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Novela por entregasLa visión de San Agustín

La visión de San Agustín

 

Se sabe que Contarini pronunció al menos cinco conferencias sobre pintura. La única conservada es la que aquí presentamos. La grabaron los organizadores del acto celebrado el tres de Mayo de 1969 en la Scuola degli schiavoni de Venecia. Un nutrido grupo de especialistas se reunió allí para analizar los cuadros de Carpaccio que decoran la sala inferior de la institución. Antes que él, el profesor Perocco disertó sobre una de las obras maestras de la sala, San Jorge y el dragón. Como desde entonces las investigaciones sobre Carpaccio han avanzado mucho, me he permitido apostillar el texto, rectificando algunos errores, señalando la procedencia de las citas y, en los puntos oscuros, haciendo algunas aclaraciones.


Al lector tal vez le interese conocer que las conferencias perdidas de Contarini versaron sobre el ciclo de Santa Ursula de Carpaccio (Gallerie della Accademia), las Bodas de Caná del Veronés (hoy en el Louvre, pero originalmente en el convento de San Giorgio), el fresco de Cleopatra del palacio Labbia, obra de Giambattista Tiepolo, y las escenas de la vida cotidiana veneciana de Gabriel Bella, propiedad de la Fundación Querini-Stampalia.


 

 

Contemplemos la tela que tenemos delante, una tela deliciosa, en la que, a diferencia del San Jorge y el dragón que acaba de diseccionar el profesor Perocco, no hay miembros amputados o cadáveres en descomposición, restos de la eterna contienda entre las pasiones y la virtud, sino una acogedora estancia cálidamente iluminada por la luz del ocaso. Nos hallamos dentro del estudio de un pensador. Aquí todo está dispuesto con sumo cuidado. El orden ayuda a la reflexión. Sin embargo, el personaje que protagoniza  la escena parece haber perdido el hilo de sus pensamientos. Antes de nuestra llegada escribía una carta. Aún lleva en la mano derecha la pluma. Frente a él, sobre el libro abierto encima del escritorio, vemos una pequeña hoja a medio rellenar. ¿Lo habremos distraído al presentarnos aquí de improviso? Parece que no. Su mirada atónita demuestra que el motivo de la distracción ha sido otro. Lo mismo indica la actitud del perro, que no se ha vuelto para identificarnos, como suelen hacer los perros de compañía. Algo insólito ha sucedido en esta estancia, algo fuera de lo común cuyo secreto, de momento, se nos escapa.

 

El protagonista de la pintura es San Agustín. Los espectadores del siglo pasado creyeron erróneamente que se trataba de San Jerónimo. En vez de contemplar el lienzo, parece que tomaron en cuenta la sala. Todos los cuadros expuestos en ella están dedicados a tres personajes vinculados por uno u otro motivo a la comunidad dálmata propietaria del inmueble: San Jorge, San Trifón y San Jerónimo. Puesto que ni el primero ni el segundo se dedicaron a las letras, supusieron que la persona representada debía ser el tercero, quien desplegó, en efecto, una vasta actividad literaria. La Historia lo recuerda, sobre todo, por su traducción de la Biblia, la Vulgata. Hoy nadie discute que la identificación es errónea. El báculo, la mitra episcopal de la capillita del fondo y las vestimentas del protagonista así lo demuestran. San Jerónimo, doctor de la Iglesia y secretario del papa Dámaso I, nunca fue obispo. A veces se le pinta ataviado de cardenal –un anacronismo para recalcar su relación con la jerarquía eclesiástica[1]-, pero sus atributos iconográficos habituales, además del león, son los del penitente y el asceta: la calavera y las disciplinas. La persona que vemos aquí tiene poco que ver con esto. Su aspecto físico concuerda mal con ayunos y mortificaciones. Ni siquiera las ropas talares logran ocultar su aire mundano, demasiado sofisticado para un cenobita temeroso de las tentaciones terrenales. La impresión es más bien la de alguien habituado a la cátedra o el púlpito, un individuo que, a pesar de su condición sacerdotal, lucha quizá todavía contra la arrogancia innata de su carácter. Que Carpaccio se inspirara para encarnarlo en el rostro del cardenal Bessarion, uno de los diplomáticos más notables del siglo XV, no parece ninguna casualidad[2]. En cuanto a las cosas que le rodean, tampoco son evidentemente las que uno esperaría hallar en la celda de un eremita. Los astrolabios o la esfera armilar (por citar dos artilugios inútiles cuando se decide huir del mundo), podrían encerrar algún enigmático sentido simbólico, pero lo que de ningún modo congenia con las soledades del asceta es la efigie de una mujer desnuda encima de una de las estanterías. Su presencia confirma que el dueño de esta estancia no es un puritano. No digo que viva en el pecado, pero si lo hizo en algún momento de su vida no hay duda de que ahora camina por la senda de la virtud, tan seguro de sus fuerzas que no tiene necesidad de apartarse de las cosas para eludir sus asechanzas.  

 

Carpaccio, como sus comitentes, se habría sonreído sin duda con el desliz de los espectadores del XIX. La vida de los santos formaba parte en su tiempo del conocimiento básico de cualquier persona instruida. No hay más que recordar la extraordinaria difusión que tuvieron dos textos ligados a esta obra: La vida, tránsito y milagros del beatísimo Jerónimo, atribuida al pseudo-Eusebio, y el Catalogus Sanctorum, de Pietro de Natali. Cualquier lector de esas páginas reconocería al instante la anécdota de nuestra tela. Agustín pretende escribir un tratado sobre la felicidad de las almas santas. Antes de acometer la tarea, se dirige a San Jerónimo para recabar su consejo. Mientras redacta la carta, el 30 de septiembre del año 420, le sorprende una luz indefinible, sobrenatural y maravillosa. A la vez, quizá porque son la misma cosa, oye una voz reprochándole su presunción. Es la voz de Jerónimo, que acaba de morir en Belén, al otro lado del Imperio. Con ásperas palabras, no muy distintas de las que solía emplear en sus epístolas, le previene del peligro de suponer que puede describir la dicha de los bienaventurados. Nadie está en condiciones de llegar tan lejos con los ojos de la carne. Bien claro lo dijo Dios a Moisés: “podrás ver mi espalda, mi rostro no lo verás”. Agustín parece no recordarlo. Como otras veces, ha olvidado que existen realidades a las que no alcanza el intelecto humano.

 

Que en el origen de la visión de Agustín esté la pretensión de redactar un tratado sobre la felicidad de los santos pone de relieve algo sumamente significativo: su felicidad personal. Por incontrastable que sea esta afirmación, hay motivos para suponer que, en esa fase de su vida, con sesenta y cinco años recién cumplidos, el santo debía sentir una gran satisfacción interior. Es difícil que alguien se proponga afrontar un tema tan ambicioso sin estar convencido de poder abordarlo. Ha batallado arduamente contra lo peor de sí mismo y ha vencido. Pero: ¿lo ha hecho de veras? Jerónimo le previene del pecado de suficiencia. Se trata de un problema recurrente en la vida de Agustín, vinculado a su genio retórico y filosófico. Recordemos el encuentro en la playa con aquel niño que, ayudándose de una concha, pretendía meter el mar en un agujero, y que, al ser reprendido por lo absurdo de la tarea, respondió al santo que más difícil todavía era penetrar, como él deseaba, el misterio de la Trinidad. La verdad es respecto de la mente humana lo que el océano respecto de un hoyo practicado en la arena. Agustín lo sabe, sabe que abandonado a su intelecto el hombre no va a ninguna parte salvo a la confusión y el anonadamiento, aunque, empujado por su propia brillantez, siente a menudo la tentación de reducirlo todo a ideas. La inteligencia es, después de todo, el principal obstáculo a la hora de recibir la luz de Dios. “Seréis como dioses”, prometió la sierpe antes de perder a Adán y Eva. Y es que la arrogancia intelectual no se parece al resto de las pasiones; está siempre ahí, adherida a la conciencia, igual que una sombra. Por suerte para Agustín, la providencia ha impedido que se adentre demasiado por ese catastrófico camino. Fue ella la que le puso por delante al niño ángel, la que le ha acercado ahora la voz de San Jerónimo y la que le inspiró antaño las Confesiones, un libro fundamental en su vida, auténtico contrapeso psicológico a esa tendencia suya a mirar por encima de los límites humanos.

 

Agustín escribió esta obra con cuarenta y seis años. Aunque se trata stricto sensu de una autobiografía, abarca solamente un periodo concreto de su vida, el que va desde su nacimiento hasta su conversión, con treinta y tres años. Esto significa que, antes de escribir las Confesiones, el autor ha vivido ya dos vidas distintas, una en el pecado, otra en la gracia. De esta segunda vida no cuenta, sin embargo, nada. No expresamente, aunque sí de otra forma, pues el hecho de que los últimos cuatro libros de los trece que componen la obra (la mitad en número de páginas) aborden asuntos teológicos y filosóficos en detrimento de las noticias biográficas, demuestra que la existencia del santo transcurre ahora en otro plano. Primero fue la vida sometida a la pasión y perdida en el tiempo. Luego la vida verdadera, concentrada en la eternidad y sometida a la voluntad divina. Sin artimañas de ningún tipo, mostrando simplemente que la vocación cristiana comporta una revocación de la identidad terrenal, Agustín refleja el paso del mundo de la carne al mundo del espíritu olvidándose de sí mismo. Su vida, desde el momento de la conversión, ha dejado de ser suya, es una vida entregada al Creador.

 

Luego hablaremos, guiados por Carpaccio, de los desórdenes juveniles de Agustín. Ahora debemos ocuparnos de algo más relevante para comprender esta tela: su doctrina del tiempo, objeto del undécimo libro de las Confesiones. Estoy seguro de que ustedes recuerdan aquel pasaje donde el santo declara que, cuando nadie le interroga por la naturaleza del tiempo, sabe qué es, pero que, si alguien lo hace, entonces ya no lo sabe. La frase precede desde hace siglos a cualquier estudio acerca del tiempo. Ha sido repetida tantas veces que muchos creen que fue su última palabra sobre el tema, siendo, en rigor, la primera. Agustín pretende con ella poner de manifiesto la enorme dificultad de este concepto, una dificultad derivada del hecho de que el tiempo no es, de suyo, nada, una realidad objetiva, sino que depende, por expresarlo así, de la conciencia que los seres humanos tienen de sí mismos. Recuérdese que ésta es una capacidad por la que se pagó un altísimo precio: la expulsión del Paraíso, o lo que es igual, la desintegración de la Creación, su fragmentación temporal. Si en el Edén, bajo la luz verídica de Dios, el hombre experimentaba las cosas plenamente, integradas en una totalidad de sentido; después de la caída esa totalidad se hizo añicos y la experiencia humana jamás resulta satisfactoria. Es como si una pintura que antes veíamos completa ahora sólo pudiéra contemplarse pincelada a pincelada. Pasado, presente y futuro, o lo que para Agustín es lo mismo, memoria, visión y expectación, son estados del alma corrompida, no realidades. Lo único real es la eternidad, el “tiempo de Dios”. Pero la eternidad ni antecede ni prosigue ni concuerda con el tiempo, sino que es lo otro que él, lo otro que la conciencia pecadora, esa conciencia por cuya causa el hombre jamás sabe nada que no acabe hundiéndose en el abismo del no ser[3]. Como escribió el maestro Eckhardt: “no existe obstáculo mayor para la unión con Dios que el tiempo”.

 

Carpaccio leyó cuidadosamente las Confesiones. De esto no cabe duda. Lo sabemos por el extraordinario cuidado con que seleccionó y dispuso todas las cosas que aparecen en el estudio. El trabajo figurativo es formidable. Se diría que nada le complace tanto como describir con la mayor fidelidad los objetos. En esto es un artista apegado a los patrones de la época. No ocurre lo mismo, en cambio, con su manera de tratar el espacio pictórico, el cual no es, para él, algo vacío, mero receptáculo donde encajar los objetos, sino el trasunto de la existencia de sus personajes. Esta concepción del espacio explica por qué las cosas, en su desnuda materialidad, como simples cuerpos, según el ideal de objetividad que se iba imponiendo entre los artistas (y no sólo entre ellos), le interesan mucho menos que sus significados. El hipotético encallamiento de Carpaccio en la estética medieval tiene su origen aquí. Los expertos han visto en su afán por aunar lo representativo y lo simbólico una renuncia a seguir adelante. Basta, sin embargo, con ver cómo plantea la escena para comprobar lo descarriado del diagnóstico. Aunque elaborada de acuerdo con la exigencia renacentista de referirla al proceso visual del espectador, la composición apenas cuenta con él. Su punto de vista resulta de hecho inadmisible. Sólo arrodillados y con los ojos vueltos en dirección opuesta al acontecimiento principal, puede verse lo que estamos viendo. Nada de esto es fruto del azar, falta de pericia o anacronismo. Carpaccio escoge esta alternativa porque, a diferencia de lo que entonces hacían sus colegas más avanzados, no se propone representar el mundo neutro de la geometría, sino ese mundo concreto que es el mundo de alguien. Su punto de vista le permite alejarse tanto de la creencia escolástica en un saber a través de categorías universales, cuya última garantía es Dios, como del ideal matemático de la objetividad, sostenido por la razón –la razón, no la vida- del espectador.

 

El significado de todas las cosas expuestas en la obra, pero también el conjunto de la escena, queda determinado por esta idea conductora. Carpaccio pinta un estudio, y si a primera vista, o sea, desde nuestra perspectiva como espectadores, el espacio representado parece algo homogéneo, considerado desde su propio centro de gravedad (la biografía del personaje que lo protagoniza), la impresión varía por completo. La creencia agustiniana de que la existencia, sometida a la conciencia corrompida, se disocia como tiempo, resulta así asombrosamente reflejada. En vez de homogeneidad, descubrimos ahora heterogeneidad. Las cosas pasadas, del pasado del santo, se encuentran a su derecha, en el extremo opuesto a los ventanales por donde entra la luz; las cosas presentes, las que está empleando ahora, a su lado; sobre la mesa, en la tarima, en la capilla del fondo. El futuro, simbolizado por una puerta cerrada, la esfera armilar y el reloj de arena, están a la izquierda, y la eternidad, de la que viene la luz que ha puesto en suspenso las actividades epistolares de Agustín, fuera de la estancia, más allá del espacio que podemos percibir. Que solamente él logre contemplarla no constituye una deficiencia de la obra, como a menudo se dice, sino todo lo contrario, la clave para descifrarla. Y es que la luz que impera aquí no es algo físico, mera luz que inunda el espacio e ilumina los objetos, sino luz espiritual, trasunto de la divinidad y la eternidad, y mientras no sepamos entenderlo el sentido de la pintura permanecerá oculto para nosotros.

 

Carpaccio crea sus historias pensado en testigos, no en espectadores. El espectador puede tener la impresión de que las cosas suceden para que él las contemple; el testigo, en cambio, es un observador incidental. La historia no lo necesita en absoluto. Precisamente por ese motivo dispone cada uno de los elementos de la composición de suerte que el vínculo existente entre ellos no dependa en absoluto de quien la observa. En nuestro caso, el vínculo es San Agustín, quien ocupa, pese a ello, una posición lateral y adelantada dentro del estudio. Debemos efectuar cierto esfuerzo para verlo. Nuestros ojos están habituados a leer de izquierda a derecha y a mirar en profundidad. ¿Por qué el pintor ha situado al santo en este lugar? Se trata de una decisión extraña. Y lo es, por supuesto, si miramos el estudio como espacio y no como metáfora de la vida del protagonista. Visto de esta última manera, la decisión resulta, por el contrario, completamente justificada. Al situarlo a la derecha, en un extremo de la estancia, el pintor lo aleja de su propio pasado, un pasado dilatado como el de cualquiera que haya cumplido su edad, y lo aproxima a su propio final, su futuro, claramente más estrecho. Es aquí, en esta zona de la tela, aunque fuera de ella, donde se encuentra alegóricamente la eternidad de la que proceden la voz de San Jerónimo y la luz de Dios. Que Agustín haya quedado en suspenso por su causa, en un éxtasis que descubre la inanidad del tiempo, revela que la historia posee otro centro más importante, aunque fuera de la pintura, lo que es tanto como decir fuera de la existencia terrenal. Hay que estar donde San Agustín, ser San Agustín, haber escapado en suma de los factores psicológicos o históricos que cotidianamente nos condicionan, para experimentar lo que en verdad está sucediendo.

 

Pero vayamos por partes. Recorramos el cuadro tal y como los ojos nos incitan a hacerlo, de izquierda a derecha. ¿Qué encontramos en primer lugar? Aparte el perrito, de cuya serena actitud hemos deducido antes que aquí nadie toma en cuenta nuestra presencia, descubrimos un sillón frente al cual hay un atril vacío y cerca, apoyados en la pared, dos libros, ambos cerrados; arriba, en el resalte del zócalo, varios objetos decorativos; encima, una estantería llena de carpetas clasificadas y, sobre ella, una lámpara de pared. Todos estos elementos, así como los que aparecen en la habitación del fondo cuya puerta está abierta, guardan relación con la juventud del santo, tal y como él mismo la relata en sus Confesiones. El hecho de que la luz caiga sobre ellos y los ilumine con nitidez, a diferencia de lo que ocurre con el testero de la derecha, el del futuro, envuelto en sombras, es un modo sutil de reflejarlo. Agustín ha hecho un exhaustivo recuento de su vida juvenil. Ha confesado sus errores y los ha divulgado para que sirvan de ejemplo a los demás. El análisis introspectivo de su pasado le ha proporcionado un saber precioso acerca de sí mismo y de las pasiones humanas. Éstas son esencialmente tres: soberbia, lascivia y curiosidad. De ellas proceden tres males: la suficiencia, la indolencia y las objeciones de la falsa sabiduría, o sea, el rechazo de la palabra revelada y el menosprecio de Jesús. Agustín se ha ocupado de todo ello en los primeros libros de su autobiografía, Carpaccio en este extremo del cuadro.

 

Detalle

 

Consideremos, antes de nada, la estantería, llena de carpetas muy bien clasificadas. Las carpetas, habituales en los despachos de los escritores, aluden a trabajos hechos o sin concluir –notas, bocetos, textos fallidos, tal vez incluso libros completos luego perdidos, como Belleza y Proporción, su primera obra. Todos estos antiguos trabajos están conectados con los dos volúmenes del suelo, los cuales apuntan también a viejas lecturas realizadas en la época en que San Agustín se interesaba más por los autores paganos que por los de la cristiandad. Unas y otros se encuentran en el ámbito dominado por el sillón y el atril, es decir, la cátedra, en referencia a su condición de maestro de retórica, profesión que, antes de recibir el bautismo, desempeñó con éxito en Tagaste, Cartago y Milán. La retórica es el arte de manipular los sentimientos a través de la palabra. Ésta queda desvirtuada en su esencia como portadora de verdad para convertirse en instrumento de poder. Frente a ello, el sacerdote, que en vez de servirse de la palabra, la obedece y custodia, preservando su sentido. Todas estas cosas a que hemos hecho referencia son, por tanto, vestigios de la soberbia y la suficiencia de la juventud intelectual del santo.

 

Examinemos ahora la repisa del zócalo. Sobre ella encontramos cuatro grupos de cosas: tres tarros de cerámica, dos libros pequeños, tres esculturas y varias piedras afiladas apoyadas perpendicularmente en la pared. El sentido de estas últimas es evidente si se trata, como creo, de puntas de lanza extraídas de algún yacimiento arqueológico. Su presencia aquí serviría para recalcar que nos hallamos en el orden del pasado. En cuanto a los libros, ambos fuera de sitio y, en el caso del que está junto a la efigie femenina, recientemente utilizado (de ahí el cierre metálico abierto), la intención del pintor es seguramente recordar la afición del protagonista a la literatura pagana, una afición de la que, pese a su conversión al cristianismo, nunca logró desembarazarse completamente. La  influencia de los diálogos platónicos en su doctrina o los laudatorios términos con que habla siempre del Hortensius, la obra perdida de Cicerón que despertó su interés por la filosofía (acaso el librito sin cerrar), lo demuestran. Los tres tarros aluden a los tesoros de la sabiduría y la ciencia, identificados por el joven Agustín con las letras paganas, la religión de los maniqueos y la filosofía neoplatónica. Carpaccio, dejándose llevar por ciertas suposiciones erróneas de la época –suposiciones que perduran todavía en la obra de Cipriano Piccolpasso I tre libri dell´arte del vasaio, publicada en 1548- decora dos de ellos a la manera griega y pinta el tercero, en alusión a Manes, originario de Babilonia. de color negro, conforme al gusto persa. La presencia de un adminículo en su interior, un pequeño útil para remover el contenido, podría relacionarse con la mezcla en la naturaleza del bien y del mal, el reino de la luz y el reino de las tinieblas, tesis cardinal del maniqueísmo que Agustín, tras haberla profesado a lo largo de nueve años, rechazó con energía. Estos tarros deben ser puestos asimismo en conexión con los del testero opuesto, a la izquierda del santo, al lado de los ventanales por donde entra la luz. Se trata otra vez de tres tarros, dos de cristal, que se corresponden con la sabiduría revelada, el antiguo y el nuevo testamento (la punta de lanza subrayaría su condición de verdad conocida), y un tercero de cerámica, muy cerca del cual hay una esfera armilar, símbolo de la totalidad de los tiempos, aunque ninguna punta de lanza, en alusión a las verdades que aún permanecen ocultas. Dios se reveló primero en la Escritura y después a través de Cristo, pero esto no quiere decir que sea transparente para el hombre, el cual camina todavía en la fe, no en la visión. “Ahora vemos a través de un cristal, entre tinieblas –escribió San Pablo-, pero luego veremos cara a cara.” Que el tarro usado para simbolizar lo desconocido no sea de vidrio, sino de cerámica, como los de la falsa sabiduría del testero de la izquierda, indica que, respecto de aquello que representa, la vida eterna, no ha desaparecido el peligro de que caigamos en poder de una vana curiosidad. Su posición cercana al ventanal donde acontece la epifanía de Jerónimo, cuyas palabras previenen a Agustín del peligro que encierra querer saber lo que no cabe saber, confirma que Carpaccio jamás aborda sus temas a la ligera.

 

Junto con las obras inútiles inspiradas por la imaginaria sabiduría de los páganos, están las malas obras representadas por las tres efigies situadas sobre la repisa. El recurso a la estatuaria revela que han dejado ya de contar para el santo. Pertenecen definitivamente al pretérito, como algo que, dada su edad, parece imposible que reverdezca. La primera de las esculturas es un caballo. El caballo se identifica con los apetitos carnales y con los honores públicos. Pensemos en el mito del auriga de Platón o en las carreras del circo. También los caudillos son representados como jinetes capaces de sujetar las riendas del estado. De esa manera se pone en evidencia su poder de mando y su prestigio. Nuestro caballo carece, sin embargo, de jinete. Se trata de un animal viejo y manso, que ya no monta nadie, quizá porque las distinciones sociales pierden sentido cuando se decide vivir espiritualmente.

 

La segunda efigie, justo en el centro de la repisa, representa a una mujer desnuda. Se trata de una Venus, bella y estilizada, símbolo del amor carnal. El lector de las Confesiones sabe cuánto tentaron al autor las gracias femeninas. Su amor por Dios es un sentimiento tardío. Durante mucho tiempo fueron las mujeres las que abrasaron su corazón. De ahí la posición central de la figura en la repisa. “Hazme casto –pide cierto día a Dios-, pero no todavía”. Agustín no es, desde luego, un sacerdote inexperto que hable de oídas de los placeres de la carne, y menos aún, un puritano inflexible que los detesta. Nada concuerda menos con su personalidad que el rechazo sistemático del orden material, a la manera en que lo practicaron posteriormente cátaros o albigenses. Agustín no desdeña las cosas del mundo. De hecho, las ha amado hasta convertirse en su esclavo[4]. Pero no fueron ellas las responsables de esa sujeción. Su error fue preferir la percepción de los sentidos a su alma, tomar las cosas como pretextos para su goce. Claro que el error humano no menoscaba la perfección de las criaturas; al contrario, revela que lo decisivo, con relación a ellas, es también la luz verídica de Dios. Existe una gran diferencia entre poseer las cosas y comprenderlas. Por eso no condena el deleite sensual. Sería más pertinente decir que lo teme, teme su anarquismo, su aptitud para desordenar cuanto toca. Al abordar el asunto en su vejez se dará cuenta de que los placeres son consecuencia del rebasamiento de los límites de lo necesario. Cuando esto sucede los sentidos experimentan primero satisfacción y luego hartazgo. Muchos hombres, privados de la luz divina, hacen de ese juego entre necesidad, satisfacción y hartazgo el motor de sus existencias. Ello resulta funesto para el alma, pues el alma sólo es dichosa en la estabilidad, una estabilidad que no proporcionan las cosas perecederas, por tentadoras que sean. Aunque Jesús haya enaltecido el cuerpo humano al encarnarse en él[5], también ha neutralizado sus tendencias naturales espiritualizándolo.

 

La tercera y última escultura es una figura sin determinar. No representa nada en concreto. Puede que el pintor haya jugado con su indefinición a fin de aludir a todo aquello que desempeñó un papel importante en la existencia del santo sin que se percatara. ¿Quién conoce sus faltas? “Absuélveme de lo que se me oculta”, implora el salmista[6]. Y es que, introspección y autoanálisis, por escrupulosos que hubieran sido, tal vez no alcanzaron a iluminar completamente el pasado. Las zonas oscuras de la biografía de Agustín lo son, también, de su propia memoria. Carpaccio es concienzudo hasta este punto. Comprende que el poder de la conciencia humana nunca es tan exhaustivo que no deje ninguna sombra tras de sí.

 

Ahora permítanme referirme a las lámparas de la pared. Hay dos, una en este testero y otra en el de la derecha. Se trata del mismo modelo, un brazo que parece brotar del muro y sostiene un candelero como si fuera una antorcha. Debemos fijarnos en el dispositivo donde se incrusta la vela, imperceptible en el de la derecha. Su ausencia es deliberada y sirve al pintor para recalcar que, si en el pasado Agustín necesitó de ella, de la luz artificial de los hombres, ahora, y en el futuro, ya no le hace falta, pues como repite incesantemente en sus obras: “Tú, Señor, eres mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas”[7].

 

Antes de adentrarnos en la pequeña habitación de la izquierda, miremos el testero donde se encuentra. La disposición simbólica de los tres huecos es muy significativa. Evoca sin duda la estructura arquitectónica de un templo. La nave central, presidida por la imagen de Cristo resucitado, puede asociarse con el presente. Ahí, junto al altar, están los atributos episcopales de Agustín, el báculo y la mitra, y dentro, las ropas y utensilios de la liturgia, principal obligación del obispo. Las naves laterales, es decir, las dos cámaras colindantes, una abierta y otra cerrada, se corresponderían con el pasado y el futuro. La puerta abierta da paso a una porción de la vida del santo que éste ha descrito en sus Confesiones. La puerta cerrada remite a un futuro incierto y por conocer. Hablaremos después de ello. Ahora nos interesan los objetos de la primera estancia: una mesa sobre la cual reposan textos y papeles diversos, dos aparatos apoyados en la pared, cerca de la pequeña hoja situada en el alfeizar de la ventana enrejada, y un facistol abarrotado de libros, todos abiertos. A la derecha, en el suelo, un escabel, y arriba, rodeando la estancia, una balda con cajas de la que penden varios instrumentos de medición: tres astrolabios y una ballestilla. La cámara es evidentemente un observatorio. Lo atestigua no sólo el conjunto de cosas que hay en su interior, sino también el que mire hacia levante, algo habitual entonces en este tipo de dependencias. La hoja que hay encima del alfeizar de la ventana, como la de la mesa, evoca los estadillos donde se anotan las incidencias meteorológicas o fenómenos estelares que luego hay que cotejar con las tablas astronómicas. Los aparatos situados al lado parecen catalejos o telescopios. Este instrumento es bastante más antiguo de lo que suele suponerse. Se tiene noticia, por ejemplo, de que uno coronaba el faro de Alejandría. Aunque hasta la época de Galileo ninguno rindió frutos verdaderamente estimables, es un error pensar que surgieron por generación espontánea. Sobre la mesa observamos también la presencia de algunos libros abiertos. Varios comentaristas han creído distinguir entre ellos un planisferio. Ello sería congruente con la escena, pero no estoy seguro de que sea así. Lo que sí que es seguro es que los volúmenes que ocupan las cuatro caras del facistol no son libros corales para la recitación de las horas canónicas. Por más que se trate del típico facistol giratorio usado por los directores de coro a fin de continuar la recitación sin tener que detenerse a pasar la hoja recién leída, tanto el lugar donde se halla como el tipo de ejemplares que lo ocupan, parecen apuntar en otra dirección. Carpaccio probablemente ha querido mostrar con este confuso amontonamiento de textos el enorme esfuerzo hecho por el joven Agustín en el estudio de las estrellas. Los astrolabios y la ballestilla así lo confirman. Estos instrumentos se usaban en la antigüedad para calcular la altura, posición y movimiento de los astros. En el interior de los primeros solía grabarse la esfera celeste, tal y como ha hecho el pintor en dos de los que figuran en la tela. Pero: ¿por qué tiene Agustín un observatorio en su despacho?, ¿será, como dicen los experos, porque entre los deberes episcopales estaba determinar la fecha exacta en que cae la Pascua?

 

San Agustín refiere en sus Confesiones que durante su juventud, entre los diecinueve y los veintiocho años, enseñó retórica y matemáticas. Matemáticas no significaba en aquella época ciencia de los números. Se llamaba así, sobre todo, a la astrología, una disciplina que requería la realización de cálculos peliagudos. Quienes la profesaban trataban de encontrar vínculos entre el comportamiento humano y los movimientos estelares. San Agustín creyó durante mucho tiempo en esta posibilidad, y aunque en su vejez la denostó arguyendo que era una forma burda de disculpar al hombre de sus acciones, de descargar el peso de su responsabilidad y de arrastrarle, en consecuencia, hacia el abismo del mal, en su juventud el pensamiento de que hubiera en ella algo fraudulento apenas se le pasó por la cabeza. En ese período de su vida, estaba convencido de que la investigación astrológica representa la especulación racional frente a las divagaciones religiosas basadas en la creencia en un Dios omnipotente. No es un credo extraño. La propia Iglesia combatiría por igual a la astrología y a la ciencia bajo el supuesto de que ambas suscitan una imagen mecanicista de la naturaleza, contraria a la libertad divina. En cuanto a las falsas predicciones, motivo fundamental de ataque de los autores cristianos, el joven Agustín creía por aquel entonces que había que atribuirlas básicamente a errores de cálculo, inevitables dada la dificultad de establecer las verdaderas conexiones existentes entre los distintos elementos del cosmos. Consciente, por supuesto, de que la elaboración de pronósticos atraía a toda suerte de embaucadores, le costó, no obstante, más esfuerzo del predecible abandonar su práctica. Spinoza, siglos después, se asombró de que los seres humanos perdieran la vista escrutando las estrellas en vez de dirigirla al propio corazón. ¿Fue esto, una cierta dureza de corazón, la causa de la terquedad juvenil de Agustín? Puede ser. En todo caso, y como él mismo dice en su autobiografía, la fe en la astrología fue la peor de las creencias de su juventud, aquella en la que con mayor ahínco se empleó en su caso el maligno; una buena razón para que Carpaccio le asigne en el cuadro la relevancia que tiene.

 

Ha llegado el momento de visitar la pequeña capilla situada en el centro de la estancia. Antes la comparamos con la nave central de una iglesia. Varios detalles lo apoyan. En primer lugar, el altar, bajo el cual encontramos las ropas y enseres de la liturgia: una vinajera con los jarros para servir el vino y el agua, el recipiente metálico donde se guardan las formas[8], la naveta del incienso o de los óleos sagrados, el albo atado con el cíngulo que vestirá el sacerdote en los oficios y algunos misales. A su izquierda, vemos también un incensario y, encima, dos candelabros, como suele acostumbrarse dejar en el altar mayor mientras no se celebra misa. En segundo lugar la imagen que preside la capilla. No un santo o una virgen, sino Cristo resucitado, envuelto aún en las vendas de lino perfumado con que lo cubrió José de Arimatea cuando depositó su cadáver en la tumba, y con la cruz triunfante en la mano. El efecto que suscita la proximidad del altar, cuyo interior pudimos examinar gracias a las puertas entreabiertas, es muy curioso. Se diría que nos hallamos, alegóricamente al menos, ante la sepultura de Jesús. La posición de las puertas recuerdan la losa desplazada que espantó a María Magdalena el domingo de resurrección y la cortina descorrida parece aludir al misterio que con ello se ha desvelado. La muerte y resurrección de Cristo, cuya conmemoración es el propósito de la eucaristía, única ceremonia instituida directamente por él, eleva la carne por encima del abismo en el que habita a causa del pecado. La muerte, una de las penalidades impuestas por Dios a Adán y Eva, queda de esta forma revocada. La revocación no es, sin embargo, física, sino espiritual. Carpaccio lo ilustra con la imagen que aparece sobre Jesús, el Espíritu Santo, el mismo que descendió de las alturas para consagrarlo durante su bautismo en el río Jordán. Revoloteando en lo alto de la hornacina como el ave Fénix, el Espíritu Santo despliega sus alas centelleantes y alza el vuelo, indicando así que es más fuerte que la muerte[9]. La luz se refleja con delicada intensidad en las piezas vidriadas del mosaico haciéndolas resplandecer como la más bella joya. El juego de colores refuerza el poder alegórico de la escena: oro para el Espíritu, rojo para el ámbito donde Jesús muere y resucita, y marrón, el marrón del barro con que fue hecho Adán, para el plano donde los seres humanos existen.

 

Añadamos, para finalizar nuestra visita a esta parte del estudio, un breve comentario sobre la mitra y el báculo. Su papel es evidente: mostrar la condición del protagonista. El hecho de que sus ropas, las propias del obispo, contengan algunos detalles inhabituales –me refiero, en concreto, a la capelina parda, de la que hablaré después-, puede ser el motivo que indujo al pintor a incluirlos. Carpaccio, como siempre, es muy concienzudo con los detalles. No hay más que fijarse en el báculo. Este objeto, relacionado con el cayado de los pastores, simboliza la labor pastoral del abad y del obispo. Aunque no existe ninguna diferencia entre los báculos de uno y otro, la tradición suele representar el del abad con la parte superior hacia dentro, en alusión al recogimiento de la vida monástica, y el del obispo hacia fuera, simbolizando el carácter exterior de su magisterio. Es lo que ha hecho aquí el pintor con toda intención. Problema aparte es el del lugar donde ambos objetos han sido situados. Ya dije que esta zona del estudio separa el pasado del futuro, la puerta abierta de la puerta cerrada. Simboliza, pues, el presente. Ahora bien, nada puede haber más presente a los ojos de un cristiano que la esperanza de la resurrección. Pero: ¿por qué ocupa un segundo plano en el conjunto de la escena?, ¿será para subrayar que los negocios seculares representados por la mitra y el báculo son secundarios? No lo creo. Pienso más bien que el propósito de Carpaccio es poner de manifiesto que lo que está pasando en este instante en el estudio trasciende el tiempo humano, ocurre, por decirlo así, fuera de él.

 

Detalle

 

Pero no adelantemos acontecimientos. Debemos proseguir con nuestro recorrido. Toca ahora ocuparse del testero de la derecha. La puerta cerrada, en primer lugar. Hemos dicho que simboliza el futuro. Agustín dice que es la puerta a la que hay que llamar si uno quiere que se le abra la casa del Señor. Las palabras con que se cierran las Confesiones lo expresan claramente. “A ti se ha de pedir, en ti se ha de buscar, a tu puerta se ha de llamar. Únicamente así se recibirá, únicamente así se hallará, únicamente así será abierta la puerta.” Esta puerta nos la representamos como futuro, pero no conduce a él, sino que conduce fuera del tiempo, a la eternidad de Dios. Carpaccio trata de plasmarlo con la presencia de una esfera armilar en el resalte del zócalo, justo al lado de la ventana hacia la que mira el santo, y con el reloj de arena situado debajo de ella, en un estante ocupado por diversas carpetas, una de ellas claramente vacía. Pasando por alto pormenores asombrosos, como que el eje inclinado de la tierra haya sido marcado con absoluta precisión en la esfera, veintiún grados exactos, hay que recordar que las esferas armilares mostraban las divisiones principales de los cielos y el movimiento de los astros, representando, pues, la creación en su conjunto, la totalidad del universo y el tiempo mismo en cuanto que tiempo universal. El reloj de arena, en cambio, aunque simboliza también el tiempo, alude particularmente al tiempo que pasa, el tiempo de las criaturas, y, con él, a la muerte. El hecho de que no esté a la vista de Agustín, sino escondido, guarda relación con su carácter inopinado. Sabemos que la vida es fugaz, pero ignoramos su término exacto. La muerte pertenece como tal al futuro, aunque no coincide con él, pues cuando llega, el tiempo se disuelve con ella. Igual ocurre con el tiempo universal, aunque en su caso no sea la flaqueza de las criaturas, sino la voluntad divina, quien dicta la sentencia. Ni uno ni otro, ni el tiempo cósmico ni el tiempo vital, ligados a la puerta cerrada del futuro, poseen sin embargo realidad comparados con la eternidad de Dios, de la cual proviene, como ya hemos dicho, la luz que ha sobrecogido a nuestro protagonista.

 

Los hombres de hoy negamos por sistema este tipo de experiencias sobrenaturales. Desde Freud, suponemos que son consecuencia de un proceso de autosugestión causado por una intensa sacudida emocional. Alguien ofuscado con un asunto hasta el punto de perturbar sus facultades desencadena imágenes ilusorias en su conciencia, tan vivaces e intensas como para suponer que son reales. No hay que ser un espíritu religioso para ello. Recuerden la anécdota de la serpiente de Kekulé[10], el químico que dijo haber descubierto la estructura del benceno después de haberla soñado (de haber soñado cómo los átomos se disponían formando una serpiente que se mordía la cola). Agustín está obsesionado, desde luego, con la cuestión del tiempo y la eternidad. No cesa de darle vueltas en su mente. La fe hace el resto. Aquello que incubó a lo largo de años de meditaciones se vuelve de repente visible. Él lo experimenta como una aparición del más allá. Es natural porque en su época lo divino se asocia inmediatamente con todo aquello de lo que no podemos disponer a la fuerza. Los románticos habrían hablado de genio y el psicoanálisis de subconsciente. Pero todo esto es aquí insignificante. Lo de menos es si San Agustín padeció un desdoblamiento psíquico, una especie de disgregación mental. El hecho indiscutible es que lo encontramos en su estudio, rodeado de sus cosas, y a la vez, fuera de él, en un fuera que le permite aprehender su existencia como una totalidad. Nosotros ignoramos cómo y por qué pasan estas cosas, mas la ignorancia no resulta demasiado grave, pues aquí estamos hablando de Dios y a Dios sólo puede representarlo el arte haciéndonos sentir su ausencia. Este es el mérito de Carpaccio.

 

San Agustín se ha sentado a trabajar. No hace mucho que lo ha hecho. Dispone de poco tiempo. Los atributos de su cargo, el báculo y la mitra, han sido dejados de cualquier modo en un rincón, como si pensara volver pronto a usarlos. La misma impresión ofrecen sus vestimentas. Acaso luego tenga misa y haya aprovechado un minuto de asueto para redactar la carta a Jerónimo. Por debajo asoma la sotana roja del obispo, encima de ella lleva el roquete y, sobre los hombros, una capelina parda, algo insólito porque la de los obispos suele ser roja. El pintor quizá la ha pintado así en homenaje a los agustinos, cuyo hábito es de ese color, igual que el bonete, o para impedir confusiones como las que, pese a todo, embarullaron a los espectadores del XIX. No parecen, en cualquier caso, vestiduras idóneas para trabajar. Esto confirma la sospecha que hemos aventurado. Sin embargo, el escritorio está atiborrado de cosas. Algunas apenas llaman la atención. Son las habituales en estos lugares: un tintero, cajas conteniendo enseres de escribanía. Otras resultan bastante exóticas. La caracola o el tiento oculto entre los libros, por ejemplo. Lo más asombroso es que la disposición de estos objetos es exactamente la misma que la del resto de la estancia: a la derecha del santo, las cosas del pasado; en el centro, las cosas presentes; a su izquierda, las cosas del futuro. Veámoslas una a una.

 

La concha, la campanilla y la tijera simbolizan los tres vicios juveniles del santo: lascivia, soberbia y vana curiosidad. En cuanto a la primera, parece evidente que Carpaccio no pretende evocar aquí la leyenda del niño en la playa, sino la vida disoluta del santo. El ejemplar elegido remite tan palmariamente al órgano sexual femenino que no hay duda de su relación con los placeres carnales. La asociación de la concha con éstos constituye, por otro lado, un viejo tópico iconográfico, tan antiguo como Afrodita, diosa del amor, quien surgió del mar montada sobre una de ellas. La campanilla, en cambio, es un símbolo de la jerarquía, el poder de ordenar y ser obedecido, y representa los honores y las vanidades sociales. Por último, la tijera, vinculada con Átropo, la Parca encargada de cortar el hilo de la vida de los mortales, remite a la idea de destino y, con ella, al tiempo de los paganos, un tiempo desligado de lo trascendente, en el que toda búsqueda está condenada a la inanidad. Claro que ninguno de estos objetos afecta ahora a San Agustín, el cual, embebido por la luz verídica de Dios, no dirige su mirada al pasado, sino que vuelve su cabeza hacia la eternidad.

 

El ámbito del futuro lo conforman libros amontonados, abiertos y cerrados, un evangeliario con guarniciones y tapas lujosas, como corresponde al libro más distinguido de la liturgia, y tras él, semioculto, un tiento o pulso. El papel dominante de los Evangelios subraya el mensaje de salvación contenido en ellos. Ser cristiano significa tener la esperanza de que la muerte no sea algo definitivo. El tiento, es decir, el bastoncillo rematado con una perilla redonda que suelen emplear los pintores para afirmar la mano cuando deben dar una pincelada muy difícil, apunta a dos cosas: una, la seguridad que confiere la fe a la existencia del creyente; otra, la necesidad de no descuidarse suponiendo que basta con ella para salir airoso de cualquier batalla. Carpaccio traduce así plásticamente una de las inquietudes más punzantes del santo: su temor a incurrir de nuevo en el pecado. Nadie llega a conocerse a sí mismo de manera tan perfecta que pueda estar seguro de cuál será mañana su conducta. Las pasiones son capaces de desbaratar los logros de toda una vida. Prueba de la intensidad de este temor, acerca del cual habla a menudo, es una curiosa observación deslizada como al azar en uno de sus últimas obras, Contra Juliano: “Mientras escribía esta obra –refiere Agustín-, nos dijeron que un hombre de ochenta y cuatro años de edad, que había llevado una vida de continencia bajo la observancia de la religión junto a su piadosa mujer durante veinticinco años, se había ido a comprar una bailarina para su propio placer …”

 

Y ahora el presente, es decir, el momento de la visión. Ya mencionamos la pequeña hoja situada sobre el libro abierto y la pluma que sostiene el santo con la mano derecha. Relacionados con ellas están el lacre ovalado que pende de la tarima, atado mediante dos hilos a una cartera que luego quedará cerrada gracias al lazo que lo remata, y el estuche de cuero conteniendo la matriz del sello, situado entre los dos libros de partituras. La forma del lacre, idéntica a la del estuche, y el color grana de la cera, son los habituales entre los prelados del Renacimiento[11]. Con su presencia aquí, en el primer plano del cuadro, parece que Carpaccio ha querido dejar bien claro que el protagonista está escribiendo una carta con intención de enviarla en cuanto termine, cosa que, sin embargo, no hará. Por eso no hay todavía ningún rastro sigilar en el lacre, lejos de lo que sostienen ciertos estudiosos que, en un alarde de fantasía admirable, aseguran ver en él trazas del emblema de Bessarion. Que lo hubiera sería contradictorio con la anécdota principal. Problema aparte es cómo la plasma el pintor en el cuadro. La reacción del santo quizás resulte demasiado serena o apagada dada la circunstancia. Se diría que la revelación de lo numinoso no es para él, como para nosotros, algo extraordinario. La fe le ha preparado para esto y para más. De ahí la expresión de su semblante –mezcla de estupor, sometimiento y esperanza- y el movimiento de su cabeza, acorde con el del intelecto que se alza en busca de aquello que lo alimenta. Nosotros, en cualquier caso, permanecemos ajenos a lo que está pasando. Sabemos que hay una luz, pero no la percibimos. Un destello, un relámpago, una irradiación de cualquier tipo, podríamos captarla, no una luz que llega al corazón; luz espiritual, extática. Creemos, y así lo insinúan las manos del santo –una apoyada en la mesa, la otra paralizada en el aire-, que debe tratarse de algo sobrecogedor. Dios lo inunda todo y, como es incompatible con la conciencia disociadora, revoca el tiempo unido inexorablemente a ella. Pasado, presente y futuro son trascendidos por su causa. Agustín no es consciente ahora de lo que le sucede. Luego, cuando vuelva a la normalidad, sentirá que ha escapado del laberinto del tiempo. ¿Dónde ha ido? No podemos saberlo. El anticipo de eternidad que se le ha concedido constituye para nosotros algo tan oscuro como es para él la cuestión de la dicha de los bienaventurados. Sería menester algo más que el lenguaje para explicar su visión. Por eso se dijo antes que esta tela posee dos centros de gravedad diferentes: uno, San Agustín, cuya existencia temporal ha desplegado Carpaccio para nuestra consideración de acuerdo con el relato de las Confesiones; y otro, la eternidad o Dios, experimentada sólo por el protagonista de la historia.

 

Hemos recorrido el estudio de parte a parte. Falta sólo un último grupo de cosas por considerar. Todas ellas se encuentran en el ámbito de la tarima, a pies del protagonista, en curiosa gradación, una especie de escalonamiento que culmina, como todo en esta obra, allí donde acontece el fenómeno principal, imperceptible para nosotros. Su posición en primer plano no es, sin duda, casual. Coincide con ese lugar inadmisible que, como antes insinué, se corresponde con la perspectiva del espectador. ¿Será aquí dónde hallaremos la última, definitiva, clave del cuadro? Carpaccio parece querer obligarnos ahora a ascender desde los objetos que están a nuestra altura hasta el ventanal donde está produciéndose la aparición: de las partituras al libro de música, de éste al evangeliario y del evangeliario a la esfera armilar, limítrofe con la luz divina. Si prestamos atención al conjunto descubrimos, aparte de varios libros inidentificables, dos grupos de partituras, unas en folio, otras en un volumen abierto colocado sobre un atril. El anárquico amontonamiento de textos –recurso simbólico que podría relacionarse con un pasaje del Pseudodionisio en el que se afirma que “cuando el discurso desciende de lo alto a lo bajo, su volumen aumenta conforme nos alejamos de tales alturas”-, no debe distraernos de lo principal: la música. El cuidado que el pintor puso en que las partituras pudieran leerse e identificarse subraya, desde luego, su importancia.

 

Aunque San Agustín dedicó un tratado específico a la música, las líneas esenciales de su pensamiento se hallan en el noveno libro de las Confesiones. El contexto particular en el que aborda la cuestión es el de las tentaciones que nos asaltan por causa de nuestros sentidos. Entre ellas están los goces del oído. El santo admite haber experimentado gran afición por ellos, una afición desmesurada. De ella lo liberará, como del resto de los deleites terrenales, su conversión al cristianismo. La música seguirá estando sin embargo presente en su vida. No en vano fue introducida por aquella época en el culto católico. Él mismo informa de que la costumbre de entonar himnos y salmos nació en Milán en el reinado de Valentiniano. Los cristianos se congregaban en el templo temerosos de que las autoridades emprendieran alguna acción contra su obispo, el célebre San Ambrosio. Para amenizar las horas de espera, adoptaron la costumbre que tenían ya las iglesias orientales de acompañar la liturgia con partes cantadas. El piadoso ejercicio fue así consagrándose poco a poco hasta convertirse en lo que conocemos. A Agustín no le parece mal que la música se use como medio para introducir las palabras de la Escritura. Entiende que el canto puede acrecentar la piedad y la devoción. Más aún, aventura que ello es posible debido a la correspondencia existente entre tonos y estados del alma. La dificultad surge de la sutileza de esas relaciones. Los sentidos pueden experimentar deleite por sí solos, sin ir acompañados de la sabiduría de la palabra, y esto debilitar el alma satisfaciéndola con algo vacío y engañoso. Si el problema de la gula es que lo que vale para la salud resulta escaso para el deleite, el del oído es que se contenta con cualquier cosa. Agustín advierte en esto un peligro, tanto que, aun admitiendo el gran efecto espiritual que puede llegar a tener sobre los hombres, considera que tal vez lo mejor fuera apartarla de la Iglesia. Para que la música aproveche de verdad es necesario no sólo que el sonido llegue al oído, sino que, al mismo tiempo, la palabra alcance al alma.

 

Veamos ahora cómo ha representado todo esto Carpaccio. En la parte inferior del cuadro, justo en la esquina derecha, encontramos una partitura en folio apoyada en el suelo. Se trata de una composición profana en tres partes,  probablemente para tres violas o tres trombones. Aunque algunos estudiosos sostienen que la pieza es una canción del folclore veneciano, quizá una de esas melodías que se oían usualmente en los canales cantadas por los gondoleros, la ausencia de texto revela el propósito del pintor de referirse a la música sin más, desprovista de palabras, como puro deleite para los oídos. Su carácter popular y festivo justificaría su posición en el suelo, ámbito de las pasiones y los apetitos. Por encima de ella, en el volumen apoyado sobre el atril, vemos, en cambio, una pieza sacra a cuatro voces. La melodía, la sobriedad rítmica y la textura armónica de la obra evocan claramente los himnos atribuidos a San Ambrosio. Su localización en un plano superior, la presencia del atril y el lujoso formato del libro, vienen a subrayar la preeminencia de la música que acompaña a la palabra sagrada. Ésta lleva la armonía en la dirección apropiada, apartándola del mundo de los sentidos y acercando el alma al Creador. Pero el camino musical no acaba aquí. En la escribanía volvemos a tropezarnos con el evangeliario, o sea, la palabra sagrada, y más arriba, con la esfera armilar, que simboliza la música de las esferas, una música que no se percibe con los oídos, sino con la mente. La música de las esferas, el viejo tema órfico y pitagórico, es un reflejo de la armonía celeste y, en consecuencia, de la perfección de la Creación. Se trata de una música inaudita e inaudible, asequible sólo al pensamiento. Lo más parecido a ella es el cálculo matemático con el que acaba por confundirse. Y, sin embargo, todavía cabe concebir un deleite más elevado que cualquier música, una música superior a cualquier sonido, la música de Dios, el puro silencio de los círculos del Paraíso donde habitan los bienaventurados que gozan de la gloria eterna.

 

Una última consideración antes de concluir. Carpaccio ha creado (“ha imaginado”, dice la pequeña hoja blanca que rueda por el suelo con su nombre) una escena que puede ser contemplada en sí misma o de manera que podamos ir muy lejos de ella. Si hacemos lo primero, lo que se nos ofrece es un instante de la vida de San Agustín, un instante que condensa en un punto la totalidad de su existencia temporal. Si hacemos lo segundo, el tema es la eternidad, aquello que no puede ser pensado ni experimentado por el hombre en cuanto sujeto consciente. Para encarnar esto que de suyo es irrepresentable, el pintor tiene que recurrir a la elusión: una luz incolora, una música inaudita, una presencia invisible. El estudio del santo está saturado de lo divino, aunque no hay rastro de ello por ninguna parte. La materia no es transfigurada por el espíritu, ni el espíritu es absorbido por la materia. Ambas sustancias parecen ser una única sustancia cuando se adopta el punto de vista adecuado. La idea de que las imágenes sólo pueden mostrar lo visible, ese argumento que alegan los artistas de vanguardia para abandonar el mundo de las apariencias, se revela aquí falsa. El hombre no puede saltar del tiempo a la eternidad; Dios, en cambio, si puede hacerlo[12].

 

En la época en que fue pintada esta tela, el neoplatonismo florentino, la filosofía de moda, removía una de las creencias fundamentales del cristianismo al sostener que el alma puede recorrer por sí sola el camino que conduce de las regiones inferiores de los sentidos y la conciencia disociadora hasta la perfección divina. Hay una escala, escribió Marsilio Ficino en su libro Sobre el Amor, que lleva del sentir al creer, del creer al razonar y del razonar al intuir directo. El hombre puede llegar al final, aunque para dar el último paso el pensamiento discursivo deba volverse intuitivo o simbólico. La diferencia entre tiempo y eternidad comenzaba a borrarse. Era el anuncio de una nueva época que, entre otras cosas, descubriría la Historia. Mas no fue esta la única consecuencia del neoplatonismo, cuya variante antigua profesó y rechazó el joven Agustín. Al defender la existencia de una forma superior y más noble de conocimiento, accesible al intelecto, pero reservada a la poesía y el arte, los neoplatónicos devaluaron sin pretenderlo el mundo sensorial. Una vez que se asciende a la cima, las cosas devienen escoria, reflejos de una perfección que las anonada. Carpaccio huye de esto. Como buen veneciano, desconfía de las idealizaciones. Prefiere las doctrinas de Agustín y por eso representa su visión como teofanía y no como la última fase de una serie ascendente que depende, para ser recorrida, de la voluntad. Más allá de la conciencia sólo hay misterio. El alma podrá aspirar con toda su fuerza a la luz de Dios, podrá encumbrarse por encima de los apetitos y las pasiones, triunfar sobre la curiosidad y la arrogancia, pero el último paso no lo puede dar. Un abismo separa las ideas de las cosas. Ahora bien, precisamente porque la plenitud queda al otro lado de donde estamos, no tenemos derecho a despreciar a las criaturas comparándolas con ella. Lo despreciable no son las cosas materiales, sino la conciencia que las impide ser tratando de someterlas a su control. El desdén hacia el ente implícito en el neoplatonismo, y luego en la filosofía y la ciencia modernas, no está ni en Agustín ni en Carpaccio. Ninguno de los dos reprocha a las cosas su ineptitud para colmar la mirada humana. Las cosas son lo que son porque forman parte de un mundo cuyo centro de gravedad es el hombre. Otro problema es si la vida del hombre se reduce a esto, a ser el poder de configuración de un mundo, o si es necesario remitirla a algo más alto, una medida, y especialmente un tiempo, que rebasa con creces el suyo propio. El cristianismo niega que el hombre pueda alcanzar la plenitud fuera de Dios. No sabemos cómo interpretaba Carpaccio esto. Lo que sí sabemos es que no quiso corregir a la naturaleza con su arte ni trascenderla remontándose a un ideal abstracto. Como todos los pintores lagunares sabía que no hay profundidad sin superficie. Si hemos aprendido esto podemos dejar de mirar el cuadro. En el momento en que lo hagamos no les quepa duda de que las cosas retomarán su curso y que Agustín, ahora en suspenso, volverá a escribir su carta.

 

 

 

 

 

 

 

Notas


 

[1]    Los cardenales surgieron en el siglo XI, durante el pontificado de Gregorio VII (1073-1085), quien creó un cuerpo de electores para evitar las disputas que se producían cada vez que el Papa moría. Su existencia liberó a la Iglesia de la influencia del pueblo romano y de su aristocracia.

 

[2]    El pintor incurre con ello en una deliberada incoherencia, pues el rostro del protagonista representa una edad inferior a la que tenía Agustín cuando acontece el hecho relatado. Contarini da por seguro que se trata del cardenal Bessarion debido al extraordinario parecido existente entre el protagonista de esta tela y el del cuadro de Gentile Bellini Bessarion con la custodia donada a la Cofradía de la Caridad y dos hermanos de la misma, hoy en el Kunsthistorisches Museum de Viena. La relación de Bessarion con la Scuola se remonta a 1464, fecha en la que le concedió una importante indulgencia. Estudios posteriores han puesto en duda esta identificación. Augusto Gentili, por ejemplo, sostiene que la persona retratada es el obispo Angelo Leonino, quien donó a la Scuola una reliquia de San Jorge e tiempos de Carpaccio. Véase A. Gentili, Le storie di Carpaccio, pag. 88 y ss. Ed. Marsilio, Venecia, 2006.

 

[3]    “De esos dos tiempos, pasado y futuro, ¿cómo pueden existir si el pasado ya no es y el futuro no existe todavía? En cuanto al presente, si siempre fuera presente y no se convirtiera en pasado, no sería tiempo, sino eternidad. Luego, si el presente, para ser tiempo, tiene que dejar de ser presente y convertirse en pasado, ¿cómo decimos que el presente existe si su razón de ser estriba en dejar de ser? Así pues, no podemos decir verdaderamente que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser”. Confesiones XI, 14.

 

[4]    “Mis ojos aman las formas bellas y variadas, los colores esplendorosos y agradables. Pero ¡que ellos no retengan mi alma! Que la retenga sólo Dios, quien ha creado estas cosas excelentes. Él es mi bien, no ellas.” San Agustín, Confesiones, 238.

 

[5]    El maniqueísmo identificó el mal con la materia y lo opuso al bien como una sustancia a otra. Para los cristianos, en cambio, la materia no tiene de suyo nada que ver con el mal. No hay más que un principio, Dios, que crea cuanto hay, incluida la materia. Es la conciencia corrompida del hombre que arrastra el pecado original quien desvirtúa el sentido de la creación. De la misma manera que Cristo sublimó la carne al sufrir el sacrificio de la cruz por la salvación de los hombres, Adán y Eva lo degradaron al pecar. Dicho de otra manera: la perversión no está en la carne, sino en el uso que se hace de ella. El cristiano no se avergüenza de tener un cuerpo, como maniqueos y neoplatónicos, sino de vivir sólo para él. El alarido que, según una fábula maniquea, dio Adán al verse encerrado en un cuerpo carnal, no tiene cabida en la visión cristiana

 

[6]    Salmos, 19, (18), 13.

 

[7]    Contarini se refiere al salmo 18, 28, el cual aparece citado al menos tres veces en las Confesiones, en el libro IV, 15; en el libro XI, 25 y en el libro XIII, 8.

 

[8]    Su nombre es piscis y lo usa también el cura para portar las formas cuando va a dar la extremaunción al moribundo. En elFuneral de San Jerónimo, de Bastiani, maestro de Carpaccio, se ve tras el oficiante a un monje que lleva el piscis y el incensario. El modelo es parecido al que vemos en este cuadro.

 

[9]    La asociación entre el ave Fénix y el Espíritu Santo se remonta al siglo III, época en que se compuso en Alejandría un texto titulado Physiologus.. Cuenta éste que el ave Fénix, una criatura hermosísima, de alas centelleantes, abandona cada quinientos años la India, pasa por el Líbano, donde se impregna del perfume de sus cedros milenarios, y luego llega a Heliópolis, en Egipto. Allí es consagrada por un sacerdote al dios solar, siendo consumida por el fuego en un altar. Al día siguiente, renace de sus cenizas y retorna a la India. Si entre los romanos simbolizó el eterno retorno, entre los cristianos simbolizará la resurrección de Cristo y, por lo tanto, la victoria sobre la muerte.

 

[10]   La imagen de la serpiente que se muerde la cola es un símbolo de la eternidad y, entre los partidarios de las tradiciones esotéricas y místicas, de la sabiduría. La estructura química del benceno se convierte de este modo en otra expresión de lo que busca Agustín.

 

[11]   En el Archivo Histórico Diocesano de Ferrara (Fondo CFR San Giobbe 2/A nº 66) se conserva la bula de indulgencia concedida por el cardenal Hipólito I de Este el 7 de Diciembre de 1501 a favor de la confraternidad de San Giobbe. El pergamino, ejemplo clásico de escritura cancilleresca, contiene un sello muy parecido al del cuadro de Carpaccio.

 

[12]   “El Señor vendrá como un ladrón en la noche”, dice San Pablo.

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