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Mientras tantoLa metaópera, apuf

La metaópera, apuf


No me gustan, por lo general, las metaobras. El cine que habla de cine, la poesía que le da vueltas a lo poético. Salvo honrosas excepciones, uno se encuentra con ejercicios de ingenio menos sutiles de los que cree su autor. Por decirlo en plata, se les ve el cartón. Me encuentro, sin embargo, atribulado: ya hace una semana que estuve en el Teatro Real viendo Capriccio, de Richard Strauss, y he estado dándole vueltas, por si se me había pasado algo. He repasado las reseñas de los críticos a los que respeto y todas son muy elogiosas (incluso el director de este medio está entusiasmado) ¿Cómo escribir contra algo que le ha gustado a todo el mundo?

 

Supongo que patinar es un temor habitual entre los críticos. Uno tiene miedo a ser ese que aparece en los libros de Historia del Arte diciendo que Schönberg menudo mequetrefe haciendo ruiditos. La coña entre los escolares. Capriccio es la última ópera de Strauss. Se estrenó en 1942 en Múnich y ya sabemos cómo estaba el panorama allí en esos años. Cuenta las dudas de una condesa a la hora de escoger qué amante prefiere: a Flamand el músico o a Olivier el poeta; es decir, si prima la musica, poi la parole o todo lo contrario. Claro, el argumento da para toda clase de momentos irritantes, porque ya se sabe que no hay nada más irritante que un poeta enamorado. Él escribe un soneto (agárrese a la silla: «no podría amar, ídolo mío, a otra mujer, excepto a vos»), el otro le pone música, el otro se enfada porque le ha roto la métrica, etcétera. Podría contarse como un chiste: un músico y un poeta entran en un bar…

 

Strauss mete toda clase de chistecitos para la secta (el texto, se me había olvidado, está basado en uno de Zweig): la orquesta en escena, al modo del final de Don Giovanni; ahora hacemos un remedo de la ópera metastasiana, ahora un giro a Couperin. ¡Hagamos una ópera que retrate lo que hemos vivido aquí estos días!, se dicen los unos a los otros. Camarero, más metaópera, por favor. Y dos huevos duros. Al final del libreto llegan a una conclusión asombrosa: resulta que las dos artes se complementan bien entre sí. ¡Maravilloso! «Es inútil intentar separar palabra y música. Se han fundido en una nueva alianza. Es un misterio». Capriccio es una ópera burguesa, al gusto alemán de los años cuarenta, un gusto poco degenerado, bien ordenadito, que podría durar mil años. Da lo que promete.

 

En la producción del Real todo está bien si te gusta esto de Strauss. Los cantantes hacen un papel soberbio, particularmente Malin Byström como condesa y Christof Fischesser como La Roche, el colérico director de teatro. La puesta en escena de Christof Loy es realmente elegante. Introduce, mediante alter egos de la condesa (unas veces jóvenes, otras veces ancianos) una dimensión extemporánea en una mansión en la que parece que no pasa nada (lo propio de la aristocracia es, si se quiere, su total indiferencia a las complicaciones de los tiempos). Esta solemnidad aburrida se compensa por la guasa de unos criados libidinosos, a veces payasos y otras perturbadores, con los que el director de escena juega muy hábilmente. Asher Fisch dirige desde el foso una música que tiene momentos de una enorme belleza. Lo reconozco, por mucho que me crispe Strauss.

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