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Novela por entregasHumo rojo, Obertura y Capítulos 1 y 2

Humo rojo, Obertura y Capítulos 1 y 2

 

OBERTURA

1848

 

 

Una anciana que recogía hierba en la ladera vio cómo entraba un niño en el jardín en llamas. El olor, me gusta el olor, dice. Lleva un ramo en el regazo, aprieta los tallos hasta que la savia bruta le resbala por las yemas. Arranca hojas una a una y las acerca a su diminuta nariz para oler la clorofila.

 

El humo carga partículas en suspensión; de la leña húmeda, las tejas de arenisca, los cristales. Es muy denso, una columna casi sólida que crece y se eleva arrastrando el monóxido de carbono, el benceno y los químicos propios de una combustión incompleta. Vuela huyendo del fuego. Poco a poco pierde de vista la sombra de la casa que se desmorona, las copas de los castaños, robles y hayas del parque de Villa Borghese, la gran cúpula de Michelangelo y hasta Roma.

 

De haber seguido ganando altura podría haberse visto arrastrado, como una nube, por corrientes de aire hasta los Alpes o el golfo de Génova; y cruzarlos. Si la altura fuese suficiente, podría distinguir quizás lo que sucedía en las dos ciudades simultáneamente en una mañana clara, como aquella. En un salón vacío con los muebles empaquetados en la villa de Montmorency; en realidad, veintitrés kilómetros al norte de París. Un hombre, de pie, mira detenidamente unos títulos de propiedad. No pasa de línea, no llega a las cláusulas con las fórmulas jurídicas. Nobili familia Orval heredem esse iubeo. Nobili familia Orval heres ex asse. Lee un apellido que no es el suyo, de su familia por sangre; un apellido que comparte estrictamente por matrimonio. Se fija en el sello: el blasón no representa su heráldica. Se aferra al papel, se apoya en una de las cajas llenas, lo dobla y lo guarda. Su mujer está en la cocina, sacando pan del horno. Cuando nota que se acerca se gira y, con las manos protegidas con un trapo, arranca un pedazo y se lo da a probar sin decir nada. Tampoco se besan. Tiene el vientre abultado, está embarazada. Él se quema con el primer mordisco; está recién hecho, demasiado caliente. Trata de no escupirlo, lo traga, abre la boca e inspira. Ha soltado el resto sobre la paleta de madera que su mujer había usado para sacarlo y observa que aún humea. La ventana está abierta y el humo escapa, cada vez más arriba… y más arriba, hacia el cielo, donde atenúa el brillo del sol en la pizarra de los tejados de París; y luego más al sur, y más al este… Acompañando al mistral.

 

En Roma, el humo del incendio, azufrado, no es suficiente para que el niño cierre los ojos. Permanece quieto, pisando unas flores rojas que no son, todavía, ceniza, y con ellos muy abiertos. Son tan oscuros que reflejan las imágenes que inciden como muestras lejanas, disminuidas. Una viga que se derrumba lamida por el fuego, piedras que tras crepitar se desploman. Todo es más real ahí en sus ojos que afuera, donde sucede. Se entrevén impresas sensaciones, se pueden dibujar los gritos que llegan desde el interior, ya acallados.

 

La anciana había dejado de recoger hierba en la ladera. Contaminada por el humo, ya no notaba el olor de la savia y la clorofila ni cuando acercó las manos para taparse la cara. Dejó caer el ramillete de plantas y, del suelo, escapó un escarabajo. Durante un año no mencionó al niño, calló cómo podría haber alguien más. Lo que vio. Hasta que una insuficiencia respiratoria derivada de la intoxicación, la mató.

 

* * *

 

 

 

PRIMER ACTO:

ROMA, PRIMAVERA DE 1863

 

 

 

 

LUDOVICO

 

Mirar es un esfuerzo abnegado, ver lo que uno realmente está mirando. Me envuelve una oscuridad rojiza, la mínima expresión de una noche de cuarto menguante. Llueve, oigo cómo las gotas percuten el pavimento. En la segunda sala de las cuatro que componen la pinacoteca del palacio Brancaglia localizo el cuadro. Miro para cerciorarme. En el resquicio bajo la puerta titila una luz movediza. Proviene de la estancia contigua o del pasillo más allá. Pálida, mortecina, oscila acompasada cuando algún cuerpo sólido interfiere en ella. Hay alguien. Sus pasos no rompen el silencio, se confunden con el rítmico telón de la lluvia. Un guardia se pasea con una lámpara de gas. Estoy bloqueado: si no consigo cruzar esa puerta no puedo moverme de donde estoy. La ventana da hacia el interior, hacia el atrio. Para salir sin ser visto debía descolgarme por la fachada trasera, orientada hacia la ribera del Tevere. Así lo había planeado. Pero, si se trataba de un guardia de ronda, antes de completar su turno revisaría habitación por habitación y me acabaría descubriendo. Si se asomara cualquiera, incluso sin que necesariamente fuera un guardia, si un criado al que hubieran despertado para traer agua fresca o atender otra petición del banquero Mario Brancaglia se asomara, tendría que estar preparado para asaltarlo antes de que diera la alarma. Inhalo todo el aire que cabe en una inspiración sin que traiga olor alguno. Me pesa esta carencia, la sensorial, casi tanto como la de la memoria. Miro mis palmas, con los pliegues largos y marcados. Jamás sabré si las heredé de mi padre. Resulta raro no acostumbrarse a la falta de algo que no sabes si una vez tuviste. Aprieto el tabique de la nariz hasta que asumo que debería doler.

 

Con sigilo descuelgo el cuadro de entre la hilera interminable de la pared Este. Examino el marco: está encajado a presión, asegurado apenas por cuatro puntas clavadas; las extraigo con la tenaza cuidando que ninguna caiga al suelo. Tres se doblan de forma parecida, una se parte. Las guardo en el bolsillo, allí se pierden mudas. Aprovecho las rendijas para hacer palanca, una presión sutil basta para arrancar el ampuloso marco. Separo la tela original de Gentileschi del bastidor que la acoge con una incisión; tardaría demasiado en desmontarlo. Cubro inmediatamente la madera recién despojada con la copia que Gilles hizo del lienzo. Es perfecta; me demoro un segundo para mirar ambas y parecen la misma: idéntico David cubierto del mismo vellón, observando la cabeza de Goliat igualmente amputada –los dos pares de ojos hinchados–regando de sangre el lecho de roca. No es siquiera reflejo. Duplicidad. Me recobro del instante de estupor. He colocado a buen recaudo el cuadro robado, enrollándolo y sujetándolo con amarras al interior de la chaqueta. No se percibe el bulto. Al tiempo, antes de pensar en ello, la pintura sustituta está tensa, clavada alrededor del bastidor, lista para ser enmarcada. Termino y me yergo, lo devuelvo al hueco de un muro atestado. ¿Habré actuado con suficiente cautela? Miro para registrarlo todo.

 

La luz se aleja sin desaparecer, persiste la amenaza. A mayor dilación aumentan las posibilidades de ser capturado. La sala está alfombrada, daría cabida a más de medio centenar de personas; no hay escondite posible en ella, tan solo cuadros y un busto. Me aproximo a la puerta, piso de canto para evitar marcar una huella precisa en los hilos; apoyo la espalda en las molduras de escayola que decoran las jambas, arrimo el oído y me llega una voz. Dos. Primero la de un solo hombre y, con segundos de diferencia, distingo la réplica de otro.

 

–Hace horas que se marchó.

–¿Quién fue con él? Espera. Pasemos adentro.

 

Hay dos personas guareciendo mi vía de escape. Oigo el chirrido prolongado, la hoja de la puerta recorre un amplio arco antes de permitirles acceder y cerrarse de un golpe a su espalda. Se acrecienta el volumen de la conversación, podría yo mismo participar, ser escuchado: charlan ahora a veinte codos de mi posición.

 

–No quería que nadie lo viera con ella.

–¿Hotel o la villa de las afueras?

–Se excusó otra vez con motivos laborales. Eso sé.

–Su mujer está al tanto, la señora es astuta. Odio este sitio de noche, demasiados ojos pendientes desde los cuadros. Me ponen nervioso.

–¿Cómo le habrá permitido quedarse a solas con ese francés presumido?

–Tomasso, ¿no te ha pedido a ti que lo vigiles, que no entre solo en ninguna habitación de la casa?

–A mí también, en efecto. Líbreme el altísimo de hablar mal del señor Brancaglia, pero no creo que esté actuando con cordura. Me da mala espina ese invitado francés.

–Lo dejé durmiendo. Lejos de la señora.

 

Vibra la pared, los latidos intermitentes de mi muñeca se han transferido a ella. Mi pulso me pone al descubierto. Como el furibundo compás de un reloj. Imagino que sucede: la pared siendo apenas una membrana palpitante; pero nada en las palabras de los guardas da a entender que sea más que un temor. Miro hacia donde están, atravesando el tabique que me resguarda, posando la vista en realidad en el recuerdo de los planos que tracé del palacio. El edificio se divide en tres cuerpos, tres pisos de altura. Estoy en el segundo. La fachada del segundo cuerpo en el patio es una arcada ciega cubierta por frontones triangulares.

 

La ventana. No encuentro alternativa. La abro y salto a través del vano. Hay cinco ventanas de cada lado. Supero la barandilla y caigo sobre un pedestal vacío. Permanezco rígido, franqueado por las basas de dos columnas embebidas. No pueden oírme, pienso. Soy una estatua, soy el silencio de la piedra; si la piedra sonara se estaría resquebrajando. La lluvia resbala por mi frente, por mi nariz y mis pómulos, hasta el mentón. Se desliza por mis brazos, cae desde mis manos alterando la trayectoria recta hacia el suelo. La luminiscencia roja de la noche contamina el ambiente, el ánimo. Llovía también cuando empecé a entrenar con Gilles. Trepar me resultaba fácil, natural. En el Jardín de los Naranjos, en una celda excavada en una torre de la barbacana de Santa Sabina, solía vivir un borracho. Se extinguía en aquella oquedad arcillosa, justa apenas para su camastro. Me había llevado Gilles de la mano, fue la primera vez que vi atardecer desde el Aventino. Me colocó su bolsa de cuero a la espalda con una botella de vino envuelta en lienzo que me enseñó antes de introducir. “Se lo vas a llevar y traerás la botella intacta”, me dijo. Ascendía, se colaban mis dedos entre los ladrillos. Sangré, creo, y del otro lado el viejo vació el vino sin perder una gota. Se fue poco a poco alejando, bebía recostado en un poyo de cara al horizonte. Sus ojos, puntos de bruma, se giraron un instante para agradecerme el gesto y despedirse. “La botella está rota”, respondió Gilles a la vuelta. Se había quebrado el vidrio, sostenía yo los pedazos en las manos queriendo percibir su olor. Era un crío, no más de siete años. Las primeras imágenes conscientes que conservo son ya con Gilles, no recuerdo nada anterior a que me recogiera. A mi familia.

 

El piso superior tiene las ventanas separadas por pilastras y cubiertas por frontones curvilíneos. La cornisa es menos prominente, de voladera menor. Sigo quieto, si parpadeo noto las gotas acumuladas en las pestañas. ¿Ahora? La lógica promete ser capaz de proporcionar una respuesta –la elección correcta, la que te salve–, pero sé que es siempre un engaño; que uno cuando opta baraja posibilidades con distintos desencadenantes y consecuencias, no existe el valor absoluto del bien que uno desea. Enfrente quedan los dormitorios principales. Es mi cuerpo el que reacciona, transforma la convulsión en movimiento y decide por mí: hacia el tejado. Tomo impulso y me aúpo al frontón sobre el ventanal; de ahí salto y me aferro a la columna, quedo pendiendo del capitel. Pienso que si alcanzo el tejado podré cruzar sin peligro el edificio y deslizarme por la fachada trasera. Huir por los callejones junto al río. Tengo los hombros tirantes, el esfuerzo agarrota mi espalda. Busco un saliente donde apoyar los pies. Podría precipitarme al vacío. Soplo fuerte, al hacerlo contrarresto el aire cortándome al caer, lo empujo en dirección opuesta. Flexiono los brazos; estoy arriba, por fin sobre la cornisa, y se enciende una luz. He alcanzado el tercer piso y me giro para ver que a mi espalda un dormitorio se ha iluminado. Alguien grita y me señala. El aullido atruena por encima del aguacero, se reparte por el atrio y me pone en guardia. No llego al tejado.

 

–¿Has escuchado, Guido? Es el francés.

–Voy a comprobar que la señora esté bien.

–No. Déjame tu arma. Tiene que estar por aquí cerca.

–¿Un ladrón?

 

La alerta les trae a la ventana, siento el picaporte, los pasos amortiguados sobre la alfombra. Se apoyan en el alféizar, el centinela inesperado les avisa de que ya no estoy ahí. Repite, cambiando del italiano al francés sin percatarse, la misma indicación: arriba. Su dedo se mantiene apuntando igualmente arriba. Los criados vociferan amenazas antes de echar a correr. A oscuras, reconozco un salón con las paredes repletas de bajorrelieves y con frescos en los techos. No identifico los temas. Sobre dos consolas gemelas de bronce y jade se elevan sendos jarrones, paso entre ellos. Hay al final un globo terráqueo de diámetro tal que, cuando lo acaricio, gira pesadamente. La escalinata se tuerce en ángulos violentos, les oigo subirla persiguiéndome; pero tardan. Salgo a un pasillo por el que me escoltan pintados guerreros con escudo, detrás ha de haber una sala pequeña, lo que busco está en ella. Les escucho hablar, su tono vacilante:

 

–Tiene que estar por aquí, Tomasso.

–¿Alguien ha avisado ya al señor Brancaglia?

–Estamos solos. Pasa tu primero, yo miraré por este lado.

–¿Qué crees que se ha llevado?

–Encuéntralo.

 

Dejé la puerta entreabierta. La estancia ocupa una de las esquinas traseras del palacio, vislumbro desde ella los reflejos tímidos de la luna sobre las aguas del Tevere. Ahí la arista entre los muros está cubierta por sillares de granito; con pericia, peldaños idóneos. Es el lugar óptimo para la fuga.

 

–Mira eso, Guido –apunta uno, y casi percibo cómo me señalan.

–Es la única…

–No está cerrada. Presta atención. Hay alguien dentro.

–Carga la pistola.

 

Había arrastrado hacia la ventana una mesita. No puedo acarrear la escultura que tiene encima así que la hago tambalearse. El balanceo se apresura, consciente acaso del vértigo posterior. Se sincroniza con los susurros nerviosos de los dos criados: hablan entrecortadamente, callan de pronto, se piden silencio recíproco y hasta castañean sus dientes, y los vaivenes se agudizan. Están fuera, a pocas zancadas de mí. Nos separa el grosor de una puerta entornada. Pero no se deciden, dudan, y actúo yo. De un empujón arrojo la figura por la ventana. El estruendo es ensordecedor, piedra desintegrándose contra piedra. Gritan, tienen miedo y no quieren que escape. Golpean la puerta como gesto irremediable, para afrontar lo que les aguarde al otro lado: a mí. Uno dispara. La ansiedad le puede.

 

–¿Qué había ahí?

 

Pasan adentro, pero no me encuentran ya.

 

–¿Dónde está?

–Mira a ver si ha caído abajo. Desde esta altura estaría muerto.

–Hay trozos de roca.

–Se habrá desprendido en su descenso, habrá roto algo al bajar. Deprisa, antes de que lo perdamos.

 

 

 

Me tiendo boca abajo sobre la cubierta escamada, sintiendo las tejas, reptando para desplazarme. Sentado –más aun de pie– podría ser visto desde la calle, pero así… Aguardo paciente. La distancia que como observador he ganado ralentiza el tiempo en que transcurren los movimientos que controlo: ya no me atañen, eso parece. Los dos hombres se dan instrucciones y rastrean los aledaños de la parte trasera para encontrarme. Uno vuelve adentro. Me giro y avanzo para comprobar que, desde una vertiente del tejado, abarco la fachada del patio interior que me interesa: los dormitorios. Tras la ventana encendida –la del invitado, asumo– surge una nueva silueta que atribuyo al criado. Reparo en sus gestos, rompen el estatismo con extensiones convulsas del brazo, tapándose la cara; advierto la crispación. Charlan apenas unos minutos y abandona la estancia. Otra se ha iluminado en el extremo contrario, es la de la esposa de Brancaglia. Hacia allí se dirige. Parecen discutir y ella se asoma, mira a través del cristal cómo la oscuridad se vuelve más profunda encerrada ahí en su patio.  El guardia baja y vuelve a salir; parece de mayor rango que el pertinaz explorador, le ordena que sea él quien acuda a avisar de lo ocurrido al señor Brancaglia y al cabo regresa dentro de la casa. No sucede de inmediato –no podría decir cuánto llevo agazapado–, pero por fin se apagan todas las luces.

 

La lluvia amaina paulatinamente. Esperaré, me digo por prudencia. Sacudo las mangas de la chaqueta, los hombros, y se dispersa la película de agua superpuesta a la tela. El cielo se condensa, se ha disuelto el horizonte. No reposa sobre las cumbres rojas de los edificios –que son Roma– la tangente que acostumbra a separarlas de lo de encima. Las dos dimensiones se han imbricado y ahora el cielo forma otra cartografía de Roma –es también Roma–. Generan un espacio sólido, invulnerable al tiempo y asfixiante. Roma. Un búho ulula en alguna parte de la arboleda cercana. Oteo buscando sus ojos, que no están. Sin estrellas, distingo apenas la claridad que sobresale entre la maraña: las cúpulas blanquecinas sirven de referencia, como atalayas; conforman una rosa de los vientos. Desde mi perspectiva, el límite oriental lo marca la que corona el cimborrio de San Carlo ai Catinari, llamada así por las numerosas alfarerías que la rodean;  imponente, aparece continuando el trazado la de Sant’ Andrea della Valle, de estilo barroco y dimensiones inferiores sólo a San Pedro. Avisto la gran cúpula del Panteón. Más próxima, casi de frente a mí, tengo la de la hermosa Sant’ Agenese in Agone, el templo que articula la plaza Navona. El oeste parece despejado de ellas, más oscuro. Persiste el rubor, a mi espalda, del río Tevere.

 

Mirar es reconocer, identificar lo que uno sabe al respecto de lo que está viendo. Me intriga saber si no estaré sólo yo contemplando en ese instante la ciudad, pensar que late para mis ojos. Que la ciudad no existe si no poso yo la mirada en ella, que mirando asisto a un parto –se despliega ante mí, se levantan los edificios– y Roma vive recluida dentro del ángulo que abarca mi campo de visión. Más allá de esos márgenes, lo que permanece, es lo más parecido que almaceno a los recuerdos. Registros minuciosos de entornos, rutinas, caras… Entre las plazas Farnese, della Quercia y Campo de Fiori –que me rodean– las azoteas surgen de primitivas ruinas y se solapan. Hay ropa tendida para secar y, junto a ella, enredadas en las mismas cuerdas, plantas casi secas hasta la noche de hoy. Las calles se entretejen. Sólo una ventana abierta diferencia, en ocasiones, una vivienda habitada de un montón de escombros. Vuelo hacia lo que imagino la frontera de mi vista, a unos minutos a pie de donde me encuentro. Varios gatos se pasean entre pinos y los restos apilados en la plaza de Largo di Torre Argentina, en las inmediaciones del teatro de la ópera. Hacia el Este. Desde allí podría fijarme en la arteria que es la vía del Corso, avanzaría aprisa surcando la calzada hasta cruzar las iglesias gemelas en la plaza del Popolo; retrocedería luego siguiendo el humo de los cafés alrededor del Panteón, de su obelisco. Me desvío hacia el Oeste. Miro al frente desde mi posición en el tejado y visualizo el rincón della Cuccagna. La travesía me lleva hacia la plaza Navona. Tiene cuatrocientos pasos de largo y cien de ancho, atestada de caballos, de quienes en ella venden o viven. Tiendas, multitudes. Tal vez ahora mismo, cuando la noche pierde intensidad para dar pronto paso al alba, continúe transitada.

 

No ha regresado el criado que salió a dar aviso al banquero y el palacio duerme. Ningún ruido despunta. El sueño ha mecido la inquietud de la esposa de Brancaglia, del invitado y del guardia. Camino sobre el tejado, rodeo el recinto y me asomo. Atisbo la esquina que forman el callejón de Venti y la vía Mascherone, la fachada principal entre las dos plazas. Retrocedo y por el patio interior desciendo hasta el balcón más próximo. Me adentro desde ahí de nuevo en el palacio, coincidiendo el umbral que traspaso con la ventana que alumbra la escalinata principal. Parece mármol; rosa en las columnas y balaustres, y gris en las cornisas, basamentos y peldaños. Bajo las escaleras despacio. En el descansillo del primer piso hay otra escultura similar a la que destrocé, de tamaño mayor, otra ménade. Acciono el picaporte. El peso del portón castiga al gozne que, al abrirse, emite un crujido. Resuena el eco. Luego, nada. Antes de salir coloco los puños de la camisa, ajusto el pañuelo negro al cuello, rehago el nudo, y abotono la chaqueta.

 

Toso. El aire del amanecer es fresco, la humedad aún impregna el ambiente. Quizás vuelva a llover, pienso. Otra tormenta de primavera. Emprendo la marcha hacia el monte Palatino, hacia el estudio. Callejearía hasta salir entre Santa María in Cosmedin y San Giovanni Decollato. Cambio de idea y viro. Alguien se interpone en mi nuevo rumbo.

 

–Deténgase, por favor.

 

***

 

RAFFAELE MARCENARO

 

Tenía la carta en la mano, me levanté de la silla con ella aún ahí. Se había arrugado el sobre; lo sopesaba, con dos dedos plegaba la solapa, abriéndola y volviéndola a cerrar. Seguía de pie en el despacho. Me había encerrado temprano –solía hacerlo– para corregir las anotaciones correspondientes a la semana anterior del libro de cuentas. Antonio Marchese me comunicó lo que había ocurrido con el barco y no por probable, incluso por usual, me disgustó menos: nadie detectó antes de zarpar una plaga de carcoma en las bodegas, se extendió y estropeó la mitad del cargamento de telas que trajimos desde Oriente. Había tenido que ajustar las previsiones de beneficio, tras el contratiempo. Estuvimos reunidos y él convino que no cambiáramos sustancialmente los términos del trato, de ese en concreto con Barcelona. “Sacrificamos una parte de nuestro porcentaje y le exigimos que firme varios envíos más durante este año para mantener los precios”, me dijo Marchese. Yo acepté y le pedí que me acompañara en la comida de hoy, habíamos convidado a Balagueró, el cliente catalán. Nos despedimos más tarde de las ocho; cuando Antonio Marchese partió hacia su casa había estallado ya la tormenta.

Apagué la lámpara y cerré el tintero. La carta. Aún la llevaba encima pero decidí que abordaría en otro momento ese asunto. Salía del despacho y me sorprendió Emanuele, el mayordomo. Se dirigía hacia mí con los brazos entrelazados a la espalda, pareciera que repentinamente –compelido por algún impulso urgente– hubiera querido contarme algo: abrió la boca y oí un suspiro, enarcó las cejas manteniéndose fijo en mí, a dos pasos de donde estaba; pero luego desistió y se marchó pasillo adelante. ¿Qué quieres?, tendría que haberle preguntado. No dijo nada, ni siquiera saludó ni mostró deferencia alguna. Me miró y se dio la vuelta, a su forma, altanero. Volví un instante adentro, rasqué con la uña el lacre, que estaba magullado, y dejé el sobre en un cajón del buró. Al adquirir este palacio en el Corso imaginaba cómo sería la vida que albergaría en el interior –la única posible en un lugar tan hermoso: una familia perfecta, satisfacer al fin las expectativas de mi esposa–, creyendo de veras que los triunfos pueden ser definitivos.

Cambiamos parte del antiguo mobiliario, varias habitaciones se habían conservado tal como fueron ideadas tres centurias atrás. Desechamos los objetos que Anne Marie consideró inadecuados, fueron muchos a pesar de que inicialmente le impresionara la solera con que vestían la atmósfera. Había salido de París y quería sonreír, ¿no estaba en la templada, la de belleza estoica, la viva e impetuosa Roma?, ¿no deseó eso con ansia?, trasladarse, afincarse aquí; pero siempre hubo razones que se lo impidieron. Siempre pesarían demasiado aquellas razones.

Escogí esa mesa para mi despacho, amplísima y angulosa, hecha con alguna madera africana de extraordinaria dureza. Yo mismo la lijé y barnicé, sentí al hacerlo que la convertía en un cimiento.

Salí al pasillo, que recorrí en dirección al dormitorio de mi hija. Allí permanecí callado, mirando desde el otro lado de la puerta entornada. Constanze estaba tumbada leyendo. Pasaba las páginas despacio, con delicadeza, usando sólo una mano y con el libro posado sobre el tul excesivamente almidonado de la falda. No me atreví a apoyarme sobre el marco ni a mover el pie del resquicio para no alterar aquella armoniosa perspectiva. Querría haberla guardado así, su imagen tranquila, congelada, sometida a la eternidad. Lejos de cuanto pudiera arruinarla.

Desde mi posición percibía apenas un fragmento de la estampa, quedaba oculta aproximadamente la mitad de la habitación, aunque conociera de sobra lo que contenía: allí estaba el tocador, repleto de peines, con horquillas esparcidas tapando el abrecartas con empuñadura de marfil que le regalé; y en la repisa, reflejada también en el espejo, la cajita musical de la bailarina que giraba y giraba persistente, enmudecida antes de que se le hubiera comenzado a agrietar el nácar de la tapa. Por la ventana se colaba un sol incipiente, se despejaba el cielo por fin tras las horas de lluvia. Esa luz bruñía las cortinas y la colcha. Durante los meses previos a que naciera nuestra hija, Anne Marie había rechazado un muestrario tras otro de telas, ya viniera de Lyon ya de Venecia. En todos encontraba algún defecto. Hasta que, tras mucho insistir, traje esas desde Damasco; eran de un azul proteico, un azul tan sensible a los cambios de luz que extendía dentro la noción de cielo.

Tuvo buen tino escogiendo para Constanze, siempre. Una madre, antes aún de que lo sea, una mujer embarazada, posee una naturaleza casi taumatúrgica, adquiere una comprensión de la realidad especialmente sensorial; de cualquier detalle del entorno es capaz de extraer el deseo explícito de su bebé –todavía no nato– de una manera que sólo ella puede percibir. Yo, como padre, no podía más que contemplar a mi mujer con las manos apoyadas apaciblemente en su vientre abultado, posando durante momentos interminables la mirada en el infinito. La envidiaba, deseaba que naciera para poder compartir esa conexión, que sus pequeñas manos jugaran a cazar mis dedos y me permitieran sus ojos claros adivinar en qué pensaría mientras.

Pero me alejaba. Pasaba mucho tiempo solo. Dirijo un negocio, solía decirme, es mi responsabilidad. Anne Marie entonces aún era capaz de demostrarme calidez en el trato, con sus gestos, cuando me besaba más cerca de la mejilla que de los labios y me acariciaba el dorso de la mano. Aún podía ver en su proximidad algo más que reproche, pero intuía la profundidad de la fractura. No. Ella jamás me perdonó.

Constanze era una buena chica. Torcía las rodillas hacia dentro cuando estaba sentada; también ahora, incorporada sobre el cabecero de la cama. Leía –afilé un poco más la vista para alcanzar a entender las letras doradas del lomo– Sentido y sensibilidad. Al principio, antes de que muriera su madre, leía sobre todo cuando estaba enfadada. Anne Marie lo sabía y respetaba su espacio. Nunca vulneró esos instantes de calma; ambas aguantaban frente a frente en silencio y de forma tácita cualquier desencuentro quedaba zanjado después de algunos capítulos. Desde que la enterramos lee más a menudo. No se trata de un esparcimiento. Lee para recordarla, es un homenaje, el secreto que entre las dos mantienen. A mí nunca me mirará así. Le sonríe al papel como si su blancura fuera la misma tez de Anne y la tinta surgiera de sus labios. Lee para contarle a su madre las cosas que jamás se sentirá cercana para tratar conmigo.

–Están los aposentos preparados para el caballero español, señor.

Emanuele reapareció a mi espalda, con el paso de los años se le habían tupido las carnes y aún así parecía escuálido debajo del uniforme. Interrumpí la observación de mi hija para atenderle.

–En el contiguo alojaré a su criado –siguió diciendo.

–Ocúpate de que enciendan las chimeneas después de los cafés, que caldeen las habitaciones para esta noche. Ayer hizo un día fresco y deben estar cómodos.

–Habéis pasado una orden a cocina sin que yo tuviera noticias.

–Pedí que sirvieran rape y un Chardonnay blanco, para seis.

–¿Seis comensales? Reprendí a la cocinera cuando bajé, creí que habría sido un error. Debiera entender que así me desautoriza, signore Marcenaro, debo dirigir al servicio.

No disimulaba en su tono el desprecio. A veces me intimidaba su voz engolada y me prodigaba con explicaciones excesivas, que no le debía. Al contrario que Anne Marie, cuyo ademán aristocrático bastaba para hacerse respetar.

–Emanuele, la carta que entregaron esta mañana en mi despacho, habían intentado abrirla. ¿Podría aclararme por qué?

Sabía que probablemente hubiese sido él mismo quien fisgara. Desde hacía un año, desde que murió Anne Marie, se había ido deteriorando el clima con los sirvientes; cómo me observaban. Mantenía a Emanuele por lealtad a ella, por la relación estrecha que le unía a mi difunta esposa, pero su insolencia se volvía poco a poco intolerable.

–No tengo idea de qué le habrá sucedido a su carta, signore Marcenaro.

–Ya supongo, y sin embargo el lacre estaba cuarteado.

–Investigaré quién pudo querer abrirla, pero le digo que fue mi propia sobrina quien la subió hasta su despacho. ¿Se la remiten esos políticos franceses?

Había sido financista privado de las obras del Barón Haussmann en París; en secreto –puse mucho empeño en que no se difundiera– aunque no lo pareciera ya, cuando paulatinamente había ido perdiendo la batalla y había llegado a oídos de otras grandes fortunas de la ciudad. Lo hice como estrategia para afianzar mi expansión comercial, necesitaba obtener ese éxito. Para Emanuele, y no sólo para él, para un sector de mi entorno en Roma, mis manejos pecuniarios generaban recelo.

–Emanuele, ¿debo recordarle que no tiene derecho a inmiscuirse así en mis negocios?

–Mis disculpas, señor. Mis preocupaciones son por el estado de esta familia y esta casa.

–Comprendo –asentí.

–¿Está seguro de que hoy vendrá a comer ese invitado suyo, Balagueró?

–¿Qué insinúa, mayordomo?

–Le recuerdo tan sólo lo que sucedió recientemente. Lord Cunningham, ese amigo inglés de su mujer de tan noble abolengo, no acudió ni le presentó excusas.

–Amigo nuestro –intenté corregirle. Pero él no hizo caso de la apreciación y siguió hablando. Había desaparecido de veras; organizamos una recepción con orquesta de cámara anterior a la cena y Cunningham nunca llegó. Emanuele me acusaba por ello. Era su forma de menospreciarme. Me demostraba con su actitud que me creía culpable de que Anne Marie hubiera enfermado hasta morir. Como si no cupiera en mis hombros la carga de esta familia, de su apellido: Orval, su título de Duquesa; como si mi sola presencia los devaluara. Lo he dado todo por ellos…

–Y he anulado el descanso de algunos trabajadores del servicio para atenderles, crearía descontento entre la plantilla que hoy sucediera como entonces.

–No se preocupe. Bajaremos ahora a revisar el calendario de sus jornadas de trabajo.

 

Él obraba haciendo justicia al recuerdo de mi mujer. Me castigaba, como si yo durante algún minuto dejase de sentir ese dolor. Dirijo un negocio, me repetí. Sé lo que significa hacer lo necesario, afrontar las circunstancias. Bajé tras él hacia la lavandería, en silencio, manteniendo una cierta distancia. Emanuele caminaba con los brazos todavía entrelazados a la espalda, los pliegues de la chaqueta se habrían amoldado a esa postura tornándose imperecederos. Lo vieron a él primero. Cuando pasé yo, se marcharon todos, las cuatro o cinco personas que había charlando alrededor de la pila. La última en salir fue una chica joven, poco mayor que Constanze, que soltó la prenda con la que jugueteaba y apagó una risa compartida con Elisabetta. Giannina, se llama; me guiñó un ojo, antes de darnos la espalda. La sobrina de Emanuele se quedó llenando de agua hirviendo la plancha de hierro. Luego no supo muy bien cómo reaccionar.

–Colgado en esa pared verá el horario. Apunto la lista de tareas y quién las lleva a cabo en cada turno; firmo cuando las completan y las he supervisado.

–¿Adónde han ido?

–Queda toda una planta por limpiar, y otros deben preparar el ajuar. Elisabetta terminará de planchar el vestido de su hija.

–Acérqueme ese papel, arránquelo para mí. Tendrá que hacer otro. ¿No considera que hay demasiadas manos contratadas, ahora que ya no está Anne Marie?

–Gestiono con la mayor eficacia nuestros recursos, la casa está impoluta.

–Es difícil conseguir el equilibrio, contentar a todos, ¿verdad, Emanuele? Usted lo sabe bien, es su labor. La desarrolla de manera loable, eso es muy cierto. Pero a veces hay que tomar decisiones que uno entiende correctas aunque resulten dramáticas para los que las sufren. ¿Qué opinas tú, Elisabetta?

–No sabría muy bien qué responder, señor Marcenaro. Seguro que tiene usted razón.

–A partir de ahora voy a establecer ciertos cambios: Elisabetta, no harás caso de esos horarios, no te mezclarás con ningún trabajador más de esta casa, nos servirás a mi hija Constanze y a mí en exclusiva. Me acompañarás en mis baños, te ocuparás de mí.

–No, por favor, signore Marcenaro.

Emanuele aguantó la mirada sin turbarse, ladeó la cabeza y siguió firme. Acababa de afeitarse, tenía las mejillas irritadas y propagaba el olor de la loción. Elisabetta en cambio sudaba; había estado trabajando y aquí el bochorno era insoportable. Tenía el pelo recogido; un reguero de gotas le resbalaba desde detrás de la oreja por la nuca, relucía su piel en los brazos y el pecho. Su voluptuoso pecho. Le incomodaba nuestra disputa, se palpaba el grado de tensión, temía el posible enfrentamiento y desviaba su atención hacia cualquier otra parte: hacia el vapor de la plancha o el vestido de Constanze.

Signore, signore. Cuando hablabas con Anne Marie te referías a ella como “Duquesa”.

–Tal era su título, le correspondía por linaje –me replicó el mayordomo.

–Era mi mujer, aunque te pese. Y no fue el linaje lo que le trajo el título, apuesto a que has elucubrado cientos de veces a propósito de esa historia…

–No sé a qué se refiere, Raffaele. Anne Marie provenía de la noble casa de Bethune-Orval.

–Tu tío te dará las instrucciones pertinentes –insistí dirigiéndome a Elisabetta.

–Permítame que lo organice yo: Giannina se esforzará más con su labor, ella se encargará de usted; yo necesito que mi sobrina continúe con sus ocupaciones habituales, como hasta ahora.

–Empezarás esta misma noche –le ordené–. Elisabetta, ve y comunícale a Giannina que está despedida.

–Pero es amiga mía, señor Marcenaro. Necesita este puesto –dijo entre sollozos la joven sobrina de Emanuele, y temblaron sus curvas al acelerársele la respiración.

–Espero que lo entiendas: estoy dispuesto a prescindir de alguien del plantel. Es cuestión de ahorro. Si esa amiga tuya, Giannina, siguiera trabajando en esta casa mañana, tu tío Emanuele tendría que buscarse otro hogar donde servir.

–Tío…

–Raffaele, no necesita hacer esto. –Pronunció ahora mi nombre aferrándose a mis manos, implorándome–. Siento lo del correo; no pretendo cuestionar su autoridad –continuó disculpándose Emanuele.

–Tío, ¿qué sucede?

–Por la memoria de su mujer, deje a mi sobrina, no la meta en esto.

–Acaba con el vestido de mi hija y súbeselo, se va a enfriar el hierro –zanjé.

 

Cerré la puerta, aseguré el pestillo y apoyé mi peso contra ella. Dejé que resbalara mi espalda sobre la superficie mientras cedían mis piernas. No me bastaba con saberme solo, huía de algo que, si bien no podía dejar fuera, prefería proteger de la percepción ajena. ¿Qué había pretendido? ¿Amenazarles? Necesitaba retomar el control, que me respetaran. Respiraba dificultosamente, la ansiedad me podía. Vertí agua de la jarra en la jofaina y me humedecí la nuca y la frente. Derramé luego toda la restante sobre mi cabeza y suspiré, escupiendo al espejo. Dejé que me cubriera una toalla y mantuve la cabeza gacha. Emanuele tenía razón –¿y si realmente estaba en lo cierto?–, no cesaba de retumbar ese cuestionamiento en mi mente: tú tienes la culpa.

Aún tenía que cuidar de Constanze. Tal como lo haría ella, Anne Marie. La imagen que había querido guardar habría desaparecido, se habría turbado sin duda la tranquilidad de mi hija. Ahora Constanze se hallaría sentada al filo de la cama, con la espada recta y los pies descalzos, recogiendo aprisa los papeles esparcidos bajo el dosel y llevándolos junto al libro a la escribanía. Habría escuchado, aunque nos separaran dos pisos, la conversación con Emanuele. Hay cosas que mi hija nunca debería descubrir. Subí con amplias zancadas las escaleras, temía que hubiera podido desaparecer también ella. Toqué con los nudillos desplazando unos milímetros la hoja, ¿por qué Constanze nunca cerraba completamente la puerta?

–Si vas a pasar, entra de una vez.

–¿No importuno?

–Ya he leído Sentido y sensibilidad, papá, ya he leído casi todos los que tengo.

–Puedo volver en momento, cariño.

–Te vi antes. No me has importunado.

–Recuérdame que la semana próxima, el mismo lunes, vayamos a buscar más libros. ¿Los de la biblioteca los has leído también?

–Algunos.

Me había equivocado. Ella seguía intacta, prácticamente en la misma postura desde la que apenas me prestaba atención al dirigirme la palabra. Se había cepillado el pelo antes de echarse en la cama y su castaño, de natural más oscuro, brillaba más parecido al de su madre. ¿Qué sabría de ella previo a Roma? ¿Cuánto le habría contado de antes de que nos conociéramos? Sobre el diván había extendido el polisón y un vestido de falda y corpiño con encaje de terciopelo. El que planchaba Elisabetta.

–Ya te he dicho que no me molestabas.

–Esa ropa.

–¿Qué querías, papá?

–Constanze, hija, supongo que te acuerdas de que viene el señor Balagueró a comer.

–Sí, me están limpiando los zapatos. He escogido los de terciopelo negro, como el del encaje. ¿Te parece bien?

–Serás una anfitriona perfecta. Tendrás que bajar al recibidor cuando Emanuele te avise de nuestra llegada. Yo tengo que ir a recogerlo.

Certo –contestó con neutralidad. Lo pronunció indiferente, y a continuación volvió a hundir sus ojos claros en el libro de Austen. Un mechón suelto de su flequillo se desprendió armoniosamente sobre su índice, que repasaba las últimas líneas. Ese fue el momento que aproveché para salir.

 

Estando sobre el picaporte, a un punto ya de girarlo, no pude esperar más y llevé la mano al bolsillo interior de la chaqueta. A tientas encontré la pipa y la picadura de tabaco, que prendí con una cerilla de fuste largo. Había pasado por el despacho a recoger las llaves y me dirigía ahora al jardín, a regar los lirios y a fumar: el humo me apaciguaría. Al abrigo de un rincón estaban adquiriendo un tono rojo vivo, que refulgía dentro de unos pétalos en cruz, afilados. Acudía regularmente. Nos visitaba dos veces por semana un jardinero pero yo me encargaba de ese parterre: yo lo sembré, yo lo requería. Para no olvidar. Me senté en el pretil de la fuente y di varias caladas, expulsaba el humo y me detenía a admirar las formas que insinuaba, cómo se disipaba. Sin parar de fumar tomé la regadera de latón, con algo de agua y restos de sedimentos. Me había agachado para remover la tierra y comprobar que había absorbido la lluvia –que no era necesario mi gesto, salvo para mi propia tranquilidad– cuando escuché un ruido metálico en la cerca acompañado de unas pisadas toscas.

–¿Has llegado hasta aquí tú solo? ¿Te ha traído tu cicerone? –Pronuncié en alto–. Creía que tenía que ir a buscarte, y aún es muy temprano. ¿Has desayunado?

Apoyé la rodilla para erguirme, buscando el rostro de Esteve Balagueró entre el follaje.

–Tengo entendido que te ha ido muy bien desde que no nos vemos, Raffaele.

En su lugar me topé de frente con una nariz torcida, prominente, que procedía de un pasado remoto aunque indeleble. Vittorio Schivasi.

–No te he mandado llamar, nunca he vuelto a hacerlo.

–Sin embargo creo que tenemos asuntos pendientes, Raffaele. ¿Crees que puedes dejar atrás lo que hiciste? ¿Dejar de recordarlo sin más, para siempre?

***

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