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Novela por entregas11. El mar protege el silencio

11. El mar protege el silencio

 

La tormenta que oscurecía el cielo no ayudaba pero es que, además, a medida que avanzaba Cangrejo fue perdiendo el rojo y el verde, y poco a poco los demás colores.

 

Toda su vida había crecido en un mundo catedralicio, de techos muy altos y ya en penumbra como el centro de la selva, donde al sol y a la luna los filtran los árboles en un eterno eclipse. Pero al bajar Cangrejo por la suave pendiente hacia el centro del mar la noche fue yendo a su encuentro.

 

Cangrejo estaba acostumbrado a la noche, como todo el mundo. Lo que le asustó fue que la oscuridad le llegase cuando todavía no era de  noche. Lo sentía en el reloj de su piel, si es que los Cangrejos tienen piel, y porque de pronto dejó de ver el naranja de un pez Payaso, que viste un pijama a rayas de presidiario.

 

“A lo mejor aquí abajo existe otra variedad de pez Payaso, un primo de los payasos naranja”, pensó. “Hay tantos primos en el mar…” En estos el pijama sería negro y blanco, más sobrio sin duda, pero también más elegante. Más grave también, y por ello sería más difícil que les pegara el nombre. “¿Existirán Payasos en blanco y negro?”, se preguntó.

 

Pero un juego de la luz que llegó hasta allí le devolvió por un instante el naranja al pez y entonces Cangrejo comprendió que, al bajar por el fondo del mar, perdía colores. El eclipse se acentuaba, y le entró miedo. Igual que alguien que se va a quedar ciego y un día averigua en qué fecha exacta va a ocurrir. Como si se venciera un crédito antes del embargo de la casa, él mismo levantó una de sus pinzas y se estremeció al comprobar que tampoco las veía rosas, de color cangrejo, como siempre. Se habían desteñido. Ahora las veía rosa pálido, casi blanco.

 

Cangrejo no estaba acostumbrado a las largas marchas, y menos de medio lado, más cansadas. Y aunque había previsto detenerse sólo un rato, para recuperar fuerzas, se quedó más tiempo.

 

Se enfrentaba además a un problema que no había previsto: Desde allí el mar era más alto. Los tiburones que pasaban por encima de él con destino a la asamblea ya no parecían temibles tigres sino sardinas. Además, o al menos eso se alcanzaba a percibir desde lejos, nadaban de un modo un poco raro.

 

El lugar donde había parado a descansar se encontraba casi despoblado, como si muchos peces hubiesen huido ante la inminencia de una guerra, o ese fuese el confín de una civilización, una tierra de conquista, y las especies inocentes no se aventurasen hasta allí, tan abajo. Mucho menos los peces simpáticos como el pez Payaso. En cambio se había encontrado de pronto con algún ser que lo miraba con ojos muy gordos, sorprendidos. Era sin embargo ese tipo de sorpresa de la que, sin saber por qué, uno no se fía.

 

Por buena voluntad que pusiese, comprendió Cangrejo, no podría llevar él solo la misión adelante. “Tendré que pedir ayuda”, se dijo como para darse ánimos.

 

Cangrejo miró en torno y, en ese mundo pre nocturno, él también sintió la soledad.

 

Pero la soledad despierta como un cuchillo de varios filos, y al tiempo que sirve para escarbar también incita a la búsqueda. Así que gracias a ella Cangrejo pudo comenzar a oír, escuchar algo que antes no estaba.

 

¿Cómo explicarlo? El lugar más silencioso de la tierra es el mar. Más, mucho más que el desierto, el silencio del desierto es en realidad un concierto de murmullos, sugerencias, sospechas y lejanos aullidos. Entre otras cosas porque el desierto abraza el espacio sin ocultarse, se entrega a él, desnudo, todo un océano de arena que escucha como una gigantesca oreja. Y es muy difícil que el espacio, todo ese espacio, el cosmos, esté por completo en silencio. ¿Todas esas estrellas y planetas y cometas en silencio?… ¿Todas ellas? Imposible.

 

Así que el lugar más silencioso de la tierra es el centro del mar, no las costas, contaminadas hasta un punto de no retorno por las aguas residuales, los alcaldes corruptos, los paparazzi y los aceites bronceadores de los bañistas. Que en contra de lo que se cree, alejan más que atraen a los tiburones, demasiado sofisticados para ese aceite y ese ruido, el chumbachumba que llega desde las discotecas y las cervecerías y, una verdadera hecatombe, las motos y las lanchas. Las motos de agua cumplen en el mar la misma misión que en la tierra los coches con el ruido a todo volumen: pasear a homínidos para ver si algún científico al fin se da cuenta de que no hace falta buscar más, ahí está el eslabón perdido.

 

Pero en el centro del mar se encuentra la respuesta a uno de los más grandes enigmas de la creación: Por qué existen mares tan grandes y profundos por cuyas gigantescas catedrales  interiores  apenas cruzan más que las ballenas nómadas y sólo viven solitarios peces ciegos y legendarios calamares-ogro.

 

Por el silencio. Más aún que de agua, los mares, los océanos están formados de silencio y ese es tal vez su enigmático sentido: guardar allí abajo, a salvo, grandes reservas de silencio en depósito por si alguna vez se hace necesario en tierra firme. Como así será, seguro. En tierra firme ya sólo quedan rastros de silencio en algunas tumbas olvidadas, como indicios de una antigua civilización, y ni siquiera en todas.

 

O sea que no fue tan extraño que el fin del silencio sacase a Cangrejo del agobio de su soledad. Como si de pronto en el cielo apareciesen grietas. Al principio fue algo confuso, percibido apenas en la punta de sus antenas y un hormigueo en las pinzas. ¿Sería la tormenta batiendo afuera? No, esa era una vibración a la que sus antenas ya no prestaban atención. ¿Un viejo carguero, quizá, pasando cerca con un motor renqueante, un submarino? No, era otra cosa, algo menos mecánico.

 

Desde el fondo del mar, Cangrejo levantó los ojos, indagando o tal vez pidiendo ayuda al cielo de los crustáceos. Vio que los tiburones, encogidos por la distancia hasta un doméstico tamaño de sardina, se comportaban de una forma un tanto extraña. En lugar de nadar en círculos con pequeños golpes de sus colas poderosas –y Cangrejo sabía cuán aterradores podían llegar a ser esos suaves golpes-, los tiburones se alineaban en pequeñas formaciones como de diez o doce. Y daban vueltas, sí, pero todos al tiempo y hacia el mismo lado.

 

Y eso fue lo que le dio la clave: de ahí parecía venir el ruido. Y en la penumbra de esa casi noche, Cangrejo comprendió que el ruido no le llegaba completo, como por otra parte llegan la mayor parte de los ruidos en el mar. Le llegaba a ráfagas.

 

        Tun, tun, tun  

        Rafraf, rafraf

        Bumpa, bumpa,

 

Pero no podía entender qué significaban… y le parecía, por alguna razón de su instinto, que tenía importancia saberlo. Ahora bien, ¿cómo hacer? No podía nadar hasta el origen de esas ráfagas. Pedirle a un cangrejo que nade hacia la superficie es lo mismo, digamos, que pedirle a un puercoespín que vuele. 

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