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Novela por entregasHumo rojo, Capítulo 5

Humo rojo, Capítulo 5

LUDOVICO

 

 

En torno a un bote de latón clavado desde el interior a una pared se reunía un grupo de hombres desgastados. Estaba tan oxidado como la mayoría de ellos: labios violáceos, comisuras cobrizas; se aferraban a una pellica de vino. Si era un juego, un viejo de cabello espeso y más erguido que los otros parecía ganar. Pasaba el trozo de piedra, una guija plana, de un dedo a otro con agilidad. Desde el meñique, por el dorso; luego, en el dedo anular, por la palma. Intercalaba la posición de la piedra hasta completar la vuelta. Repetía ritualmente la artimaña antes de cada lanzamiento, disfrutaba de impresionar a sus contrincantes más que de la propia victoria. Sujetaba después el proyectil con suavidad entre el pulgar y el índice de la mano derecha, adelantaba la misma pierna, inclinaba la espalda y flexionaba levemente las rodillas, y lo lanzaba girando, normalmente con acierto.

El siguiente en intentarlo cambiaba el pie de apoyo, se tambaleaba. Carecía de precisión debido a la borrachera. Impactó su lanzamiento en un saliente alrededor de dos cuartas por encima del bote.

Minchia. Ya no me queda nada –dijo el que había fallado sacándose el bolsillo–. Paga tú otra partida, Gigi.

–“Nun difenno Caino io, sor dottore, che’ lo so piu’ de voi che fu Caino: dico pe di’ che quarche vorta er vino po’ acceca’ l’omo e sbarattaje er core” –le recitó como respuesta.

Si era un juego, se trataba de uno sencillo; así creía que malgastaría su vejez Gilles, enfrentándose a tipos exactamente como aquellos, apostando contra otros ladrones. Cada uno, según aprecié, introducía una moneda y se situaba detrás de la marca. Tiraban por turnos. Si durante la ronda metían el proyectil en la lata más de dos personas continuaban hasta que sólo quedase uno; si en el primer lanzamiento acertaban dos o menos, se repartían el dinero que contenía el bote. Les observaba desde una distancia prudencial, llevaba un rato haciéndolo. Me paré a medio camino, a cubierto por los troncos que se sucedían, uno tras otro. El poblamiento era menor a medida que te alejabas del monte Palatino; pasando la plaza de la Bocca della Verità y el templo de las vestales, la calzada te conducía a través de esta extensa arboleda.

Me desperté y no estaba Gilles, se había marchado. Me desperté, e inmediatamente después ejecuté mis ejercicios. Estiré para sentir que la sangre fluía: los brazos, la espalda, las piernas; calenté las muñecas y los dedos, que crujieron. Colgado de la barra metálica, anclada al umbral de mi puerta, me entrenaba. Arriba y abajo. Con los nudillos de las manos hacia mí, levantaba por encima del hierro la barbilla y descendía lentamente. Arriba y abajo. Repetía soltando un brazo y luego el otro. ¿Estaría en el ático de vía Condotti?, pensé. Lo tiene alquilado durante todo el año pero apenas lo visita. Por apariencia, dice; finge hospedarse tan sólo como un turista que llega de París. Ofrece vistas a la plaza de Spagna.

Los músculos de los brazos aún me palpitaban. Avistaba al fondo la puerta de San Paolo, la Pirámide y los restos de ladrillo carmesí de la muralla. Los jugadores continuaron bebiendo, yo giré en la falda del Aventino y seguí hacia el sur. Les dejé allí con sus tribulaciones. En esta parte de Roma sólo viven pobres y pastores, “los prados del pueblo”, lo llaman. Oí una vez que el monte Testaccio está levantado sobre fragmentos de ánforas de terracota y, pisándolo, te das cuenta de que podría ser cierto. De que sólo el tránsito de muchos pies ha compactado este suelo arcilloso. Todavía hoy los vapores remontan el río y descargan aquí, en el puerto de Ripa Grande. Las orillas están llenas de los desperdicios que dejan: vasijas, restos de madera.

En el margen del camino, sentado delante de una casucha, un niño –pequeño, de no más de siete años– cosía toldos. Miraba concentrado el hilo y la aguja, manejaba con soltura la lona que reposaba en sus piernas. Llevaba los pies descalzos, e imaginé que él también balanceaba los pulgares. Yo vagabundeé descalzo por estas calles, lo sé, aunque apenas lo recuerde. Cuando se distraía, el padre le propinaba un bofetón desde detrás, desde la mesa donde él cortaba la tela. Pasé de largo desentumeciendo los hombros, seguía congestionado.

No descansé, tras el robo. Entrené. Suspendido en la barra, con una mano apoyada directamente sobre el metal y otra agarrada a una toalla atada un palmo por debajo, elevaba mi peso, lo sostenía arriba y bajaba sin dejarlo caer. Arriba y abajo. En una posición asimétrica, continuando cada serie hasta el agotamiento. Una flexión tras otra. Así me preparaba para los muros. Un robo tras otro. Me enjugué el sudor con la misma toalla; mientras me vestía, puse café al fuego. Cuando estuvo hecho oprimí el tabique con dos dedos, deseando olerlo. La cerámica de la taza me abrasaba las palmas, subía las escaleras sujetándola: lo hacía cada día. Luego inspeccionaba el estudio de Gilles y lo tomaba frío, acodado en el barril.

Junto a la fuente un grupo de mujeres parloteaba esperando para llenar sus cubos con agua. Un griterío ufano te avisaba de su presencia; se reían, gesticulaban. Una sujetaba en brazos al bebé de otra, que había roto a llorar. A cambio ésta cargaba con su cubo colmado. Alargaban sus paradas allí como forma de evento social. Rodeé la Pirámide de Caio Cestio, detrás estaba el cementerio de los acatólicos. Era –junto con la plaza de Santa María in Trastevere– uno de los lugares a los que acudía para refugiarme. En soledad. Un emplazamiento envuelto de silencio –ceñido y también invadido por él–, interrumpido tan solo por graznidos esporádicos. Me sentaba a la sombra y cerraba los ojos para pensar, leía los epitafios. Los enterramientos tenían lugar siempre de noche, huyendo de los fanáticos del Vaticano que constantemente les atacaban por su desobediencia de la ortodoxia papal. He sido espectador de varios, de una decena de ellos. Pero esta vez no era ése mi destino, no deseaba detenerme aquí. Una mujer, una que camuflada entre las aguadoras se había desviado de su ruta, emergió a mi lado. Una veladura dérmica opacaba su ojo izquierdo, avanzaba tras de mí con la boca muy abierta.

–Conozco tu futuro, muchacho, puedo revelártelo.

Mendigaba, como tantos otros. No contesté, aceleré fijándome en que los gatos de los alrededores, los que usualmente deambulan entre las tumbas, daban cuenta del cadáver de una paloma. Divisé por fin la casona rectangular, un mazacote con las vigas de madera sobresaliendo del plano y sin ventanas hasta la segunda altura, cubierta por un tejado de una vertiente, como un sobrecejo fruncido. Fui hasta el lateral, donde sabía que se hallaba la puerta, y me abrieron sin llamar.

–Adelante, pasa. Te conozco, ¿no es cierto?

Diana conocía a muchos hombres, muchos más de los que ella misma podría recordar. Por eso casi nunca era mentira su saludo. Ahora regentaba la casa y protegía a otras chicas que ejercían su profesión.

–Suelen responderme, cuando saludo.

Seguí comprobando el interior del recibidor, haciendo inventario de lo que veía hasta la cortina que tapaba el umbral a otra estancia. Sobre la mesa tras la que se encontraba sentada tenía un espejo de mano y varias conchas marinas. A su izquierda, un estante con figuras de cerámica; en la misma pared, debajo, un crucifijo. En el suelo, a sus pies, descansaba una cesta de mimbre llena de fruta y una lámpara que emitía una luz tenue. Empujé la puerta hasta cerrarla. Diana movía con extravagancia los ojos, vino hacia mí y luego se dejó caer artificiosamente, a mi lado, en un sillón cubierto por una sábana.

–Sin embargo, aquí no solemos cerrar la puerta. Y de hacerlo, sería cosa mía. ¿Entiendes?

–Tengo dinero –dije permitiendo que lo entreviera en mi palma–. ¿Te lo dejo a ti?

Lo había tomado del de Gilles, a sabiendas de que él lo gastaría.

–No, sólo hay una chica libre y no sé si querrá atenderte.

Esquivé su caricia y pasé adentro. Una escalera llevaba a la planta superior, la descarté al principio para registrar lo que escondieran esos rincones. El único vano –habría tenido que agacharme para atravesarlo– daba paso a las cocinas, el adobe estaba ahí manchado de carbonilla. No se veía nada más. Luego subí. El segundo piso estaba compartimentado, un montón de habitaciones separadas por tabiques que no lo parecían; era todo más urgente, límites menos definitivos. Los gritos y jadeos se oían procedentes de todos los ángulos. Una mano tiró de mí hacia una de las celdas; efectivamente un biombo dividía éste, del espacio adyacente. Me habían interceptado.

–Llevas una camisa blanca. Impoluta. Eso no es habitual.

Esas fueron las palabras que me dirigió, con las que me sorprendió.

–Eres demasiado hermosa.

Ella rió. Se movía sinuosa, como seda que en contacto con la piel resbala, se desliza hasta caer al suelo. Y luego vuelve a elevarse con el más leve soplido de aire. Caminaba acotando mi espacio.

–Abre la mano, ¿llevas ahí el dinero?

–¿Cómo te llamas?

–Déjalo ahí –me indicó señalando un plato de barro encima de una silla. ¿Cómo quieres que me llame?

–Tu nombre real.

Tenía los ojos más vivos que yo recordara haber visto, con el iris contorneado por una gruesa línea negra y el interior casi amarillo, de un verde felino.

–Parece suficiente –dijo contando la cantidad que acababa de depositar–. No te diré cómo me llamo, podría ser arriesgado para lo que vamos a hacer, ¿no crees?

Había soltado el prendedor. Se deshizo del vestido sin dejar de mirarme, y yo perdí la respiración.

–Tu sudor…. tengo que salvar esa camisa.

Me desabotonaba asegurándose de que me rozaran sus pechos, de que me impregnase su aliento. Me acariciaba y sin embargo no me estaba tocando, no era su piel lo que me traía el tacto, sino unas ascuas gélidas. Unas llamas espectrales que me lamían sin extinguirse. Me traía el frío metálico de la barra en mi puerta: arriba y abajo. ¿Qué nombre me habría puesto mi madre?, trataba de preguntarme. Arriba y abajo; una y otra vez.  No lo sé. Ella se agachaba, todavía pegada a mi cuerpo. Tenía la melena larga, descuidada; y las clavículas prominentes. Sus brazos, del grosor apenas de dos cabos de soga, se cerraron sobre mi cadera. Desvié la mirada hacia el entorno sin buscar nada en concreto: el cuarto tenía ventana, una de las pocas de la casa; si saltara desde esta altura caería bien, rodaría antes de levantarme y podría continuar corriendo; había ropa sucia bajo la cama, al escucharme subir la habría escondido allí.

–¿Qué pasa? Estás helado.

Ella siguió desnudándome y yo, parado. Su cercanía había perdido sutileza, la única prenda que le quedaba era el par de sandalias atadas con cinta a sus tobillos. “Conozco tu futuro, puedo revelártelo”. Tenía una cicatriz en el pecho, una antigua, bien cerrada. “Conozco tu futuro, puedo revelártelo”, repetía otra vez en mi cabeza la vieja del camino. ¿Y mi pasado? ¿Puedes revelarme mi pasado?

–¿Esto es todo? Aquí no se devuelve el dinero –me decía.

Ella se esforzaba por excitarme. Pestañeé varias veces, en lapsos infinitesimales; luego me cubrí los ojos. Presionaba sobre los párpados con la mano, clavaba las uñas para dejar de ver, de captar imágenes. Y lo conseguí brevemente. Entre los dedos, volvía primero el color rojo. Después podía ver perfectamente la habitación, con los ojos aún cerrados: la puerta a mi espalda, la ubicación del escaso mobiliario y la ventana. Se incorporó e intentó besarme con mi sexo todavía sujeto. Deseaba que me traspasara algún impulso, los que ella me proporcionaba; que brotara un estímulo que me despertara del letargo, que me recorriera trayendo sensaciones que no sé si tuve. Los recuerdos. Inspiré, llené los pulmones. No pensaba sino en la memoria; nada había en mí, más que ese vacío. Sus labios estaban muy cerca, posados sobre los míos. ¿Quién soy? Le propiné un cabezazo. Acerté en la frente de la prostituta, que no lo esperaba y perdió pie. La tomé mientras caía y atenazando su cuello estuve tentado de asfixiarla. Los gritos de afuera me sacaron de mi ensoñación. Estallaron histéricos; pedían socorro. La chica se zafó de mí y salió de inmediato. Yo sólo bajé después de subirme los pantalones y ponerme la camisa. Sonó un golpe sordo: un hombre se había desplomado.

–¡Ayuda, Diana! No sabíamos qué hacer.

–¿Quién es? ¿Qué ha pasado? Paola, arriba, sabes dónde tengo el aguardiente. Tráelo, y también unas toallas –le ordenó a la mujer que había entrado con el herido.

–La sangre, Diana. Hay demasiada. No puedo.

Las putas que gemían en el segundo piso ahora chillaban y se escondían.

–Tranquilizaos –pidió Diana.

–Yo traigo el licor para desinfectar, mientras coged su camisa –dijo señalándome la joven de los ojos felinos.

–Gracias, Chiara. ¿Puedes hablar? ¿Puedes contarme qué te ha pasado? –insistía Diana con el herido.

Chiara, así la había llamado. Vi trotar rítmicamente su cuerpo desnudo por las escaleras. El hombre desmayado abrió la boca y expulsó un borbotón coagulado. La hemorragia era grave, pero no lo mataría. Sostuve sus mandíbulas abiertas y limpié con agua, para distinguir lo que veía. No tenía lengua, se la habían cortado; el tajo había rasgado también el paladar. No dejaba de sangrar. Por el cuerpo no había puñaladas ni perforaciones, pero lo más llamativo estaba en las manos. Levanté ambas por las muñecas, eran grandes, velludas y con unas uñas que se cerraban sobre las yemas. Le habían amputado los dos pulgares, uno más limpio que el otro. En la izquierda, la sección coincidía con la última falange, hasta con la marca de la piel en la palma; había dejado sólo un bulto de ternilla. Pero en el derecho el corte era longitudinal a la línea del índice, había arrancado consigo más masa de tejido blando de la mano. Un amasijo de capilares y tendones, atravesado por el remanente de hueso, quedaba pendiendo.

***

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