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Cynthia

 

Una noche, milagrosamente, llegó a ser la última; como esos trenes que parten de una estación para morir a otra hasta que al día siguiente vuelven a partir con diferente chofer y pasajeros y con mil nuevas historias. Aquella noche ni la recuerdo, pero debió ser estuporosa, repleta de acontecimientos que destrozan cimientos, lo de siempre y un poco más, la llama que termina por apagarse para bien del incendio, que no del bosque, que desde aquella mañana que sí que resultó ser la última, se apagó para nosotros y se incendió en nuestro interior, en una cesión olímpica del testigo, que ni se nos cayó de las manos ni lo quisimos tirar llegando hasta una meta invisible donde comenzamos otro tipo de carrera, tan parecida a la anterior como disparatadamente errónea, en una relación de locos sin más tratamiento certero que cuando conseguíamos dormir.

 

Debió ser lo de siempre, qué quieren que les diga; pero supo a salvia fresca, a grano de café acabado de moler, a armario recién abierto tras un invierno abandonado a su suerte, a dentífrico nuevo, a todo menos a lo de antes, aunque con nuestros mensajes y llamadas quisiéramos aceptar que el error era dejarlo y el acierto volver a esas cuatro paredes que finalmente fueron una cárcel; incluso para ella, que en menos de dos días lo dejó todo, depósito incluido –en eso sí que se parece a mí–, para enrolarse en un nuevo proyecto al que no tardé más de una semana en llegar. Pero aunque todo parecía lo de siempre –drama, reencuentro, orgasmos, pasión, casi violencia, duchas unidos, reproches, fantasmas– se estaba gestando una de las mayores puñaladas que jamás he recibido a lo largo de mi vida; porque Cynthia apareció en mi distancia con Flower, cuando la tal Cynthia –compañera de Tribunal que no de equipo, aunque poco importó ese dato tras los comentarios públicos y notorios de lesbianismo– se aprovechó de su momento de debilidad –falta de pareja, exceso de trabajo y facilidad para acercarse a los agujeros negros– para engullirla de manera violenta en lo que ella siempre creyó que era una “profunda amistad”.

 

Sólo me he cruzado tres veces con Cynthia y como si la conociera de toda la vida. Cumple a rajatabla el requisito básico de buena parte de los homosexuales de este mundo: no reconocer que lo son cuando la presa o la pareja de ésta andan cerca; y además, si alguien le aprieta –en este caso yo era su contrincante número uno– se vuelven vengativas, ariscas, planificadoras, retorcidas, mentirosas, acaparadoras. Y estas características son propias de los homosexuales que no ponen todas las cartas sobre la mesa, por mucho que mi libertad sexual, para ser hetero, sea infinitamente más abundante y transparente que la de Cynthia, una lesbiana reprimida clásica, de gesto varonil en esos momentos difíciles, de voz carraspeante, y con unas maneras de fumar acordes a la de cualquier muchacho que apoyado en la barra de un bar pide otra de brandy mientras reta con la mirada al primero que se la cruza para partirse los dientes a botellazos. He pasado jugosos momentos con gais y lesbianas, cuando más de cien veces para ambas agrupaciones yo debía parecerles parte de la agrupación. Pero esta vez noté la cuchillada por la espalda. Aunque sin duda alguna la que se llevó peor parte fue Flower. Por confiar. Yo, enarbolando la bandera de la experiencia, asumí desde el inicio que Cynthia era un bomba atómica para nuestra relación. además de un ser retorcido y cruel. Si las casas de apuestas admitieran ésta hoy me juego 700 dólares a que antes de la siguiente década ha matado a alguien o lo ha mandando hacer.

 

Para que el embrujo surtiera efecto tuvo la suerte de que la situación mental de Flower no era la adecuada, echándome de menos al borde de un precipicio, ocupadísima por sus excesos laborales, y dependiente de cualquier tipo de persona que fuera capaz de hacerla olvidar sus tristes realidades. Y para olvidar, nada mejor que el abuso del alcohol y otras sustancias, terreno donde la nueva visitante era una auténtica experta. Flower siempre lo negó todo; pero yo hace tiempo que aprendí que la mentira piadosa es el pan nuestro de cada día del ser humano si no directamente la mentira pura y dura. El tiempo acabaría dándome la razón, con la susodicha estrellándose desde el balcón de su casa y Flower, al fin, aceptando que parar un poco su peligroso nivel de vida no le iría del todo mal. Pero antes, mucho antes, comenzaron a colmar el vaso gotas de errores que en realidad fueron cascadas. Que la culpa del secuestro no la tuvo la parte novedosa de este capítulo, por terriblemente manipuladora –“Yo no soy lesbiana; yo me he acostado con hombres”, le decía, en los albores del problema–; sino que la culpable fue la que, en el límite aceptable de casi toda mujer que necesita sentirse atractiva a cualquier precio, aceptó a Cynthia como compañera de baile. Y Flower no es lesbiana; pero la bisexualidad en la mujer está más aceptada que en el hombre sobre todo si te alimentas de botellas de vino, ginebra y estupefacientes varios, y además, a miles de kilómetros de tu lugar de origen, cuando el pecado se puede probar e incluso hasta disfrutar sin miedo a ser interferido por un tío carnal, tu ex compañero de pupitre o la vecina del quinto. De hecho hasta intuí, a veces, ser el amor de verano de una medio judía conservadora que en su vida había surfeado sobre tanta algarabía y libertad. Que nuestros actos sexuales en lugares públicos se debían producir porque andábamos por Camboya; que en su costa este americana, donde te enchironan por sacudírtela al raso, otro gallo nos hubiera cantado.

 

Todo comenzó cuando Flower me dijo que tenía dos nuevas amigas. Lo esencial fue que una de ellas (Cynthia) le había tirado los trastos de manera evidente. Llegó a enseñarme mensajes almacenados en su teléfono móvil que parecían extractos de un guión de cualquier película porno. Y Flower jugó. Y mucho. No sé si por darme celos –era sorprendente la cantidad de información que me dio sobre esa persona– o por probar una nueva faceta en su vida, tan lejos de su ciudad natal, familia, verdaderos amigos, ex pareja, donde apurar ese mapa mental que todos los curiosos disponemos en donde vamos tachando países por visitar y motivos sexuales a probar. Ella siempre me negó que se acostara con Cynthia. Pero gentes diversas, con el paso del tiempo, me hacían preguntas extrañas: “Oye Joaquín, qué relación tan cercana tienen Flower y Cynthia, ¿no?”. Esa fue una amiga, Armelle, que me la dejó votando y yo haciéndome el sueco. Otra noche, cenando en el Fox, un pecaminoso restaurante camboyano con miras internacionales, con multitud de vinos y una penosa puesta en escena, donde los nativos disfrazados de blanquitos gritan para hacerse notar, me confesó que Cynthia se le había declarado. Luego esto también me lo negó, haciéndome ver que no había entendido lo que me dijo en aquel momento: “No, yo te dije que lo que quería era ser mi amiga”. Y en esas comprendí que al menos una vez había catado a aquella hiena, muy probablemente bajo los efectos de los narcóticos con  los que ella se atiborraba, y que ya curada de aquellos pésimos tiempos quería borrar de su vida unas acciones de las que evidentemente se arrepentía.

 

Ver la cara de Flower desfigurada, con las pupilas dilatadas y esos labios mal decorados de carmín, era una pesadilla continua. Intentaba saber qué le ocurría, mientras nos zarandeábamos entre la pasión más estomagante y el drama más peligroso. Ella siempre lo negaba todo. Y su teléfono, a cualquier hora del día, de la noche e incluso de la madrugada, indicaba que Cynthia no cesaba en su empuje. Los mensajes se sucedían y ella, como hechizada, hacía por responderlos a todos. Y entonces yo entraba en cólera, no sin antes posarme sobre ella eyaculando en su interior, cuando la relación estaba moribunda y ella no tomaba precauciones anticonceptivas. Cualquier médico nos hubiera recitado una buena dosis de kilómetros de distancia entre ambos.

 

La nueva casa de Flower era magnífica. Última planta de un edificio extraño, pero con todo lo necesario en una ciudad como Phnom Penh: paz interior, escaso ruido, muebles a la antigua, una cama gigante que salvo por sus altas almohadas era mi refugio perfecto, y una atmosfera que generaba que en mi caso era la adecuada. Ella también era feliz allí, o eso me decía. Pero a su vez tonteaba con Cynthia en un asunto que me dejaba perplejo: se querían alquilar una villa de la época colonial donde compartirían sus días y seguramente sus noches. Yo, ante tanta información donde era evidente no sólo el lesbianismo, sino las ganas de ejecutarlo por parte de Cynthia, advertí a Flower que si llegaba a dar ese paso nunca más me vería.

 

El primer día que vi a Cynthia corroboré todos mis miedos. Fue en Trasañejo, muy cercanos a la apertura del mismo, en los últimos días de una reforma que nos salió a Sancho y a mí de maravilla. Su falta absoluta de consideración, sus malos gestos, palabras gratuitas y poses para el mundo de los camioneros, me dejaron atónito. Pero lo que más me preocupó fue que ambas llegaron tocadas. En un control anti dopaje hubieran dado positivo, seguro. Sé lo que me digo porque sé lo que son las drogas y sabía el tipo de dilatación de ojos que solía tener la persona a la que quería, a la que conocía como la palma de mi mano. Reía sin sentido, no ponía atención en la conversación, y sudaba. Las invité a dos copas de vino. Flower sí se las llegó a terminar. Pero antes de que se marcharan, Cynthia me aclaró que la cosa no iba a ir de broma.

 

–Hemos visto una casa alucinante. Y con un solo baño que tendremos que compartir. –Su gesto, como el de las peores protagonistas de las telenovelas más vengativas, ¡hasta Angela Channing me ofreció más humanidad en los ochenta!, me dejó helado. Cuando miré a Flower comprendí que no se había enterado de nada. Las sustancias, me dije.

 

El hecho de que Flower, una persona ocupada por su trabajo hasta límites cercanos a lo incomprensible, hubiera tenido tiempo para visitar mansiones, me hizo comprender que se estaba gestando otro nuevo problema que adjuntar a nuestra relación, en donde no sólo estaba en peligro su salud mental, sino sexual. A mí que la persona que quiero se acueste con otras personas me ponía alterado. Pero verla allí, difusa a las seis de la tarde de un jueves cualquiera, cuando ambas volvían del Tribunal, me inutilizaba. Sobre todo porque mis advertencias caían en saco roto y sus mentiras hacían imposible cualquier salida de aquel problema. Mis miedos, que podían asentarse sólo en elucubraciones, fueron confirmados como realidades a los escasos días, cuando Cynthia tomó el mando de su vida y yo quedé en un segundo plano. El sufrimiento fue grandioso. Pero como ya llevaba semanas padeciendo aprendí a convivir con el dolor. Una vez, mirándome en el espejo, creí ver a un faquir con mis mismas facciones.

 

 

Joaquín Campos, 29/10/13, Phnom Penh.

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