Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Novela por entregasFlores en la tumba de Monteverdi

Flores en la tumba de Monteverdi

El siguiente texto procede de la copia taquigráfica que hizo Bettina Lamberti de la lección que impartió a sus alumnos Alvise Contarini en 1993. La señorita Lamberti es descendiente directa de Antonio Lamberti, autor de un célebre y estremecedor poema sobre la caída de la República veneciana, y sobrina-nieta de una presunta novia del musicólogo, extremo sobre el que reina la más absoluta tiniebla. Algunas personas creen encontrar insinuaciones a esa relación en la presente historia. Yo no lo veo así. En todo caso, se trata de un texto cerrado sobre sí mismo, que no necesita aclaraciones. He añadido a modo de ilustración musical las piezas a que se alude en el curso de la disertación.

 


 

 

Ahora que la señorita Lamberti os ha explicado quién soy y qué vengo a hacer aquí, espero que ninguno de vosotros siga creyendo que estoy loco. Sé que mi comportamiento del otro día, cuando nos encontramos en la iglesia de los Frari, os asustó un poco, pero puedo juraros que no hacía nada extraño. Rezaba. Comprendo que os parecerá increíble que diga esto cuando estaba cantando, pero es que así rezo yo los días que visito a mi amigo Monteverdi. Si me pusiera de rodillas y juntara las manos ante su lápida, mi postura podría parecer más reverente, pero tened por seguro que mi oración no sería más sincera que cuando canto. Monteverdi sabe que esta es mi manera de expresarle la gratitud que siento hacia su música, y también lo sabe Dios, que lo sabe todo. Algunos vigilantes a los que nadie ha prevenido de mi existencia, cuando me sorprenden cantando, me reprenden amablemente, como si creyeran que soy un viejo que ha perdido la cabeza. «Señor, aquí está prohibido cantar», me dicen. Yo les hago caso y dejo de cantar, pero para que vean que no soy un anciano senil, sino que esta apariencia mía es debida sólo a mi cuerpo, que está fatigado de rodar por el mundo, en cuanto se dan la vuelta, silbo con todas mis fuerzas la tocata de una ópera de Monteverdi, La fábula de Orfeo; la silbo muy fuerte, así, para que me escuche el vigilante y corra en busca del párroco, que le dirá que no se preocupe, que ni estoy loco, ni tiene por qué avisar a la policia, y para que lo haga sobre todo Monteverdi, o mejor dicho, lo que queda de su cuerpo,pues su alma está en el cielo, donde dirige el coro de los ángeles.    

La señorita Lamberti tuvo la idea, mientras charlábamos el otro día, de invitarme a venir hoy para hablaros de él. Quiere que os explique por qué hay siempre flores frescas sobre su lápida. He aceptado la sugerencia porque me gustan los niños que aún se sienten felices de serlo, niños de vuestra edad, y porque nada puede complacerme más que ver otra vez a vuestra profesora. Además, no tengo nada que hacer y he pensado que pasaría un rato entretenido en vuestra compañía. La vida de los ancianos solitarios es muy aburrida y algo de compañía sienta bien. A menudo observo a vuestros abuelos con envidia. Ellos cuentan con vosotros. Yo, en cambio, no tuve hijos y, por eso, tampoco tengo nietos con los que distraerme cuando doy un paseo.

En cuanto a Monteverdi, del que voy a hablar ahora, os aclararé que, a pesar de ser uno de mis mejores amigos, cuando yo nací él ya no estaba en el mundo. Nuestra amistad es algo especial. No es la amistad que se tiene con un vecino o un compañero de clase, sino algo de otra naturaleza. Estoy seguro de que lo vais a comprender, así que os revelaré el secreto. A mí me sucede, y es posible que también a vosotros llegue a pasaros alguna vez, que cuando oigo su música, siento que la hubiera compuesto expresamente para mí, como si hubiera intuido mientras vivió que su mejor amigo estaba por nacer y quisiera mandarle de esta manera alguna prueba de su afecto. Es algo difícil de admitir, lo reconozco, pero no debéis olvidar que a veces este tipo de cosas increíbles son las más hermosas y verdaderas.

Antes de comenzar tengo que explicaros qué hace aquí este bulto. No se trata de ningún misterio. Es sólo un cuadro, un retrato. Lo he tapado para que, cuando lo destape, tengáis ganas de contemplarlo conmigo. La persona representada es Monteverdi. La pintura pertenece a la Galería de la Academia. He hecho uso de un privilegio familiar y su director me la ha prestado durante unas horas. Soy un Contarini, el último de una larga lista que se remonta a los orígenes de Venecia. Muchos de los tesoros de la Academia fueron antes de mi familia. Mi tatarabuelo Girolamo donó a la ciudad ciento ocho pinturas, entre ellas algunas de las más famosas de Giovanni Bellini y Giorgione, dos de nuestros grandes artistas. Pero será mejor que no habléis mucho de esto. Ciertas personas podrían enojarse si se enteraran de que hemos tomado prestado un cuadro del museo. Confío en que sabréis guardarme el secreto. Ahora ya podéis mirarlo.

 

Retrato Monteverdi

 

 

El cuadro lo pintó Domenico Fetti en 1623. Monteverdi tenía cincuenta y seis años, bastantes menos que yo. Aunque para mí no cabe ninguna duda de que se trata de él, hay expertos que lo niegan. Se extrañan de que a un músico lo retrataran llevando una máscara en la mano. La máscara es el símbolo del teatro. Lo habitual entonces solía ser representar a los músicos portando una partitura o un instrumento. Así se sabía cuál era su oficio. Yo tengo la impresión de que esas personas olvidan que Monteverdi fue uno de los creadores del melodrama, el teatro musical. El hombre aquí representado es, además, el mismo que otro artista, Bernardo Strozzi, pintó en un retrato que los estudiosos actuales consideran auténtico, así que no vale la pena discutir el asunto.

Observadlo bien. Es un hombre mayor, pero no un anciano. Viste con elegancia y su gesto revela confianza en sí mismo. No parece un individuo que se asuste fácilmente de nada, ¿verdad? La frente, agrandada por el retroceso de los cabellos, revela una inteligencia despierta. Tiene muchas arrugas, señal de una vida fatigosa, aunque las más profundas son las del ceño, habituales en personas que han pasado largo tiempo concentradas en graves faenas. Bajo el pómulo derecho podemos apreciar una cicatriz. No me preguntéis cómo se la hizo porque no lo sé, nadie lo sabe a ciencia cierta. Su mirada pone también de relieve una enorme vitalidad. Hay en ella pasión, inteligencia y quizá suspicacia o inquietud, no debilidad o malicia. ¿No os recuerda un poco a Don Quijote, aquel hidalgo tan aficionado a las novelas de caballería que acabó creyéndose un caballero andante? Vuestra profesora me ha dicho que conocéis la historia de Cervantes y a mí me gustaría que la tuvierais presente mientras hablo, pues ambos, Don Quijote y Monteverdi, vivieron poco más o menos en la misma época.

¿Habéis abierto ahora tanto los ojos porque creéis que no sé que Don Quijote es un personaje de ficción y que los personajes de ficción nunca vivieron? Estáis equivocados. Sé perfectamente que Don Quijote no existió, que es una invención de Miguel de Cervantes. Cuando digo que Monteverdi y él fueron coetáneos lo que quiero decir es que fueron concebidos en el mismo periodo histórico. Uno por su padre y su madre, como hacen los seres de la naturaleza, otro por su autor, que es lo que les pasa a los seres de fantasía. No penséis, sin embargo, que el tiempo no deja una impronta similar en ambos casos. Don Quijote se parece a Monteverdi tanto como los protagonistas de las películas actuales se asemejan a nosotros. Las criaturas de ficción suelen poseer rasgos y características muy parecidas a la de los hombres que las han concebido.

Voy a pediros ahora otra vez un poco de atención. No me queda más remedio. Los historiadores somos un poco como los campesinos. También a nosotros nos gustaría que los árboles acercaran sus ramas al suelo para poder coger cómodamente sus frutos, pero a menudo ocurre que lo mejor está en la parte de arriba y hay que trepar por las ramas o ir a por una escalera. La escalera en nuestro caso es una breve reflexión que voy a hacer sobre el teatro, género que en el siglo XVII alcanzó su plenitud. Ojalá podáis entenderme porque, como ya os he dicho, Monteverdi fue uno de los creadores del teatro musical, y gran parte de su prestigio se cifra en ello. La ópera, o para ser más precisos, el melodrama, no existía entonces. Monteverdi se percató de que el teatro permitía profundizar en los sentimientos y pasiones de los hombres. Desdichadamente, se trataba de un ámbito vedado a la música. La música en aquel tiempo estaba reservada principalmente al uso religioso. Se ocupaba menos del hombre que de Dios. Muchos compositores habían cambiado ya las frías sacristías de las iglesias por los caldeados salones nobiliarios y la polifonía eclesiástica por el madrigal de corte, muy exigente desde el punto de vista de la técnica musical, pero, comparadas con las obras religiosas, este tipo de piezas resultaban más bien modestas, piezas menores con las que difícilmente podía un artista demostrar todo su talento. Claudio pensó que si la música acompañaba con sus armonías a la palabra de los actores, conquistaría un territorio nuevo donde crecer y perfeccionarse como nunca lo había hecho. Este fue su sueño, un sueño que hizo realidad.

Con su telón y su escenario, el teatro constituye un espacio mágico. No el mundo real, donde los hechos ocurren siempre conforme a ciertas leyes, sino un mundo fantástico en el que todo cabe, desde lo normal a lo inaudito. Los personajes dramáticos se asemejan a las personas que hallamos en la calle, pero pueden pensar, hacer y decir las cosas más raras y asombrosas, cosas incluso reprobables a ojos de la mayoría. Esto ofrece una envidiable libertad creativa a los autores, que pueden dar rienda suelta a su pensamiento. Aunque la meta de la representación teatral es entretener al espectador, cuando alcanza cierta calidad le ayuda también a enfocar de otra forma los problemas de la vida. No es casual que el teatro naciera en Grecia, ligado al culto de Dionisos, dios del vino y de la fiesta, un dios al que se atribuía el poder de deshacer los nudos y resolver los problemas, pues la ligereza que introduce en la vida resulta ser, a veces, la mejor forma de afrontar las dificultades que suelen ensombrecerla.

Os voy a poner un ejemplo. ¿Conocéis la historia de Orfeo? Orfeo era un músico legendario, famoso en todo el mundo porque tenía un dominio tan grande de su arte que era capaz de amansar a las fieras con el sonido de su lira. Aunque estaba muy orgulloso de ese don, echaba de menos una esposa con el que compartirlo. La tristeza que sentía a causa de ello se transformó en dicha cuando conoció a Eurídice, una muchacha encantadora de la que se enamoró perdidamente y con la que se desposó. Su felicidad duró, sin embargo, muy poco, ya que Eurídice fue mordida por una serpiente y murió. Orfeo, desesperado, tomó la decisión de dirigirse al reino de la muerte para pedir a Hades, su rey, que se la devolviera. Podéis imaginar los obstáculos que tuvo que vencer para llegar allí. Desde el incorruptible Caronte, el barquero encargado de transportar las almas de la orilla de la vida a la orilla de la muerte, hasta el feroz Cerbero, un gigantesco perro de tres cabezas que guarda la entrada del infierno. Por suerte, la lira de Orfeo era una llave mejor que cualquier llave y una tras otra franqueó las puertas hasta ser recibido por Hades. Éste no era aficionado a la música y no se conmovió con sus canciones, pero sí su esposa Perséfone, gracias a la cual consiguió el permiso para llevarse a Eurídice de vuelta al reino de los vivos. Hades, no obstante, puso una condición: mientras durara el recorrido por su reino, Orfeo no podía volver la vista atrás. Si lo hacía una sola vez, Eurídice tendría que regresar.

Tal vez os parezca una condición fácil de cumplir, pero es porque no os hacéis idea del horror que encierran los abismos infernales. Orfeo sí que supo que era aquello, vaya si lo supo. Durante mucho tiempo estuvo caminando por corredores que parecían el intestino de un monstruo que acabara de devorarlo. De todas partes llegaban hasta él criaturas sin carne que olisqueaban su sangre como si pensaran que con ella podrían recuperar la vida que ya no tenían. Avanzaba a oscuras, palpando unas paredes tenebrosamente frías sin otra guía que la que le proporcionaba la pendiente del terreno y el olor de la estancada laguna. Al principio se movió con confianza, feliz de haber conseguido rescatar a su amada, pero el aire viciado hizo que poco a poco su corazón dudase llenándose de negros temores. No oía eco de pisadas ni sonido alguno. ¿Realmente le seguía Eurídice o había sido objeto de un engaño? La inquietud, alimentada por las dudas, fue socavando su ánimo hasta que, de pronto, no pudo resistir la tentación de mirar atrás. Nunca debería haberlo hecho, desde luego, pues inmediatamente, sin darle tiempo si quiera para completar el movimiento, se cumplió la amenaza de Hades y Eurídice desapareció igual que una sombra engullida por la oscuridad.

No sé si os dije que en la entrada del reino de Hades hay una inscripción en piedra con estas palabras: “!abandonad toda esperanza los que aquí entráis!” Orfeo entró y salió, aunque mejor que no lo hubiera hecho, pues su corazón se quedó dentro, con su amada Eurídice, y un hombre no puede vivir sin su corazón. Ni siquiera Argos, el monstruo de los cien ojos, hubiera podido derramar tantas lágrimas como las que brotaron de los ojos de Orfeo cuando comprendió su desgracia. Después, al alcanzar la superficie y ver de nuevo la luz del Sol, sintiéndose la criatura más desdichada del orbe, declaró que nunca volvería a amar a otra mujer. Sus palabras fueron oídas por las muchachas del séquito de Dionisos, que se abalanzaron sobre él con intención de borrarle aquella idea. Como estaban poseídas por el dios y no eran conscientes de sus fuerzas, no advirtieron que con sus arrumacos, en vez de persuadir a Orfeo de que cambiara de idea, lo estaban asfixiando. Y esto fue lo que ocurrió.

 

 

Orfeo fue derrotado por su propia pasión. No supo controlarse e infringió la ley de Hades. En vez de seguir adelante, miró atrás. Ninguno de nosotros incurriría en semejante error, entre otras cosas porque nunca nos encontraremos en su situación. Nadie puede ir a un reino que no existe, el reino de los muertos. La gracia y el misterio del teatro es que algo que no puede pasar ni confundirse con la vida real pues se trata sólo de fantasía, puede aplicarse a ella e iluminarla mejor que los hechos reales. Sois demasiado jóvenes para tener experiencia de ello, pero hay personas que, tras sufrir, por ejemplo, una terrible decepción amorosa, creen que ya nunca serán capaces de volver a amar. El dolor les impide afrontar el futuro con confianza. Les ocurre como a Orfeo; vuelven la vista atrás en vez de seguir su camino y entonces se quedan en ninguna parte, mejor dicho, se quedan en el reino de la oscuridad, ese infierno del que sólo se puede salir, como dijo Hades, marchando siempre hacia delante.

La leyenda de Orfeo nos enseña una cosa, y es que al pasado no deben dársele más vueltas de la cuenta. Una cosa es que lo evoquemos fugazmente y otra distinta hundirse en él como en unas arenas movedizas. La vida demanda corazones puros. Hay personas, sin embargo, a las que sus recuerdos no les dejan pensar, gente que en vez de una vida parece que llevan un crimen a la espalda.

¿Veis la utilidad del teatro? Gracias a él podemos considerar las cosas desde un ángulo diferente del habitual. Los seres fantásticos imitan a los seres reales, pero reflejan los problemas de la vida más profunda y a veces más penetrantemente que ellos. Monteverdi amaba el teatro, estaba convencido de su valor para instruirnos deleitándonos, y deseaba que la música cooperara con esta bella tarea.

Oídme bien porque esta es la única lección que pretendo daros: el valor del teatro, la música, la pintura, la poesía, la literatura, no descansa sólo en el placer que proporcionan, sino en su poder para descubrir aquello que por lo general suele permanecer oculto en la vida cotidiana. A los niños no es necesario explicaros esto, pero pronto seréis adultos y entonces os ocurrirá lo que a todos los adultos, que olvidan que una vez fueron niños. Los mayores suponen que esta página del libro que tenemos delante ofrece todas las claves que hacen falta para conocer el sentido de las infinitas que nos quedan por leer. Por eso juzgan con suspicacia todo lo que choca con lo que saben. Esto es bueno y malo. Bueno porque la vida es muy exigente y hay que afrontar los problemas con cautela. Malo porque cuando uno se rinde a la realidad acaba perdiendo la alegría de vivir. Yo llevo muchos años siendo una persona mayor y puedo confirmar que apenas se gana nada dando el salto. Hacedme caso, no tengáis prisa en volveros mayores, pero cuando lo hagáis, recordad que fuisteis niños y que los niños, al igual que los grandes artistas, participan espontáneamente de una transparencia que los adultos, con su seriedad y su circunspección, ya no son capaces de disfrutar.

Monteverdi nació en Cremona. Su padre era cirujano. Los cirujanos no trabajaban entonces en los hospitales ni hacían las operaciones que hacen hoy. Se ocupaban de cosas de menor importancia. Extraían las muelas cariadas y cosas por el estilo. Claudio, que es el nombre de pila de Monteverdi, nunca mostró interés por seguir los pasos del padre. Desde que, siendo niño, entró a formar parte del coro de la catedral, supo que su vocación era la música. No sólo poseía una bella voz, sino que tocaba muy bien todo tipo de instrumentos, particularmente la viola. Su padre, que era hombre sabio, intuyó que la naturaleza había dotado de grandes cualidades a su hijo y le ayudó con todas sus fuerzas a desarrollarlas. El encargado de instruirlo fue Marcantonio Ingegneri, maestro de capilla de la catedral, que había nacido en Verona y era uno de los más eximios representantes de la nueva música veneciana. Claudio aprendió bien, así que con veintidós o veintitrés años, tras componer varios libros de madrigales, era un músico destacado en la corte de los Gonzaga, señores de Mantua.

En Mantua, donde estrenó su primera ópera, La fábula de Orfeo, tuvo la suerte de conocer a una muchacha de gran belleza llamada Claudia Cattaneo. Era cantante y, como él, trabajaba en la corte. Algunos aseguran que se casaron por conveniencia. Ganaban poco y la suma de sus sueldos era la única manera de afrontar los gastos cotidianos. Yo no sé si esto es verdad, pero sospecho que no, pues Monteverdi amó tiernamente a su mujer, tanto que cuando ella murió, ocho años después de conocerla, jamás volvió a pensar en casarse. Igual que Orfeo, se consagró a la soledad, aunque lo mantuvo en secreto para evitar la venganza de Dionisos. Había tenido con ella dos hijos, Francesco y Maximiliano, y como con su sueldo resultaba muy difícil mantenerlos, decidió marcharse.

El mismo año en que Monteverdi pensó en dejar Mantua falleció Giulio Cesare Martinengo, maestro de la capilla de San Marcos. Era este un puesto muy deseado por los músicos de la época. Las autoridades venecianas buscaron un sustituto y pensaron en él. A fin de comprobar sus capacidades, le hicieron un examen. Monteverdi debía componer y dirigir una misa en la Basílica ante los cuatro procuradores encargados de juzgarlo. Los días previos a la prueba ensayó la obra con los cantores y la orquesta de la capilla en la iglesia de San Giorgio Maggiore. Cuando su música empezó a sonar, nadie tuvo ninguna duda acerca de su talento y fue contratado. Recibiría trescientos ducados anuales, que era mucho más de lo que ganaba en Mantua, y otros cincuenta para hacer frente a los gastos del traslado. Claudio se puso muy contento. No era para menos, ahora podría dedicarse sin estorbos a lo que más le agradaba en el mundo: componer música.

Monteverdi volvió a Mantua para recoger sus pertenencias y luego tornó a Venecia acompañado por su hijo Francesco. Desgraciadamente, cerca de Sanguinatto, tres ladrones asaltaron el carruaje y le robaron cuanto tenía. Dos bandidos, morenos y de baja estatura, aparecieron de repente en el camino; uno de ellos se acercó al costado del coche y amenazó a los viajeros con un arcabuz mientras el otro sujetaba la brida de los caballos. Detenido el carruaje, Monteverdi y el resto de los viajeros fueron obligados a descender y arrodillarse. Mientras uno los encañonaba, el otro les sustrajo las bolsas donde guardaban el dinero y los objetos de valor. Luego, pasó a los equipajes y, tras registrarlos a conciencia, se apoderó de lo que quiso. Os preguntaréis que hacía el tercer ladrón, yo os lo diré: vigilaba el camino a cierta distancia para alertar a sus compañeros caso de que alguien se aproximara. Claudio, que evocó muchas veces esta escena a lo largo de su vida, nunca olvidaba referir el espanto que le produjeron los perros que acompañaban a los ladrones. Si hubiera sido un hombre fantasioso quizá podría haberse inventado una gesta heroica para explicar el origen de su cicatriz.

La capilla ducal, cuya misión principal era ocuparse de la música que se interpretaba en la Basílica de San Marcos, había decaído bastante cuando llegó Monteverdi. Sus últimos directores habían descuidado la disciplina y tenían dificultades para imponer su autoridad. Por aquel entonces la formaban treinta cantores y dieciséis músicos, cerca de cincuenta personas, un número difícil de gobernar, pero Monteverdi logró hacerse pronto con ellos. Su presencia bastaba para imponer la mayor seriedad. Los miembros de la capilla supieron desde el primer momento que el maestro no había venido para malgastar el tiempo. Bajo su experta dirección, todos comenzaron a ofrecer lo mejor de sí mismos y la capilla acabó convirtiéndose en la mejor del mundo.

Una de las primeras decisiones que tomó al hacerse cargo de la capilla fue escoger como maestro de conciertos a un violinista, Francesco Bonfante. Aunque quizá os resulte extraño lo que voy a decir, se trata de uno de los hechos decisivos de la historia de la música. Las capillas musicales de toda Europa habían sentido hasta ese momento una clara preferencia por los instrumentos de viento. Al organizar Monteverdi la suya bajo el imperio del violín, impulsó una sonoridad nueva, mucho más sensual y expresiva, y, de esa forma, una nueva estética, la estética moderna, de la que fue el promotor. .

Monteverdi llevó en Venecia una vida apacible. Como todos los genios, amaba por igual la soledad y la compañía. Si en el retiro de su estudio parecía melancólico –echaba de menos a su esposa-, a la mesa resultaba siempre alegre y dicharachero. Sus únicas aventuras eran las musicales, aunque eran aventuras arriesgadas porque no todo el mundo celebraba su forma de componer. Ya antes de llegar a Venecia, un colega de nombre Artusi censuró sus innovaciones en un libro titulado Sobre la imperfección de la moderna música. Artusi no comprendía el interés de expresar musicalmente los sentimientos. A su juicio, para hacer esto había que romper con las reglas consagradas y no veía ninguna ganancia en introducir los sentimientos en música a cambio de violar los principios de los maestros. Monteverdi no compartía este punto de vista. Pensaba que ambas cosas eran compatibles. El respeto de las normas no debía convertir la música en algo frío y abstracto. Si las reglas conducían a ello, mejor destruirlas. Claudio quiso poner todo esto por escrito y demostrar que tenía razón, pero era músico, no escritor, y nunca llegó a concluir su libro. Por fortuna, tenemos sus composiciones, prueba de que no estaba equivocado.

 

 

Quizá os extrañe que no haya dicho aún nada acerca de sus hijos. No hay mucho que contar. Claudio, como cualquier padre, quiso que aprendieran algún oficio honesto y rentable, y pensó que estudiaran leyes y medicina. Francesco, el mayor, era un muchacho dócil, pero no le gustaba estudiar, y acabó cambiando las leyes por las órdenes sagradas. La vida eclesiástica no impidió que se dedicara a la música. Como había heredado una pizca del genio paterno, alcanzó fama como tenor y obtuvo una plaza en la Basílica. Maximiliano era más sumiso e inocente, uno de esos chicos que cree que hay que apagar la luz de la vela para que la Luna introduzca en la habitación la suya propia, e hizo lo que el padre deseaba. No puedo decir si fue feliz. He olvidado lo poco que sabía sobre su vida. Lo único que recuerdo es que, para conseguir una plaza en el colegio de Montalto de Bolonia, uno de los mejores de Italia, Monteverdi tuvo que echar mano de sus influencias. Quería apartar a su hijo de las peligrosas compañías estudiantiles y no dudó en pedir a su antigua patrona, la duquesa de Mantua, que intercediera por él, cosa que ella hizo. Luego, en agradecimiento, y dado que era aficionada a los animales, Claudio le obsequió un monito que le había traído su cuñado de Egipto. El animal era un diablillo que no le dejaba pensar y revolvía las partituras del despacho. Pero le tenía cariño y no quería desembarazarse de él sin asegurarse de que su nuevo amo lo trataría como es debido. La ocasión se le presentó con la duquesa. Los Gonzaga tal vez no supieran cuidar a un músico como merece, pero eran perfectos para ocuparse de un simio.

Monteverdi solía decir que, para empujarle a la perfección musical, Dios no podía haber hecho nada mejor que enviarlo a Venecia, una ciudad en la que reinaba la armonía en todas las cosas. Comparado con el de los pueblos sujetos a los caprichos de sus príncipes, el gobierno de Venecia le parecía igual de sabio que el de los cielos. Belleza y justicia habían confraternizado allí tan perfectamente que no sentía ninguna nostalgia de su ciudad natal y menos aún de Mantua. La confianza con que lo trataban los gobernantes no sólo hizo que viviera más placenteramente que nunca, sino que le permitió afrontar con fe renovada los experimentos musicales que inició en la corte de los Gonzaga. Uno de ellos, la integración de polifonía y canto a voz sola, gustó tanto a los venecianos que empezaron a acudir en masa a los estrenos de sus obras. Algunas se representaron por primera vez en los palacios patricios. El maestro se sintió tan bien comprendido que sus composiciones alcanzaron la perfección. La patética artificiosidad que le reprochara Artusi desapareció por completo. Todo el mundo se mostraba satisfecho con él. Monteverdi era objeto de la deferencia de los nobles y del amor del pueblo. En poco tiempo, se convirtió en una de las glorias de la ciudad, y hasta los propios músicos, por lo general tan celosos del talento ajeno, decían que era un Apolo viviente.

Podría poneros muchísimos ejemplos del aprecio de nuestros antepasados por su maestro de capilla, pero bastará con que os refiera lo que aconteció en 1626. Los dogos celebraban siempre a mediados de junio un banquete en su palacio al que invitaban a los embajadores de los reyes de Europa y al Senado en pleno. Aquel año, poco después de que Francia y España, las potencias de la época, firmaran el tratado de Monzón –la burla de Monzón, lo llamaban los venecianos, traicionados por sus aliados franceses- la fiesta tuvo lugar como de costumbre, cantándose varias obras de Monteverdi. Este había compuesto  para la ocasión una pieza en la que se repetía una y otra vez un verso que dice así: “no se puede creer en ellos porque ya no existe la lealtad”. El embajador francés se dio cuenta de la intención de aquellas palabras y pasó una velada malísima. Aseguran quienes le vieron que su rostro se turbó y que sintió un gran bochorno porque todas las miradas se clavaron en él. Podéis dar por seguro que Claudio jamás se hubiera atrevido a irritar a un embajador extranjero si las autoridades no se lo hubieran sugerido. El hecho de que lo hicieran prueba que lo consideraban uno de los suyos.

Todo esto estuvo a punto de irse a pique la mañana del ocho de Junio de 1637, cuando un cantor de la capilla ducal, Domenico Aldegati, enfadado con el reparto que se había hecho del dinero abonado por las monjas del convento de San Daniel por la función de vísperas celebradas poco antes en su convento, insultó al maestro delante de la Basílica  de San Marcos diciendo a gritos que era un charrán, un ladrón y cosas peores que prefiero no repetir. Monteverdi no tenía nada que ver con aquello, pues la repartición de ganancias extraordinarias de la capilla no era competencia suya, pero tal vez por eso se sintió mucho más ofendido en su honor personal, el de su familia y el del cargo que ocupaba. Cuando los testigos de la escena, y eran muchos porque a esas horas la plaza estaba llena, le refirieron los improperios de que había sido objeto, los oyó como quien oye una nota disonante en una bella melodía. Sus orejas de setentón enrojecieron por primera vez en años mientras el resto de su rostro palidecía. Aunque estaba en medio de la calle, le pareció que el suelo se hundía bajo sus pies y que se precipitaba en una sima profunda donde no había corrido el aire en siglos. El rencor de aquel hombre, de quien se dijo que su boca, en el momento del improperio, olía a leche agria, le cogió totalmente por sorpresa. No acertaba a descubrir la causa de tanto odio. Siempre había creído que cuando uno lleva una vida justa y ordenada no despierta la antipatía de los demás. Pero se equivocaba. También la despierta. Vaya que sí. Hay hombres que envidian la felicidad del prójimo y, como son incapaces de alcanzarla, se esfuerzan por presentarla bajo una luz negativa. Quizá vosotros no tengáis experiencia de esta pasión, pero os aseguro que se trata de algo tristísimo porque si al principio, cuando nace, parece sólo una pesadilla, el típico delirio de una persona envidiosa y desquiciada; al final, en la mayor parte de los casos, logra volverse real y ser efectivamente una pesadilla.

¿Por qué Domenico Aldegati insultó al anciano maestro? Nadie lo sabe. Tal vez ni siquiera lo supiera él. Los hombres resultamos misteriosos hasta para nosotros mismos. Un día, a la vuelta de la escuela, pasamos delante de una casa y, sin saber porqué, golpeamos la aldaba o tocamos el timbre y echamos a correr. Si alguien nos preguntara en ese instante la razón de nuestra travesura, seguramente no sabríamos explicarla. Ya lo he dicho, somos un misterio, y el cantor, aquel día, lo fue todavía más. Acaso sentía envidia del maestro, aunque no es normal envidiar a un anciano. Quizá era un deslenguado y aquella mañana, debido a algún oscuro agravio, la lengua se le soltó por entero. Tal vez había bebido y, al igual que las muchachas de Dionisos, hizo lo contrario de lo que quería. ¡Quién conoce los sombríos recovecos del alma humana! Además, es preferible renunciar a averiguar el motivo de sus insultos porque la tarde misma del incidente negó haber declarado lo que se le imputaba. “Siempre he respetado al maestro”, dijo a quienes lo escuchaban. Se había arrepentido. Las imprecaciones que brotaron de su boca, no de su corazón, tenían el sello de lo inevitable. Eran producto de una voluntad más poderosa que la suya.

Si Aldegati hubiera dirigido sus ojos a la Basílica en el momento en que empezaron a salir de su garganta aquellas terribles palabras, nunca las habría pronunciado. Allí, en el pórtico del templo, hay una pequeña estatua de un hombre con muletas. Es la imagen de su constructor. La leyenda dice que en el siglo XII, siendo dogo Sebastiano Ziani, vino desde  Constantinopla cierto arquitecto famoso que les prometió construir la más suntuosa de las iglesias a condición de que, al concluir la obra, le permitieran poner su retrato suyo donde él quisiera. Cuando el edificio estuvo listo, mientras se lo enseñaba al dogo, comentó que si tuviera que empezar de nuevo lo haría mejor, pues durante el tiempo transcurrido se había vuelto más sabio y prudente. El dogo supuso que el arquitecto reservaba su arte para alguna empresa más ambiciosa y le respondió observando que también los venecianos se habían vuelto en ese tiempo más prudentes y avisados, así que en vez de dejarle poner su retrato donde quisiera, conforme a lo prometido, mandaban ahora que lo colocara en la puerta del templo, justo donde está. El arquitecto, dándose cuenta de su metedura de pata, mandó entonces esculpir la estatua de un individuo cojo con un dedo en la boca, imitando el ademán que solemos usar para exigir silencio, una manera sutil de expresar que más le hubiera valido permanecer callado, como debería haber hecho también nuestro irreflexivo cantor.

A mí, qué queréis que os diga, me da un poco de pena Aldegati. No lo disculpo, pero lo comprendo. Un día damos una patada a la pelota y ésta, a nuestro pesar, coge la dirección del rostro de cierto señor que está dando de comer a los gatos. Vemos como la pelota toma su fatídica trayectoria y desde ese momento intuimos que, salvo que ocurra un milagro, nadie podrá impedir que impacte con él. Pero el milagro, claro, no se produce; peor aún, en el preciso instante en que saltan por los aires las gafas de la desprevenida víctima aparece por la esquina nuestra madre y con ella su reprimenda y su castigo. Así es la vida. ¡Qué se le va a hacer!

En cuanto a Monteverdi, ya podéis imaginar cómo se sintió. A nadie le hace gracia ser vilipendiado por un resentido, aunque menos a un hombre de su edad y de su rango. Los viejos necesitan poco para volverse pesimistas. Además, no es igual ser menospreciado por un igual que por un subalterno. Esto es una humillación. Y luego están los chismosos, toda esa gente que se preguntaría por qué el cantor lo había agraviado e inevitablemente terminarían dando con algún oscuro motivo. De hecho así fue. Aunque jamás se dijo nada deshonroso de él, corrió el rumor de que había recibido un bastonazo y que por eso tenía una cicatriz debajo del pómulo. Tonterías. Vosotros sabéis que la cicatriz era más antigua, pero no todo el mundo se había dado cuenta de su existencia. El compositor estaba muy afectado. Como persona podía perdonar, como maestro de capilla no. El trato de que había sido objeto socavaba los cimientos de una república fundada en el respeto. La sumisión que merece la autoridad tiene que ser además mayor cuando va acompañada, como era su caso, del mérito personal. Lo peor no era el insulto, sino el significado de aquel gesto. El sentido de su cargo y de su obra estaba en juego. El maestro era el símbolo de la concordia reinante en Venecia. Si el cantor no recibía un castigo, si no se atajaba de inmediato aquel acto de rebeldía, el ejemplo cundiría igual que la peste. No, no podía pasar por alto el ultraje del cantor. Las palabras que salieron de sus labios se le habían metido en la cabeza como una melodía machacona. Le hubiera gustado tener treinta años menos para darle su merecido. Debía denunciarlo ante las autoridades. Tenía todas las de ganar. El cantor había cometido además la insensatez de referirse despectivamente a los procuradores de San Marcos y al Dogo. Esto eran palabras mayores. Ni aunque hubiera sido inocente, su situación podía ser peor. 

El proceso comenzó el 12 de Junio y duró un mes. El acusado trató de defenderse diciendo que sus improperios no iban dirigidos al maestro, sino a su ayudante. Los testigos impugnaron la declaración. Las pruebas tampoco dejaban lugar a dudas. El asunto estaba claro y el culpable recibió su castigo, un castigo leve porque en el último momento Claudio solicitó al tribunal que fuese comprensivo con un hombre que seguramente había padecido un arrebato circunstancial. Él mismo lo perdonó, readmitiéndolo en la capilla, aunque antes hizo prometerle que jamás volvería a injuriar a ninguno de sus miembros.

Aquel mes fue uno de los más largos de su vida. No conseguía quitarse el asunto de la cabeza. Parecía que nunca iba a recuperar la paz interior, esa concentración sobre la que descansaba su arte. Ni siquiera lograba conciliar el sueño. A todas horas oía las palabras del cantor: “el maestro es un charrán, y un ladrón, y un …”. No recordaba haberse portado mal con él, ni haberlo despreciado como intérprete. Él nunca se fijaba en las deficiencias de sus músicos salvo para corregirlas. Le interesaban más sus virtudes. Eran ellas las que realzaban su obra. Verdaderamente no comprendía lo sucedido. Pero Monteverdi era un gran artista, y los grandes artistas acaban encontrando siempre el modo de aprovechar los incidentes de la vida. Para ellos no hay nada inservible, tampoco el dolor, el dolor menos que nada. ¿Os he dicho que cuando compuso La fábula de Orfeo su mujer agonizaba en el lecho de muerte? Sufría todo lo que cabe sufrir cuando uno sabe que va a perder al ser que más ama, pero, en vez de increpar a la providencia o hundirse en la desesperación, compuso una obra excelsa. Su Eurídice se moría y él no podía hacer nada salvo mirar hacia adelante, cantar la alegría del amor y la tristeza profunda de la pérdida irreparable. La muerte le arrancaba pedazos de corazón y él creaba melodías capaces de regenerarlo. ¿Cómo tuvo agallas para oponerse a la fatalidad cuando esta irrumpió en su casa y comenzó a cortejar a su mujer?, ¿estaba loco? No, desde luego que no. Si Monteverdi se hubiera rendido a la pena y el dolor, ni su alma se habría elevado sobre los elementos ni habría hallado tampoco la fuerza para desafiarlos y crear algo tan maravilloso que ni siquiera el tiempo ha logrado aún destruirlo. Claudio creía entonces que hay una recompensa para quienes comprenden la necesidad de la dura ley que rige las cosas. Esta creencia en el poder de la virtud desapareció, sin embargo, con los años. Los hombres le habían defraudado. El incidente con el cantor fue solamente una anécdota que acentuó su pesimismo. Su época tampoco fue la mejor para formarse una buena idea de la raza humana. Las guerras en nombre del Señor que incendiaban Europa y la peste que azotó Venecia y diezmó la población mostraron lo peor de nuestra especie. A nadie puede extrañarle el tono amargo que impregna su última ópera, de la que ahora voy a hablaros: La coronación de Popea.

En mi familia sentimos predilección por esta obra porque se conservó gracias a uno de nuestros antepasados, Marco Contarini. Marco hizo construir en 1679 un teatro en la villa familiar de Piazzola. Consciente de que el destino de la mayoría de las obras musicales era el olvido (rara vez se imprimía en aquel tiempo una ópera), se preocupó por adquirir y copiar partituras de los grandes autores venecianos. El núcleo de la colección lo formaban los manuscritos de un discípulo de Monteverdi, Francesco Cavalli, quien a su muerte, en 1676, dispuso que no se separaran bajo ningún motivo. Este tesoro musical retornó a Venecia en el siglo XIX y se custodia hoy en la Biblioteca de San Marcos. Ya veis que los Contarini hemos sido grandes coleccionistas. También yo, aunque carezco de los recursos de mis antecesores, y en vez de objetos, tengo que conformarme con coleccionar recuerdos de ellos.  

La coronación de Popea se estrenó en el teatro Grimani de San Giovanni e Paolo en 1643. El libreto, basado en las narraciones de un historiador romano, Tácito, lo preparó un poeta llamado Busenello. Se trata de un texto atractivo, pero cargado de pesadumbre. Igual ocurre con la música. No hay duda de que Claudio había perdido la alegría de su juventud. La ansiedad que antes atisbamos en el retrato de Fetti y que nos recordó a Don Quijote se había agudizado. Uno tiene la impresión oyendo su música de que al final de su vida le pasó lo que al caballero de la Triste Figura. ¿Os acordáis de lo que le dijo Don Quijote a Sancho cuando éste, al final de sus andanzas, de vuelta al pueblo, le propuso no pensar ya más en caballerías y dedicarse a la vida pastoril? “!Déjate de monsergas, Sancho, que yo ya sé quien soy!”

La historia de la ópera es fácil de resumir. Popea, una mujer muy bella y ambiciosa, traiciona a Otón con Nerón, emperador de Roma. Nerón se ha encaprichado tanto de ella que está decidido a separarse de Octavia, su legítima esposa, para hacerla su mujer. Nada se lo impide, obviamente, salvo las amonestaciones de Séneca, su maestro, un viejo filósofo que prefiere la muerte a la injusticia y la sin razón. Nerón, harto de sus críticas e incitado por Popea, resuelve eliminarlo y le ordena que se suicide, cosa que éste hace sin vacilar. Al desaparecer su última esperanza de conservar a su marido, la emperatriz Octavia y Otón, el marido de Popea, conspiran para asesinar a esta. La conspiración fracasa y los implicados son detenidos. Aunque uno esperaría de un déspota como Nerón una venganza espantosa, los intrigantes reciben mejor trato que Séneca. La pasión se impone a la razón y el amor a la virtud, demostrando que en esta tierra no hay justicia y que la oscuridad prevalece sobre la luz.

La obra encerraba un mensaje deprimente. El público, sin embargo, la recibió bien. Gustaron la audaz y descarnada exposición de las pasiones humanas y la crítica a la figura del rey absoluto. Por aquellas fechas, todas las naciones europeas, salvo Venecia, habían caído en el absolutismo. Nerón era el clásico ejemplo de identificación del poder real con el Estado. Para los patricios venecianos no podía haber en el mundo nada más aborrecible. Pero aunque se entendiera así, el auténtico mensaje de la opera era otro. Monteverdi había mostrado con su historia que no hay razón para creer que la virtud tenga que triunfar por fuerza sobre el vicio. Las cosas pasan de acuerdo con una ley que nada tiene que ver con nuestros deseos. Son conclusiones tremendas para un hombre que había visto la vida como un combate entre la inercia y el espíritu y que había creído en la belleza como lo único que cabe oponer realmente a la destrucción. Pero nada puede oponerse a la destrucción. Tarde o temprano el Tiempo termina con ello. Sólo Dios podría cambiar esto, olvidar un día dar cuerda al reloj y detener el Tiempo permitiendo que la luz resplandezca por siempre, pero entretanto, ningún esfuerzo recibirá su recompensa. Es un pensamiento triste, demasiado tal vez para nosotros, pero se trata también de la esencia depurada del cristianismo que el músico profesó sinceramente.

Claro que ni aún así dejó de luchar. La coronación de Popea es la prueba. En esto se pareció también a Don Quijote. Recordarlos a ambos, a Claudio y a Don Quijote, si alguien busca reduciros a la impotencia con el argumento de que, en un mundo sin pies ni cabeza, todos los esfuerzos son vanos. Concubinas y emperadores quizá se salgan con la suya, pero esto no significa que la pasión, la ciega inclinación de la materia, tenga que imponerse a la virtud. No digo que a la larga no acabe haciéndolo, pero muy a la larga. De hecho, si hoy estamos hablando de esto a propósito de una ópera es porque hasta para mostrar el triunfo de la discordia es necesaria la luz de la armonía. Ella tiene siempre la última palabra, de ella depende el juicio final.

Debo terminar, pero no puedo hacerlo sin aludir antes a una escena del primer acto de la ópera sobre la que quiero llamar vuestra atención. Un paje se burla de la actitud de Séneca frente a Nerón, lo acusa de ser un hombre pomposo, un puritano que hasta cuando estornuda o bosteza da lecciones de moral, y también un sabio taimado, que ha construido sus doctrinas sobre las tumbas de otros pensadores, es decir, sobre sus libros. Séneca se queda de una pieza, desconcertado ante el descaro del criado, sin poder decir una palabra. Su mutismo sorprende un poco. Los reproches son injustos. Séneca no es un farsante. Que se enfrente a Nerón demuestra que tiene mucho valor, el mismo valor con que afrontará la orden de suicidarse. Su serenidad al afrontar la muerte pone de manifiesto su entereza. Sus discípulos, en cambio, no están a la altura. En el grotesco baile fúnebre que se celebra tras el fallecimiento del filósofo, Monteverdi les hace elogiar los placeres de la vida de un modo manifiestamente contradictorio con las enseñanzas del maestro. No hay que ser un mal pensado para advertir que su desaparición les ha producido más alivio que compunción. También ellos estaban hartos de los consejos de un hombre tan estricto y exigente.

 

 

Poned todo esto en conexión con el suceso del que estamos hablando, la afrenta de Monteverdi. ¿Verdad que resulta muy curiosa la coincidencia? Aldegati es el criado que se burla del amo y lo insulta, y también el discípulo que baila a su muerte, harto de su rigidez y de su exigencia. Pero no es una coincidencia. Yo mismo he descubierto en el archivo de la familia Morosini un documento que demuestra que Domenico Aldegati fue contratado por deseo de Monteverdi para cantar el papel de paje en el estreno de La coronación de Popea. La única compañía estable de ópera que había en Venecia no disponía de bastantes intérpretes y tenía que recurrir a cantantes de la capilla ducal. Que el maestro recomendara a uno de ellos para tal o cual papel era cosa normal y, por eso, nadie se sorprendió con la elección. Tampoco tiene nada de particular, conociendo el buen humor de los venecianos, que las chanzas del paje a costa de Séneca despertaran inmediatamente en el público el recuerdo del incidente que él cantor había protagonizado con Monteverdi y que un rumor burlón corriera por la sala revelándole el sutil castigo del que estaba siendo objeto. Ni la túnica transparente de Popea ni los penachos cimbreantes de los centuriones que protegían al emperador dieron tanto que hablar aquella noche como el rubor que arreboló el rostro de Aldegati en el momento en que se percató de la añagaza del maestro. El escarmiento fue magistral y demostró que la música también puede servir para la venganza.

La escena fue recordada con risas un año después durante el funeral celebrado en memoria del compositor en la Basílica de San Marcos. Fueron unas exequias fastuosas, a los que acudieron el dogo y el Senado en pleno. Salvo Tiziano, ningún artista había recibido semejante demostración de afecto. No obstante, algunos pensaron que no era suficiente y organizaron otro funeral, igual de pomposo, en la capilla de los lombardos de la iglesia de Santa María Gloriosa dei Frari, justo donde nos conocimos vosotros y yo. Esta capilla está consagrada a San Ambrosio, introductor de la música en la liturgia católica. Las segundas exequias se celebraron allí con enorme boato, dirigidas por Giovanni Rovetta, sustituto de Monteverdi. Una multitud se arremolinó en la gigantesca iglesia para darle el último adiós. Cuando el sepulturero, vigilado por los entristecidos rostros del público, selló la tumba, un individuo uniformado con el hábito de los cantores de la capilla ducal se abrió paso entre la multitud y se arrojó encima de la lápida sollozando y rogando a grandes voces el perdón de Dios. Era Aldegati, quien juró que mientras él viviera habría siempre flores frescas sobre la tumba del maestro. Y así ha sido, en efecto, durante tres siglos y medio. ¿Quién las pone? No lo sé, nadie lo sabe, aunque tengo la sospecha de que el día que falten Venecia habrá dejado de existir.

 

Lápida de Monteverdi en Santa Maria dei Frari

Más del autor