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Mientras tantoDon Ramón Menéndez Pidal y el cuerpo del delito

Don Ramón Menéndez Pidal y el cuerpo del delito

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

Tras la alianza frustrada con Christian Gálvez a cuenta de Leonardo, la Biblioteca Nacional insiste en lucir sus mejores galas para intentar paliar su evidente decadencia (en la última década ha perdido más del 40% de su presupuesto, un centenar de trabajadores y una tercera parte de sus lectores) y echa mano del gran tesoro bibliográfico de la lengua castellana: el manuscrito del Cantar de mio Cid. De nuevo el hall principal, antes de acceso exclusivo de los lectores –que huyen en buen número–, es ocupado por huestes de visitantes ansiosos por contemplar la urna que contiene –y se recalca que se exhibe por primera vez– las esencias patrias, aunque el original, por razones de conservación, no estará expuesto más que quince días (hasta el 18 de junio) y será sustituido por un facsímil. El histórico evento se complementa con una pequeña –y escasa– muestra en las profundidades del Museo de la Biblioteca dedicada a nuestro más egregio filólogo e historiador, Ramón Menéndez Pidal, que hizo del Cid el estandarte de España y del que se conmemora un doble aniversario: 50 años de su muerte y 150 de su nacimiento.

En plena resaca poselectoral, con el juicio del procés visto para sentencia, la ultraderecha avanzando en su Reconquista y el tablero de los pactos echando humo, viene pintiparada la evocación del Campeador, que fue capaz de servir a moros y a cristianos, de combatir a los catalanes y aliarse con ellos e incluso –la leyenda dixit– de hacer jurar al rey que no era un conspirador y un corrupto. Pero el propósito de este blog –abandonado durante demasiados meses por pura lenidad de su autor– es más modesto y vamos a centrarnos en un par de anécdotas que atañen exclusivamente a nuestro manuscrito fundacional.

Hay cola estos días a primera hora de la mañana para obtener una de las codiciadas entradas que, en grupos de veinte personas, dan acceso al tesoro cada quince minutos: un total de 840 elegidos por día. El visitante, en realidad, lo que contempla es un tosco y ennegrecido manuscrito medieval, abierto por los folios 55v-56r, en el que lo más que puede apreciar es la degradación que ha sufrido por los agentes químicos a los que ha sido sometido desde finales del siglo XVII hasta principios del siglo XX. Aunque lo referente al Cid adquiere siempre caracteres épicos y se han barajado toda clase de teorías, sabemos que nuestro manuscrito es una copia de mediados del siglo XIV de la copia que hizo un tal Per Abbat –y fechó en 1207– de otro manuscrito que no ha llegado hasta nosotros y fue compuesto poco antes, a finales del siglo XII o comienzos del XIII, esto es, cien años después de la muerte de Rodrigo Díaz.

 

Por aclararse, los especialistas llaman al que se ve en la urna el “ejemplar único” y ha podido observarse en el mismo que el propio copista realizó correcciones y que otro amanuense coetáneo, con otro trazo y otra tinta, también metió su pluma. Queda huella de más enmiendas y notas marginales poco después, por lo general desafortunadas. A finales del siglo XVI, el manuscrito fue descubierto en el archivo del concejo de Vivar por Juan Ruiz de Ulibarri, que realizó una copia, pero fue retocando el original a su antojo. Aun así, este trabajo de Ulibarri es esencial para poder reconstruir el “ejemplar único”, toda vez que a partir de la primera edición de 1779 comenzaron a aplicarse con profusión los reactivos y muchos versos quedaron emborronados. Encuadernadores poco escrupulosos que se comían palabras  –y  solo en ocasiones las anotaban en los márgenes– y algún entusiasta lector que se dedicó a repasar diversos pasajes con una tinta más intensa, terminaron de enmarañar el basto pergamino, ya pobre en su origen, cuando emerge la figura de don Ramón Menéndez Pidal.

 

Es el único que reconoce explícitamente haber hecho uso de los reactivos para acceder a la verdad oculta, especialmente del sulfhidrato amónico y, excepcionalmente, del ácido clorhídrico y del prusiato amarillo de potasa, mucho más corrosivos, aunque iluminen un instante como por ensalmo la remota escritura. Don Ramón dedicó su vida a cimentar el relato de la nación española, erigido sobre la figura primigenia del Cid. No le interesaba tanto el valor literario del manuscrito como la construcción del héroe épico (posteriores análisis con cámara hiperespectral han podido clarificar en buena medida el texto original). Su La España del Cid (1929) se convirtió en texto obligatorio en la Academia Militar de Zaragoza y su edición del Cantar sentó las bases para la interpretación del texto. Se le ha acusado incluso de “corregir” el manuscrito para hacerlo coincidir con sus teorías. “Lo que hizo Pidal roza lo increíble, y de hecho sigue siendo una especie de pequeño secreto culpable de la filología española”, escribe Miguel-Anxo Murado (La invención del pasado, Debate, 2013): “Cuando Colin Smith lo desveló, hace de esto ya bastantes años, al gran filólogo británico se le hizo el vacío para siempre en la universidad española”. Pidal era un sabio, un erudito de talento excepcional, pero ante todo era “el activista de una causa”.

 

Además, el manuscrito era suyo o al menos de su familia. Lo compró en 1863 el primer marqués de Pidal y pasó a su hijo, Alejando Pidal y Mon, eminente político conservador y tío de Ramón Menéndez Pidal, que lo estudió y lo conservó durante años en su casa. El fulgor patriótico de los Pidal no resultó para tanto y declararon en diversas ocasiones que habían rechazado sustanciosas ofertas de instituciones extranjeras, incluso un cheque en blanco, pero sin poner nunca sobre la mesa la posibilidad de una donación. La conclusión feliz de la historia pertenece a la leyenda de la Biblioteca Nacional.

 

A finales de los años cincuenta, gustaba doña Carmen Polo de Franco frecuentar la sala de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional. Harta de sus misas y de sus joyas y poco aficionada a la televisión, pasaba un buen rato entre las bibliotecarias que le sacaban álbumes tan espectaculares como los que se pueden ver en la actual muestra sobre Piranesi. En alguna ocasión, de paisano y con una escolta exigua, venía a buscarla el Jefe del Estado, y en una de esas se lo espetó: “Oye, Paco, tienes que hacer algo…”. No se explicaría de otra manera que Juan March, que ya había ayudado a Franco en otros atolladeros, soltara diez millones de las antiguas pesetas (se calcula que pueden equivaler a veinte millones de euros actuales) por un manuscrito que pasó inmediatamente a la Biblioteca Nacional. Y por si era poco metido en un espantoso castillete que no es cualquier cosa porque fue tallado en una viga del antiguo templo de Covadonga, destruido por un incendio en 1777.

 

Don Ramón pronunció un encendido discurso en el acto de donación, verificado el 20 de noviembre de 1960, y calificó al Cantar de “acta natalicia de la literatura española, o mejor, de la nobleza de la literatura”. Para el venerable nonagenario era la cumbre de toda una vida dedicada a su estudio. La culminación llegó cuando poco después el Cid se hizo carne en la figura de Charlton Heston, protagonista de la película producida por Anthony Mann y rodada en España en 1961. Los periódicos de la época protestaron porque el Cid llevaba barba y Heston no, pero las minucias no importaron al polígrafo, asesor histórico de la película, que vio con buenos ojos a Sofía Loren como doña Jimena y posa en una fotografía enternecedora con un Cid-Heston rindiéndole la Tizona.

Más fotografías en https://www.facebook.com/carlos.garciasantacecilia

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