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SOS

 

La mañana de un 30 de diciembre siempre suele ser prodigiosa, ya que quedan horas para el cambio de año y por muy mucho que no te gusten las celebraciones acabas cediendo a ese evento del que nadie se queda colgado: porque agrupa a religiosos y agnósticos, a orientales y occidentales, a humanos y animales, a gordos y a famélicos, a alcohólicos y abstemios.

 

Aquella mañana me levanté muy torcido. Como lo estaré si llego a viejo. Porque al paso que voy –y sobre todo al que iba– la cosa amenazaba tormenta, como poco. En aquellas primeras horas del 30 de diciembre las taquicardias, que ya comenzaban a ser habituales, se me plantaron con más fuerza que nunca. Antes de rebuscar en la red, donde uno cree encontrar a su médico, asesor financiero o dietista –que ya a veces es hasta la madre de tus hijos la que se asoma desde un perfil exagerado al que te agarras como a un clavo ardiendo–, me concentré en mi pasado más cercano que me mostraba con claridad meridiana mis últimos meses de vida en donde la cosa no habría dado para la mínima olímpica: botellas de vino por dos –a veces por tres–, sexo por tres –a veces por cinco–, cafés por dos –o también a tríos; y siempre después de no dormir–, estrés a espuertas, cuatro horas de descanso –a veces otra vez tres–, y una acumulación de daño físico y psíquico que se debía acrecentar con el calor que sacude a Camboya, que incluso en plenas navidades te ataca sin contemplación. Pero esta vez los monzones no iban a ser excusa para el médico y su dictamen.

 

Debo reseñar detalles que no se deberían quedar en el tintero, ya que la noche anterior al epicentro de este nuevo capítulo Flower y yo tomamos la módica cantidad de cuatro botellas de vino, como si de una masacre se tratara, llegando a casa con una cogorza tan de aúpa que antes de la horadación mi muchacha ya se había dormido. A su vez informo de que previamente, en The Red Apron –cuando nos habíamos prometido no volverlo a hacer en los baños tras meses de seriedad– y en mi propio restaurante, Trasañejo, con Sancho exhibiendo una excelsa profesionalidad, ya que aquella noche la casa estaba repleta de clientes y nuestros gritos desde el baño de arriba no fueron precisamente comedidos –días después, ya que al día siguiente nadie tuvo huevos ni siquiera de sonreírme, mis empleados me obsequiaron con no pocas bromas– acabamos haciendo el acto –o los actos– en una nueva bacanal sexual en donde comencé a cavar mi casi tumba.

 

De camino a casa, con Flower agonizando de placer además de borracha como una cuba, barrunté con la posibilidad de un milagro: me voy a Boston con ella. Porque nos quedaban algo menos de tres días, con un fin de año de por medio, y lo mejor estaba por llegar. De hecho hasta casi se quedó en una auténtica anécdota que Cynthia, ese cáncer que reside entre el agujero de la capa de ozono y el smog de Pekín, estuviera debajo de su casa fumando como un estanquero de otras épocas. Yo, aturdido y algo lúcido –o al menos bastante más que una Flower que ya sólo quería dormir– detecté su presencia cuando mi muchacha dormitaba y pedía un helado. Que seguramente sería de antojo porque si no se quedó preñada debió ser de auténtico milagro. Por lo que bajé a la calle, enclaustrándome en la clásica tienducha que abre las veinticuatro horas del día, para pillar la primera mierda química con pinta de eso –de helado– para al llegar al edificio darme de bruces con esa malévola persona y otra que la acompañaba que también resultó ser problemática para una Flower que por mucho que desgastara su don de gentes a diestro y siniestro tenía más enemigos que yo mismo. Y eso que se curraba lo de ser amiga de todos de manera abisal. Infantil.

 

A la vuelta de la tienducha que abre las veinticuatro horas del día, y que expende desde tampones a condones pasando por helados, subí con uno de chocolate –de palo y almendrado– cuando antes de llegar al portal descubrí a Cynthia con la otra mujer que fue en el momento exacto que recibí una frase para el recuerdo. Al menos será grabada a tinta y papel en estas memorias recientes: “Spanish Motherfucker”. Yo hice caso omiso a sabiendas de que tenía mucho más que perder que de ganar. Ni miré. Me fui, eso sí, con una sonrisa en la boca. Una sonrisa que desnutría a mi contrincante y que no era más que el adelanto de lo que se avecinaba: una muerte en directo que no termina de ejecutarse; por lo que aunque des saltos de alegría se te queda un gesto extraño; como de haber llegado a otro mundo igual que el anterior aunque distante en sentimientos. Que aunque veas al de la otra acera caer uno espera no ver a nadie en la otra acera.

 

Mientras Flower dormía y el helado se descongelaba me comenzó a apetecer la idea de volver a salir a ver qué hacían ese par de lesbianas en estado de acidez continua –y que no se enfaden las lesbianas porque ese estado que acabo de decir es el mismo que padecemos heteros y gentes en formas gaseosas; quiero decir: la ira absorbe a la vida y desgañita al estómago hasta agujerearlo–. Por lo que bajé las escaleras silbando –ya me sabía la lección– descubriendo que nadie estaba apostado a la entrada del portal y que lo tanto no había nada de lo que preocuparse. Como hasta ese día el alcoholismo era parte esencial de mi ADN me fui a un extraño bar de la peor zona del Riverside de Phnom Penh donde me tomé dos copas sin saber bien ni el porqué. Volví sobre las tres, ultra borracho, cuando en medio de la vuelta a casa –a su casa– barrunté con una posibilidad: entre Cynthia y la vecina americana amiga, y en esos momentos ex amiga de Flower, habían organizado un evento para descuartizarla. Corrí jadeando. Y subí aquellas escaleras del demonio, donde no es que no cupieran dos personas, es que casi no cabía ni una sola, para encontrarme a mi princesa durmiendo despatarrada y destapada, cauces normales que toma el subconsciente cuando se duerme bajo una fuerte intoxicación etílica a una temperatura obscena para ser tan tarde.

 

No debí dormir más de cuatro horas, una vez más, ya que me puse a leer ‘El templo del alba’, tercera parte de la tetralogía ‘El mar de la tranquilidad’ del virtuoso escritor nipón Yukio Mishima. Justamente en el momento que le doy a la tecla, en el más puro directo, acabo de finalizar la obra completa engullendo su último volumen, ‘La corrupción de un ángel’ que me ha dejado mal sabor de boca. Escribo este capítulo desde un Pekín abrasado por la más penosa y repetitiva contaminación. Y la cosa va a peor.

 

Al levantarme –ella seguía durmiendo– la desperté advirtiéndola que el tiempo corría en nuestra contra y que durmiendo no podríamos saciar con plenitud unas últimas horas que ya se contaban con sólo dos dígitos mientras se nos esfumaban por las yemas de los dedos. Remolona, accedió a levantarse, momento en el cayó en la cuenta de que estábamos desnudos y que ya puestos, podíamos comenzar el día violentamente. A los veinte minutos de su feliz idea me tumbé en el suelo de la ducha destrozado de tanto esfuerzo físico y tanto maltrato de la noche, días, meses y años anteriores, notando como mi corazón latía de manera peligrosa, haciéndose escuchar en cada esquina de mi cuerpo, que ya comenzaba a acostumbrarse a esos malos momentos. Otras veces, cuando sufría este tipo de malestar general copado por lo que parecían taquicardias, me tumbaba en el sofá de Quitapenas, debajo del aire acondicionado, agarrándome el pectoral izquierdo, y dejaba pasar las horas con un sudor frío que siempre conseguía atajar junto a los latidos de siempre a esas horas. Y cuando volvía a la posición habitual comenzaba a destrozarme internamente. Lo de siempre. Pero esa mañana que ya casi era medio día la cosa no iba a ser como las veces anteriores.

 

De camino al Génova, restaurante de cierta calidad donde pasamos no pocos almuerzos y cenas, y donde tiempo atrás me encontré por segunda y última vez en mi vida con Norma Jean, su madre, le iba contando las anécdotas de la noche anterior: las que realizamos juntos y las que ejecuté a solas. Las segundas no le hicieron muchas gracia ya que me dijo que recordaba haberse despertado en medio de la noche y no haberme encontrado en la cama. En las anécdotas reales, como la almeja que se abre ante el primer golpe de calor, Flower fue cayendo en la cuenta de que, una vez más, habíamos roto la banca en otra tarde-noche de sexo, alcohol y emociones fuertes. Nuestros corazones se iban a separar y la cosa no podía quedar así, como si nada.

 

Pero mientras llegaban la ensalada de atún y los ñoquis con pesto le conté que la maligna y su vecina –que ahora que lo recuerdo se hace llamar Bárbara– estuvieron la noche anterior haciendo guardia ante la puerta de su casa. Ella me contestó, no sin sorprenderse, que como Bárbara reside una planta debajo que no tenía por qué alarmarme. Yo, para que volviera a caer en la cuenta de que yo llevaba razón, le dije que la que quiso hacer con ella una vida en común me había llamado “Spanish motherfucker” mientras regresaba a casa con su helado de chocolate almendrado. Flower miró al limbo y me volvió a reconocer que llevaba razón. Un par de noches antes, en casa de Marylin, donde estuvimos hasta las cinco de la mañana tomando queso francés y bebiendo vino australiano, me enteré –y la verdad es que no quise ni enterarme; que al primer dato salí corriendo y me escondí en el baño– de que el colmo de aquella relación amistosa-falsaria-enfermiza llegó el día que Flower padeció un ataque de pánico provocado por las ingestas y los lavados de cerebro de esa arpía con forma de ser humano: Cynthia. Gracias a Dios desde aquel pasaje del que yo nunca tuve conocimiento y que cuando llegó a mis oídos no quise saber nada de él un socavón se abrió entre Flower y aquella mala persona a la que calcé desde el primer instante que la vi. En Kampot, días antes, y mientras me bañaba con Flower en la piscina del hotel Villa Vedici, Marylin, que andaba por allí con su novio, se me acercó muy seria y me dijo: “¿Cómo es posible que tú si te hubieras dado cuenta, y desde el principio, de la maldad y el peligro de Cynthia?”. La verdad es que me daba igual recoger las alabanzas y confirmaciones a que yo llevaba razón en buena parte de la gentuza que rodeaba a Flower. Los premios me importaban bastante menos que su marcha, a la que le quedaban horas para que se produjera.

 

Al segundo bocado de ñoquis, y cuando habíamos pedido una jarra de vino tinto –no cesábamos de ninguna de las maneras; y ése era nuestro desayuno– noté que las palpitaciones ascendían y llegado un momento, que directamente había perdido el control de las mismas. Tiré la silla hacia atrás, me agarré el corazón con la mano izquierda, y hablando en voz baja le dije a Flower: “El corazón. Rápido, al hospital”. Flower no daba crédito. Hasta barruntó con un ataque de pánico –el que ella padeció semanas antes por culpa de Cynthia– que yo negué rápidamente. Aunque más rápido me puse a buscar un tuk-tuk que nos llevaría a paso de tortuga –creer que sufres un ataque al corazón y coger un tuk-tuk es como tener hambre y ponerse a hacer yoga– a la Clínica SOS, que para más inri, está en la misma calle donde esta extraña relación se afianzó: en la 228; a escasos veinte metros de aquel zulo donde pecamos de manera insidiosa: sexo a espuertas sin visos de matrimonio. Cuántas veces pasamos por la puerta de la Clínica SOS, incluso yendo dentro de sus instalaciones por unos sarpullidos que le salieron a Flower en su rostro, sin deducir que mi vida estaba cerca –o eso me parecía a mí– de finiquitarse dentro de una UCI de risa, donde me arranqué las ropas quedándome en calzoncillos mientras mi mano izquierda apretaba sin descanso y con una fuerza extrema al pectoral que cubre al corazón que yo intuía se iba a salir de allí para siempre. Tuve tanto miedo que por primera vez vi a Flower asustada. Aunque fuera durante unos minutos. Luego me lo reconocería. Porque aquello fue lo más cercano al acabose.

 

Camboya no es sinónimo de hospitales. Y yo sin seguro médico. Por lo que el centro médico supuestamente mejor de la ciudad, y más un 30 de diciembre, no poseía ni instalaciones adecuadas ni por supuesto, médicos de guardia. En mi agonía –porque exactamente fue eso: una agonía– se me pasaron por la cabeza numerosos asuntos, entre ellos ver mi ataúd llegando vía aérea a España, con mis padres hundidos, y a Sancho arruinado llevando un restaurante que no se levantó para que él tomara sus riendas sino sus orgullos.

 

Aunque suene a chiste me llamó la atención la belleza facial de una doctora a la que era incapaz de adivinar su procedencia. Sus ayudantes, más perdidos que yo, no atinaban ni con las vías ni con la manera de detener unas pulsaciones que cuando me fueron tomadas ascendían hasta el maravilloso dígito de 192. Y como nadie me saciaba la duda yo seguía pensando que aquello era un infarto y que saldría de allí en una bolsa de plástico. Sin maquillar.

 

Obligué a Flower a estar pegado a mi costado izquierdo mientras ella peleaba con aquella doctora y la gerencia de un hospital incapaz de localizar a sus médicos supuestamente más especializados que finalmente fueron apareciendo como sorprendidos. El primero, alemán o francés, me metió un importante chute de morfina; y el segundo, ecuatoriano, indagó en el porqué de aquel problema que veinte minutos después seguía sin poderse controlar. Y yo aseguro que ya no podía más. Que deliraba. Que hasta me planteé muy seriamente el que aquello o se saliera de la caja torácica o de donde decidiera. La situación era absolutamente insoportable.

 

–¿Has tomado drogas?

 

–¡No!

 

–¿Viagra?

 

–No, nada.

 

–¡Dime la verdad!

 

–¿Pero usted se cree que en estas circunstancias no le iba a contar la verdad?

 

 

Cuando se descartó el infarto apareció el peligro de ictus en el horizonte, momento en el que me acordé de que unos meses antes, y en medio de una compleja aunque literaria relación, había decidido escribir sobre la misma dándole por título ‘Doble Ictus’. Luego apareció Sancho, en plena UCI, al que me dio vergüenza ver su gesto de asustado al verme allí postrado, lleno de cables, vías y maquinas emitiendo datos fríos –muy fríos– y pitidos repetitivos. Como las deudas que se hubiera granjeado con mi fallecimiento y ese Trasañejo hecho a mi imagen y semejanza sin mi imagen ni mi semejanza.

 

A la hora y media, ya estabilizado, me enviaron a un centro de cardiología donde había más mierda que pacientes. Un doctor cantonés me atendió y me retuvo ingresado 30 horas cuando el acuerdo básico era por 48. Pero claro, no olviden que Trasañejo seguía abierto y que ya en día 31 de diciembre, con 50 reservas y un menú que sólo yo sabía cocinar, la debacle sin mi presencia iba a ser de órdago. Por lo que tras pasar una noche incomodísima, atado a una máquina que decía si llegaba el ictus o no, decidí que tenía un deber: Trasañejo. Los médicos se enfurecieron –además de que iban a dejar de cobrar el segundo día: que sepa todo el mundo que en Camboya, como en China, no existe la Seguridad Social ni se la espera– y Flower aun más, llegándose a encarar con doctores y enfermeras que en el fondo no tenían mucha idea de lo que estaban haciéndome. Pagué –una millonada entre ambos hospitales; esto pasa por no tener seguro médico que ahora ya sí tengo– y me fui a casa de Flower a descansar. Me habían dado tranquilizantes. Tomé una ducha y dormí. A eso de las cinco de la tarde me presenté en Trasañejo donde mi personal no daba crédito. Lo primero que me dijo el doctor era que descansara y que no me alterara. Aunque a la media hora casi agredo a uno de los cocineros. Al poco tiempo, aprovechando que ambos chicos –él y su ayudante– se querían ir, terminé de llenar el negocio de muchachas: para cocinar, servir y limpiar. Porque los muchachos en este lado del mundo sólo valen para estar tumbados y ser padres sin quererlo ni beberlo. La cena, por cierto, salió perfecta. Pero yo estaba cansado y mareado. Muy aturdido. Y mentalmente tenía a un flan por cerebro.

 

Flower esa noche apareció con Alana, una amiga sueca que con el paso del tiempo se ha convertido en mi amiga. En una de las habitaciones que tenemos en la primera planta del restaurante cumplían una tradición sueca que consiste en realizar deseos por medios de servilletas de papel que luego se guardan –o se queman– sin enseñar su contenido previamente redactado. Flower, mi maravillosa flor, mi pareja en aquellos momentos de lujuria y estabilidad –lo segundo no era, como habrán podido comprobar, usual–, se dejó en la zona anal de su vaquero aquella servilleta arrugada que yo, sin querer, descubrí a la mañana siguiente revoloteando sobre el suelo gracias a la ventolera que penetraba por la ventana del salón. Por supuesto aquella noche, ni la siguiente, ni la posterior –que sería la última– hicimos el acto. Porque nuestros actos no consistían en quedarse mudos y atados hacia una paz celestial, sino todo lo contrario. De hecho algo en la amenaza de ictus tendría que ver aquellas manías sexuales violentas. No mucho, aseguro, pero tampoco nada. En aquella servilleta derruida descubrí que Flower, en su brutal inteligencia, era humana. Y fémina. Porque entre las dos peticiones que había escrito una era durísima: ‘aceptar que mi cuerpo está cambiando’. Una pena. Porque a mí su cuerpo me encantaba. La segunda petición era ‘no quedarme estancada’. Y que yo sepa sigue en Boston. Pero la vida es muy larga. Sobre todo si has sufrido una arritmia aguda con amenaza de ictus. Agradezco que sólo fuera un aviso.

 

 

Joaquín Campos, 25/09/14, Pekín.

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