Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoVidas rotas, historias de miedo

Vidas rotas, historias de miedo


 

La violencia contra las mujeres ha existido siempre. Puede ser una violencia directa, individual, física, o puede ser una violencia social, difusa, sin golpes físicos pero capaz de causar un daño igual de terrible, o mucho peor aún. Hay muchas historias que podrían ser anónimas, historias personales sacadas de la fosa común de las historias cotidianas de cualquier época, pero que sin embargo nos han llegado, casi de casualidad, impresas en el papel, atrapadas en un olvido imposible de la literatura o los estudios académicos. Son historias terroríficas, porque la indefensión de la mujer es absoluta, porque, como en una novela de terror, vas viendo como la oscuridad y la fatalidad se cierne contra la víctima, sin que nadie haga nada, al contrario: con la complicidad de todos. Y cuando llega el final, no por esperado menos cruel, te quedas con una sensación horrible, porque intuyes que eso continua pasando, y que tal vez continua pasando muy cerca de ti. La violencia contra las mujeres ha existido siempre. Y la violencia contra las minorías, o contra los que son diferentes. Y esa violencia es más terrible porque es más cotidiana. ¿Quieres ver una historia de auténtico terror? Pues no tienes que ir al cine. A veces basta con leer unas memorias, o ver un cuadro y preguntarse quién es la modelo. O, por supuesto, leer un periódico.

 

Empezaré por dos párrafos de un libro escrito por un inglés muy culto e inteligente. Un inglés que, después de la Primera Guerra Mundial se vino a España, a las Alpujarras y allí vivió unos años que le sirvieron para escribir un libro estupendo: “Al sur de Granada”. Ese libro no tiene desperdicio. No es una novela. Cuenta lo que vivió y lo que vio. Pero ahora voy a retroceder un poco en el tiempo, en el periodo que va entre el fin de la guerra y su viaje a España, y también un poco antes, cuando estaba en plena guerra y como oficial en el frente francés, conoció tanto la muerte diaria de las trincheras como la vida de los franceses que vivían muy cerca de los combates. Esa vida se cruzaba con la vida de los soldados de permiso y esos soldados de permiso, como él mismo, muchas veces buscaban una mujer.

Pero vamos ya a las citas…

 

1/

Pasé la mayor parte de aquel verano en Edgeword, con mis padres, y llegado a este punto tengo que relatar un episodio estúpido y carente de sentido. Justo antes del estallido de la guerra, la sobrina de la señora MacMeekan, nuestra vecina, se vino a vivir con ella. Era una joven medioitaliana, medioalemana, hija de un funcionario de la administración egipcia (…) Hasta ahora sólo había conocido a jóvenes damas: ella fue la primera chica moderna que pasó ante mis ojos. 

Solía verme con ella cuando estaba de permiso y, una tarde, mientras la acompañaba a casa por el valle después de la cena, la besé, nos tendimos bajo los árboles e hicimos el amor. No era su primera experiencia sexual, porque había habido un hombre en El Cairo, pero se enamoró de mí, mientras que a mí cada vez que la veía me gustaba menos. (…) En parte por falta de algo mejor que hacer, solía escabullirme de la casa a media noche y encontrarme con ella en los bosques. (…) Al final, para ver si si podía ponerme celoso, inició una aventura con un joven belga que, después de mi partida a España, la puso en camino de tener un niño. Cuando fue imposible ocultar aquello la enviaron a Berlín, de vuelta con su padre. Allí se hizo adicta a las drogas, y pocos años después, se suicidó.

Debería sentir remordimientos por mi papel en esta historia deprimente y, sin embargo, jamás los he sentido. Había llegado a detestar a aquella chica porque sentía como intentaba atraparme y yo estaba resuelto a mantener mi vida libre de compromiso. Mi aventura con ella fue en realidad una consecuencia de la falta de vida y sentimientos profundos que la guerra había dejado tras de sí. Despejar aquello llevó más tiempo del que uno habría supuesto.

 

2/

La casa  pertenecía al panadero (y recadero) del pueblo y él y su mujer tenían una hija única, que tendría quizá unos quince años. Allí estaba, descalza y sin nada encima más que un corto camisón de algodón abundantemente cubierto de harina porque era ella quien amasaba el pan. Sus largos cabellos rubios caían sueltos sobre sus hombros y su rostro y sus brazos desnudos también estaban salpicados de harina. A cada movimiento que hacía su camisón mostraba sus pechitos y su delgada figura. 

Me sentí inmediatamente atraído por aquella encantadora muchacha, pero aunque fui a menudo a su casa y le traje pequeños regalos no puede sacarle una palabra. Estaba petrificada por la timidez. Su madre que trabajaba en una fábrica de Amiens, me alentaba pícaramente, le levantó el camisón para mostrarme sus muslos, le pellizcaba los senos e incluso, una vez, me empujó con ella juguetonamente hasta el dormitorio. Pero todo fue inútil. Ni siquiera me sonreía. Al final, sintiendo que mi presencia la irritaba, dejé de pasar por allí.                                                                   

(Gerald Brenan, Una vida propia)

 

Para entender la segunda cita hay que recordar que el mismo Brenan cuenta en otras partes de sus memorias, que las muchachas francesas, “vendían sus besos” a cambio de regalos. Y que estos besos se podían vender muy caros. Aquí no hablamos de los burdeles del frente, no hablamos de una prostitución pública y evidente. Hablamos de soldados de permiso que buscan una novia, o algo parecido a una novia. Hablamos de soldados que quieran algo más que un rato breve de sexo descarnado. Leyendo sus memorias recordé la cita de Simone de Beauvoir en su ensayo “El segundo sexo”: El cuerpo de la mujer es un objeto que se compra; para ella representa un capital que está autorizada a explotar. Sí, pero a esa pobre muchacha, la hija del panadero, la que le gestiona el capital es su propia madre, la que la está llevando a una… ¿Cómo llamarlo? Una especie de “prostitución encubierta”. No se me ocurre otra definición… Por supuesto hay que entender el contexto, estamos en la Primera Guerra Mundial, en la zona del frente, un lugar donde la vida vale muy poco.

 

Trato de imaginarme cuál sería el destino de aquella adolescente, que pasaría después de la marcha de Brenan, que era un oficial joven, bastante guapo, educado y discreto. ¿Tendría otros pretendientes? Por supuesto. Y su madre seguiría presionándola, hasta lograr que se acostara con alguno de ellos. ¿Y luego qué? No conocemos qué pasó después. No conocemos nada más que su situación en un momento concreto. Podemos ser optimistas, si queremos. Un lujo que no nos podemos permitir con la historia que he citado en primer lugar…

 

“Ella fue la primera chica moderna que pasó ante mis ojos”, qué terrible frase cuando conocemos el final de la historia. Aquí no hay ningún optimismo posible. Ella se suicida, pero todos los que la rodean la llevan de un modo y otro hacia el suicidio. ¿O no? ¿O tal vez aún tenía una salida? Brenan continuó con su vida, conoció a otras mujeres. Se casó. Tuvo una hija. El joven belga que la dejó embarazada… ¿Tuvo que pagar algún precio por su acción? Brenan no nos los dice, y su silencio es una manera de decirlo. A ella la enviaron a otro país, con el estigma del deshonor marcado a fuego, Pero él… Pues no se casó con ella, ni volvió a verla, ni tal vez se enteró de su muerte. O se enteró y se sintió culpable, culpable de algún modo… No lo sabemos. Pero sí sabemos que Brenan no se siente culpable. Lo dice el mismo. Y tememos que agradecerle su sinceridad, aunque nos duela.

 

Dejemos a Brenan, escritor, y vamos a hablar ahora de un cuadro y de su modelo… ¿De quién hablamos? De nadie, de una pobre muchacha pobre que tuvo la mala suerte de cruzarse con un pintor famoso. Estamos en la España de España de finales del siglo XIX, y la chica se llamaba Carmen Bastián.

 

Se la puede ver en varios cuadros de Fortuny. El primero que yo vi y el que me llamó la atención por una breve información que contenía sobre la modelo fue el que se conoce por su propio nombre, un retrato de la joven modelo tumbada en un diván y con las faldas levantadas. Es un retrato erótico, pero no es un retrato erótico. Me explico. No hay nada de erótico en el cuadro, excepto el hecho de que la modelo enseña su sexo. Pero esta desnudez parcial está casi exenta de erotismo, no parece incitar al espectador, despertar el deseo sexual, parece más bien un desnudo casual, un desnudo frío, un desnudo como involuntario, cosa que se ve cuando se compara con otros desnudos de la época, con el origen del mundo de Courbet o con la Olimpia de Manet, o incluso con la maja de Goya, y no digo la maja desnuda sino incluso la vestida, porque hasta ésta contiene más erotismo que el cuadro de Fortuny. Y sin embargo es un cuadro erótico, porque hay una intención de mostrar su sexo, su falda levantada, sus piernas desnudas hasta las rodillas. ¿Por qué? ¿Era su amante? No se puede confirmar. Desde luego, ella no se ofrece al pintor, no lo mira ni parece advertir su presencia. Ahí radica en parte su no-erotismo. Perfectamente Fortuny podría haber hecho la misma pintura pero con ella completamente tapada. Y de hecho es su único desnudo. En sus otros posados, en su bailarina gitana, por ejemplo, ella tiene una actitud nada sensual, exótica, sí pero no sensual, ni mucho menos erótica.

 

En cualquier caso lo que me interesa del caso de Carmen Bastián es la influencia que tuvo Fortuny en toda su vida. En su corta y triste vida. De eso va esta historia, de cómo cambia la vida de una persona cuando ésta se tropieza con un artista, en este caso con un pintor, sobre todo si esa persona es mujer, mujer joven y pobre. Esta historia no es nada nueva, por supuesto. Y no me refiero a qué el pintor la convierta en su amante y vivan una tórrida historia de amor, porque a veces no hace falta ni eso. Carmen era una gitana adolescente, de las muchísimas que había en Granada. Supongo que hasta que ese señor se le acercó para proponerle que posara para él, jamás se le habría pasado por la cabeza ser modelo profesional. Lo supongo, ya digo, porque no soy adivino, pero por lo que conocemos de ella no parece que su vida se fuera a encaminar hacia el arte. Pero por alguna razón aceptó la oferta (o tal vez su familia aceptó por ella),  y se convirtió durante un periodo muy breve (y recalco lo de periodo muy breve) en modelo de Fortuny. Y eso ya marcó toda su vida. Porque Fortuny se va de Granada y, en lugar de dejar de ser modelo, de volver a su vida anterior, Carmen hace algo totalmente osado: se va a Madrid para seguir dedicándose a posar para pintores. Ahí ya no está Fortuny, su iniciador, en su vida. Y de hecho no volverán a verse nunca. Sus caminos se alejan irremediablemente. ¿Fueron amantes? Poco importa. Lo que importa es que ella se convierte en modelo de otro pintor, cuyo nombre poco importa ahora. Lo que importa es que además se convierte en su amante (esta vez sí está claro).  Lo que importa es que eso tiene unas consecuencias terribles…

 

¿Cuál hubiera sido su vida si ella y Fortuny no se hubieran cruzado nunca? ¿O si después de la marcha del pintor ella hubiera permanecido en Granada y no hubiera vuelvo a posar para nadie? Naturalmente no lo sabemos. Podemos suponer que hubiera sido la vida dura de cualquier joven gitana de la época. En cualquier caso la vida de modelo en Madrid fue terrible: a su familia aquello no le pareció bien, enviaron a un hermano a traerla de vuelta, ella se negó, el hermano le propinó tal paliza que la dejó desfigurada, su pintor-amante la abandonó y ella se suicidó. Y punto final. Fin de la historia. Carmen dejó unos pocos cuadros y un sentimiento de rabia y frustración en los que conocemos su historia. Nos parece injusto y horrible, pero esas cosas pasaban entonces. Una mujer no pintaba nada, no decidía nada. ¿Qué derecho tenía su hermano para hacer lo que hizo? Todo el del mundo. En ese momento, todo el del mundo. Podemos ver noticias parecidas en situaciones de extremismo religioso (por ejemplo ahora recuerdo el caso de una mujer afgana a la que su marido mató simplemente porque escribía poemas), pero olvidamos que la España de 1872 era tan machista y tan violenta como el Afganistán de hoy en día (y digo Afganistán porque la notica de la mujer poeta sucedió allí, pero bien podría ser cualquier otro país donde el honor del hombre y el honor de la familia justifica cualquier asesinado, y más aún la muerte de una mujer). Pobre Carmen, era guapa, era joven, tenía una vida por delante… Y sí, un pintor se cruzó en su camino, y por eso ahora podemos ver sus cuadros y por eso ahora conocemos su historia. Por desgracia. Así eran las cosas en aquellos tiempos. Hoy tal vez la historia hubiera sido distinta. Con otro final. ¿O no?

 

Mariano Fortuny, Carmen Bastián, 1872, Museu Nacional d’Art de Catalunya – MNAC, Barcelona. Fuente: Google Arts & Culture

Más del autor

-publicidad-spot_img