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ArpaLeila Guerriero, la periodista que regresó desde la sabiduría que dan doscientos...

Leila Guerriero, la periodista que regresó desde la sabiduría que dan doscientos años de vida

Si uno ha leído a Leila Guerriero y le dicen que ronda los cincuenta años piensa que no es que haya llegado a esa edad sino que, más bien, alcanzó los doscientos y luego fue retrocediendo, hasta volver a quedarse en los cincuenta, una edad en la que uno ha superado todas las crisis, excepto la de envejecer: ella envejeció doblemente para retornar a la madurez. De sus trescientos cincuenta años vividos, Leila ha conservado la magia de un cabello que triunfó en la adolescencia y una personalidad descorazonadora en la escritura, tan depurada y precisa como tensa, excepto en algunos brochazos de color que nos sirven de descanso y adición. En una de sus columnas, reza: “De pronto, en mitad de un tema, ella se cuelga de su cuello y lo besa seminalmente, como si quisiera matarlo”. El texto versa sobre un hombre que ha perdido el amor hacia su novia, pero la que besa seminalmente es ella. El adverbio de modo es tan sorprendente como los que encontramos en la prosa de su compatriota Borges. Solo que nuestro queridísimo escritor nunca hubiera utilizado la palabra seminalmente por pudor, a pesar de que a él, a Borges, se le permitían las licencias de la poesía y de la ficción. Pero Leila trabaja sobre las representaciones de la realidad. Y si la imagen de que un chico bese seminalmente nos resulta sobrecogedora, pues se nos antoja que se están corriendo riesgos, que ese modo provenga de la novia y en los estertores de la relación hace que la mantequilla se evapore mientras leemos la columna, a la hora del desayuno. Y es la única metáfora de todo un texto que funciona como una amenaza lírica.

Dice Alberto Fuguet que Leila deja el manual de estilo de la revista The New Yorker a la altura de un paseo por un balneario. Si uno pretende descansar los textos de Leila no son la mejor compañía, porque consigue patear ese mal que se llama indiferencia. Que el siglo XX, y lo que llevamos del XXI, pase a la historia por el silencio de las buenas gentes, tal y como expresó el premio Nobel de la Paz que combatía el racismo (parece mentira que los premios de la paz se den a combatientes, pero es que resulta que si algo hay peor que la indiferencia es la resignación), Leila consigue torcer ese tozudo junco, da las batallas que otros asumen por perdidas, sabiendo que el oficio de cronista es el de quien llega tarde, el de quien llega después. Pero es, a la par, el de quien evita que se reproduzcan las derrotas, que se repitan, denunciando las tensiones que se mueven en el océano y el tartamudeo de los tiempos presentes, por utilizar dos expresiones que son propias de ella.

 

De ahí que Leila mencione que le gustaría entender si hay algo reprobable en tener miedo, cuando habla de mujeres acosadas hasta el silencio. O que se pregunte cómo será Nicanor Parra cuando está solo, siendo Nicanor uno de tantos viejos solitarios. Del Papa Francisco, que tan buena prensa tiene, denuncia su sonrisa de tubo de ensayo, la que esgrime para justificar que ya es hora de largarse de los lugares donde alguien le suelta una pregunta incómoda, como las referidas a abusos sexuales por parte de sacerdotes. Tampoco se libra Ang Saan Suu Kyi, la presidenta de Myanmar (Birmania) tras décadas de una cruel dictadura militar, de quien sostiene que no actúa frente a las persistentes represiones pues para ella ser víctima siempre fue un trabajo y bajo ese paraguas mantiene, por ejemplo, los disparos contra etnias en las selvas del este del país. Al pasar la frontera de Estados Unidos, Leila se da cuenta de que son los latinos de segunda y tercera generación quienes hacen de muro frente a los nuevos latinos que pretenden ingresar al país, aunque sea para visitar a una nieta; los guardianes, antes víctimas, ahora victimarios, representan el triunfo repulsivo de un imperio que ya no precisa de los insultos de un presidente al que no ponemos adjetivos para conservar, como hace Leila, la buena educación, que es algo en lo que cree con más fervor de lo que pudiera llegar a creer en un dios, si es que algún dios existe para ella. La gente, ha comprobado –los latinos de segunda generación, el Papa, Suu Kyi, el maltratador– cambia demasiado rápido y cada uno se justifica en que él también ha sido víctima; pero ser víctima no es ninguna virtud, sostiene junto a Jon Lee Anderson.

 

Sus crónicas no tienen siempre por objetivo la actualidad. Cuando uno escribe conjura todo lo que es y rescata de aquí y de allá los verbos y las memorias. Todos hemos admirado a Cesare Pavese en la adolescencia, mayormente esas últimas líneas de su diario: “Solo un gesto. No escribiré más”. Leídas a los cincuenta años, o a los doscientos cincuenta, resultan censurables. Leila se acerca a la vivienda desde la que Pavese vio los últimos cuadros de su vida y renuncia a su platonismo adolescente sin dar explicaciones, sin pedirlas. Ese sí que es un gesto de reprobación contra la fatalidad del mundo. Sobre la melancolía, Leila dicta que “todo lo que pasó se ha ido. Pero lo que queda es mucho”. Aunque lo pueda expresar con metáforas cuando en lugar de ser ella el eje sobre el que gira la crónica es el entierro de un paria: “Por una grieta del cielo pesado de nubes como montañas se coló la pena del mundo”. “La única salida de emergencia es la que llevamos dentro”, dice, tras discutir con su padre. Y ya empezamos a sospechar que desde el pasado vivido y desde el futuro que a los demás nos queda por vivir, Leila ha traído una mirada existencialista a la crónica, al periodismo narrativo, a la literatura. Porque lo importante es llevar todo el tiempo puesta una mirada y que la prosa sea del lector. Ella sale a la calle con la curiosidad y un libro, pero cuando traduce lo que ve, aunque lo vea con todos los sentidos, también el de recordar, procura que no se vea su ego, ese mal que atañe a los escritores de todo género.

 

Leila ha escrito para demasiados medios. Comenta que es muy ordenada y guarda cientos de carpetas dentro de carpetas en el disco duro del ordenador. La Nación, la versión argentina de Rolling Stone, El Malpensante y Soho en Colombia, Paula y El Mercurio en Chile, El Universal y Gatopardo en México y, ahora, El País, en España, son algunas de las plazas desde las que se le ha permitido describir la mirada que siempre lleva puesta. Entre las otras miradas, sobre las que se apoya para creer que entiende algo, sabiendo que meramente cree que algo ha entendido, cuenta a Richard Ford, Flannery O’Connor, David Foster Wallace, Joan Didion… autores de ficción, en muchos casos, a los que también se suman Stephen King o John Irving. Aunque sus artículos los termina, con frecuencia, con versos de Kavafis, de Borges, de Rilke o de un grupo marginal de rock argentino, de esos que jamás escucharía la burguesía, porque pertenecen a la periferia. Cualquier conjunción de palabras que la conmine a narrar desde territorios un poco más peligrosos, o al menos inquietantes, entra en su órbita. Lo que importa es alejarse de reduccionismos, hablar con libertad pero que el texto resulte incómodo por los detalles de realismo que llevan a la gente a ver lo que les es ajeno, porque no estuvieron allí. “Si el texto está bien escrito, el lector se lo va a leer en una lata de Coca-Cola, en la suela de un zapato, proyectado en un intrachip dentro de su cerebro o en la web”, dice, confiando en que lo que no esté agonizando sea la lectura. Tal vez porque ella vincula leer a la curiosidad, a los huesos, al hígado y a las córneas, al igual que todo está a su vez unido a escribir. Y los lectores podrán ir muriendo, pero la gente conservará el hígado como conserva la curiosidad. De alguna manera, seguirán queriendo conocer las historias que ella narra.

 

Leila no siempre acude a la llamada de las grandes estrellas. Onetti, por ejemplo, uno de los casos más peculiares en el mundo literario, por su obra y por su fama de excéntrico, es una excusa para acercarse a su esposa y a su amante. El reflejo que hace de ellas es fragmentario. Leila es capaz de hacer saltar por los aires toda la normativa sobre la narración corta o la crónica, la que dicta que el texto breve debe ser redondo, en función de la representación de la vida. El trabajo de sacar adelante cada día es una sucesión de fragmentos. Lo otro, un artificio literario. Donde más se recurre a la artimaña probablemente sea en los guiones, un oficio ahora desmesuradamente estudiado, incluso sobrevalorado, con tanto elogio a series de televisión. “Desde hace un par de semanas, en la sala de mi casa hay un televisor enorme: inteligente. El día en que lo estrené lo conecté a Netflix y pasé horas mirando una serie. La serie era buenísima y yo me sentí feliz. Hasta que miré por la ventana y vi la luz de un domingo perfecto apagándose al otro lado del vidrio. Fue como ver ahogarse a un gatito en el río”, escribe, lamentando que sustituyamos la realidad por la realidad virtual.

 

La realidad, por ejemplo, los insomnes, que cada día abundan más, la viven con un ruido continuo dentro de su cabeza de dragón, un ruido que no permite ni siquiera estar triste ni sentir “nidos de luz”. Así regresa al existencialismo que ya es lo cotidiano, un cansancio que proviene de no saber cuándo termina nada, cuándo termina todo. Con el mayor de los pesimismos, en el peor de sus días, sostiene que la humanidad se ha habituado a moverse en la mugre, “a convivir con la basura en su ojo de cíclope hasta que la basura se hace callo y el ojo queda confortablemente ciego”. Al poseer un solo ojo, el cíclope carece de visión estroboscópica, esa que nos garantiza la sensación de profundidad, la que nos regala la tercera dimensión. No es casualidad que al tratar sobre la multitud Leila crea que ésta posee un solo ojo, que pierda parte de la visión. Ella sigue confiando en cada persona, en el individuo. Y desconfía de los refugios de la humanidad actual, como las series, que nos impiden mirar al otro lado de la ventana. Pero guarda el tesoro de algo que pudo ser el equivalente a las series hace décadas: el arte de los cómics. Es allí donde muchos aprendimos tanto, mientras compartíamos las viñetas con los amigos. En los cómics muchos vimos por primera vez un tiburón, las máquinas de guerra, paisajes exóticos e incluso nos llegaron noticias de religiones prohibidas. “Por ellos supe qué cosa eran un cosaco o la legión extranjera, cómo se vivía en la Nueva York de los ochenta y en la Buenos Aires de los veinte. Parecían saberlo todo acerca de la historia, la literatura, la amistad, la traición. En tiempos en los que había tantas cosas que me hacían sangrar, estos gurúes de los márgenes, entregados a un arte que se tomaba –¿se toma?– por un arte menor, fueron mi guardia pretoriana. Una pandilla salvaje que aún cabalga a mi lado”. El cómic posee un elemento humano que tal vez jamás lleguen a suponer las series de televisión, que se suceden demasiado deprisa: este elemento se llama nostalgia. Hay pasado en el cómic, hay la buena tristeza, esa que ella busca en sus encuentros con personas que por lo general ya están viviendo crepuscularmente.

 

En Frutos extraños, una recopilación de perfiles que publicó Alfaguara en el año 2012, para conseguir que los seres con quienes trata tengan la consistencia de la sangre y del músculo establece puentes entre la crónica y el canto clásico, el canto griego, el que se dedicaba a los héroes en los funerales. Leila parece fiarse a la intuición, ese fruto de la experiencia vital, antes que a la profesión, a la hora de recoger palabras entre sus rizos y nos haga vivir junto a ella, junto a ellos, al menos durante un rato. La crónica es un presente que nos hace, porque considera que el olvido es peor que la muerte. Seres humildes por vocación o a la fuerza, que son al mismo tiempo despóticos y vehementes. Personas ocultas, que serían oscuros si no se les rizara un resto de dignidad entre los pulmones. Unos individuos sobre los que hablar, para resolver esa ecuación que se impone en el hombre que observa mucho, la que le empuja a encontrar la explicación de lo inexplicable. Todos ellos con sus veleidades a cuestas, como si fueran la pesada mochila de un caminante que, paradójicamente, eligió el sobrepeso para intentar flotar por el planeta azul. Perdedores que provocan la suficiente empatía como para arrimarse a ellos, o tiranos en los que debe quedar un resto de humanidad, porque para Guerriero nadie porta la máscara del enemigo.

 

Zona de obras (Círculo de tiza, 2014) reúne diversos textos sobre periodismo. Uno termina por cuestionarse que se trate de un oficio, pues la clave con la que elabora su literatura brota de las pocas veces en que nadie ha sido capaz de responder con tanta sinceridad como hace ella, con tanta vehemencia sin sarcasmo ni viveza, limitándose a decir, de mil formas la única respuesta posible: “No lo sé”. Leila va dejando bien claro, a lo largo de sus artículos, de sus intervenciones, que lo único que puede decir es que debemos mirar con carácter, contar un mundo, tratar de entender. Zona de obras es, más bien, un libro espiritual, en el sentido en que Leila habla del espíritu de la crónica, del perfil, del relato de la realidad. No de su materia, no de su infalible olfato ni de cómo ordenar las palabras, las frases, los párrafos. Sí que nos acerca a su eficaz estilo, que no olvida ni siquiera en las conferencias, con esas metáforas que son tan precisas como poco ornamentales (las bocinas raspan el cemento, el sol nace enrojecido por la contaminación). Para Leila no existe esa leyenda del periodista que a tantos justifica subirse a algún pedestal. Porque no hay más mito en escribir, publicar, ser leído y ser querido por lo que has escrito, que en cualquier otra suerte de vida: “El oficio que practico me enseñó a escuchar mucho y a hablar poco, a olvidarme de mí y a entender que todas las personas son su propio tema favorito”. La vida es algo holístico. Todo es vida.

 

“Expónganse a chorros de emoción ajena”, dice.

 

Era inevitable que al saber de la existencia de un pueblo perdido en la Patagonia, expuesto a la soledad y al viento, donde el suicidio se disparaba a porcentajes abrumadores, saliera corriendo hacia allá, con la guía de teléfonos de Las Heras debajo del brazo. Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2006) fue su primer libro. El tema se bastaba para mantener al lector atrapado dentro de las páginas. Leila arriesgaba lo justo como para no equivocarse y dejarnos sin resolver el motivo, pero con un exceso de alma por las consecuencias. Entre esa obra y Una historia sencilla (Anagrama, 2013), media la distancia que en medicina hay entre el protocolo y el ojo clínico. Si en el primer libro el impacto venía ya puesto, aunque nadie hubiera sido lo bastante curioso, nadie hubiera tenido suficiente hígado como para ir a conocer de primera mano, en Una historia sencilla presta atención a un concurso de un baile casi desconocido, el Malambo, en el que el campeón es un atleta y un artista efímero entre apenas unas docenas de personas. Guerriero sigue a uno de los participantes hasta llegar a quererlo como si fuera su hermano. Tal vez para un periodista que está preparándose para retratar a alguien en un perfil la condición de hermano sea provisional, pero al menos no traiciona.

 

Redactamos este perfil mientras leemos su última recopilación de artículos: Plano americano (Anagrama, 2018). Todo lo mencionado anteriormente se reproduce de manera, si cabe, más insólita. Recordemos que el plano americano en el cine, otra de las artes que influyen en la obra de Leila, es funcional: los personajes aparecen cortados por las rodillas de manera que nos acercamos a ellos tanto como podemos sin eliminar nada de la figura que sea expresivo. Y la expresión es un buen afán en la obra de Leila: “escribo rosa chicle y borro, escribo rosa Dior y borro, escribo rosa fondant de torta de cumpleaños y entonces sí, recuerdo aquellos cumpleaños infernales, los gritos de los niños, el color de las grageas y el plástico de la piñata, una madeja de emociones infecciosas, y me vuelve el olor del cloro en la piscina”.

 

“Camino por los pasillos calcificados de luz (…) La soberbia no muere por el paso del tiempo. Muere cuando ves aquí, en este sitio, a quien fue tu par, tu compañero, tu pequeño amor durante los –pocos– años en los que fuiste inocente”. ¿Se puede expresar con menos palabras y más acierto el sentimiento que nos maldice al recorrer los pasillos de un hospital?

 

Se nos olvida mencionar la costumbre de Leila de estar junto al desfavorecido. Con el debido respeto y con el debido permiso, reproducimos una de sus columnas, publicada en El País, que son puro testimonio de su compromiso y de su fe, hasta el extremo de tirar de ironía, un recurso al que solo acude cuando se ve con el agua al cuello:

 

Estimados investigadores de la Universidad de Stanford (USA): tengo 25 años, siete hijos, vivo en Namibia, África. Días atrás, EL PAÍS publicó una nota (El mapa de los países más ‘vagos’ del mundo) según la cual, a través de una aplicación en teléfonos móviles que cuenta la cantidad de pasos que dan las personas, ustedes (motivados por una “pandemia de inactividad” que produce 5,3 millones de muertes al año) investigaron la actividad física en 111 países y concluyeron que los que más caminan son los chinos. Yo no leo el periódico por motivos que no vienen al caso, pero un antropólogo (acá pululan) me mostró el artículo, que incluía un mapamundi. Las zonas azules eran las activas y las rojas las inactivas. Mi continente estaba casi todo pintado de gris. El gris significaba “Sin datos”. Les escribo para agradecerles. Me explico: acá las mujeres somos campeonas de la caminata. Mis vecinas y yo caminamos todos los días siete kilómetros para conseguir agua. Volvemos con vasijas colgadas de un palo cruzado sobre los hombros (algo que, a veces, me da dolor de cuello). A pesar de que en su estudio eso seguramente nos hubiera ubicado entre los países más activos, nos morimos mucho. De hambre, obvio, pero también de diarrea y cólera (el agua no es muy limpia que digamos). Así que quiero agradecerles la sinceridad. Ustedes dicen que esta es una “medición a escala planetaria”. “Planetario” debe querer decir “todo el planeta”, ¿no? En África somos 1.216 millones. Y la mancha gris de su estudio muestra clarito que acá no hay nadie. O nadie que importe (o nadie que tenga móvil, que debe de ser sinónimo). Yo lo sospechaba, pero la confirmación por parte de voces tan prestigiosas hace que este mundo sea mejor, menos hipócrita. Así que gracias. Avisen si pasan por acá para invitarlos con un té. Si tenemos con qué hacerlo y si seguimos vivos.

 

 

Este texto pertenece a una serie dedicada a grandes cronistas de la historia en la que ya ha aparecido:

 

Joan Didion: la periodista para quien el centro se encontraba en cualquier lugar de la periferia

 

Svletana Alexiévich, la periodista que consiguió desaparecer para que existiera el relato de la guerra

 

 

 

 

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