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Mientras tantoY luego todo lo demás

Y luego todo lo demás


 

Ahora que he vuelto a ser padre me pregunto por qué lo he sido. Me pregunto quién me mandaría meterme en esto. Aprovecho para escribir tecleando muy suave para que Guillermo no se despierte. Cualquier ruido puede ser fatal. Es curioso que Guillermo no se despierte mientras su hermana Candela da voces y tira cosas al suelo y salta por la casa persiguiéndome: “¡Mira qué bien salto, papá!, y en cambio sí se despierte cuando me dispongo a tumbarme unos minutos (más que nada para recordarle a mi cuerpo que existe la posición horizontal) por culpa del leve frufrú de mis pantalones al rozar con la tela del sofá.

 

Es cierto que uno descubre talentos asombrosos de los que nunca hubiera imaginado ser poseedor. Jamás hubiera creído que un día insultaría con saña vengativa al vuelo de mis pantalones. Y no sólo insultarlo salvajemente, también agredirlo con violencia incluso a costa de mis tibias, que después de agredidas, también son insultadas. Y es curioso cómo todo ese odio atroz desaparece de pronto al coger a Guillermo en brazos, ligero hasta el asombro, estirado y duro como un gimnasta haciendo la salida en su ejercicio de barra fija, y sentir su cabecita caliente y despeluchada en el cuello.

 

Y no soy ningún sentimental. Sensible, un poco, sí. Hasta el punto de sentirme arrepentido por mi comportamiento intolerable con el vuelo de mis pantalones y no con la tela del sofá, que también tiene lo suyo. La tela del sofá está ahí quieta, como si nada, pero tiene tanta culpa o más que el vuelo de mis pantalones, independientemente de que estos son los que hacen contacto con la tela del sofá, pero la tela del sofá ya podía tener otra textura y no parecer una trompeta cada vez que se la roza a la hora de la siesta.

 

Pero la pregunta real era cómo he llegado hasta el punto en el que las necesidades humanas, incluidas las fisiológicas, dejan de tener su importancia vital. Alguien se creerá que estoy sentado escribiendo tranquilamente (si es que alguien cree que se puede escribir tranquilamente); pero sé que hay muchos como yo que saben que las trescientas y pico palabras que llevo escritas hasta aquí, además de intranquilamente, han sido escritas después de varias interrupciones para tratar de calmar a Guillermo y, sobre todo, han sido escritas apremiadas por el terror psicológico de que Guillermo se despierte sin remisión y yo tenga que posponer indefinidamente este relato medio enajenado de mis recientes y absurdas tribulaciones parentales.

 

Diré que mientras tanto, Candela también está durmiendo y he de ir a despertarla porque, si no, esta noche no se va a dormir hasta tarde. Esto significa que puede haber dos niños llorando de madrugada. Los dos en pie y de madrugada es algo que a duras penas resisten mis nervios. El llanto. A veces tengo ganas de caer en el llanto como en la bebida. Yo los miro a los dos llorar y siento lujuriosos deseos de unirme a ellos. Pero no puedo llorar. Tengo que consolarlos. A los dos. No me manejo aún con los dos. En realidad, no me siento. Sólo soy un instrumento en sus manos, aunque, aparte de talentos insospechados, también he descubierto placeres ocultos en este duro período de cuarentena y penitencia.

 

Ayer mismo, después de casi tres horas en pie dando vueltas con Guillermo en brazos, me acerqué a la cama y me senté (paso previo a tumbarme), cuando Candela comenzó a llamarme entre lágrimas. Me levanté movido por el resorte (sin el resorte mecánico un padre de mis características está perdido) y al llegar a su cuarto me dijo que quería darme un abrazo. El abrazo es un subterfugio, claro. Lo que sucedía es que tenía miedo, pero es un subterfugio en el que caigo sin pensarlo, sólo por el abrazo de mi hija. Ese abrazo es el premio a una dura jornada. Candela me abraza porque soy un buen padre (eso me gusta pensar) y luego se duerme, al fin; y al fin yo me tumbo y ese tumbarme es un placer atávico. Un placer de libertad en época de esclavitud. El placer infantil de acostarse un viernes sabiendo que el sábado no hay colegio.

 

Pero en este caso, el sábado sí hay colegio. Y el domingo también. Y cuando en mitad de la noche. En mitad del sueño más profundo de todos los tiempos Guillermo llora, yo siento que perfectamente puedo vomitar. Es como si me levantara borracho y luego enfadado y después hastiado. Muchas veces mi mujer me consuela, me abraza en casi todos los sentidos, y cuando todo está a punto de desmoronarse, cuando la vida que conocía se representa escatológicamente dando vueltas alrededor de un sumidero, es cuando otra vez Guillermo sale de su cuna transportado por mis manos inertes y furiosas, y un instante basta para sanarme. Para sanarnos.

 

Me siento el búfalo en medio de la carretera al que Cocodrilo Dundee le pone los dedos en la frente. El diámetro de mis fosas nasales es el mismo en ese momento. Guillermo es Cocodrilo, yo soy un animal negro de ojos negros y mi mujer es tan guapa como Linda Kozlowski. Es cuando pienso que Guillermo (como Candela) ha venido para salvarme, antes de pensar que ha venido para consumirme. Y sé que todo va a ser así hasta el final: salvarme, consumirme, salvarme, consumirme… como si fuera un conjuro que se repite en sueños y que no importa, tan sólo ver un día una piernecita rosa saltar de entre el corchete del pijama como un alambre. Y luego todo lo demás.

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