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Novela por entregas34.Antes del truco de las banderas

34.Antes del truco de las banderas


Algo de todo eso llegaba hasta Piojo, encerrado en la cueva pero con el don de percibir y entender cosas a distancia, y estas ayudan a explicar su estado de ánimo: La codicia territorial de los tiburones y las peleas y la sangre se correspondían con su humor como el vuelo de las gaviotas con el viento.

 

Piojo no se sentía capaz de regresar a una piscina, y menos para exhibirse como un saltimbanqui en el Acuario de los Siete Mares. Una vez descubierto el rayo de luz, al fondo de la cueva, éste se le incrustó en la cabeza como un cometa, un norte, un ideal. O sea que dio un par de vueltas más y comprobó lo que ya sabía: su prisión sólo tenía una entrada y estaba custodiada por un comando de barracudas a las que les brillaban los ojos y los dientes. Y brillaban sólo para él. Así que Piojo nadó hasta el extremo de la cueva, se impulsó para dar uno de sus saltos y quedó tendido sobre una pequeña franja de playa, bajo el rayo de luz.

 

Desde allí, en efecto, remontando el rayo como en una ascensión alpinista, se veía un trozo de cielo a través de un estrecho hueco entre rocas talladas a martillazos. En ese momento pasaba la esquina de una nube montando una brisa que desde allí parecía imposible. Tendido de medio lado, Piojo entrecerró los ojos, con mirada independiente, abrió su gran boca llena de pequeños dientes, que parecían más decoración que arma, y suspiró.

 

Con el salto Piojo había desprendido a Gamba 14. Uno de los largos bigotes de la gamba se había enredado entre dos dientes del delfín, tras agarrarse allí para trepar hasta su oído y comunicarle, en mensajes contradictorios, que en la cueva hacía cieno, seno y ciego. Todo ese esfuerzo para llegar a cielo se explica porque en el lenguaje gamba el cielo no existe, y ciego, en cambio, alude a una especie de infierno y designa uno de los grandes terrores de los crustáceos. Por eso sus ojos son negros, alucinados y saltones: le tienen un terror cerval a la palabra ciego.

 

Sólo de ese modo Gamba 14 salvó la vida. Pues desde el comienzo del salto se encontró mareada y sin reconocer la sustancia que la envolvía: por primera vez en su  monótona y previsible vida no era agua. Sin embargo no tenía imaginación suficiente para comprender que eso que la envolvía podía ser ya el cielo, que ella llamaba perro, o ciego, y que si abusaba de ella le podía costar la vida. De hecho Gamba 14 no tenía imaginación, ninguna, carecía del músculo, y por eso costaba tanto comprender sus informes.

 

Así que el suspiro de Piojo desprendió a Gamba 14 de su boca, y esta se dejó caer casi desmayada hasta Cangrejo, en el fondo de la gruta.

 

– ¿Dónde está el delfín?, le preguntó Cangrejo.

 

– Tendido, dijo, agotada.

 

– ¿Tendido? Tendido dónde, preguntó Cangrejo que no podía entender. Apenas había luz, en la gruta, y como estaba cubierta por un techo, no se podía ver lo que pasaba en lo alto, al trasluz y por contraste con el sol o con la luna, como sucede en el mar abierto. Puede que se arrastren, pero en mar abierto los seres del fondo disfrutan de un cielo animado, un permanente teatro de sombras.

 

Arriba, o mejor dicho al lado, fuera de la cueva, comenzaba a pasar algo que concentraba la atención de todos los demás peces:

 

Y es que a la asamblea habían comenzado a llegar unos pequeños rebaños de sardinas. Pastoreadas por compactos y no muy grandes tiburones camboyanos, que tienen el talento de perros ovejeros, las sardinas eran el recurso que Limón había encontrado para terminar con las luchas entre tiburones. Era evidente que el violento debate les distraía de la decisiva Asamblea donde se estaba haciendo Historia, y a la vez les roía las fuerzas.

 

Mas no se trataba tanto de espíritu camorrista como de hambre, que los tiburones no calman nunca pues no es hambre sino vicio. Pura voracidad lujuriosa. Y que además aumenta cuando se encuentran en manada: todo tiburón que ve a otro comer algo piensa que se lo está quitando a él. La comida viene a ser un territorio.

 

La llegada del primer rebaño de sardinas fue recibida con un entusiasmo que se alcanzó a ver en la superficie del mar. Sólo los peces voladores y gaviotas apreciaron ese súbito incremento de pequeñas olas y se alejaron con prudencia. Podían comprender esa suave agitación en la superficie del mar, sin apenas espuma, igual que si fuese una elegante caligrafía, un libro.

 

Luego las pequeñas olas disminuyeron y ya casi no se notaron. El talento de Limón no había consistido tanto en traer a las sardinas… sino en ir trayéndolas en pequeños rebaños, de cuando en cuando, de modo que los tiburones no se empacharan, como en los banquetes, y perdieran interés por la Asamblea y los debates. Las remesas de sardinas eran aperitivos que tenían por objeto distraerles el hambre y conseguir al tiempo que se mantuvieran agrupados, a la espera de la comida de verdad. La genialidad de Limón era –sin saberlo, que ahí está la gracia-, haber reinventado el coctel de embajada, anterior incluso al truco de las banderas: banderas de colores vivos y alegres que ondean al viento y ponen la piel de gallina.

 

Pero la verdadera genialidad fue la siguiente, a la que sin embargo Cangrejo no pudo prestar atención, de momento, porque se había quedado anonadado. Hundido. Como fulminado por un relámpago, que en el mar se llama tiburón, cuando terminó de deducir y comprender las balbuceantes descripciones de Gamba 14. Y no tanto estas sino lo que sugerían, y que confirmaban algo oído muchas veces pero que siempre había contabilizado como una de las leyendas del mar: Hay muchas.

 

Allí arriba, tendido como decía Gamba 14, Piojo se estaba suicidando. 

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