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Novela por entregasHumo rojo, Capítulo 10

Humo rojo, Capítulo 10

 

RAFFAELE MARCENARO

 

No.

Si hasta aquí me hubiera venido siguiendo lo habría notado; cuando alguien te espía, al fijar su mirada en ti –dicen–, envía una energía imperceptible que sin embargo sí recoge tu piel y la transforma en una señal distinta para cada uno: un escalofrío, un escozor, un repentino enrojecimiento de las mejillas. Vitto debe estar escondido, aguardando ya entre las cenizas que dejó en este lugar. Eso, si Marchese tenía razón y nuestro plan funciona; si, como él cree, vigila mis movimientos. Si está en lo cierto habrá leído la reseña en la gaceta que comunicaba mi intención de venir a comprobar la integridad del edificio –de sus restos–, rehabilitarlo y abrir aquí mi hospicio.

El carruaje nos había conducido a través de callejuelas poco transitadas que se perdían enlazándose entre sí. Íbamos los tres: Bettino Ricasoli, que había querido acompañarnos, Antonio Marchese y yo; todos en silencio. Por donde pasáramos no había sino hombres que trabajaban fuera de sus negocios, en plena vía: un sombrerero cortando retales, alguien pintando azulejos en otro rincón. En cierta parte del camino el vetturino tuvo que bajarse del pescante y discutir con un lutier, convencerle de que apartara el armazón del violonchelo que construía para que cupiera el coche. Recordé la impresión de la primera vez que vine a Roma, con mi padre, hace tantos años. Su apariencia miserable. ¿Qué ciudad era aquella? Y, gradualmente, en el corazón de su trazado urbano, de angostas callejas, vi cómo surgía un arco ennegrecido, una cornisa de mármol incrustada en un muro ocre, columnas de pórfido y un frontón en medio de un mercado de pescado, o todo un pórtico clásico alzándose frente a una iglesia barroca. Vi en pie, dominando la llanura abierta, desafiantes: el Colosseo, los arcos del triunfo, las ruinas palatinas, los templos, las termas imperiales, las tumbas esparcidas entre plantas silvestres; vi el esplendor del mundo antiguo. Sentí las voces de los que miraban a la arena decidiendo entre la vida y la muerte; el colorido de las festividades de primavera y las túnicas blancas de senadores y césares. Creí descubrir la esencia de Roma.

Durante la travesía, en la cabina del carruaje, deseé que lo que me aguardaba al final reprodujera esa impresión remota, ese proceso de iluminación. Había estado antes, Anne Marie y yo visitamos el terreno donde ocurrió el incendio. Lo habíamos heredado, nos pertenecía, al fin y al cabo. Pero a nosotros nos retrotrajo a la culpa. Esperaba que ahora, al contemplar las ruinas de la casa con ojos de quien les otorga un futuro, comenzara ya a sentir cierta reparación. Cruzamos Villa Borghese y los caballos, a una orden del cochero, se detuvieron. Y las vi de nuevo.

Siniestramente plásticas; un parche gris entre vegetación frondosa, una porción concreta de terreno injertada en paisaje extraño. La pila de la fuente era un nido de escombros, estaba cubierta por ellos sin que esos fragmentos se distinguieran ya de los de piedra trabajada. De las figuras esculpidas por las que fluyó el agua. Un tapiz de pavesas apagadas había sepultado el jardín, los pétalos rojos eran ceniza. Me agaché para tocarla, manché con ella mis manos creyendo que, quince años después, seguiría caliente. La casa fue blanca por entero, también los frisos. El tejado, de tono arcilloso, de tejas de caliza. Se había derrumbado un pabellón completo, el flanco con la más larga galería. Ahí estaban las habitaciones, recuerdo; un pasillo exquisito del que a cierto punto salía una escalera que te transportaba a un mirador. Subí una sola vez: alrededor se veía desde la iglesia de la Trinitá dei Monti, a un extremo, hasta la cúpula de Michelangelo, al otro; se alcanzaba a ver, entre las copas, el lago. Nunca llevamos a Constanze, Anne Marie y yo;  podríamos haber tirado guijarros desde la orilla, padre e hija, mientras su madre, alejada unos pasos, nos mirara con desaprobación; haber contemplado cómo las hojas de los árboles se depositaban en la superficie lisa e interferían en las ondas que provocábamos. O haber comido junto al arrullo del agua. Pero no lo hicimos. Mi mujer no lo habría soportado.

Prevalecía de aquel ala del palacio apenas una hilera de montículos: los cimientos, su base al menos. Unas vértebras calcinadas que no pudieron –transmitían esa resignación– sustentar nada firme; que, a lo sumo, delinearían la disposición del espacio, su planta. Separaban polvo y hulla. La nave central resistía íntegra, diría que por pertinacia. Encajados los elementos compositivos en un orden insólito, que pareciera voluntario, ese propio entramado impedía que se viniera abajo. Tres peldaños amplios daban acceso al pórtico, del que sólo una columna había cedido –se había partido– y descansaba sobre el basamento de la contigua, cortando el paso. La casita en los lindes de la finca donde pasó temporadas de su infancia mi mujer había desaparecido. Ni rastro. Todo estaba arrasado por el fuego. No eran sugerentes, las ruinas. En ningún caso hablaban sobre sí mismas salvo, quizás, para negarse. Como si no se reconocieran o no hubieran existido previas al incendio, ni por tanto pudieran tener vida posterior. Al contrario que la ciudad de Roma; que la Roma barroca y la medieval, imbricadas en los vestigios de la Roma antigua. Estas ruinas eran un lamento inaudible, para todos menos para mí, que resultaba dolorosamente elocuente. No oí entonces las conversaciones que mantenían Bettino Ricasoli y Antonio Marchese, no percibí que tuvieron lugar hasta más tarde cuando, de memoria, fui capaz de reproducirlas tal como yo creía que habían sido. Brotaron cuando caminaba hacia dentro, internándome a través del zaguán. Dudaba si era consciente de haber escuchado esas palabras, o si tal vez las estaría inventando: discutían sobre la unificación de Italia, con el ánimo encendido, hasta que avistaron la llegada del perito.

Las vigas del vestíbulo estaban agrietadas; no quebradas, parecían estables, pero el deterioro era suficiente para temer su desplome mientras las observaba desde abajo. Luego, en la intersección entre las dos naves, había una sala diáfana; el techo era muy alto, abovedado. Tenía restos de pintura azul, de un estuco. Si Anne Marie hubiese visto aquello habría querido copiarlo; mientras confeccionaban las cortinas, durante los meses que estuvieron los adamascados en el taller, si entonces hubiera visto ese techo, habría querido pintar también un cielo en el de su hija.

Anne Marie se encontró con Vittorio Schivasi en una ocasión. No lo mencionó ella, no quiso hacerlo; yo había tratado de protegerla, de mantenerla a salvo de él. Era una decisión mutua, pero le pedí que no se inmiscuyese en la negociación. Para cuando lo confesó yo ya había notado que tenía miedo, que se había contagiado del miedo que esparce a su paso Vitto. No. Anne Marie no alcanzó a vislumbrar ese cielo de trampantojo porque se negó a pisar esta pradera sembrada de ruinas. Nuestro purgatorio. Porque simplemente no fue capaz de afrontar el adentrarse en este lugar de su recuerdo. Remodelarlo. Nunca me perdonó, no se perdonó a sí misma; y  ahora está muerta.

El perito se había quedado fuera, charlando con mi consigliere y con Ricasoli. Me acerqué a la ventana, al agujero en el muro: no circulaba el aire, no podía renovarse. Le di una voz e hice un gesto para que pasara, no quería alargar el trámite en exceso –no me sentía con fuerza– ni tampoco que, si apareciera Vittorio, me pillara solo. Le vi subir los escalones.

–¿La estructura está bien? ¿Se va a caer?

–Estoy anotando los daños: hay que reconstruir las cubiertas, cambiar las vigas entre las plantas, apuntalar los arcos…

–Tendríamos que hablar de cómo implementar mejoras de saneamiento.

–Es pronto.

–¿Para pensar en el acondicionamiento del futuro hospicio? Exigiré que sea un auténtico hogar para los niños.

–Para saber si se caerá. Pero hay pocas probabilidades, en lo que concierne a esta parte del edificio. El estado del resto queda a la vista.

–Necesito un arquitecto.

–Dígales a sus amigos que no teman pasar.

–Deberían estar acompañándome, ayudándome a decidir. Sí.

Salí a por ellos, casi tuve que rogarles que vinieran dentro conmigo. Entró primero Marchese esbozando una sonrisa inquieta; tal como había supuesto. Delante de un Bettino Ricasoli que, mientras se atusaba el bigote, parecía sopesar qué habría sido más conveniente o más seguro, si las paredes temblaran: permanecer fuera solo o arriesgarse a, por pasar el último, quedar relegado, demasiado cerca del zaguán.

–Dígame, ¿por qué tiene tanto empeño en mantener esta reliquia si le costaría menos derribarla y levantar una edificación  nueva? –me inquirió el perito.

Esperábamos Antonio y yo que otra persona –una supuestamente presente– lo entendiese; no el perito, contra cuya lógica teníamos poco que argüir. El perito, acudiendo a la cita, formalizaba nuestra intención. Dejaba de ser un chisme o un rumor. Nos interesaba no sólo que firmase la aprobación de nuestras obras si no –tanto más– que con su venida Vittorio Schivasi pudiera corroborar que mi movimiento iba en serio y deseara interceptarme. “Si vigilándote se entera de que vas a volver a aquel lugar, de que planeas construir en la casa un orfanato, él irá a por ti y podremos calibrar qué estrategia seguir a continuación”, me había dicho Antonio Marchese después de la comida; cuando regresábamos de despedir a mi socio Balagueró, que continuaba su viaje por Italia. Además, personalmente, deseaba que en la medida de lo posible las piedras de la antigua mansión Bethune-Orval fueran testigo de esa nueva vida. Se lo debía.

–Mire hacia arriba –le respondí–, ¿ve lo que hay en el techo?

–Las manchas negras son de carbonilla, del humo. Pero por debajo no tiene pinta de que haya ningún elemento vital afectado.

–Me refería a la pintura, ¿la ve? Alguien había pintado un cielo ahí arriba.

–¿Por eso no construye uno nuevo? ¿Porque había un cielo?

–Este edificio ya es de mi propiedad, y toda la finca alrededor. Casi desde siempre lo he conocido en ruinas.

–Quiere aprovechar para rehabilitarlo.

–Quiero que estas ruinas, en el futuro, le proporcionen un cielo sobre sus cabezas a los huérfanos. Un huerto que tengan que cultivar, un jardín que regar y podar, por el que puedan correr hasta agotarse. ¿Se imagina un marco mejor? Les redimiría de sus tragedias, la de la casa y la de las criaturas desamparadas.

Y tal vez también me concedería la redención a mí mismo. Pero eso no lo dije.

–¿Esto no se va a derrumbar? –repitió Antonio Marchese.

–¿Qué te pasa, Toni? ¿Qué esperabas?

–Es una ruina.

–Técnicamente, es inhabitable. Costará mucho que deje de serlo. Dinero y tiempo –notificó el perito.

–¿Has oído Raffaele? “Técnicamente inhabitable”. ¿No quieres desistir?

–No creo haberos pedido que subáis ya los muebles.

Me irritó que mostrara públicamente sus reticencias, él sabía que era importante. ¿Estaba disfrutando de la situación? Creo que intuyó que deberíamos haber tenido ya noticias de Schivasi, algún signo de su presencia. ¿Qué pasaría si no apareciera?

–Caballero Marcenaro, sin ánimo de incendiar la polémica aquí planteada y esperando no por pronunciarme repercutir negativamente en su confianza, tan recientemente adquirida que podría considerarse osado que me entrometa; debo decirle que los señores llevan buena parte de razón.

–Razón ya significa parte, Ricasoli–. Hable con libertad.

Tenía la sensación de que todo el mundo actuaba de manera extraña: lo que sucedía era una comedia, me hallaba rodeado del atrezzo de un teatro.

–Estaba tratando –siguió diciéndome Bettino Ricasoli– de inducirle a que hiciera recuento de los innumerables gastos con los que deberá correr para convertir este lugar en un hospicio. Uno decente, como el que ambiciona. Entiendo sus buenas intenciones, Raffaele, pero no le librarán de un enorme dispendio.

–Me hago cargo.

–Necesitará buenos arquitectos; si requiriera de alguna ayuda que pudiera prestarle, Marcenaro, haga el favor de contar conmigo.

–Le estoy muy agradecido, Ricasoli; justo le comentaba a nuestro compañero evaluador de daños que tendría que comenzar la búsqueda. Por cierto, usted –dije refiriéndome al perito–, vaya subiendo a revisar la segunda planta. Acabemos con el informe.

Una vez que hubo desaparecido pudimos encontrarnos frente a frente Antonio y yo.

–¿Y ahora?

–No parece que tengamos muchas alternativas.

–Aún podría bajar corriendo, asustado por haber visto a alguien. O acompañado por él.

–¿Lo crees? ¿Crees que está arriba?

–No. Podría asaltarnos a la salida, o de vuelta. ¿Habremos dado tiempo a que llegase hasta nosotros, aquí?

–Hay que darle más bombo.

–¿Y bien?

–Debemos seguir.

–Disculpen, pero creo que no entiendo –interrumpió Ricasoli olvidando formalidades–, ¿”seguir” significa que van a abrir aquí el hospicio?

–Sí, entre otras cosas, Bettino –respondió Antonio.

–Ya sé que hay algo detrás, pregunto de qué se trata.

–¿Cuándo vuelve usted a Florencia? –le sorprendí.

–No tenía intención de regresar a la ciudad, sólo a mi aldea.

–¿Fuera de la vida pública?

–A gestionar mi hacienda, sí.

–¿Y no dejará una puerta abierta a Roma? La única capital posible del reino, la ciudad eterna y causa matriz de los conflictos, ¿recuerda el discurso?

Revisaba sus planes recorriendo el bigote, peinando las cejas, midiendo su próxima palabra.

–¿Es algún tipo de negocio? ¿Todo esto es una pantomima encubriendo un fin lucrativo?

–No. Pero al mismo tiempo habíamos calculado que nos reportaría algo más que reconciliación con nuestras almas; ajustar viejas cuentas, diría yo –intervino Antonio–. Usted seguro que tiene muchos amigos –siguió–, será capaz de lo que le propongo: haga que mañana salga publicado que Raffaele Marcenaro Orval inicia el proyecto para la construcción del orfanato civil, invéntese unos plazos, que tenga toda la credibilidad; póngase como promotor, ideólogo del proyecto, lo que sea que prefiera o que le convenga para su carrera, siempre y cuando se ensalce como es debido el papel del nuevo filántropo de Roma y, sobre todo, no se olvide de ello, el emplazamiento del orfanato: en Villa Borghese, en la propiedad de los antiguos duques de Bethune-Orval.

–Arriba ya está, yo diría que esta mole no se cae.

Bajó el perito cuando los tres nos mirábamos callados. Y salimos.

Anduvimos a través del parque siguiendo el sendero hacia la terraza del Pincio. Allí nos separamos. Bettino se marchó escaleras abajo hacia la plaza del Popolo, pellizcándose los labios, tramando. En el primer matinal, en la sección de sociedad, seríamos portada. Todos ganábamos: abriríamos nuestra partida de ajedrez moviendo varias casillas. Durante el trayecto no dije nada–ya hablaban ellos dos–, caminaba vigilante. Yo esperaba una mano que me agarrara por el hombro, súbita, amenazándome desde atrás.

–No ha aparecido.

–Mañana lo sabrá, mañana todo el mundo se habrá enterado –me contestó Antonio desviando la mirada hacia ninguna parte.

–Pero tendremos que volver y confieso que me ha costado bastante.

–¿Tu mujer?

–La echo de menos. Pienso en ella. Cuando pasó un tiempo yo quise arreglar la casa, iba a ser nuestra residencia de verano. Ella no dijo nada. Prácticamente, nunca volvió a decirme nada.

En el recuerdo era mía, podía deshacerme de lo circunstancial –de las consecuencias de nuestras decisiones–, de los sucesos y cómo nos afectaron; retroceder hasta la imagen de Anne tras un escaparate, leyendo. Podía aferrarme a su cuerpo desnudo, acercándoseme con pasos delicados; respirar y oler durante un breve instante su perfume. Repetirle que, en esencia, nunca cambió nada; yo no cambié. La amé exactamente igual. La distancia que ella había marcado entre nosotros, sin embargo, fue hiriente. Rotunda.

–Mantener las propiedades en manos muertas es perder dinero, absolutamente improductivo. Ya te lo dije. No la convenciste entonces, pero ahora que no está deberías explotarlo.

–En París estamos muy cerca de dominar monopolísticamente la importación de textiles: proveemos, diseñamos, y ya también fabricamos. Cortamos y confeccionamos a medida. Estamos preparados para expandirnos por donde tus estudios demuestren que podemos obtener la mejor rentabilidad, esa es la vía que debemos explotar. No sé si sería capaz de habitar esa casa.

–¿Sentimientos de culpabilidad? ¿Todavía?

No respondí. Abajo, después de los cuatro tramos de peldaños en zigzag, unos vagabundos tocaban música. Nos asomamos al horizonte desde el mirador, al confín de la ciudad, a las largas leguas de árboles bajos que lo seguían y, sobre todo –gobernando cualquier mirada– al perfil de la cúpula de San Pedro. Sin que el tiempo pudiera remediarlo, me sobrecogía verla tapar el sol.

–Es una maravilla, una obra para despertar envidias.

Antonio se había girado y arrancaba los líquenes del muro mientras contemplaba absorto la escena.

–¿San Pedro?

–Sí, la plaza, pero sobre todo la cúpula. Me refería a la cúpula. Si yo pudiera tener esta vista a diario, aunque adoro el jaleo de mi vecindario, de Navona, reservaría los atardeceres y contrataría a un músico, uno mejor que esos perros, para disfrutarlos. Un violinista o un flautista. O un arpista.

–Yo añoro los Alpes, los días soleados de invierno desayunando de niño dentro en la cocina y teniendo que desempañar los cristales para seguir mirando. Ahí sólo cabe el silencio, ninguna música le hace justicia.

–Raffaele, tú siempre piamontés o hasta parisino antes que romano. Deberías ser ya un vero romano: Roma caput mundi, aeterna urbis, aurea Roma. Esta ciudad te prende cautivo, permíteselo.

–Debería ser más romano…

La música paró y su lugar lo ocupó un golpe, o varios simultáneos. Alguien, un muchacho rubio, trotaba por los peldaños. Subía deprisa y, en su carrera, atravesó la formación de los músicos y los derribó, vociferándoles las disculpas cuando ya les separaban varios metros. Mirándonos cada vez más de cerca, siguió gritando.

–Es tu nombre.

–Yo con la mitad de su esfuerzo habría vomitado.

–Te llama a ti, de verdad.

–No sé quién es, no creo que lo conozca. Ni él a mí.

–Vomitarías porque estás cogiendo peso. Te está llamando, ¿no vas a responder, vas a esperar a que llegue aquí sin aliento?

–Se va a desmallar, caerá redondo ante tus pies.

–¡Signore Marcenaro! ¡Scusi! –Por fin estuvo delante y bajó el tono, drásticamente, reduciéndolo a resoplidos–. Soy Andrea, el tío de mi prometida trabaja en su casa de mayordomo.

–Mira, la primera pregunta ya está resuelta –dijo Antonio.

–¿Eres familia de Emanuele?

–Espero serlo, señor. Pero quien me envía ahora es Elisabetta. Llevo más de una hora buscándole.

–¿Corriendo todo el tiempo?

–No le hagas caso, ¿qué querías de mí? –No me gustó que fuera de parte de Elisabetta, tuve un mal presentimiento–. ¿No llegaron hace ya rato a casa? Se fueron cuando dejamos a Balagueró.

–No… no sé quién dice. Eli, Elisabetta… –trató de hablar sin resuello.

–Respira.

–Lo siento. Elisabetta llegó, sí, hace bastante; y me pidió que viniera hasta aquí a avisarle de que su hija Constanze… De que ellas se habían encontrado con un amigo de usted y Constanze se había quedado con él en el Caffé dei Tedeschi, de que no fueron juntas hasta allá.

–¿Qué? ¿Con un amigo mío? ¿Y Elisabetta permitió que se marchara sola?

–Entiéndalo, ella tiene responsabilidades en la casa. Me dijo que podía perder su puesto. Hoy tenía que ocuparse incluso de la cocina. Ya ha recogido las berenjenas, tiene que lavarlas y rellenarlas. Me ha mandado venir y he corrido a buscarle: no la culpe a ella. Su hija se negó a volver, dijo que comería con él, que ese hombre había trabajado con usted.

–Sí que oyó los rumores –dijo Antonio.

–¿Es él?

Eccolo. Tiene que serlo, ya me parecía a mí. Nos equivocamos, hemos cometido un error.

–¿Un error? No te precipites, no tiene por qué ser él.

–No tienes dudas, tienes miedo.

–Me dijo mi novia, la Elisabetta, que no le había gustado la pinta. Me dijo que no se lo dijera al señor, que no faltara con mis comentarios, pero como les veo preocupados me pareció oportuno. Me dijo también que le había dicho a Constanze que cada vez se parecía más a su madre.

–Tu hija está preciosa, Raffaele.

–Mierda, Marchese. Pensamos que actuaría de forma lógica y los predecibles fuimos nosotros. Ha ido a por mi hija, está con mi hija.

–Es muy bonita y Vittorio tiene razón, cada día se parece más a Anne Marie, y si tiene la mitad del orgullo Orval que ella será suficiente. Está a salvo.

–Tiene a mi hija, Antonio.

–Mismo plan, cambio de escenario. Teníamos que encontrarlo, Raffaele, vamos a solventar esto. Tú, chaval, ¿Andrea?, ¿te llamabas así? ¿Para quién trabajas? Es igual, vienes con nosotros.

–No, señor, es imposible, perderé mi pan. Tengo que ahorrar para casarme con Elisabetta.

–¿Qué bebes?

–¿Qué? ¿Beber? Señor, yo debería marcharme.

–Tú vas a colocarte en el lugar de la barra que yo te indique; entraremos primero, delante de Raffaele, y te tomarás un trago de lo más fuerte que se te ocurra. Invito yo, por supuesto.

–No sé qué pedir, pero como usted diga –cedió Andrea.

–Yo te aconsejaría que pruebes un buen whisky. ¿Sabes de dónde venimos? Estamos montando un negocio; bueno, no es exactamente un negocio. No consiste en ganar dinero, es un orfanato para niños. Y vamos a necesitar un alguacil, seguro que tu tío Raffaele, si nos ayudas, estará encantado de ofrecerte el puesto. U otro para el que seas diligente. Podrías progresar, hacer que esa novia tuya se sienta orgullosa, convertirla en ama de casa. ¿Verdad Raffa?

–Vais delante, corred. Os sigo a distancia prudencial.

 

Vi sus espaldas traspasando el umbral desde la acera de enfrente. Habían acompasado la cadencia de sus zancadas, como una marcha militar. Fingían mientras una conversación de amigos, más enérgica que cordial. Eran demasiado mecánicos, como títeres de su propio plan que al tratar de entrar a la vez, cuando chocaron y comprobaron que no cabían, hubieran destruido su hoja de ruta y no supieran cómo reaccionar.

Entré minutos después que ellos; no sabría decir cuántos. El tiempo es traicionero: se acelera o enlentece con facilidad, nuestra percepción lo altera. Estaba ansioso y contaba rápido. Uno, dos, nueve. Nueve letras tiene el nombre de Constanze. Schivasi mataba por dinero y tenía a mi hija, la única familia que me quedaba.

Buqué en los espejos, que a media altura me enseñaban las caras y nucas de los sentados. Al rubio pálido de hombros amplios y al petimetre de barbilla larga y pómulos afilados que, a su lado, posaba ya los morros en un vaso, los encontré fuera del reflejo, en los taburetes más altos junto a la barra. Fijé en ellos la referencia, debían ser el indicador para localizar mi objetivo primordial. Estaba desbocado, mis pulsaciones se le escaparían a un metrónomo. Mi hija estaba sentada con un asesino. Fue ella quien me vio; me llamó palmeando el respaldo de una silla libre. Tomé asiento, orientando las patas hacia la barra. Andrea estaba de espaldas, había dado buena cuenta de su whisky y pedía otra ronda. Antonio sí miraba, de reojo, y por su expresión estaba prestando atención a la conversación. “¿Tienes miedo?”, me preguntaba su gesto. Estoy asustado, atemorizado. Ya se fue mi mujer, no me perdonaría perderla a ella.

–Una señorita muy educada, tu hija será una gran dama.

–¿Qué haces aquí, papá?

–Rechazó mi apuesta, le aseguré que vendrías.

–Pura casualidad –mentí–. Acompañé a Ricasoli, pasaban a recogerlo cerca de aquí.

–Entonces fue una suerte que por esa razón tuvieras que entrar –dijo Vittorio.

–Necesito un refrigerio, el sol está alto y caminé demasiado.

–¿Y la comida? No vamos a llegar. Les haremos esperar.

–Yo pedí que hicieran las berenjenas rellenas, es casi grosero. Pero no pasa nada, atenderán a su deber –respondí a mi hija.

–Me ha contado que trabajasteis juntos, ¿no?

–Le comentaba a tu hija que hace ya unos años, ¿había nacido ella?, ¡no!, estaba tu mujer embarazada aún; que entonces, yo te ayudé a dar el paso inicial. Cuando tu negocio aún no había prosperado, yo te allané el camino. Te hice ganas mucho dinero, ¿verdad?

–¿Tú también vendes telas?

Schivasi miraba directamente, no pestañeaba. Vivía yo esos instantes sintiéndome una presa de alguien capaz de estar hablando y, al terminar una frase, juntar los colmillos y darme una dentellada. Creyendo ver palpitar de satisfacción la cicatriz de su nariz.

–No, nada de eso. Tu padre es el comerciante de vestiditos. Yo me considero más bien un gestor, uno muy eficaz para situaciones comprometidas.

–¿Qué haces tú aquí, Vittorio?

–Negocios, siempre son negocios.

–¿Nunca le dedicas tiempo a otras cosas? ¿No buscas nada más en Roma?

–Claro, pequeña. Esto, por ejemplo, para mí es un placer. Haberme encontrado contigo, sentarnos, charlar y poder ver cómo siguen los viejos amigos.

–Dice que me parezco mucho a mamá.

–Mucho, seguro que te lo dicen todos.

–Eres aún más bonita, cariño. Eres una bendición para mí; ella estaría orgullosa. Y dime Schivasi, ¿llevas mucho en Roma? ¿Cuándo te marchas?

Para no titubear bajaba la cabeza. O miraba más allá, a Andrea, que seguía bebiendo.

–¿Te volveremos a ver? Yo podría acompañarte en alguna visita por la ciudad, por los sitios que más te plazcan.

Constanze dulcificaba su voz, la aniñaba –yo sabía lo autoritaria que podía llegar a sonar– y por instantes veía en ello una provocación. No había vuelto a casa con Elisabetta, me había desobedecido. Y estaba en un café, se había quedado con un hombre que decía ser mi amigo; un desconocido. ¿No percibía que era alguien peligroso?

–Eres un encanto, Constanze. Ella es tu mayor joya, ¿no es así, Raffaele?

–Un padre siempre haría cualquier cosa por su hija. ¿En qué estás metido esta vez? ¿Algo que pudiera servirme?

–Verás, es un asunto feo. Viene de largo y tengo cierta urgencia por solucionarlo. Resulta que hace tiempo gestioné los papeles de una venta, una mercancía importante que después, según dice mi cliente, desapareció; ardió en la casa cuando tuvo lugar un incendio. Él entonces sólo pudo pagarme un porcentaje nimio de lo que le debería corresponder a mi labor por culpa de ese desafortunado suceso. Sin embargo, he consultado ciertos datos y contactado de nuevo con él, y ya estaría en disposición de pagarme el resto. He tenido que esperar mucho, pero es mejor así, agradando al cliente. Cuando en los negocios se enquista una relación, los resultados son venenosos.

–Es usted muy generoso, señor Schivasi –lisonjeó Constanze.

–No, no creas. Es un esfuerzo personal que decido hacer; en alguna ocasión me ha llegado a rondar por la cabeza la idea de presentarme aquí y llevarme por la fuerza lo más valioso que él tuviera –respondió riendo Vitto.

–Lo entiendo, es razonable, si tienen una deuda con usted.

–Aquél.

–¿Qué? ¿A qué se refiere? –preguntó extrañada.

Pero yo vi dónde estaba señalando.

–Aquel hombre, al lado de ese rubio, del que parece borracho. Ese señor os mira bastante. ¿No será algún conocido?

–Sí, papá, es Antonio. Tiene razón.

–¿Sí? Creo que sí. Voy a saludarlo. Si el señor Schivasi tuviera que salir precipitadamente para atender cualquiera de esos quehaceres suyos, por favor pórtate bien y no lo retrases. Lo volveremos a ver, no te preocupes.

–¡Claro, pequeña! –declaró volviendo a reír Vittorio.

–Haz el favor de esperarme aquí, no te alejes. Tenemos que volver juntos a casa; por las berenjenas: si llegamos juntos a comérnoslas escucharemos los reproches de Emanuele una sola vez.

Cuando estuve seguro de que no podían verme –ninguno de los dos; ni Constanze para no asustarla, para que no perdiera la calma ni pudiera intuir la verdad; ni Vittorio, al que no me podía permitir alimentar con mi pavor– dejé que mi gesto se rompiera. Vacié los pulmones, y al inspirar noté algo en la ropa. ¿Qué había cogido? No quería sentirme indefenso y, cuando ya salía del despacho, en un arrebato, tomé el abrecartas. ¿Esperaba que sirviera de algo? No me tranquilizaba. Anduve esquivando las mesas. Los clientes sentados hablaban, pero oía sus conversaciones como los zumbidos de una colmena. Luego entendí una voz.

–Me he pasado, el tercer whisky y ya se tambalea.

–¿Has escuchado?

–Todo. Más o menos. Eso creo.

Me mantuve en silencio, apuré su trago y me di la vuelta para saludar a mi hija. Para comprobar que seguía allí.

–Nosotros creamos a Schivasi –continuó–. La última vez, aunque entiendo que aún te sientas culpable por ello, fue un golpe necesario.

Asentí y murmuré algo, ni siquiera tengo claro el qué, sobre Anne Marie.

–Fue un sacrificio. También para nosotros, que lo arrastramos. Si aquellas personas no hubieran desaparecido, nosotros no podríamos hoy hacer lo que hacemos, ser lo que somos. Pero delegamos en él.

–Implicamos a otra persona.

–Esta vez será distinto.

–¿No hay otra forma?

–No podemos gestar otro extorsionador. Tenemos que matarlo. Nosotros.

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