Por las madrugadas, cuando el cáncer ya no la dejaba dormir, mi madre se levantaba de la cama y se asomaba por mi espalda para mirar qué estaba yo escribiendo. Era una aparición incómoda, en punta de pies, su cuerpo asfixiado por la enfermedad, un modo de evadir el dolor. A veces, a esas horas de la noche, el silencio y la calma en la penumbra inauguraban otra historia entre nosotros. Podía estar más atento a su sufrimiento, que también era el mío, y hablar con ella de cosas que suelen decirse a las tres de la mañana. Matar el tiempo adquiría un sentido inesperado. Los últimos años de su vida viví entre la depresión de ver morir a mi madre y la euforia por parir cada número de una revista. Trabajar escribiendo y editando historias se convirtió en un antídoto para soportar que ella se fuera. Cada madrugada yo le daba la espalda para insistir en una revista que creía que le gustaría leer. No pude hacerlo sin la ayuda de cómplices. Mamá se la leía toda. Toda. En algún instante, desesperado e iluso, creí que quien la leyera ayudaría a que el cáncer le doliera menos.
A pesar de ser una mujer muy sola, a veces lejana, mi madre solía aparecer detrás de mí cuando menos la esperaba. Un día, cuando era un adolescente, se asomó por mi espalda y el primer impulso fue esconderme. Fue la primera persona que supo que yo escribía. Aún sobrevive algo de ese pudor. Escribir historias es un acto de instinto verbal, pero también de gran incertidumbre. Hoy es una extravagancia desconectar el teléfono y quedarnos a leer horas sin interrupción. Leer y escribir son un aprendizaje de estar solo. Mi madre me enseñó esa soledad. Sus años finales los pasamos encerrados: ella en su cuarto viendo películas; yo leyendo y escribiendo en el mío. Hacia sus últimos días mi madre ya no podía sonreír. A veces se desconectaba del balón de oxígeno al lado de su cama, se levantaba como podía y se asomaba por mi espalda. Cuando murió, empezó en mí una película de la culpa por esos instantes en que no supe acompañarla, pero también la muda alegría de recordar escenas felices. Una mañana, cuando tenía siete años, mamá apareció frente a mí con un regalo: un Libro Guinness de los récords. Nunca me había atrevido a pedírselo. Ahora sé que una tarde, en una librería del centro de Lima, sin que yo lo advirtiera, mi madre se había asomado por mi espalda en punta de pies para ver qué estaba leyendo. Leer Etiqueta Negra se trata de eso. De intuir qué historias queremos leer aunque no lo sepamos. Con el número 100 batimos un récord. A ella le hubiera encantado estar aquí.
Este texto cierra el volumen Un aficionado a las tormentas y otros textos al vuelo, que acaba de publicar libros malpensante.