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Mientras tantoHuesos en el desierto. O Los cuerpos perdidos

Huesos en el desierto. O Los cuerpos perdidos


 

Tenía miedo: de que el pretexto se convirtiera en una muestra de buenas intenciones y obscena incompetencia. Pero también de que me hiriera en lo más hondo. Sin la menor duda, prefería la segunda opción y no por ninguna suerte de masoquismo. Sino por piedad. Y por lo que vimos y los amigos que hicimos Corina Arranz y yo mientras recorríamos la frontera en zigzag, entre Brownsville/Matamoros y San Diego/Tijuana, en el verano de 2005.

Y fue esta opción la que sin duda prevaleció en el Teatro Español con el estreno de una potente y muy dolorosa obra inspirada en las muertitas de Ciudad Juárez y el libro de nuestro querido y malogrado Sergio González Rodríguez y sus Huesos en el desierto.

Carlota Ferrer sabe bien lo que se hace, como sabe qué se puede hacer con el cuerpo de una mujer. Y José Manuel Mora sabe cómo leer la realidad con unos ojos en que sea compatible el microscopio con los prismáticos, la panorámica con la miopía, el dolor de los demás con el desgarro, la música con el espanto.

Los cuerpos perdidos necesitaban actores osados, capaces de hacerlo todo, de exponerse al horror y a la piedad, y aquí, para nuestro asombro y nuestro dolor, lo consiguieron. Allá volvimos, con el elenco, a Ciudad Juárez.

Por eso me parece de justicia citar a todos los intérpretes. Porque logran lo que siempre admiramos en los montajes que nos subyugaron cuando aprendíamos teatro en la Real Escuela de Arte Dramático con Adela Escartín, en la armonía, el compromiso, el rigor, la extrema atención de todos y cada uno de los actores que intervenían en los montajes de la Taganka, Cricot 2 (¿dónde estás, Tadesuz Kantor?) y el Teatro de la Complicidad:

Carlos Beluga
Julia de Castro
Conchi Espejo
Verónica Forqué
David Picazo
Paula Ruiz
Cristóbal Suárez
Jorge Suquet
José Luis Torrijo
Guillermo Weickert

 

*   *    *

 

¿Cómo se consigue que una actriz vaya todavía más allá cuando canta una canción que le desgarra literalmente las entrañas? Haciéndola caminar con un hombre que se agarra a sus botas como un cadáver mal enterrado, como un lastre del que no puede desprenderse, que la quiere arrastrar al sumidero de su podredumbre, a la vida que no se puede vivir, al sometimiento, la esclavitud, el silencio. (Como tantas canciones atroces y falsas han consagrado en ese amor mal concebido y que ha causado y causa tantos estragos). Pero ella se sobrepone, arrastra al hombre que es un muerto viviente que no se suelta hasta el centro del escenario y canta y canta con coraje y rota y consigue, gracias a ese esfuerzo de la voz por sobreponerse a ese pegajoso deseo que endulza y encanalla, que es alivio rápido y muerte lenta, una expresividad insospechada que nos muerde las pupilas, y entendemos como quiere Leila Guerriero que entendamos la poesía con una parte de nosotros que no es la razón, o que no es solo la razón.

Eso logra Carlota Ferrer de los actores y actrices que se entregan al texto delicado, durísimo, poético, obsceno, transparente y hermético que José Manuel Mora ha escrito con hitos y vestigios del de Sergio González Rodríguez (como hizo también Roberto Bolaño en 2666, en el que Sergio es personaje, y el relato policiaco, desnudo, brutal de cada crimen es repetido como en Huesos en el desierto, porque hay que nombrar a cada muerta para que no la devore el polvo del desierto). Para que veamos, para que sintamos, para que entendamos, para que no podamos decir que no supimos, para que suframos al menos el ratito de la representación, que no es mucho, que no es nada comparado con lo que sufrieron Los cuerpos perdidos y los que les lloran.

 

*   *    *

 

¿Cómo vas a volver a mirar al rector de la imaginaria y no tan imaginaria Universidad de Juárez después de que en Los cuerpos perdidos le retraten, a él y a alguno de sus secuaces, con el miembro siempre enhiesto y los testículos colgando, de tela, sexo hecho de remiendos, de retales, como de trapos de las muertas reducidas a la nada, por fuera, colgando, como una medalla, como el atributo de su sexualidad que muestra su potencia, su impunidad, su obediencia a instintos que han fabricado una moral a su medida, una amoralidad que viene de Hitler y de Stalin, que viene de mucho antes, de lo que Simone Weil vio en ese poder matar, poder dominar, poder sojuzgar a quien se oponga al deseo sin que ninguna moral, ninguna piedad le ponga freno? Con la verdad por delante. Estos son nuestros argumentos. No, no son las razones del corazón. Son las explicaciones del imán. Un imán que no tiene conciencia, que no se para (sí se para en mexicano) ante nada y ante nadie. Que no tiene ni remordimientos. Esos mismos prohombres que luego tienen hijos, o mejor, hijas, y se preocupan de darles una educación intachable, y acceso a todos los accesos a los que les da derecho su nacimiento, su clase, su dinero. Son como las hijas y los hijos de los jerarcas nazis. Y sus mujeres. Que sí saben. O sí sospechan. Pero casi siempre callan. Porque les conviene. A fin de cuentas, ¡viven tan bien! Y la vida es injusta. Es como es. Y si no lo hicieran ellos, otros lo harían, ¿no? ¿Hay tantos otros que lo harían, que lo hacen, que lo harán?

 

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Los cuerpos perdidos me salen al encuentro en medio de la tarde gracias a la radio y yo me doy cuenta de que tengo que escribir antes de que sea demasiado tarde, la función eche el cierre, se pierda la oportunidad dura y preciosa de adentrarse en ese espejo oscuro al que (en eso consiste la vida contemporánea) nos asomamos porque formamos parte de todo lo que existe.

 

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¿Cómo mostrar el envilecimiento que tan bien ocultamos los humanos, maestros consumados de la mentira? Cosiéndolos por fuera de la ropa los atributos que sirven para abusar impunemente. Eso hizo Leandro Cano en Los cuerpos perdidos, inventándose unos zafios e inquietantes arlequines de esta era depravada que merecen pasar a la historia del vestuario teatral contemporáneo.

 

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Julia Caldera con su nieta Jessica, al lado del retrato de María Elena, su hija desaparecida en Ciudad Juárez. Fotografía de Corina Arranz.

 

 

Nunca le daremos bastante las gracias a Ignacio Camacho, el efímero y añorado director de ABC, por ofrecernos aquel viaje de adiós a siete años de corresponsalía en Nueva York. Las crónicas vieron la luz en el periódico en agosto de aquel año, y luego las recogió en libro la editorial Península con el título El rumor de la frontera.

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