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Sociedad del espectáculoArteAlegría de los naufragios. Las pinturas de Xesús Vázquez

Alegría de los naufragios. Las pinturas de Xesús Vázquez

Veo las pinturas de Xesús Vázquez e inmediatamente recuerdo un poema de Giuseppe Ungaretti que dice así:

 

Allegria di naufragi

 

 

e subito riprende
il viaggio
come
dopo il naufragio
un superstite
lupo di mare[1]

 

La pintura es la caza infatigable –a veces fracasada– de lo lejano ausente. Acto y actitud melancólica de caza sin fin. Pues sólo el melancólico ve sin pausa, por todas partes, la huella de lo perdido maravilloso. La impresión de una potencia que fue verdad. El Maná. El melancólico vive, efectivamente, en el naufragio. Ve surgir lo perdido en medio de lo irrecuperable. Incesantemente está asomado al tiempo. Lo contempla como desde una atalaya, como una potencia de corriente inaplazable. Entonces, ¿por qué la alegría de que habla Ungaretti?

Puede que, en principio, porque no hay nada percibido sin un antes que lo funde. Y porque, además, lo visible no basta para comprender lo que se ve. Lo visible sólo se interpreta refiriéndose a lo invisible. Tan sólo el melancólico lleva consigo esa sensación arbitraria y fulminante. Únicamente él comprende toda la dimensión del espacio-tiempo mismo: lo presente y lo ausente o perdido.

 

Dentro de la naturaleza, lo que conmueve habitualmente a Xesús Vázquez son las formas puras, casi inhabitadas, del paisaje. Pero en ese casi está todo: se corresponde con el mundo al límite de la supervivencia. Una existencia esencial. La de la cabaña, por ejemplo, o la nave en el mar. “Descampados aquí sobre las cumbres del corazón”, dice Rilke en uno de sus poemas, tratando de expresar lo que tantos de estos cuadros: cierto sentimiento de abandono irremediable, el propio desamparo al cabo de la vida humana. Un sentimiento no exento tampoco de una turbia e insistente sensación de amenaza. End times: como en la escena que pintara Rembrandt en El festín de Baltasar, se presentan, en forma de cuatro palabras (mene, mene, tekel ufarsin) los signos de un inmediato desastre.

 

Esos paisajes, es cierto, han de verse como proposiciones de aislamiento. Vías de escape a la continua distracción de la experiencia humana. La pintura es aquí puro suelo, tierra elemental. Lugar para la articulación de la existencia desde los más profundos (esto es: altos), o desde –y donde– los últimos estratos. Por eso, a veces, tal como sucede ante un paisaje de Patinir (pongamos por caso La laguna Estigia) la pintura de Xesús Vázquez se vuelve de un azul o un verde metálicos, como acorazados, con el brillo frío y férreo de las armaduras que seducen –encarnación de cuerpo aislado y en guerra con el mundo– al pintor (Pintor-paisaje).

 

Por eso no resulta sorprendente ver cómo las comparaciones tomadas del mundo moderno de la técnica –e incluso de la técnica bélica– se enhebran siempre en la poética del artista. Han de ser consideradas como símbolos que apunten a las últimas posibilidades del ser humano. Por ejemplo: las torres eléctricas con las cuales extienden los hombres su capacidad habitable y receptora, su poder y dominio (Anatema). Late aquí un rasgo ya típico del pensamiento pictórico de Xesús Vázquez: la comparación –que lo acerca de nuevo a Rilke– del mundo invisible con las vibraciones electromagnéticas. Hasta las abstrusas divagaciones en estados tumultuosos de mundos, primigenios o postreros (End times, Atalaya Shackleton).

 

Volvamos sin embargo a la búsqueda de las virtudes y los vértigos de las cumbres, sin salir de Rilke. Cuando el poeta habla de la necesidad de un rebasamiento del hombre, y en el hombre (“rebasar es para él obedecer”, escribe) alude a la imposibilidad para la existencia humana de reposar en sí misma. No se basta ya a sí propia. Ha de ser sustituida por eso que Rilke denomina la “pura relación”. Sólo nosotros los hombres nos apresuramos a rebasar las conexiones que nos son propias hacia el espacio vacío de la libertad. Del mismo modo Nietzsche había ya designado al hombre con dos términos próximos al imaginario de Xesús: “transición”, “ocaso”. En igual medida, los paisajes que aquí se nos presentan remiten siempre a algo más allá de ellos mismos. En sentido literal: Hinterland: transpaís. Un espacio de apertura ontológica donde se concentra toda esa fuerza de ascender, superar y rebasar.

 

El desamparo de la existencia humana está concebido mediante el símbolo del fiordo, el mar de hielo: la montaña inhóspita. Se trata del sentimiento de abandono que se experimenta ante un paisaje elemental. El pequeño refugio del hombre allí aparece como expuesto en el precipicio (Tractatus). Como un pensamiento cargado con toda su opresión interior (no sólo debemos pensar en las tribulaciones del joven Wittgenstein en su cabaña; también hay algo de las ensoñaciones sonámbulas de un Trakl en las visiones azules y crepusculares del pintor).

 

Sólo el individuo que está encerrado en su soledad puede estar sometido a leyes profundas. La cumbre dramatiza el punto culminante del paisaje interior (otra vez: Hinterland). Un ámbito cargado de connotación o ánimo heroico. Un absoluto que no se rinde jamás al asedio del pensamiento. Insubordinación pura, pues pertenece a la esencia de lo absoluto el negarse al pensamiento, permaneciendo justamente intacto. Si la vida aquí es todavía posible lo será en forma ya no humana, hierba inconsciente, cristal de hielo ajeno al peligro. Es decir, un absoluto lo es en tanto que no se entrega. Por otra parte, esta insubordinación no posee un carácter maligno ni –en realidad– voluntariamente hostil, sino que consiste en la pura inaccesibilidad de las cumbres heladas, igual que Shackleton no pudo encontrar un camino firme para seguir su navegación, atrapado como estaba en un gélido blanco. Ese paisaje elemental despiadado y amenazador expresa entonces la intensa problematicidad de la vida humana. Condenada –como el propio Shackleton– a la intemperie.

 

El fenómeno plástico y el fenómeno real de la transgresión de los límites entre vida segura y firme y océano o cumbre se superponen mutuamente, como el riesgo metafórico y el riesgo real del naufragio. Efectivamente: toda la capacidad figurativa de esta pintura descansa en la actitud decididamente valerosa con que el sujeto se sitúa en la total inseguridad del vivir-pintar y sin ninguna aspiración segura de éxito o certidumbre. Diríamos que incluso toma más bien sobre sí el peligro del fracaso. Es también esta voluntad de resolución –que tanto destacó Heidegger– la que fundamenta el interés de Xesús Vázquez por destinos inexorables en las tareas de los hombres. Son las marcas –memorables– de la historia, que no nos permiten desde luego hacernos ningún tipo de ilusiones. Toda memoria es una memoria dañada, y una memoria de daños.

 

Pero, en este punto, podríamos aventurar que la pintura no depende tanto de la percepción o de la rememoración –tan importantes– como de la búsqueda. Por ello entender un cuadro ha de ser fundamentalmente captar las operaciones que lo hacen nacer y desarrollarse; que lo hacen culminar, si ello alguna vez es posible. Esto es fundamental si queremos apreciar la obra de Xesús Vázquez. La alegría puede darse, entonces, porque el cuadro encierra una pequeña totalidad. En su extensión limitada como objeto hace posible aquella perfecta estructuración de la cosa acabada. Subrayemos cómo se evidencian en estas imágenes los fundamentos manuales del acto pictórico. Comenzando por el aspecto hirsuto, de difícil tratamiento, del propio papel de embalaje que sirve como soporte: el Bullkraft en tanto que rudo material de partida. Todo remite a una labor de compleja manualidad, de entrega concentrada, de meditado perfeccionamiento de la cosa en trance de creación. Esta disposición paciente para el trabajo produce también –cómo dudarlo– una alegría cuando algo se logra.

 

Una experiencia imprecisa, aproximada, es una experiencia incierta: corre el riesgo de no ser sentida. Hay algo moral en alcanzar el mayor grado de exactitud posible por encima de la indeterminación. Lo que se logra de este modo en la obra de arte trasciende al hombre individual. De ahí también la alegría: se ha alcanzado en la obra –y sólo a través de ella– una plena realidad, la cual es inalcanzable para el hombre en la vida. El cuadro logrado ha de verse como algo existente en absoluto. Lo que está por encima de toda sospecha o incertidumbre de nacimiento. También aquí la obra ya no es explicable desde el autor –nuevo motivo de alegría–, sino que lo rebasa infinitamente.
Superando, pues, todo lo que era vacilación o tanteo se ha conseguido, al fin, obligar a la forma a alcanzar determinación. Lo que está allí representado permanece exento, como liberado de la corriente infinita, la imperiosa necesidad de la ola del mundo.
Como una isla o una cumbre o una atalaya brota algo desprendido del continente de la incertidumbre. En medio de un mundo preñado de inquietud y amenaza ha sido creada una esfera abarcable con la mirada y, por lo tanto, susceptible de ser dominada por el hombre. El arte es la creación de sentido allí donde quizá no hay ninguno.

 

El mundo, pues, como zozobra, en todo el sentido de la palabra. Y la zozobra como plano de sustentación, suelo –y suelo fecundo–, del mundo. Experiencia no protegida. Por eso lo exterior como noche. Es la noche-espacio, el ámbito nocturno en que uno debe buscar o construir su refugio, tratar al menos de insertar en ese inmenso espacio nocturno otro más humano. Pero, ¿es ese espacio humano el lugar del esclarecimiento, espacio hecho claridad? No lo parece. Más bien diríamos que sólo se alcanza la juntura, el plegado no exento de fricciones de ambos lados o mundos. Y, quizás –incluso– que la vida es imposible. End times. Que lo inquietante o turbador de la vida es tan grande que no puede ser resistido por el hombre. Aunque esa inquietud también responda a la propia plenitud de posibilidades (Maná) que la vida presente nos ofrece, pero que nosotros no podemos asumir quizás a causa de nuestra debilidad o nuestra propia dispersión.

 

Por otro lado, la pintura de Xesús Vázquez es una investigación y una concitación –dentro también de lo que sea el propio hacer y deshacer y rehacer pictórico, ese vórtice– que en esta serie delimita una insistencia de la catástrofe. De las batallas y las pérdidas, de las destrucciones y los desvaríos. De su cruel e inexorable repetición. Entonces, podemos preguntarnos con Blanchot: “¿no será el desastre repetición, afirmación de la singularidad de lo extremo? El desastre o lo no verificable, lo impropio” (La escritura del desastre). Sin embargo, tal vez, para eso, precisamente, exista la pintura. Esto es lo que provoca tan extraña alegría: que, de un modo milagroso, se conjura la catástrofe, en el gesto mismo que la convoca. La pregunta que aquí debemos plantear, por tanto, es: en la medida en que el desastre es pintado, ¿deja de ser desastroso? ¿Vuelve la pintura al desastre algo, al fin, exterior?

 

Conformémonos, por ahora, con lo que dice el poeta de las Elegías –y podría haberlo afirmado el mismo Heidegger–: “Toda angustia es sólo un comenzar”. Veamos ahora de nuevo las pinturas que componen Hinterland. Diríamos con Rilke, entonces, que una misión del artista bien podría consistir en “hacer cosas desde la angustia”.

 


[1]

Alegría de naufragios

 

 

y rápido reemprende
el viaje
como
tras el naufragio
un lobo de mar
superviviente

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