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ArpaLa colonia perdida

La colonia perdida

Charlottesville, Virginia

 

Un hombre bajito, antiguo alumno de la universidad de Virginia, recorre los caminos del campus universitario. Se cruza con el conserje del edificio principal, quien le indica el camino hacia el despacho del doctor Robert Howard.

 

—¡Allan! –lo saluda un viejo profesor–, me alegró recibir tu carta.

—Hacía mucho tiempo.

—¿Cómo te va? Escuché por ahí que te habías alistado.

—Sí –una mueca de sonrisa falsa aflora en su rostro–, no funcionó.

—Vaya, al final lo tuyo fue la pluma, ¿no? –el profesor se mantiene en silencio esperando una respuesta que nunca llega–. Bueno, tú dirás.

 

El más joven de los dos empieza a caminar por la habitación, despacio, mirando las estanterías. Se para en seco ante una gran enciclopedia de historia americana.

 

—¿Qué sabe sobre la isla de Roanoke? –interroga al profesor.

—No mucho, solo que ya no tiene ese nombre, ahora la llaman Carolina del Norte. Hay un pueblito costero precioso y que no se vive mal.

—Ya –el alumno no parece satisfecho–, me interesa el pasado, profesor. Lo que ocurrió hace casi 300 años. Creo que sabe a lo que me refiero.

—Sí –el viejo baja la cabeza y suspira–, la colonización del siglo XVI.

 

El viejo se apoya sobre una gran mesa de madera de roble y lo mira fijamente. Le cuenta lo que sabe de oídas y lo que recuerda haber leído en los libros de historia. Su antiguo alumno lo escucha con gran interés, pero no queda demasiado satisfecho con la lección. El profesor se da cuenta y alcanza un libro grande y lo abre por la mitad.

 

—Aquí está –dice después de pasar varias hojas–, sí. Se remonta a 1585, cuando el comandante Arthur Barlowe llega con un grupo de soldados a la isla de Roanoke con la intención de comenzar una colonización. Montan un campamento y el comandante ordena a sir Richard Greenville que vuelva a Londres para informar a la reina del éxito de la llegada. Un año más tarde, cuando sir Greenville regresa a la isla, no encuentra a los soldados ni al comandante por ninguna parte y deciden marcharse de la isla.

 

El viejo le resume la historia y su antiguo alumno lo interrumpe para pedirle una información más concreta. Le dice que quiere llegar exactamente a la parte en la que intentan colonizar la isla por segunda vez, este avanza unas páginas y habla de nuevo.

 

—En 1587 –empieza a leer–, un grupo de 118 colonos llega a la isla, comandados por el capitán John White, el cual estuvo en la primera expedición años atrás. El grupo llega con la intención de colonizar por segunda vez Roanoke y se instalan en un campamento que construyen en la parte norte de la isla –el profesor se interrumpe, se da cuenta a dónde quiere llegar su antiguo alumno–. Está bien… Por ciertas circunstancias, John White se ve obligado a abandonar la isla y volver a Londres. La guerra contra España lo retiene en la corona inglesa por tres años y cuando regresa no encuentra la colonia por ninguna parte y el campamento que dejó atrás años antes está completamente desmantelado. ¿Esa es la parte que te interesaba verdad?

—Sí. ¿Es lo único que pone acerca de la desaparición?

—Sí… bueno.

—¿Me deja el libro, profesor?

 

El profesor accede a que se lo lleve durante unos días y, antes de que se vaya, le entrega unos documentos en los cuales aparece constancia del cuaderno de bitácora del capitán John White.

 

El antiguo alumno del profesor Robert Howard regresa a Baltimore y, ya en su estudio, deja los documentos encima de la mesa. Antes de comenzar la lectura alcanza la botella whisky para ponerse a punto.

 

 

Cuaderno de bitácora del capitán John White, 1587

 

Día 72 de travesía: Nos acercamos a nuestro destino tras atravesar una gran tempestad que nos ha atrapado durante tres largos días, causando graves daños en el segundo barco. Aun así, todo parece indicar que llegaremos sanos y salvos. 

 

 

Diario del capitán John White. Roanoke, 1587

 

Día 1 en la isla: Esta mañana hemos atracado en la isla de Roanoke. El temporal parece habernos seguido, pero no será mayor problema si no empeora. Estableceremos un pequeño campamento y mañana uno de los barcos volverá a Londres para informar a la reina.  

 

Día 2 en la isla: Después de una larga jornada trabajando en los arreglos del Isabelle Mary, el barco ha partido de vuelta a casa al atardecer. El pequeño poblado que hemos establecido con su ayuda es suficiente para empezar a construir una muralla. En unos días empezaremos los cultivos, cuando amaine el temporal y la lluvia se vaya.

 

Día 3 en la isla: Las tribus indígenas que viven aquí no parecen ser hostiles. He tenido tiempo de conocer a sus líderes, cosa que en mi primera expedición a Roanoke no me fue posible. La tribu de los croatoan se asienta al otro lado de la isla y los secatoan, que parecen mantenerse al margen de todo, tienen su poblado en la parte central. Las gentes parecen habituarse al sitio y todo indica que pronto podremos empezar a extender el campamento.

 

Día 4 en la isla: Hemos construido varias viviendas y establecido un perímetro para la muralla. Pese a que las tribus no han dado problemas, he mandado construir puestos de vigilancia en los límites, por seguridad.

 

Más tarde. El líder de los croatoan ha venido a hablar conmigo, aunque no me desenvuelvo demasiado bien en la lengua nativa, me ha advertido sobre ciertos peligros que alberga esta isla. No le habría dado mayor importancia de no ser porque se ha presentado con lo que parecen ser sus mejores guerreros y su tono ha sido un tanto agresivo durante toda la charla. Casi me ha ordenado, más que recomendado, que nos fuéramos por donde hemos venido cuanto antes. Cuando se marchaban del campamente lo hicieron gritando el nombre de su pueblo. Esto ha desconcertado sobremanera a los colonos, lo he notado durante el resto del día, la gente ha permanecido en sus casas y no ha salido para nada. Claro que el tiempo de la isla tampoco invita a dar paseos.

 

Día 7 en la isla: Han pasado un par de días tranquilos. Parece que los colonos se adaptan bien a su nuevo hogar. Casi me había olvidado del incidente con el líder de los croatoan si no hubiera repasado lo último escrito en mi cuaderno. No ha ocurrido nada digno de mención, por lo tanto no he pensado siquiera en aquella advertencia. Tengo mucho que hacer, aunque espero poder registrar todo lo importante en este diario, no creo que pueda dedicarle demasiado tiempo. Tengo entendido que Howe ha empezado a garabatear notas en su cuaderno, puede que le encargue la tarea de escriba. Mañana iré a verle a su cabaña y pondré en común todo lo sucedido esta primera semana.

 

Día 8 en la isla: ¡Malditos sean todos los demonios! No sé si podré relatar todo lo sucedido ya que me tiembla el pulso y me hierve la sangre.

 

Esta mañana me he despertado muy temprano. Preparé un zurrón con las cosas necesarias y decidí salir a explorar los alrededores antes de ir a ver a Howe. Suelo hacer esto todas las mañanas desde que llegamos a Roanoke.

 

Pues, así y todo, con el alba en su comienzo salí del campamento. Mis pasos, como siempre, no tardaron demasiado en llevarme al mar. Empecé a caminar por la playa, observando el paisaje y las aguas calmas. Poco tiempo conserve esta grata tranquilidad ¡Ay! ¡Aún me aterra recordarlo! Justo a la orilla de la playa vi desde lejos un cuerpo tirado en la arena. Me acerqué corriendo y cuando le di la vuelta pude ver el rostro de George Howe. Estaba todo cubierto de sangre, tenía una flecha atravesándole el pecho y, para más inri, en su cuello se veía una herida irregular que recorría toda su garganta, aun sangrante.

 

Regresé al campamento con paso firme y cuando entré lo hice tranquilo y sin gesto de preocupación, algunos colonos ya se habían despertado y no quería que cundiera el pánico. Me acerqué a dos guardias que cubría la parte norte y les hice venir conmigo. Les conté lo que había sucedido y juntos trajimos el cuerpo de Howe al campamento. No le contamos la verdad a nadie; un infarto fue la excusa que se me ocurrió.

 

Su mujer me dijo que esa mañana se encontraba estupendamente y había salido a pasear por la playa y a cazar cangrejos. ¡Maldita sea! Solo había salido minutos antes que yo.

 

¡Oh, Howe, amigo mío! ¿Qué te han hecho?

 

Más tarde he decido hablar con su hijo, el joven Frank. Él y los dos soldados que me acompañaron son los únicos que saben la verdad sobre la muerte de George. Tengo claro que ha sido uno de los nativos de la isla. Me inclino a pensar que han sido los croatoan, pero la distancia hasta el campamento de los secatoan es menor y se han mantenido muy alejados de nosotros. Es tarde para preocuparse por eso, George era mi amigo, pero por fuerza mayor me veo obligado a abandonar la isla y volver a Inglaterra para informar del incidente a la corona. Espero volver pronto con una partida de soldados y descubrir a los culpables de esta atrocidad.

 

Dejaré a Frank encargado de todo hasta que vuelva. Tiene madera de líder, era el más alto, después de mí, en la cadena de mando de los pocos militares que llegamos a la isla. Además, se comprometerá más que cualquiera. La causa de todo esto no es más que la muerte de su propio padre.

 

 

Diario del comandante Frank Howe. Roanoke, 1587

 

Día 1. Esta mañana el comandante John White ha venido para entregarme una copia de su cuaderno de bitácora, junto con el diario que ha estado escribiendo, y también me ha confesado todos los detalles acerca de la terrible muerte de mi padre. Mi madre está totalmente desolada, me duele ocultarle la verdad, pero White tiene razón; no debe de propagarse el rumor de un asesinato.

 

Día 2. En mi primer día como comandante del asentamiento me he asegurado de que todo se haga como White quería: varias tropas de colonos se han ofrecido voluntarias para servir como soldados y han empezado a recibir instrucción.

 

Día 3. Desde que llegamos a la isla, el sol no nos ha premiado con su presencia. Lo menciono aquí porque el comandante White lo ha referenciado en su cuaderno. El caso es que a diario somos asediados por terribles lluvias torrenciales, las cuales son culpables de que los primeros cultivos no acaben de prender. Hay días de calma, pero la mayoría son tristes y grises.

 

Día 4. Esta noche he estado presente en la torre de guardia que protege el interior de la isla. Las otras dos dan hacia el mar y custodian la playa por ambos frentes. El caso es que llovía, como siempre. Yo me encontraba haciendo la primera guardia. El señor Polski, viejo amigo de mi padre y buen marinero, dormitaba en un catre a mi lado esperando relevarme. La lluvia se intensificó y no tardó en despertarle. Juntos empezamos a compartir la guardia y contarnos historias para pasar el tiempo.

 

Al cabo de un buen rato, bien entrada la noche, creí escuchar un ruido en los límites del bosque, donde los árboles se espesaban y reinaba una oscuridad absoluta. Alerté a mi compañero y los dos nos quedamos esperando un segundo ruido, oteando la distancia en busca de algún movimiento que delatara al viento o quizá algún animal. Pero no escuchamos nada. Pensamos en un zorro o un jabalí, pero es imposible porque no hay nada de eso en la isla, y los pocos ciervos no se mueven de la otra punta de Roanoke.

 

Pasaron unos minutos interminables en los que ni siquiera movimos un músculo hasta que, bien lejos de la torre, pudimos ver como unos matorrales se agitaban produciendo el mismo ruido. Polski no tardó en echar un poco de resina sobre una antorcha. Bajó de la torre con el fuego en la mano y empezó a avanzar hacia dichos matorrales, armado con un hacha corta; pequeña, pero rápida y certera. Polski se dirigió hacia el bosque, empezó a apartar las ramas y se fue adentrando cada vez más.

 

—¿Ves algo desde ahí? –me gritó.

 

Yo negué con la cabeza ya que, aunque gritara, no me habría escuchado. La lluvia cada vez era más densa y el sonido que producía al impactar contra las hojas de los árboles se hacía ensordecedor.

 

—¡Creo que he visto algo! –creí escucharle.

 

Luego se perdió entre dos árboles, penetrando cada vez más en el bosque, hasta que solo podía ver el haz de la luz que llegaba de la antorcha. Le grité que volviera, pero no me escuchó. Esperé, aterrorizado, su llegada. No podía bajar de la torre por dos razones. La primera, no podía abandonar mi puesto; y la segunda, adentrarme en el bosque me producía un pavor inenarrable. Ahora, escribiéndolo, siento que la primera razón solo era una excusa más para no perderme en la oscuridad de la frondosa arboleda.

 

Pronto dejó de llegar la poca la luz de la antorcha. En ese momento supe que Polski no iba a volver. Aun así, cuando ha amanecido, he ordenado una partida de búsqueda de cinco hombres para ir tras sus pasos. Espero que lo encuentren, aunque algo me dice que ya no hay nada que encontrar. Han pasado varias horas desde que se han ido, temo que haya sido un error mandar a cinco de nuestros mejores hombres fuera del campamento.

 

Día 5. Los pájaros han cantado al amanecer, acompañados de un sol radiante. Creo que es la primera vez que veo el día tan claro desde que hemos llegado. Los soldados se marcharon muy temprano y parece que el temporal se fue con ellos.

 

Ahora estamos 15 hombres y yo repartidos por los límites del campamento. Escribo esto en medio de la guardia porque no tengo tiempo para relatarlo más tarde. Cuando he reunido a mis hombres los he llamado uno por uno para asignar los correspondientes puestos. No han respondido a la llamada ni la mitad. Me he presentado en sus casas y cabañas y nadie sabe nada. Luego me he dado una vuelta por el poblado y, aparte de los soldados, hay otros desaparecidos. Temo hacer un recuento porque calculo que no llegaremos a más de 50. No sé qué está pasando, cada vez tengo más claro que fue error dejar tan desprotegido el campamento.

 

Me encuentro en la torre de vigilancia donde vi por última vez a Polski. El rumor se ha propagado, la gente tiene miedo, están aterrorizados. Y yo también.

 

Día 6. Llevo varios días sin poder escribir, y no porque no haya pasado nada digno de mención. Los soldados regresaron al atardecer, el mismo día que se fueron. Como me temía, aparte de no encontrar ni rastro de Polski, no han vuelto más que tres soldados. A continuación intentaré relatar lo que uno de ellos, el más consciente, me contó a la vuelta:

 

Cruzamos el cauce de un riachuelo a media mañana. El cielo permanecía gris y la frondosidad del bosque dificultaba el paso. La humedad reinaba alrededor y no se podía encender ni una antorcha. Estaba oscuro. Al cabo de un rato empezamos a escuchar pasos alrededor. Al principio pensamos en ciervos, pero luego vimos figuras erguidas correr a toda velocidad y todos nos preparamos para un ataque de los nativos.

Alzamos las armas y formamos un círculo. Después, en la lejanía, yo mismo vi a uno de ellos. Estaba escondido detrás de un árbol, pero lo vi perfectamente. Si no pensara que es imposible, juraría que era uno de los colonos. El ataque fue tan rápido que no tuve tiempo de comprobar quién era. Cuando eché un ojo a mis soldados, dos de ellos yacían en el suelo, sin vida. Ambos con un gran tajo en la garganta, puede que no me crea… pero el corte no lo podría producir ninguna hoja que conozca, era horriblemente irregular. Cuando me acerqué para socorrerlos, encontré una uña clavada en la garganta de uno de ellos. Después no pude hacer otra cosa que ordenar una retirada y regresar al campamento.

 

Pude ver la culpabilidad en su mirada, se sentía responsable de lo que le había pasado a su unidad. Pero lo que si estaba claro era que no deliraba, lo que me había contado era totalmente cierto. El soldado, junto con los supervivientes, fueron llevados a la enfermería.

 

Más tarde fui a verlos. No respondieron a mis preguntas, estaban abstraídos, presos de una terrible fiebre. Me quedé un rato callado y escuché que uno de ellos murmuraba una palabra repetidamente. Me acerqué, y pude percibir un hilo de voz del soldado que decía claramente: croatoan.

 

Día desconocido. No estoy seguro de cuantos días han pasado desde que escribí por última vez. Muchos, de eso estoy seguro, pues no recordaba siquiera lo último que anoté.

 

Tiempo después del incidente con los soldados estaba una noche haciendo la guardia en la torre sur, que cubre el bosque. Estaba yo y mi botella de whisky. No llevaba demasiado alcohol en el cuerpo como para imaginarme lo que estoy a punto de contar. Al cabo de un rato, cuando todo estaba muy oscuro, ocurrió algo. A mi espalda empecé a escuchar unos pasos. Bajé de la torre para echar un vistazo alrededor y me encontré con el soldado que había comandado la partida de búsqueda. Le aconsejé que volviera a la enfermería y me acerqué para llevarlo. El caso es que cuando empecé a caminar hacia él se espantó y se echó hacia atrás mientras sacaba algo del bolsillo. Yo me asusté por un momento y no entendía nada de lo que pasaba. Portaba un escalpelo que había robado de la enfermería y me miraba, rabioso. Me di cuenta de que sería imposible convencerlo, la fiebre le había arrebatado su cordura. Desenfundé el sable e intenté reducirlo sin herirlo de gravedad, pero fracasé. Era él o yo, tuve que hacerlo.

 

Como por entonces ya no quedaba demasiada gente en el campamento, nadie lo vio. Me eché el cuerpo a la espalda y lo llevé hacia el bosque. Lo escondí en lo más profundo y volví hacia el campamento. Nada más cruzar la puerta, pensé el volver a la torre, pero pasé de largo. Deje mi puesto sin vigilancia, debía ocuparme de algo antes, era mi deber… proteger el campamento, ese es mi trabajo.

 

Me dirigí a la enfermería. Los otros dos soldados dormían tranquilamente en sus catres. Me acerqué a uno de ellos y pude ver que sudaba a mares y respiraba con dificultad, la fiebre estaba acabando con ellos. Si uno de ellos me había atacado sin razón ninguna, tenía que ser por esa misma fiebre. Entonces supe lo que tenía que hacer. Como he dicho, es mi deber proteger al pueblo de cualquier peligro.

 

Lo hice en silencio y con cautela. Pensé en el sable, pero tendría tiempo de gritar y despertar al otro. Entonces cogí la almohada y la doblé, la puse sobre su cabeza y solo tuve que esperar. Después, aunque no sudaba tanto y parecía tener mejor color, hice lo mismo con el otro soldado. No podía arriesgarme, debía proteger el campamento.

 

De eso hace ya días. Ahora solo quedamos unos pocos por aquí. Los colonos han ido desapareciendo uno a uno… día tras día… Al principio me mantuve al tanto de quien faltaba, incluso salía a patrullar los alrededores en su busca. Ahora ya no. Mantengo mi puesto, cumplo con mi deber. Proteger. Proteger al pueblo.

 

Por el día convivimos la media docena de hombres quedamos por aquí. Me alimento con lo que hay o lo que puedo. El cultivo se ha estropeado y el ganado… no sé a dónde ha ido el ganado.

 

Nos miramos, pero no hablamos. Nadie confía en nadie. Yo no confío en nada ni en nadie. Y menos en el de la torre noreste. Garson… una mole de grasa que no hace más que acabar con la poca comida que queda. El otro día lo vi cerca de los límites del bosque, junto a un pequeño roble, garabateando algo en la corteza con su navaja. Más tarde me acerqué a ver que había estado haciendo y leí en el árbol la misma palabra que había susurrado uno de los soldados en la enfermería. No me huele nada bien ese Garson. Esta noche daré una vuelta por la parte de la playa, su torre está cerca. Le haré una visita. Puedo poner a cualquier otro a vigilar esa torre, no tiene que ser él. Después de todo sigo siendo el líder. Y como líder, hago mi trabajo, protejo al pueblo, protejo al campamento.

 

 

Baltimore, Maryland, 1849

 

Edgar Allan Poe cierra la carpeta con los documentos al terminar la lectura y permanece un rato mirando por la ventana. La luna luce radiante en el firmamento. Cuando vuelve en sí echa mano de nuevo a la botella, pero está vacía. Alcanza la libreta y pluma, se pone el abrigo y sale a las calles de Baltimore en busca de una taberna abierta para mojar el gaznate.

 

Ya va por el segundo whisky, sentado en un taburete de madera, con sus notas esparcidas por un barril que hace las veces de mesa. Se queda mirando sus papeles. Apura el vaso y sale del lugar como alma que lleva el diablo.

 

Es fue la última vez que se le vio, la noche del 2 de octubre, antes de que lo encontraran vagando días después por las callejuelas de la ciudad, delirando y murmurando cosas sin sentido.

 

El 7 de octubre de 1849 lo llevaron al hospital Washington College y allí pasó sus últimas horas de vida.

 

El tabernero que lo atendió cinco días antes, cuando fue a recoger su mesa, cuenta que encontró tallada en una cara del barril la misma palabra que Poe murmuraba el día de su muerte: croatoan.

 

La gente pronto se olvidó del tema. Se encontraron en su estudio el libro y los documentos que el profesor le dejó. Todos creyeron que perdió la razón después de leerlos y no tardaron en pensar que esa historia lo obsesionó y le hizo perder la cordura hasta que lo encontraron moribundo.

 

Entre el 2 y el 7 de octubre, en Baltimore, tuvieron lugar una serie de desapariciones que nunca fueron resueltas. La gente se esfumaba sin dejar rastro. El día que Poe fue encontrado, las desapariciones acabaron.

 

Pasó el tiempo y las circunstancias de la muerte de Poe dieron lugar a la leyenda que se cuenta hoy en día. Pero todo el mundo sabe que las leyendas tienen siempre una pizca de verdad.

 

 

 

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