. Usted es filósofo y me comprenderá si le digo que a veces nada resulta más reconfortante que poner la vida entre paréntesis. Esta es una de las escasas ciudades en las que cualquiera puede hallar un lugar donde sentirse a gusto con sus propios pensamientos. Un turista es un hombre en calzoncillos y Venecia, por mucho que protestemos los nativos, es el topos uranós del turismo.”

 

La intuición que tuve por la mañana de que Contarini oía mal con el oído izquierdo quedó confirmada en aquellos primeros escarceos. No se llevaba la mano a la oreja, como hacen los sordos, pero movía continuamente el cuerpo como si su problema fuera dar con la postura más adecuada. Sólo cuando estuvo seguro de que podría seguir sin dificultad mis palabras se interesó por mis investigaciones. Le pedí permiso para grabar nuestra charla y me lo concedió, aunque después, al repasar la grabación, me sentí defraudado. Pese a lo que me dijeron acerca de su portentosa memoria, no recordaba las fechas de la conferencia de Ortega. Tampoco estaba informado de que hubiera sido su última intervención pública. El tema del discurso lo había olvidado y las impresiones que conservaba resultaban demasiado subjetivas como para sacarles partido en un trabajo académico. Me contó que el filósofo español vestía un traje negro con pajarita y que debido al efecto de la luz, el color oscuro del púlpito y el alto zócalo de madera que rodeaba la sala, parecía, desde la posición donde él estaba, una cabeza sin cuerpo, una cabeza parlante y melancólica que de vez en cuando dejaba escapar la sonrisa más franca que jamás hubiera visto. Recordaba también que al salir a la calle, acompañado por el profesor Carnelutti, uno de los organizadores del acto, cubrió su calvicie con un sombrero que le daba cierto aire taurino y que, al montarse en la lancha, se despidió de la concurrencia agitando el brazo igual que un picador de Goya tras una faena memorable. Pero la faena no fue memorable. En realidad, le decepcionó. Ortega parecía consumido por la edad y su discurso no brilló con la frescura que tanto celebraban sus seguidores. 

 

“Tenía razón Casanova cuando escribió que el hombre viejo tiene en su contra toda la naturaleza. Aunque envejecemos gradualmente, un día, de golpe, se hacen visibles las señales de la decadencia. El proceso es siempre más claro en los otros. Pocas experiencias resultan más deprimentes que el declive de los padres. Esto incluye a los maestros. Cuando Ortega vino a Venecia yo apenas conocía su pensamiento. Sabía que era un gran filósofo, poco más. Desde que comenzó a hablar me dio la sensación de ser un astro que había brillado mucho y estaba apagándose sin remedio. Hoy que soy viejo comprendo que su expresión trasluciera cierto rencor hacia el mundo. El mundo no le ofrecía una salida fácil. Para morir de buen grado uno necesita descubrir algún resquicio en la realidad, una grieta trascendente que le permita separarse sin resistencia de cuanto ha amado, y Ortega parecía no haberla encontrado”. 

 

La conversación tardó poco en desbordar el cauce previsto. Contarini estaba menos interesado por sus recuerdos que por la filosofía de la historia de Ortega y me hizo algunas preguntas. Éstas comenzaron siendo muy generales, pero se fueron estrechando cada vez más. Los detalles le interesaban tanto como los principios y las fórmulas de que me servía para responderle no le dejaban satisfecho. Su experiencia teórica era más vasta que la mía y mucho más profunda. Pronto se dio cuenta de mis apuros y, con un hábil giro hacia otros temas, dejó de plantear cuestiones para las que era obvio que yo no estaba suficientemente preparado. Pese a ello, me sentí cohibido. Su forma de atender resultaba, por expresarlo así, apremiante. No era hombre que escuchara a medias. Parecía mimetizar el pensamiento de su interlocutor a fin de seguir mejor sus ideas. Luego iba siempre más lejos que uno. Al despedirse,  hora y cuarto después, no me atreví a pedirle otra cita, ni él lo sugirió. El hecho de que ordenara al camarero llenar mi copa en el momento de pagar bastó para hacerme comprender que no era oportuno ofrecerme a acompañarle hasta su domicilio.

 

De no haber sido nuevamente por la casualidad quizá nunca más hubiera vuelto a encontrarme con él, pero en Venecia hay varios puntos de tránsito obligado donde es fácil coincidir con los conocidos. Yo había dado por concluidas mis pesquisas orteguianas y me dedicaba a recorrer la ciudad de la mañana a la noche sin otro propósito que complacerme con sus maravillas. No era una exploración sistemática. El asombro ante la perfección de cuanto iba descubriendo y la impaciencia por conocer lo que me faltaba hizo que fuera de un lado a otro sin detenerme en ninguno. Esta manera aturrullada de recorrer la ciudad me pareció más respetuosa con su belleza inabarcable que cualquier profundización metódica. Además, no podía hacer otra cosa. Si me sentaba en una terraza para contemplar una iglesia o un palacio, tan pronto como acababa el helado, el café o la copa algo más fuerte que yo me empujaba a reanudar el camino. Todo me atraía, desde los grandes monumentos hasta las modestas callejuelas donde no faltaba nunca algo que despertara mi atención: una reja, una aldaba, un pozo primorosamente esculpido. Dos días después del encuentro con Alvise Contarini tuve la ocurrencia de asistir a un concierto en la iglesia de San Vidal. El templo, desacralizado hacía tiempo, conserva intacta su fisonomía y su decoración, y aunque no soy aficionado a la música, pasé un rato agradable mirando las estatuas del altar y tratando de imaginar cómo sería el rostro de la joven que tenía delante. Sé que este no es el lugar más indicado para este tipo de confesiones, pero su melena color caoba y su espalda de bailarina me sumieron en una dulce voluptuosidad. Concluido el programa, los aplausos entusiastas del público dieron pie a los bises, el último de los cuales corrió a cargo del violonchelista, un joven de mirada romántica que atacó un solo vertiginoso que hizo caer a los asistentes en un éxtasis más propio de un escenario de Broadway que de un templo secularizado de la vieja Europa. Dudo que pueda rematarse de mejor manera un concierto. Contagiada por el patetismo de la obra y la destreza del intérprete, la muchacha comenzó a cimbrearse como un junco. No era un movimiento enérgico, pero sí constante, y esto hizo que la camiseta se le levantara dejando a la vista un palmo de cintura increíblemente bronceada. Cuando el músico, apretando con violencia el instrumento, atacó las últimas notas de la partitura en un alarde de pericia que conmocionó al auditorio, especialmente a las mujeres, la piel se le erizó. Siempre me he sentido inerme frente a la belleza y tuve el deseo de acariciarla. Por supuesto, fue incapaz de hacerlo. Tampoco al ponerse en pie logré verla de frente. Pensé en adelantarme y esperar fuera a que saliese, pero hice lo contrario: acercarme al altar, observar la imagen ecuestre del San Vidal de Carpaccio y, desde allí, espiar sus movimientos. Si giraba hacia la izquierda, en dirección a Santo Stefano, debía apresurarme porque eran muchos los itinerarios que podía tomar; si iba a la derecha, camino de la Academia, sería fácil dar con ella. Este fue el trayecto que escogió y el que me dispuse a seguir en cuanto desapareció de mi vista. ¡Quién iba a suponer que tropezaría en las escalinatas de la iglesia con una de las dos personas que conocía en Venecia! 

 

Seguir a una desconocida podía ser un buen plan para quien no tenía ninguno, pero Contarini, que se sorprendió al verme, me reservaba una sorpresa mayor. “¿Tiene algo que hacer? Venga conmigo. Le voy a llevar a un lugar vedado a los turistas. Apresúrese porque llegamos tarde”. Y sin ofrecerme opción a resistirme, sujetó mi brazo y me empujó hacia una calle situada justo detrás de la iglesia. Minutos después estaba perdido.

 

“Venecia no es un cadáver. Los cadáveres se pudren y descomponen. Es más bien un espectro, un alma en pena. Su existencia es indisputable, aunque lleva doscientos años viviendo póstumamente. Por mucho que parezca que aquí se ha interrumpido el proceso natural que conduce del esplendor a la podredumbre, todo acabó con la República. Sólo han sobrevivido los criados y el fantasma”.

 

Contarini serpenteaba por las callejuelas del laberinto veneciano eligiendo siempre aquella bifurcación que el forastero desecha convencido de que le conducirá a un canal o a un callejón sin salida. Mientras hablaba hizo varias veces un gesto con la mano no sé si para llamar mi atención sobre las caras de piedra que remataban los arcos de las travesías o para evitar que nos cerraran el paso. Cabezas erráticas, las llaman allí. Frente a una de ellas, una cara horrenda con una boca carnosa de la que salía una lengua descomunal, comentó que acababa de leer La deshumanización del arte de Ortega y que deseaba compartir conmigo sus impresiones. Lo que más le agradaba del libro, me dijo sin entrar en detalles, era la pasión del autor, su alegría. Lamentaba haber conocido a Ortega en un mal momento, cuando la enfermedad se había apoderado de él. Yo recordé un texto en el que Heidegger evoca un encuentro con el filósofo español en 1951. Este parecía deprimido y triste, y por lo visto lo estaba de veras, pues reveló a su colega alemán que se sentía desesperado por la impotencia del pensar frente a los poderes del mundo contemporáneo. La cita le interesó y no volvió a decir nada hasta que tropezamos con una cavidad horadada en la pared de una pequeña iglesia con una portezuela de metal oxidado a cuyo lado podía leerse: “pan de los pobres”. Alvise me explicó que la gente dejaba antiguamente allí sus limosnas para socorrer a los necesitados. Cerca estaba la casa donde nació Casanova y el palacio Malipiero.

 

“Aquí vivía el senador que lo prohijó cuando tenía quince años. Fue él quien le enseñó a comportarse como un caballero. Por desgracia para ambos, Malipiero se enamoró de una muchacha del barrio, hija del director del teatro de San Samuel, pero fue Casanova quien disfrutó de sus encantos … Los sorprendió en la alcoba que tenemos justo encima”.

 

Después, jadeando un poco, habló de la calamidad de enamorarse de una joven en la vejez y citó un texto de San Agustín donde este asegura haber conocido a un ochentón que, tras pasar la noche en vela asediado por deseos impuros, decidió ir por la mañana al mercado y comprarse una esclava. Parecido era el caso de un abuelo centenario de Igor Stravinsky que, por lo visto, se partió el cuello tratando de saltar una tapia para encontrarse con su amada. Yo mencioné El ángel azul, el film de Marlene Dietrich, pero la conversación no dio más de sí porque llegamos en ese momento a nuestro destino. 

 

Nunca he vuelto a aquel lugar ni creo que pudiera hacerlo deliberadamente, pues en Venecia, de noche, es difícil recordar un itinerario. Contarini se detuvo de pronto ante uno de esos edificios imponentes y descascarillados que allí abundan, e hizo sonar la aldaba del portón. Este se abrió un poco y unos ojillos escrutadores nos contemplaron por la rendija. Mi acompañante hizo un gesto con la mano, como una señal masónica, y entramos. La luz de un farol caía sobre el suelo haciendo centellear las incrustaciones de mármol del escudo nobiliario que ocupaba la mitad del pavimento del vestíbulo. A la izquierda, una majestuosa escalera conducía al piso superior. Ascendimos por ella observados por un San Sebastián barroco acribillado a flechazos. Arriba aguardaba un anciano uniformado que portaba en un carrito máscaras y capas de carnaval. Contarini me invitó con un ademán a escoger la que gustara. El criado me ayudó a vestirme. Después, atravesamos varias salas repletas de retratos de caballeros togados y accedimos a una estancia más espaciosa donde estaba celebrándose la conferencia. El público, medio centenar de hombres y mujeres ataviados como para una fiesta de carnaval, seguía con seriedad el discurso de una dama de mediana edad vestida con un magnífico traje de seda de la época galante. No era ella la única que iba así, pero sí la única que llevaba el rostro descubierto, un privilegio reservado por lo visto al orador.

 

Aunque pudiera parecer otra cosa, y a mí hubo un momento en que me lo pareció, la ceremonia era simplemente la reunión anual de Gli incogniti, sociedad literaria fundada a imitación de otra antigua con el objetivo de preservar la literatura veneciana y la memoria de Giorgio Baffo, poeta erótico, autor de versos priápicos, nacido a finales del XVII. Tras doscientos años de reprobaciones, en los que fue considerado un maniaco sexual, Baffo, magistrado de la corte suprema de la República y hombre de costumbres irreprochables, estaba siendo rehabilitado con todos los honores. En cuanto al dudoso rito de disfrazarse y enmascararse, necesario para guardar el incógnito al que alude el nombre de la asociación, parecía responder a motivos ceremoniales, semejantes a los que impulsan al judío a cubrir su cabeza cuando entra en la sinagoga o al musulmán a descalzarse al llegar a la mezquita. Todos guardaban la compostura y el acto transcurría con total normalidad. Sin embargo, no podía dejar de pensar si no estaría asistiendo a una pantomima del estilo de las que se escenificaban antiguamente en los burdeles para enardecer a los clientes. El interés por la poesía no es incompatible con otras aficiones. Verdad que la mayor parte de los presentes parecían excluidos por la edad del juego de la carne y que lo único que podía quedarles era el resquemor de quien se ha levantado del banquete sin haber saciado su hambre, pero no todos eran tan viejos como Contarini, en absoluto, así que en ningún momento me sentí tranquilo. Luego verán que no me equivoqué, o para ser más exactos, que lo hice sólo a medias. 

 

La disertación era un comentario al adagio latino sublata lucerna nullum discrimen inter féminas, “con la luz apagada todas las mujeres son iguales”. Cuando tomé asiento, la oradora estaba terminando de explicar unos versos de Propercio, defensor en sus Elegías de la tesis de que a Venus no le gusta que amemos a ciegas (“oculi sunt in amore duces”), y comenzaba a hablar de Casanova, para quien el proverbio es verdadero por lo que se refiere al goce físico y falso por lo que se refiere al amor. Ella estaba de acuerdo con él, aunque a mí no me extrañó que una mujer tan poco agraciada pensara de semejante manera. No le faltaban, sin embargo, gracia y picardía, y supo adobar su postura con comentarios agudos y el relato de una aventura de Casanova que resumiré a fin de que el lector se haga una idea del estilo de la asociación.

 

Giacomo se encuentra en una posada meditando sobre la conveniencia de ingresar o no en un convento. De pronto llega un carruaje del que descienden varias damas, una bellísima. Como desea conocerla y oye que comerán en un reservado, decide hacerse pasar por criado y servirlas. Ella, extrañada con sus modales y su apostura, le sonríe. El grupo abandona luego la posada y Casanova su propósito de hacerse monje. Días más tarde, la casualidad quiere que vuelvan a tropezar en Soleure. El marido es un hombre celoso y para acercarse a ella tiene que ganarse su confianza. Cuando lo consigue, Giacomo invita a la pareja a pasar unos días en una casa de campo que ha alquilado. Por desgracia, se ve obligado a invitar a una amiga del matrimonio, una viuda fea que ha puesto los ojos en él. Su celosa vigilancia impide cualquier contacto. La única oportunidad es aprovechar una noche sin luna. Giacomo y la dama preparan la cita con cuidado y determinan verse en un aposento contiguo al de ella después de que el marido, hombre de costumbres fijas, la deje tras cumplir con sus deberes maritales. El seductor acude a la hora prevista. A punto de llegar al lugar acordado, una mano femenina le tapa la boca y unos brazos le estrechan con pasión. Acto seguido se ve envuelto en un tórrido combate amoroso. Tras dos horas de hostilidades en que los contendientes mueren varias veces sin que ninguno se declarase rendido –esto dijo la oradora recordando lo que se comentaba de la Guardia Imperial en Waterloo y de algunas condesas napoleónicas-, abandonan exhaustos el campo de batalla. A la mañana siguiente, la bella recrimina a Giacomo por no haber acudido a la cita. Él oye perplejo sus reproches sin saber qué pensar. Poco más tarde recibe una carta de la viuda agradeciéndole la noche que le ha proporcionado y aconsejándole no tomarse ninguna venganza: la reputación de la bella está en juego y también su propia salud, pues tiene la sífilis y probablemente él ya la ha contraído. Pero la suerte está del lado de Giacomo. Su lacayo, aquejado de la enfermedad, ha recibido la visita del médico horas antes a causa de una tremenda inflamación. Con la habilidad para el enredo que le caracterizaba, Casanova escribe a la viuda una primera carta explicándole que está en un error si cree que entre él y la bella hay algo más que amistad y que si mantuvo relaciones con alguien puede asegurarle que no fue con él. Luego, le escribe otra diciéndole que su criado ha contraído la sífilis y que ha confesado haber sido él quien estuvo en la alcoba de la que ella hablaba. Al parecer, había visto una sombra sospechosa y cuando trató de saber de quién se trataba, una mano le tapó la boca y luego le hizo gustar las delicias del amor. Hallándose tan bien servido, optó por no decir nada y actuar como un hombre. La viuda se tragó completamente la mentira y, para evitar males mayores, cargó con la factura del médico.

 

El enredo concluye de esta manera, pero, según la oradora, Giacomo permaneció varios días abatido preguntándose cómo es posible que en la oscuridad pudiera confundir a dos mujeres tan diferentes, una hermosísima, otra repulsiva. Su conclusión es que el amor no lo desencadena la naturaleza, sino el artificio, pero que el placer depende de aquella. Esta misma tesis, dijo, la había defendido ya un siglo antes Franceso Cavalli en su ópera Giasone. Jasón y Medea, los protagonistas, se aman sin haberse visto el uno al otro. Luego, a la luz del día, la atracción desaparece. El fracaso se anuncia con una broma. Besso, capitán de la guardia, se burla de Jasón cuando lo encuentra durmiendo con Medea. “He aquí a Jasón, lleva el carnero a la espalda (el vellocino) y la vaca en brazos”. Todos reímos con la anécdota mientras ella siguió especulando acerca del carácter cultural de la belleza y otros asuntos ligados al sexo y el amor. Tras pararse unos minutos en una escena de Medida por medida de Shakespeare (la oradora recordó el episodio en que Mariana engaña en el lecho a Ángelo haciéndole creer que es Isabela), pasó a hablar de la costumbre dieciochesca de aprovechar las aglomeraciones junto a los patíbulos para copular a ciegas. El espectáculo de la muerte y los estertores del condenado estimulaban por lo visto no sólo a los espíritus pervertidos. La conferenciante citó una extensa bibliografía documentando la costumbre. Entre los testigos, el propio Casanova, quien vio durante una ejecución en Damiens, el 5 de Enero de 1757, cómo un tipo levantaba la falda de la dama que tenía delante y la poseía sin que ella pusiera resistencia. Los jadeos y sollozos de la desconocida se confundieron, según el veneciano, con los gritos entusiastas del público que aplaudía la actuación del verdugo. El relato de Casanova, añadió la oradora, no debía tenerse por la fantasía de un narrador procaz pues ese mismo día y en ese mismo lugar George Selwyn satisfizo, según reveló a Horace Walpole, todos sus deseos. Todavía me asombra que de aquellas perversiones, o refinamientos, vaya usted a saber, pasáramos no sé cómo a Heidegger, quien fue citado con el pretexto de recordarnos que uno de los mayores errores del presente es suponer que se obtiene una profunda comprensión del ser humano hurgando en sus bajos fondos. Por último, y para rematar la conferencia, leyó una frase de Casanova (“la inconstancia amorosa se debe a la diversidad de los rostros”), que le agradecí de corazón porque me hizo pensar de nuevo en la muchacha de la melena de color caoba.

 

Tras los aplausos, se abrió un turno de preguntas y, al concluir éste, nos condujeron a un impresionante salón de baile en cuyo techo combatían dioses y gigantes a la luz de tres enormes lámparas de cristal de Murano. “El cristal de Murano me dijo Contarini cuando le pregunté por su origen debe su fama al rumor de que estalla en contacto con el veneno o con alimentos en mal estado”. Nosotros, desde luego, no teníamos nada que temer del prosecco que distribuyó un camarero espléndidamente uniformado a la vez que anunciaba que las puertas de la casa se cerrarían una hora más tarde. En el momento de brindar, una máscara masculina sujetó a Contarini del brazo y lo alejó de mí hablándole en voz baja. No tuve tiempo de echarlo de menos porque al instante se me acercó una dama de unos treinta y cinco años ataviada con un magnífico vestido de seda que parecía extraído de una pintura de Doménico Tiepolo. No había reparado en ella hasta entonces y pensé en la posibilidad de que fuera una de las diosas del techo. Su cuerpo daba la impresión de haber sido hecho a propósito para apartar al filósofo más puro de sus pensamientos. Era una de esas mujeres a las que no cabe mirar sin sentirse mortificado y ante las cuales cualquiera comprende por qué la belleza fue siempre una forma de poder. Mientras conversábamos aún me pregunto la razón por la que me eligió a mí, no dejó de acariciar con la yema del pulgar la ranura que formaban sus senos realzados por el escote. El gesto me turbó tanto que, para defenderme, evoqué un grabado que representa a Aristóteles desnudo y a cuatro patas montado por una amazona de gran belleza que le golpea con una fusta como si fuera una cabalgadura. La elegancia del escenario donde me hallaba, embellecido por la luz procedente de las velas, la voluptuosidad nocturna de las máscaras y la gracia sensual de aquella soberbia criatura, me aturdieron hasta privarme casi enteramente de la voluntad.

 

Cuál no sería mi estado que cuando Contarini volvió ni siquiera hizo el esfuerzo por reanudar la conversación. “He de marcharme. No me encuentro demasiado bien –me dijo–. Le espero mañana a las cinco, en mi casa. Aquí tiene mi tarjeta”. Luego dio un cabezazo de despedida a mi acompañante y desapareció. Ni siquiera lo seguí con la mirada. En cuanto se giró, volví a fijar mis ojos en los de la mujer que me había hechizado y caí de nuevo en el éxtasis. No ya el pasado o el futuro, tampoco el presente pareció contar en aquel rato que viví fuera del tiempo, arrobado como un místico del siglo de oro. Fuera, donde volvimos a encontrarnos ataviados con nuestras ropas –ella sustituyó los drapeados dieciochescos por una blusa calada, una falda de terciopelo y una gabardina– llovía con suavidad. Teníamos sólo su paraguas y al abrirlo me lo dio apretándose delicadamente contra mí. Su cuerpo desprendía una fragancia deliciosa y su rostro sin máscara me pareció aún más encantador de lo que había imaginado. Era sin duda una de esas mujeres por las que merece la pena renunciar a las demás, no la clásica belleza que abrasa a la distancia y luego, de cerca, congela con su frialdad, sino al contrario, una criatura fascinante, en la que belleza y gracia se combinan en proporciones letales.  

 

Los turistas creen haberlo visto todo después de una agotadora jornada de museos e iglesias, pero Venecia revela su auténtica esencia, esa condición acuática que la distingue del resto de las ciudades, precisamente en el momento en que el Sol se oculta y la población desaparece. Entonces, en el silencio de la noche, el chapoteo del agua sobre los desgastados peldaños de los palacios, inaudible durante el día, recuerda el milenario combate que allí se libra entre el hombre y la naturaleza. Sumidos en una oscuridad espectral, quebrada sólo por los reflejos de la Luna en los canales y los lacónicos cercos de luz de los faroles, los sentidos pierden su confianza en la dureza de los límites y cualquier estímulo se convierte en amenaza. Muchos viajeros encuentren muy opresiva la ciudad a esas horas. La impresión cambia sin embargo completamente cuando llevamos del brazo a una hermosa mujer. La flaqueza de los sentidos y el reblandecimiento de los límites no se viven entonces como un peligro, sino como una promesa: el anuncio de la confusión de los cuerpos, abismo de la identidad.

 

Aunque sea la responsable de mi amor por Venecia y de mi interés por Contarini, el lector comprenderá que no diga aquí mucho acerca de Giulia. Sería inadecuado y, además, presuntuoso, pues en los cinco días que compartimos lo único que supe de ella, aparte su nombre, es que era de Vicenza, que estaba mal casada con un magnate de la industria textil y que todos los años, desde hacía tres, se las arreglaba para acudir a las reuniones anuales de Gli incogniti. Las razones de esta costumbre nunca llegué a saberlas, pero intuí que había algo oscuro en ella, una herida de esas que el tiempo no cierra, sino que más bien enquista y envenena. “Necesito rejuvenecerme –me dijo–. Durante unos cuantos días, no saber quién soy ni qué puedo ser”. Si en vez del prólogo a un libro de ensayos estuviera escribiendo una novela estos cabos sueltos resultarían imperdonables, pero las lagunas e insuficiencias de mi historia no son fallos de la imaginación, sino de mi propia experiencia real. La Giulia de la que me enamoré demencialmente era la ilusión que ella creó para sí misma y también para mí, una fantasía de carne y hueso que acabó esfumándose, sin embargo, como un espectro. Yo era consciente de que nuestra amistad estaba destinada a marchitarse pronto y como esto, al principio, no me importó en absoluto –a la pasión efímera le conviene la ignorancia tanto como al amor la sabiduría–, jugué su juego sin percatarme de cuánto lo lamentaría después. ¿Alguien puede asombrarse de que, sin acordarlo previamente, prefiriéramos hablar de Venecia o de Contarini antes que de nosotros mismos?     

 

Contarini pertenecía a una de las grandes familias patricias venecianas. Ningún otro linaje dio a la República tantos personajes ilustres: dogos, almirantes, embajadores o sabios. Ricos y prolíficos, se ramificaron en diversas líneas y llegaron a ser tantos que cuando había que votar el nombramiento de alguno de ellos en la asamblea general del Estado, operación que la ley exigía se hiciera en ausencia de los consanguíneos, la sala se quedaba medio vacía. Alvise pertenecía a la rama de los “scrigni”, mote derivado de los cofres que sus ancestros habían hecho encastrar a modo de cajas fuertes en una estancia de su residencia del Gran Canal, aunque se les conoció también como “piazzola”, nombre del pueblo donde se alzaba la gigantesca villa familiar. Su tatarabuelo, Girolamo Contarini, caballero del orden supremo del Toisón de Oro, cedió a la Biblioteca Marciana su colección de códices y libros, entre los que se encuentra el mayor repertorio musical del mundo dedicado al siglo XVII, y decenas de soberbias pinturas a la Academia, entre ellas varias de Giovanni Bellini y Giorgione. A falta de descendencia y preocupado por la posibilidad de que el rico patrimonio familiar se desperdigara, Girolamo tomó esta decisión y la mantuvo en pie hasta su muerte, aunque antes de fallecer firmó un codicilo reconociendo ser padre de Gasparo, hijo de una criada suya. El autógrafo fue impugnado por las autoridades austriacas que gobernaban entonces Venecia, pero tras largo proceso, Gasparo logró que la justicia le reconociera su filiación y que le entregara, en concepto de legítima herencia, parte de la fortuna de los Contarini, desde luego no aquella sobre la que había puesto ya sus manos el Estado con el pretexto de salvaguardar los intereses de la cultura. Su bisnieto, esta vez de verdad el último retoño de la familia, fue precisamente Alvise.

 

Los Contarini “piazzola” tenían dos palacios en el Gran Canal, uno al lado del otro. El más antiguo hace esquina con el río de San Trovaso y es de estilo gótico; el más nuevo lo diseñó Vincenzo Scamozzi, discípulo de Palladio. Alvise, aunque ya no era propietario de ninguno de los dos edificios, ocupaba en usufructo el último piso del primero. La estancia que yo conocí, un salón más largo que ancho, con grandes ventanales al Gran Canal, estaba decorada con estucos y frescos del XVIII. Unas estanterías de cerezo repletas de libros llenaban los huecos y tres impresionantes alfombras cubrían el suelo de mortero granulado. En uno de los extremos se encontraba su mesa de trabajo, un mueble modernista sobre el que, además de una pequeña lámpara a juego con las estanterías, había un reloj de arena, una concha y una campana, exactamente los mismos objetos que aparecen en el escritorio de San Agustín del cuadro de Carpaccio objeto del primer capítulo de este libro. En la otra punta, tan lejos como uno pueda imaginar, había varios butacones y un sofá tapizados con telas preciosas, una gama de granates verdaderamente fastuosa. Lo mejor del conjunto eran dos óleos de Tintoretto, expuestos sobre unos caballetes de hierro, con los retratos de los embajadores japoneses que visitaron Venecia en el siglo XVI. Un amigo, experto en arte, duda de que yo haya podido ver estas pinturas, pues se supone que ambas se extraviaron antes de 1600. No intentaré convencerles de ello. Mi palabra les serviría de poco, máxime al conocer que, tras la muerte de Contarini, nadie ha vuelto a saber de ellas.

 

Lamentablemente, su vida permanece envuelta en una enojosa oscuridad. Poco se sabe de su juventud, salvo que estudió Humanidades en Padua y que la Segunda Guerra Mundial le arrebató a sus progenitores –ambos murieron en el bombardeo de Bolzano a principios de 1945–. Enrolado en la división de infantería Venezia, adscrita al cuerpo de ejército comandado por el general Gabriele Nasci, participó en la invasión de Grecia. Tras la capitulación italiana en 1943 fue acusado de colaboración con el enemigo y enviado con otros muchos compatriotas a un campo de concentración nazi del que escapó poco antes de la finalización del conflicto. No se sabe cómo se las arregló en aquel período, pero en alguna ocasión parece que comentó que él sabía muy bien qué significa ser un superviviente de Auschwitz. Cuando retornó a Venecia, moralmente devastado, renunció a la carrera académica por la que había mostrado cierto interés y, aprovechando que su herencia era lo bastante sustanciosa para vivir holgadamente, se dedicó en privado a sus investigaciones. La civilización avanzaba en su opinión hacia un agujero negro y no quería saber nada de ella.

 

El prestigio de sabio versado en multitud de materias, particularmente la historia de Venecia y, sobre todo, de su música, comenzó a circular fuera de la laguna a mediados de los sesenta. Estudiosos de todas partes acudían a él en busca de información. Conocía como nadie los archivos de la República, en cuyas estancias pasó media vida, y la Biblioteca Marciana, a la que dedicó la otra mitad. A menudo recibía invitaciones para participar en seminarios y congresos, pero las rechazaba alegando que carecía de competencia científica. Cuando lo hizo, por ejemplo en la reunión celebrada en la Scuola degli schiavoni con ocasión del primer congreso internacional sobre Vettore Carpaccio, fue debido a un compromiso personal. Mucho menos le costaba, en cambio, colaborar anónimamente en publicaciones locales (ejemplo de ello es el texto dedicado a la música en las villas del Véneto y los cuatro artículos que he agrupado bajo el título de Políptico Barroco) o participar en ceremonias sin pretensiones, ajenas al mundo académico. Uno de los textos de nuestra colección, ‘Flores en la tumba de Monteverdi’, es copia taquigráfica de la lección que impartió a unos chicos cuya maestra, la profesora Lamberti, era sobrina de una antigua novia suya, y el titulado ‘Barbara Strozzi y la música veneciana del XVII’, fruto de una entrevista en la radio concertada por Ernesto Canal, el discutido arqueólogo de la laguna, viejo conocido suyo y pariente de la locutora. Esta, por cierto, lo describió como un tipo egocéntrico y atrabiliario, opinión que no comparte la mayoría de la gente a la que he interrogado. Contarini no rehuía la sociedad, pero prefería vivir lejos de ella, metido en sus investigaciones. Por desgracia, me ha sido imposible entrevistar a sus amigos, buena parte de los cuales lo habían precedido ya en su marcha al otro mundo. Los dos que he localizado, Ernesto Canal y el ingeniero Alessandro Morosini, se han mostrado sumamente reservados. Si tuvo enemigos, cosa que ignoro, los combatió no reconociéndolos. Para los jóvenes que lo trataron en la última fase de su vida era un individuo exótico y como de otra época, aunque ninguno supo decirme cuál. Yo no doy demasiada importancia a este tipo de testimonios porque me temo que es lo que los jóvenes siempre piensan de los ancianos. Su independencia, su extravagancia, si se quiere, su soledad, era, en todo caso, una soledad mediterránea. Nada de animales de compañía o de rarezas anglosajonas. Una frase suya, la última que me dirigió por teléfono el día que nos despedimos, refleja mejor que nada su estilo y su carácter. Me habló de lo viejo que era y de lo próxima que veía la muerte, pero se arrepintió de hacerlo en ese preciso momento y añadió: “A la hora de morir es mejor darse prisa y no darle la lata a la gente.”

 

Contarini vivía solo, asistido por una doméstica a la que ha sido imposible arrancar ninguna información sobre sus costumbres o relaciones. Aunque tuvo muchos amigos, en un país donde la familia ocupa un lugar social hegemónico, carecer de ella representa en ciertos momentos claves un problema. Sus últimos días debieron ser amargos. Una esposa habría sabido retenerle de este lado del muro más tiempo del que él se dio a sí mismo. Al conocerse la enfermedad que lo estaba matando no había ya nada que hacer. Parece que se las arregló hasta el final para mantenerla en secreto. Era un viejo de la casta de Sócrates, de esos que jamás hablan de su cuerpo, y que cuando lo hacen –el lector tendrá ocasión de leer al final de este libro la carta que se encontró sobre su escritorio el día que falleció– dan la impresión de estar ocupándose de algo que apenas les concierne. No obstante, dispuso su incineración y mandó que sus cenizas fueran guardadas en una vasija de ónice que se halla en el columbario de San Lazzaro de los Armenios. La urna es una pieza antigua, muy bella, cuyas patas son tres leones que devoran miembros humanos igual que en los sarcófagos medievales. 

 

Naturalmente, mis investigaciones se han centrado más en la obra de Contarini que en su biografía. Ello se ha debido en parte al propósito de este trabajo, pero también a la falta de testimonios fehacientes. Mi conclusión es que fue un hombre hermético. Educado en la tradición aristocrática veneciana, su amabilidad y cortesía eran al mismo tiempo una tarjeta de presentación y un parapeto infranqueable. Su indiferencia hacia el presente –que no me atrevería a calificar de anacronismo– no era sin embargo una pose. Desde luego, no poseía ninguno de los vicios de los intelectuales: juicio inapelable, desdén hacia el punto de vista ajeno, afán por parecer ingenioso, maledicente o irónico, propensión a la hipocondría y la vanidad. Una mínima huella de estas cosas en sus textos, donde apenas hay referencias a sí mismo, hubiera permitido hacer deducciones psicológicas, pero la verdad es que parece haber llevado siempre una máscara que dejara ver sólo su pensamiento. Probablemente, su reserva guarde relación con su experiencia bélica. La renuncia a una vida social determinó su faceta pública, aunque la decisión fue aflojándose con los años en beneficio del estilo socrático de su vejez. 

 

Cuando logré reunir los textos que ahora pongo a disposición del lector –dos cartas, varios artículos sin firmar, un par de conferencias grabadas o taquigrafiadas, una entrevista radiofónica, apuntes y notas recreadas por mí– comprendí que Contarini esquivó adrede el destino de escritor que había previsto para él la providencia. Creo que fue éste su modo de asumir el fin del mundo mediterráneo y de Venecia como símbolo suyo. Otro hombre tal vez hubiera tratado de prestarles un último aliento, esa vida ficticia que infunde la literatura, pero él, a pesar de sus grandes cualidades, se negó a hacerlo. Igual que sus antepasados despilfarraron sus patrimonios en las mesas de juego al advertir que la República moría, el derrochó su sabiduría e inteligencia convencido de que estaba viviendo el desplome de la civilización occidental. La industria automática, el armamento nuclear, las computadoras, los medios de comunicación de masas y la manipulación publicitaria estaban cambiado el mundo y los hilos anudados tres mil años atrás en las costas griegas parecían romperse para siempre. Contarini, incapaz de concebir su vida fuera de ese mundo, no sintió la necesidad de producir una obra que acaso nadie comprendería en el futuro. ¿Qué papel podía jugar en la civilización planetaria y tecnológica un espíritu como el suyo? He sido yo, compilador de estos textos, quien ha decidido de alguna manera defender el lugar que él abandonó y así, valga la paradoja, convertirlo en autor. Contarini, el tipo de carne y hueso, no necesitaba escribir. Su enseñanza fue básicamente oral. Salvando las distancias, mi relación con él recuerda a la de Platón con Sócrates, aunque ninguno de los textos de la compilación es obra mía. Con la excepción de aquellos que he rehecho tomando como punto de partida sus notas o el recuerdo de quienes lo oyeron, todo lo que hay aquí procede directamente de su trabajo.

 

Otra cuestión diferente es la de la naturaleza de estos trabajos. ¿Debemos tratarlos como materiales poéticos o como estudios históricos de carácter científico? El estilo de la mayoría de ellos haría pensar más bien en lo segundo, pero al examinarlos con atención descubrimos que se trata de una impresión engañosa. Aristóteles dice que el historiador representa las cosas como ocurrieron y el poeta como pudieron ocurrir. Contarini parece que hizo las dos cosas a la vez. Consciente de que la realidad histórica puede explicarse de modos distintos, todos válidos a condición de que la iluminen, y que las claves para ello no están siempre en los hechos documentados, tendía a recrearlos imaginativamente cubriendo las lagunas con noticias plausibles, difíciles de detectar porque eran fruto de indagaciones sumamente minuciosas. Imitando a otro musicólogo veneciano, Francesco Caffi, autor de la historia de la capilla de San Marcos, se servía de su inmenso conocimiento de las fuentes para suplir lo que el tiempo ha devorado. El mayor problema para el lector es descubrirlo. Sus interpretaciones se basan en la acumulación de detalles poco conocidos que ni él se molestaba en justificar ni nosotros estamos en disposición de rebatir. “El historiador es una especie de nigromante. Cada enigma que resuelve genera nuevos enigmas”, decía. Y no le faltaba razón, pues: ¿quién se atrevería a negar que la intervención de Casanova en el Don Giovanni de Mozart no se debió a los motivos que Contarini expuso en su carta al profesor W.?, ¿y qué decir de la conferencia sobre Casanova y Henriette a la que asistió Giulia y que presento bajo el título de Adagio para violonchelo?, ¿queda aclarado el misterio que se plantea allí o se formulan otros nuevos? Recuerdo que al preguntarle a ella acerca de esto repitió una frase que le había oído a Alvise una vez y que sólo llegue a entender de verdad cuando tuve sus textos delante. “Jamás he resuelto ningún enigma. Tampoco quise hacerlo. Tengo presente a Edipo y sé que si uno descubre el secreto de la esfinge luego es su propia vida la que se convierte en un misterio. Además, ¿no creó Dios al hombre para oírle contar cuentos?”.

 

Quizá Contarini manejaba los documentos históricos como recursos poéticos y los productos de su imaginación como verdades científicas, pero de lo que no cabe duda es de que jamás proyectaba ni unos ni otros fuera del contexto donde los empleaba. Su ciencia no derivaba de una visión global, aplicada deductivamente a cada caso, a la manera del marxismo o el evolucionismo, sino del estudio minucioso de los hechos. “Constelaciones de sentido”, decía él. Esto era lo que le interesaba, sin extender más allá las conclusiones a las que hubiera llegado. No creía en la posibilidad de alcanzar un conocimiento objetivo de la Historia y tampoco de la Naturaleza. Apreciaba la ciencia, aunque como se aprecia a un mayordomo excelente que se ocupa del mantenimiento de la casa. Vivir, sostenía, es una tarea más importante y noble que saber. “El afán por buscar en todo el supersticioso denominador común (la igualdad, la neutralidad, la objetividad), desterrando el mito, la fe, el deseo de perfección, la felicidad o la belleza, revela una inadecuada comprensión del ser humano y no conduce, como se cree, a la eliminación de los prejuicios, sino a una barbarie sin gusto y amorfa”.  

 

Precisamente ahora, al tratar de reconstruir la larguísima charla que tuve con él en su casa, el día después de mi encuentro con Giulia, soy más consciente que nunca de lo equivocada que es la pretensión de ver objetivamente. La memoria es una playa a la que sólo llegan restos del naufragio. Además, los fragmentos conservados son simplemente aquellos que mejor flotan, no los que poseen mayor relevancia. Esta fatalidad se hace sentir particularmente en casos como el presente. ¿Cómo repetir las ideas de Contarini, aquellas complejas argumentaciones que tanto me impresionaron y que son también, en parte, la causa de que este libro exista, si lo único que recuerdo son frases sueltas?

 

“Ya ve que sigo con La deshumanización del arte –me dijo al recibirme en el salón que antes describí–. Es un ensayo perspicaz y Ortega una inteligencia penetrante, pero creo que no llega al fondo de la cuestión. El estudio de las relaciones entre el artista y su público no basta para explicar el origen de la vanguardia. Ortega pasa por alto el hecho de que no hay lugar para la belleza en un mundo donde tampoco cabe la perfección. Hasta el siglo XIX se creyó que sí porque el universo era visto como algo acabado. Pero la belleza es ininteligible en un contexto dominado por el evolucionismo y la idea de un universo a medio hacer. Los artistas barruntaron que este concepto se estaba volviendo inútil y que no podía ser ya la meta de la actividad creadora. Pero si el arte no sirve a la belleza: ¿a quién puede servir? El hombre contemporáneo se ha quedado ciego al perder de vista la idea de perfección. Sin ella es imposible amar el mundo y comprender al propio ser humano, una criatura en la que se mezclan siempre lo inferior y lo superior. La pasión de Romeo y Julieta no se explica sin la atracción de los sexos y la reproducción de las especies, pero si se reduce a ello resulta inexplicable. Renunciando a la belleza con la excusa de que esta arraiga en las convenciones y los mitos de la sociedad se renuncia a acceder al verdadero nudo de las cosas”.

 

Yo defendí patrióticamente la interpretación de Ortega, aunque pronto me percaté de que el asunto que a Contarini le interesaba rebasaba los límites del libro del filósofo español.

 

“Durante siglos, los artistas creyeron que la verdad se manifiesta en las apariencias y que su misión era arrebatársela al devenir mostrándola como belleza. Esta idea cambió a medida que la ciencia fue separando el mundo verdadero del aparente. La verdad, como la concibe el pensamiento científico, no se hace patente en las cosas, se oculta tras ellas. A fin de alcanzarla hay que ir más allá de las cosas, destruirlas, al menos en sentido figurado, pues para ella son un espejismo. Se trataba, en suma, de escoger entre la verdad o las apariencias y la vanguardia no vaciló. A partir de ese momento, para llegar al fondo de las cosas, lo primero será cerrar los ojos. La belleza ha dejado de ser el fin del arte para representar el apego al falso mundo de la tradición. El problema es que el hombre no tiene a donde ir fuera de las apariencias. Más allá de la caverna hay un abismo”.

 

Su tono se fue volviendo lúgubre al tiempo que el Sol se precipitaba hacia el ocaso y teñía de dorados reflejos las fachadas de los palacios del Gran Canal.

 

“Nuestros ojos han adquirido suma potencia. Divisamos lo que está más allá de las estrellas y más acá de las partículas subatómicas. En compensación, y como si se tratara de un ajustamiento natural en un sentido cuya fuerza depende de su limitación, ya no vemos lo que tenemos delante. El saber científico ha reducido al hombre corriente a nada, igual que su mundo. ¿Qué valor podemos otorgar a las especulaciones de una mente formada para sobrevivir en las condiciones particulares de nuestro planeta? El problema, en todo caso, es saber si la verdad posee algún sentido fuera de las apariencias. La desintegración de éstas quizá sea un momento necesario en la instauración de la civilización técnica, pero, por rica y potente que esa civilización llegue a ser, poca sabiduría habrá si lo que se encuentra en el fondo no alcanza a verse también en la superficie”.

 

No quiero cansar al lector con unos pensamientos que recuerdo con dificultad y de cuya exactitud no les puedo dar ninguna garantía. Lamentaría, sin embargo, suscitar la falsa impresión de que Contarini era un pesimista.

 

“Gödel demostró que las cosas únicamente funcionan cuando no nos empeñamos en llevarlas más allá de sus límites. El pensamiento contemporáneo, sin embargo, cree que todo límite es una limitación y quiere ir siempre más allá. El resultado es la confusión y el caos, una confusión y un caos diabólico, con apariencia de lucidez. Desde que la ciencia condujo el pensamiento fuera del reino de las apariencias arrastrando con ella al arte que las custodiaba, el mundo no ha hecho más que devaluarse. La bomba no ha tenido que estallar para hacer sentir sobre nosotros su poder. Existe y eso significa que el mundo es un castillo de naipes. A veces pienso que somos como Dorian Gray, exuberantes y bellos por fuera y depravados en el fondo. Pero no podemos resignarnos. Hay que sostener el mundo, y si cae, volver a levantarlo. Una y otra vez”.

 

La conversación duró cinco horas y cambió muchas veces de orientación. Además del arte de vanguardia y de la civilización planetaria, hablamos de Venecia, de sus recientes investigaciones sobre Jorge Castriota, el héroe albanés del siglo XV, de Benedetto Marcello, un músico que admiraba profundamente, de Martin Heidegger y Lawrence Durrell, a quien había conocido en Corfú. De pronto, no recuerdo por qué, extrajo del cajón del escritorio un pequeño retrato de Casanova, mal conservado, pero auténtico, que había pertenecido a Francesca Buschini, su última amante veneciana, contándome que ella lo había guardado en el pecho hasta la muerte.

 

Al despedirnos tuvo un gesto que me sorprendió sobremanera. Se dirigió a una de las estanterías del salón, la abrió y cogió un libro al azar. Luego, ofreciéndomelo, me dijo: “Ha tenido suerte. Lettere di Papi, Principie ed uomini ilustri al Cardinal Bembo. Este ejemplar perteneció a Apostolo Zeno, uno de los grandes libretistas venecianos. Ahí tiene el exlibris. Zeno lo compró en 1685 en una salchichería de Conegliano tras soñar la noche anterior que lo encontraría allí en medio de otros libros viejos. Es lo que cuenta su primer biógrafo, Francesco Negri. Se lleva un tesoro. Le ruego que lo conserve siempre en recuerdo de mi amistad”.

 

Giulia me explicó más tarde que Contarini hacía eso con todas sus visitas desde que cumplió ochenta años. En vez de dejar que los anticuarios despedazaran su biblioteca, iba repartiéndola entre la gente que le agradaba. “Debo ahorrarle trabajo a los notarios”, solía decir.

 

A pesar de la ansiedad que sentía por volver a ver a Giulia, salí muy impresionado de la entrevista con Contarini. Me daba cuenta de que era un hombre fuera de lo común y que en mi vida no tendría demasiadas oportunidades de conocer muchos como él. Ella, que lo admiraba, se comportó como uno de esos personajes de novela que inventa sobre la marcha sus propias reglas y, sin pensárselo un segundo, sugirió que lo invitáramos a cenar. Como era previsible, tuvimos que posponer el proyecto un par de días porque Contarini ya había hecho planes. 

 

Durante aquellas inolvidables jornadas aprovechamos para visitar a fondo la ciudad. Giulia la conocía bien y sabía mucho de arte. Aunque tenía un estilo académico de explicar las cosas, se sentía muy satisfecha con la atención con que seguía sus disertaciones. A veces creo que jugaba. Subíamos inesperadamente a la habitación de su hotel, discutiendo quizá sobre alguna cuestión histórica, y en el momento en que los abrazos comenzaban a sustituir a las palabras, me obligaba a salir corriendo tras ella camino de la Basílica de San Marcos para demostrarme allí, en una de sus fachadas laterales, la continuidad del mundo pagano y el veneciano. “Mira ese relieve. Es del siglo III. Representa a Hércules llevando sobre los hombros al jabalí de Erimanto. Ahora mira aquel otro. Es muy posterior, del siglo XII. Se trata de una alegoría de la salvación. El salvador es Hércules y lo salvado un ciervo”. Luego me hacía un gesto y echaba a andar en dirección al hotel. Admito que no soy imparcial al decir esto, pero me encantaba la propensión de Giulia a lo que el profesor Battioli llamó con desprecio “narración paralela”, es decir, la justificación externa de las obras mediante apelaciones a una simbología canónica o al relato de los hechos narrados en ella. Utilizados como afrodisíacos, que era como los empleaba Giulia, aquellos relatos sonaban a gloria. Recuerdo de forma particular el rato que pasamos solos contemplando el fresco de Tiepolo en el palacio Labbia y la excitante explicación que recibí sobre su tema: la apuesta que hizo Cleopatra con Marco Antonio de que sería capaz de consumir en una cena íntima cien mil sestercios. Giulia completó su historia hablándome de la mujer que había mandado pintar esos frescos y de sus líos amorosos. Llevaba una camisa escotada y en un momento adoptó la misma actitud que la reina Cleopatra, descubriendo con un gesto pizpireto parte de sus senos.

 

Reponíamos fuerzas en las viejas tabernas. Nuestras preferidas estaban todas cerca de la iglesia de San Giacomo de Rialto. Allí, entre parroquianos boquiabiertos que miraban a Giulia como quien ve de repente a un arcángel desprendido de un retablo, me contó un montón de anécdotas de Contarini, hechos que habían servido para alimentar su leyenda de tipo excéntrico y anacrónico. Algunas eran simpáticas, como cuando pidió en un concierto de música experimental un dodecodificador; otras sombrías, como cuando explicaba que su carrera literaria acabó el mismo día que su madre le enseñó a rezar una plegaria rabínica que dice: “Otórgame, señor, el don de no decir nada innecesario”. Sus manías no eran muchas, pero eran manías. “Nunca lee los periódicos porque está convencido de que jamás dicen la verdad, y extiende sus dudas a todo, incluidas las necrológicas, que critica recordando el día que tropezó con un compañero del colegio al que los diarios dieron por muerto”. También le encantaba epatar a los modernos. “¿Vanguardia?, ¿después de un siglo? No sea ingenuo. Esos que llaman vanguardistas son un montón de palurdos y perturbados al servicio de los  fabricantes de bombas. A mí me recuerdan a aquel catedrático, amigo de los Verdurin, que creía dejar de ser académico porque adoptaba audacias que sólo podían parecérselo a un académico”. Sus sarcasmos tenían a veces un punto cruel, como cuando le espetó a cierto profesor de metafísica de la Foscari que “los filósofos de balneario confunden las grandes corrientes del pensamiento con el chorrito que les cae en la cabeza” o como cuando le dijo a una poetisa que acababa de disertar en el Ateneo sobre Veronica Franco algo así: “Siendo estudiante de Liceo me di cuenta de que tenía dos opciones: ser un adolescente turbulento y escribir versos espantosos a propósito de los males del mundo o no serlo. Me pareció más respetable la segunda opción. Era menos pintoresca, desde luego, aunque también tenía sus ventajas. El resultado ya lo ve: me he convertido en una lengua muerta”.

 

La virtud que Giulia más admiraba en él era el sentido de la observación. “Cuando Alvise ve en un cuadro la rama agitada de un árbol inmediatamente se pregunta qué tipo de viento la está moviendo. No es lo mismo el siroco que el bóreas o el lebeche, te dirá. Y es verdad porque según sopla el viento así resplandecen los colores o se perfila el contorno de las cosas. En una ciudad acuática esta clase de indagaciones son decisivas. Las olas se rizan de diferentes maneras. Los pintores venecianos eran conscientes de ello, aunque poca gente repara ya en tales detalles”. En cambio, le molestaban un poco sus comentarios sobre las mujeres, de las que hablaba maliciosamente, y no porque tuviera nada contra ellas, sino porque pensaba que los efectos de la sociedad de masas habían sido negativos para la feminidad. “Las mujeres son la sal de la vida, pero les ocurre lo que a las patatas, que pierden su gracia si sólo están cocidas. Hay que tener mucha hambre o ser anglosajón para conformarse con esto”.

 

El día de la cena llegó y Giulia propuso un pequeño restaurante próximo a la casa donde vivió Olga Rudge, la amante de Ezra Pound. El sitio le gustaba y a Alvise le quedaba muy a mano. Ella, además, solía evitar los lugares más concurridos y aunque se movía con libertad, era evidente que procuraba ser discreta. Al entrar Contarini, la propietaria del local abandonó la caja y se apresuró a servirnos. Era una mujer muy mayor, fea y delgada, que hablaba en veneciano y trataba a nuestro invitado con el antiguo apelativo de los patricios, “ser”. Charlamos agradablemente y la conversación desembocó, como era previsible, en la ciudad. Me acuerdo que le pregunté por qué Venecia había agradado siempre a todos los viajeros, salvo a los filósofos. Montaigne, Rousseau, Heidegger, todos hablan mal de ella. La única excepción era Nietzsche. Giulia, para corroborar mis palabras, o quizá sólo para aturdirme, citó en alemán una frase suya: “Wenn ich ein anderes Wort fur Musik suche, finde ich immer nur das Wort Venedig” (cuando busco un sinónimo del término `música´, lo único que encuentro es `Venecia´).

 

“Lo más parecido que tuvimos aquí a un filósofo –dijo Contarini–, fue Ermolao Barbaro, autor de un ensayo soporífero sobre el celibato y flojo comentarista de Aristóteles. La leyenda cuenta que conjuró al diablo para que le explicara el significado del concepto de “entelequia”, sin éxito”.

 

Y después añadió, con ese estilo caballeresco que usaba cuando se proponía eludir un asunto, que el desafecto era mutuo.

 

“El espíritu veneciano no llegó nunca a dar ese último paso que, a juicio de Hegel, confiere la plena autoconciencia. El arte satisfizo aquí necesidades que en otros lugares de Europa estaban en manos de la religión y la filosofía. Hoy es diferente, los filósofos se han especializado en componer epitafios y Venecia, nadie lo discute, es la más bella lápida que pueda imaginarse”.

 

Contarini siempre hablaba de Venecia como de algo que ya no existía. La caída de la República, en 1797, había acabado con ella. La urbe que todos los años visitaban millones de turistas era en realidad su despojo. Hablamos también del acqua alta, un fenómeno que atribuía a las facilidades que se habían dado a las naves trasatlánticas, y del descenso de la población.

 

“Carecemos de futuro. Nuestros deseos, nuestras esperanzas y sueños, están en el pasado, un pasado perfecto. Fuimos una nación que jugó durante mil años un papel en los destinos de Occidente y que quedó un día desconectada de la Historia. Ésta avanza, aunque nadie sabe hacia dónde. Para mí nuestro pasado es más pleno, más variado y deseable que cualquier futuro. Claro que no pretendo que nadie se ponga en mi lugar”.

 

Sólo al final de la cena habló de música, su tema predilecto. La conversación fue de aquí para allá caprichosamente. La familiaridad que mostró con la obra y los hechos de los compositores venecianos me pareció asombrosa. Cuando se lo hice saber, dedicó un rato a enumerar sus fracasos. Eran muchos, decía. Durante buena parte de la vida había albergado la esperanza de hallar algo de Alvise Tavelli, un músico de finales del XVII, organista de la capilla de San Marcos, que tenía la excéntrica costumbre de destruir sus composiciones tras estrenarlas. También lamentaba haber menospreciado la figura de Agostino Steffani. Ahora comenzaba a darse cuenta de su importancia en la historia musical veneciana. Obligado a vivir fuera de la laguna y a mantener prácticamente en secreto su actividad musical debido a su rango –Steffani, gran amigo del filósofo Leibniz, fue además de músico, obispo, nuncio apostólico, diplomático y, según algunos, espía–, desarrolló su carrera de una forma extraña, viajando de aquí para allá y, por tanto, sin un público estable al que dirigirse. Contarini creía que esto hizo que compusiera siempre como si sus obras fueran a estrenarse en los teatros e iglesias de Venecia, cuya vida musical conocía al detalle, y que era el eslabón perdido entre el mundo barroco de Cavalli y Legrenzi y el mundo galante de Albinoni, Vivaldi o Caldara. De este último, por cierto, dijo que acababa de descubrir un documento que probaba que su repentina marcha de Venecia tuvo que ver con cierta denuncia por sodomía. “Alguien lo acusó de ser un individuo de esos a los que no disgusta ser atacados por la espalda”. Luego añadió que aunque la denuncia fue oficialmente archivada, debía contener algo de cierto porque el músico prefirió poner tierra de por medio y llevar en adelante una vida discreta, de la que poco se sabe. El hallazgo le había obligado a rectificar su imagen del compositor, algo que aquí lamentablemente no podremos hacer. La inclusión de un antiguo texto de Contarini sobre Caldara quizás sea una equivocación, pero prefiero cometerla y que otros me rectifiquen.

 

En fin, permanecí en Venecia aún tres días más, aunque nada de lo que me ocurrió es relevante para los lectores de este libro. A Contarini no volví a verlo, aunque lo telefoneé desde el aeropuerto para despedirme y prometerle otra visita en el futuro. Con amabilidad, agradeció el gesto y añadió que era demasiado viejo para hacerse ilusiones. “Me temo que nunca nos volveremos a ver, al menos en este mundo”. Yo bromeé por cortesía, pero él me interrumpió endureciendo levemente el tono. “Es absurdo lamentar lo inevitable. La vida es suficiente como es, y la mía, en particular, ha sido incluso más larga de lo preciso”. Sabía que estaba acercándose al final y no se engañaba porque pocas semanas más tarde recibí un mensaje de Giulia anunciándome su fallecimiento. La noticia me impresionó. ¿Cómo puede morir un hombre dotado de tanta sabiduría, de tanta vitalidad? Por supuesto, no intenté ir al entierro. Mucho después, entre sus papeles, encontré un apunte sobre el sepelio de un patricio que podría haber sido el suyo de haber nacido en otro siglo.

 

“La comitiva se puso en camino al alba, bajo la luz de las antorchas. Una silenciosa procesión compuesta por media docena de eclesiásticos y otra media de lacayos a los que seguían varios caballeros de aspecto ceñudo y un número aún mayor de damas enlutadas, acompañaba al féretro. Al llegar al fondeadero, el ataúd fue depositado sobre la góndola. Los asistentes ocuparon su lugar en las embarcaciones que esperaban. La Luna resplandecía sobre la laguna como un espectro y el cortejo emprendió camino del cementerio navegando sobre su estela. De alguna de las góndolas surgió un murmullo, lamentaciones o rezos. El cadáver permanecía inmóvil en la caja abierta, mirando el cielo que nunca más volvería a ver. Algunos suspiraron aliviados con los primeros resplandores. Aquella travesía tenía algo de sobrecogedor, como si temieran, al aproximarse al cementerio, que el sordo griterío de los cadáveres que allí descansan pudiera despertar al difunto y hacerle cambiar de opinión. Pero el difunto lo era a conciencia y cuando fue descolgado en su fosa, entre desconsoladas plegarias, no dijo absolutamente nada”.

 

Concluida la tesis doctoral sobre Ortega y pasado el momento de euforia que suele acompañar a este género de iniciaciones, comprendí que el birrete no me iba a franquear ninguna puerta que no estuviera abierta de antemano. Mi situación laboral no acababa de aclararse. Era demasiado mayor para iniciar de soldado raso una carrera en la que el grado se respeta igual que el escalafón en el mundo militar y demasiado joven para soñar con que alguien apostara por mí haciéndome un hueco en cualquier fundación o sociedad científica. La estancia veneciana me causó además algunos problemas personales que no vienen ahora al caso y que terminaron sumiéndome en una melancólica indecisión. Afortunadamente, la providencia vino en mi ayuda. La embajada italiana, aplicando los acuerdos de cooperación europea, sacó a concurso tres becas y tuve la buena suerte de ser elegido. Se trataba de dos estancias pagadas, la primera para asistir como alumno a los cursos que escogiera y la segunda, más larga, para emprender, bajo supervisión de algún departamento universitario, un proyecto de investigación relacionado con la cultura del país. Elegí la facultad de letras de la Universidad Foscari de Venecia y allí tropecé con el profesor Battioli, historiador del arte que había conocido a Contarini y a quien le entusiasmó el proyecto de reconstruir su inexistente obra. Battioli creía que Contarini había sido una suerte de moderno Sócrates, un filósofo oral y callejero, ajeno a las formalidades del mundo académico, aunque no por ello menos interesante. No sólo me animó a iniciar de inmediato la tarea, sino que me facilitó las recomendaciones que fui necesitando para llevarla a cabo. Lo que al principio parecía una labor imposible, acabó de esta manera cobrando forma.

 

Pero intuyo que el lector agradecerá que pasemos por alto los detalles concretos de una investigación que carece, en sí misma, de cualquier interés. Baste con saber que gracias a la generosa colaboración de algunas personas pude ir haciéndome con los materiales que hoy pongo a su disposición. A lo largo del libro, precediendo a cada capítulo, hallarán una nota con la indicación de su procedencia. El momento decisivo de la investigación fue, sin duda, la aparición de dos cuadernos manuscritos de Contarini. Estos cuadernos llegaron a manos del profesor Battioli a través de un mensajero con una nota anónima pidiéndole que los pusiera a mi disposición y que los devolviera en el plazo de un mes remitiéndolo a un apartado de correos de Verona. Aunque la información contenida en ellos es puramente erudita y carece de implicaciones personales, su propietario exigía que no hiciera copias. Apelaba a mi honor y a mi compromiso con la memoria de Contarini para no tomar esa iniciativa. Naturalmente, he respetado su voluntad. Otra cosa han sido mis esfuerzos por conocer su identidad. Tras la muerte de Contarini, sus bienes, de acuerdo con lo fijado en su testamento, pasaron al convento armenio de San Lázaro, cuyo archivo, con miles de manuscritos, es uno de los tesoros de Venecia. Varias veces he repasado con los monjes el inventario que les adjuntó el notario, mil seiscientos libros entre los cuales se incluye el único ejemplar que se conserva en el mundo del texto de Casanova sobre Robespierre, y en ninguna parte existe constancia de estos cuadernos. Tampoco he podido averiguar nada del paradero de los dos óleos de Tintoretto que mencioné antes, ni del retrato en miniatura de Giacomo que, según Contarini, perteneció a su última amante veneciana. Estoy seguro de que el notario conoce el destino de estas cosas, pero habría que apoderarse ilegalmente de sus archivos para arrancarle el secreto. Espero que no sea un delito confesar aquí que he barajado la posibilidad de hacerlo, aunque la verdad es que no me veo huyendo por los tejados de Venecia perseguido por algún sabueso barrigón, al estilo de Brunetti, el insulso comisario de las novelas de Donna Leon.

 

A mí me gusta imaginar, pero quizá esto sea sólo fruto de un deseo más profundo, que son regalo de Giulia, a la que nunca he vuelto a ver, pese a haberlo intentado por todos los medios posibles. Desde que me comunicó la noticia de la muerte de Contarini parece que se la hubiera tragado la tierra. Su número de teléfono pertenece ya a otra persona, nadie ha oído jamás su nombre, como si en vez de una mujer de carne y hueso hubiese sido una fantasía mía; los miembros de la sociedad literaria donde la conocí, al igual que el círculo de próximos de Contarini, no saben por quién les pregunto y, para colmo de desgracias, Mario Stefani, el poeta, la única persona salvo Alvise con la que sé a ciencia cierta que mantuvo contacto, se suicidó en extrañas circunstancias poco antes de mi segundo viaje a Venecia. Por supuesto, he intentado encontrarla en Vicenza, ciudad en la que he hecho dos estancias bastante largas con la esperanza de un tropiezo casual que jamás se ha producido. Cuando pienso en mi relación con Giulia no puedo dejar de evocar a Henriette y Casanova, cuya historia conocí por ella y que los lectores encontrarán después bajo el título de Adagio para violonchelo.

 

Ahora, mientras escribo mis recuerdos, abrumado por la nostalgia, no puedo evitar preguntarme cómo sabía Giulia que Contarini despedía a sus visitas obsequiándoles alguno de sus valiosos libros. Tampoco recuerdo que mencionara en ningún momento que hubiera estado en su casa o que hubiera recibido un regalo, ni siquiera el día que le mostré el mío. ¿Por qué semejante discreción?, ¿acaso lo que le tocó en suerte a ella fueron esos cuadernos que alguien puso a mi disposición? Ni que decir tiene que me gustaría creerlo.    

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