Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónVida y muerte de Rafael Sánchez Ferlosio

Vida y muerte de Rafael Sánchez Ferlosio

Rafael Sánchez Ferlosio en 2005. Foto: Corina Arranz

Le debo a Tomás Pollán, que fue quien me la contó en el tanatorio, la conmovedora historia de cómo, unas veinticuatro horas antes de que viniera a recogerle la muerte, Rafael Sánchez Ferlosio, igual que hacía casi todos los días e incluso varias veces cada día, le llama por teléfono para comentar al ejemplar amigo, casi mejor que el mejor hijo, una curiosidad, y a renglón seguido comienza a hablarle de Leopardi y le recita, en su preciosa pronunciación del italiano, las últimas y sublimes estrofas del bellísimo poema ‘El Infinito’, uno de los grandes de la historia humana. Tras cantar la contemplación del horizonte, el tráfago del viento entre las hojas, el silencio sobrehumano o el recuerdo de lo eterno, concluye Leopardi: “En esta inmensidad se anega el pensar mío; y dulce me es naufragar en ese mar”. Solo la sabia mano de un dios recóndito puede anunciar de forma tan suave y delicada la inminente llegada de la visita definitiva, y sólo un escritor con un oído tan fino para lo “metafísico” es capaz de percibir, sin necesidad de ser consciente de ello, la infinitud que se acerca y confesar al gran amigo, por última vez en vida, lo que había sido su empeño: la inmensidad del pensamiento y el fracaso –dulcemente amargo– que conlleva. Eso fue precisamente Ferlosio, el náufrago que nada una vida entera en la inmensidad sin límites del “pensar mío” hasta ahogarse arrastrado por sus profundísimas corrientes. Comparado con ese naufragio, los otros de su vida fueron casi insignificantes, a pesar de que los hubo muy trágicos.

En encogido silencio despedimos en el cementerio de La Almudena a este divino náufrago, divino sobre todo por el impresionante empeño. A ratos hasta parecía que estuviésemos en el legendario entierro de Larra, algo así como un hermano lejano. Faltaban las masas, los penachos y carrozas, los disparos, los próceres y el ambiente nacional. Ningún Zorrilla recitó versos famosos (“ese vago clamor que rasga el viento/ es la voz funeral de una campana”). Aquí sólo hablaba el silencio sepulcral y únicamente se sentía el dolor familiar de Deme y Lucía que brotaba mansamente del abismo de los sentimientos, mientras los demás, estupefactos, creíamos percibir el eco de su voz crítica que nunca aceptó el “vuelva Ud. mañana”, ni contemporizó con lo hueco, lo falso o las miserias habituales de la patria que arrastramos por la historia como el condenado arrastra sus pesadas cadenas. En medio de aquel silencio atribulado afloraban en la memoria, emergiendo del profundo océano de los recuerdos, los muchos pecios de su vida: su don casi único para la escritura; tantas hermosas conceptualizaciones; aquella trágica dedicatoria a su hija que está entre las más dolidas de la literatura española; las decenas de cuadernillos en los que apresaba las ideas para que no se las arrebatase el viento o el olvido; su hermosísima caligrafía, una de las más bellas que uno haya visto nunca; las tremendas embestidas contra Disney; las famosas americanas que compraba por pares y a las que, con total desprecio de las convenciones, les abría un ojal en medio del bolsillo para poder cerrar con un botón, como si fuese la cerradura blindada de una caja fuerte, las libretitas de anotaciones; la cachaba de pastor; los campos de Coria y los amigos corianos; su profundo amor a su humilde tierra extremeña; la chilaba casera, que venía a ser como el mono de trabajo de Churchill; el revoltijo inmenso de sus libros; y la piedad y compasión que siempre le salía, menos cuando se irritaba, que entonces era como un mihura. Torturaba también a la mente el interrogante de cómo habría sido el último trayecto en taxi hasta el hospital y qué pensaría en las horas finales de su vida. En dos palabras, todo eso que flota cuando, tras un naufragio, la mar devuelve a tierra lo que no es suyo corría por el aire extraño del pensamiento como si fueran las últimas señales que, desde la creciente lejanía, mandaba el amigo en su viaje hacia el infinito, que era su sitio. 

Similitud imperfecta/1: Ferlosio o el cierre de una época

No enterramos aquel día a una persona. Enterramos una época. Por ponerle nombre o banderín de enganche, el siglo socialdemócrata. Ferlosio es el Günter Grass de España. Lo que no es ni una comparación, ni una similitud perfecta, que no la hubo. Tímido y monacal uno, nacido para el gran marketing, las grandes escenificaciones y las más inmensas repercusiones el otro. Dedicado el uno a los “altos estudios eclesiásticos” (descripción que es mucho más que una metáfora), empeñado el otro en aporrear sin pausa ni descanso un tambor de hojalata, que fue su método de rabia, repetición y ruido. Conocido mundialmente uno, casi desconocido el otro, incluso en su patria. Procedentes los dos de raíces históricas semejantes: las catástrofes del siglo XX. Eran, aunque nadie haya reparado en ello, llamativamente coetáneos: habían nacido el mismo año, 1927, Grass en octubre, Ferlosio en diciembre. En ciudades no convencionales: Danzig y Roma. Últimos representantes de lo sólido antes de que apareciese lo líquido cambiándolo todo. Conciencia ambos de su tiempo, aunque sé muy bien que le horrorizaría esta formulación, porque nada le espantaba más que verse convertido en conciencia de nada. Que no lo era. Pero la realidad o las circunstancias así lo hicieron. En lenguaje de Emerson, hombres representativos los dos. Faros muy distintos, pero referentes ambos –en distintas formas y maneras– de su país y de su época, uno por agotadora presencia, el otro mediante una ausencia siempre presente. Dotados los dos de un don único para la escritura. Barrocos ambos en estilo y prosa, de párrafos interminables y agotadoras hipotaxis. “Belletristas transcendentales” los dos (por usar la magistral fórmula del también fallecido Odo Marquard), uno desde la novela, el otro desde el ensayo. Descripción que señala un tipo de literatura que transciende lo meramente literario: o sea, filosófica y transcendental. Obsesionados los dos por la Teodicea, o sea, por el problema del mal en el mundo. Enemigos mortales, ambos, de la historia universal y sus crueldades, vesanias, esquizofrenias, injusticias, razones de estado y explosiones. Panteras furiosas los dos, siguiendo la senda de Stuart Mill, contra todo abuso de poder. Marcados los dos por esa suave melancolía que despiden las viejas utopías moribundas. Preocupados ambos por la “polis”: con mirada rabiosa y dolida por las miserias y fetiches del orden político. Inconformistas vehementes, abundantemente irritados con el mundo, con aquello que Nietzsche llamó la “apoteosis del futuro”, que, en realidad, es ya la apoteosis del presente. Dice Hannah Arendt que hay dos grandes tipos de maestros de la literatura: unos cierran el pasado, otros abren lo nuevo. En ese esquema, Proust sería el más grandioso adiós al mundo pasado, mientras Kafka abría el futuro poniendo frases a un mundo que “todavía no existía”. Grass y Ferlosio eran del género de Proust.

Similitud imperfecta/2: Virgilio o la destrucción de la obra

Finitud e infinitud es la contraposición que está en el origen del sentimiento de naufragio de Leopardi. Ese contraste tiene en la literatura europea otro caso, casi desconocido, pero especialmente sobresaliente: La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. A quien George Steiner considera “el mayor novelista europeo después de Joyce y Mann”, lo que son palabras mayores. La razón: que ese libro y muchos otros –sean ensayos o novelas– presentan como nadie “la condición trágica de un hombre de letras en una época de bestialidad…, en la que la belleza y la verdad del lenguaje son inadecuadas para dar cuenta del sufrimiento humano y del avance de la barbarie”.

En apariencia La muerte de Virgilio es una novela, en realidad es un larguísimo poema lírico en el que, combinando historia y ficción, se cuentan las últimas horas de vida del gran poeta Virgilio, quien, insatisfecho con su obra, se había marchado a Atenas para entregarse en cuerpo y alma a la filosofía, pero enferma de muerte y es obligado por el emperador Augusto a volver en la nave imperial a Italia, donde fallece unas treinta horas después de tocar puerto en Brindisi. Los paralelismos con Ferlosio son evidentes. Los hay superficiales y de fondo. El más superficial lo conoce todo el mundo: la aversión que Ferlosio sentía por sus obras narrativas (especialmente El Jarama). Un sentimiento bastante habitual: lo tuvieron Dante, Tolstoi, Kafka especialmente, Broch (sobre todo ante la vacuidad de los grandes literatos vieneses), y muchos otros. Virgilio, como luego Ferlosio, era “poeta doctus”, es decir, escritor que trabajaba sus textos cum lima (con una lima) como orfebres del idioma que eran. Ninguno de los dos fue orador dotado. Ambos eran discretos, si no marcadamente tímidos, y tenían una apariencia “rusticana”, por decirlo con el calificativo que los contemporáneos le colgaron a Virgilio.

La trama “novelesca” del libro es la voluntad de Virgilio de quemar el manuscrito de La Eneida. “Moriré, quizá hoy mismo…, pero antes quemaré La Eneida”. Las razones para esa destrucción son ferlosianas: frustrado por no lograr que el lenguaje consiga la revelación del misterio de las cosas, Virgilio siente que ha fracasado en la misión del arte. Enfermo, y viéndose muy cerca de la muerte, considera que su escritura se ha quedado en mera magia estilística, en pobre e indigna “vida de literato”, en palabrería que no ha atravesado el “vacío petrificado de la superficialidad de las cosas”. Por eso, no ve más solución que quemar La Eneida como demostración del propio fracaso poético. “Aniquilar la palabra, aniquilar los nombres para recibir indulgencia”. Los amigos más íntimos, poetas los dos, aterrados, tratan de impedir, con distintos y rotundos argumentos, que lo haga: La Eneida, dicen, es una obra tan inmortal como las de Homero. Pero no consiguen que Virgilio ceda a sus ruegos. Interviene entonces el mismísimo emperador Augusto. Entre los dos se produce un largo diálogo que, según Arendt, es uno de los más sinceros y poéticos de la historia de la literatura. Augusto le expresa que La Eneida es “imagen visible del espíritu romano”, un canto a las virtudes y valores romanos, expresión poética de la misión histórica de Roma: ser pieza clave en el destino del mundo, una misión que no consiste sólo en conquistar territorios sino en dar leyes al mundo; le recuerda, por lo demás, que una obra así, que es una epopeya nacional, no pertenece sólo a su autor. Virgilio le contesta que la obra es, como la tierra, de quien la trabaja y escribe, y que La Eneida está sustancialmente incompleta porque le falta un tema imprescindible: la experiencia de la muerte, y por eso no ofrece más que una visión superficial de la existencia. En consecuencia, se reafirma en quemar el manuscrito. Ante eso, Augusto le acusa de poner en peligro, sólo por envidia, al Estado romano. Ante palabras tan graves, Virgilio retrocede y le entrega el manuscrito.

Como el título anuncia, la cuestión de fondo es la muerte. Aunque no bajo la perspectiva habitual. La muerte es para Virgilio/Broch el juicio –final– sobre la veracidad de la propia existencia. Ese juicio no consiste ni en una autoinculpación, ni en una autojustificación. Se trata de llegar a un veredicto sincero sobre la verdad de la propia obra. Afrontada así, la muerte se convierte en el último esfuerzo por alcanzar la Verdad, y, entonces, antes que calamidad, es la última misión de la propia autenticidad. Lo que ese juicio dilucida es si el juego de la escritura ha servido para explicar el misterio del mundo, o si, por el contrario, sólo ha servido para llenarlo de “perifollos literarios”, regodearse en la fatuidad de la “fama terrenal” o “embriagarse de formas literarias vacías”. Todo gran escritor, dice Broch/Virgilio, es un “buscador” de la verdad: “la belleza no puede vivir sin el aplauso; la verdad se blinda contra el aplauso”. El escritor no es un hombre que “hace” como los demás, crea como Dios. Y ese don de creación lo paga con una terrible condena: habitar en soledad “la vacía provincia de la belleza”. La misión de todo gran escritor consiste en dar las “soluciones” que necesita su época. La obra tiene que ser punto de apoyo ético sobre el que se sostenga el mundo. Es más: “todo gran escritor es un buscador de lo religioso”.

Todo eso marca paralelismos y similitudes evidentes: las convicciones de Virgilio pueden trasladarse, sin cambio ni desdoro, a la aspiración “artística” de Ferlosio. Lo que no significa que establezcamos comparaciones de calidad o juicios de importancia histórica entre ambos. Para Ferlosio –como para Broch, a quien eso le costó prácticamente la vida– no había mayor desdoro, ni mayor negación del arte, que convertirse en uno de esos profesionales del “postureo literario” o león de sus salones, perversión de la que siempre huyó y de la que nos dejó una maravillosa descripción en La forja de un plumífero. 

La muerte de Virgilio es, en sí misma, una gran plegaria. Llena de textos conmovedores de grandísima belleza literaria, que suenan como un eco lejano de los hermosos diálogos de Sócrates. “Prosa poética llena de ideas y conocimiento”, dice Arendt. En el capítulo final de esa plegaria entona Broch un bellísimo canto a la palabra: que es procreadora, da sentido al sinsentido, sirve de consuelo en el desconsuelo, recoge las ansias del corazón y enciende las ensoñaciones del pensamiento. La palabra flota sobre la nada, contiene el cosmos, va más allá del significado y cuanto más se penetra en ellas, más incomprensibles –e ingrávidas– se vuelven. A eso, a la palabra –pura–, dedica Broch el párrafo final de tan impresionante libro: a ese mar ondulante y movedizo, a ese fuego fluctuante que las hace pesadas como el mar y ligeras como el viento, palabras que no logramos ni apresar ni retener porque son inabarcables. En eso, en las palabras gastaron su vida entera Broch y Ferlosio, huyendo o acercándose a ellas, una y otra vez, como si los dos fueran una marea.

Pero, como pasa siempre con la muerte, ninguna de esas bellezas es capaz de cambiar la cruda realidad: que ese querido amigo –que, como escribió magistralmente Wordsworth, era ojo entre los ciegos y venturoso vidente que leía silenciosamente la eterna hondura–, se ha ido camino de la luz desconocida, mientras nosotros, náufragos de su mismo océano, quedamos inertes en un frío cementerio donde ya no hay nada. Sólo un viejo conocido: el vacío apocalíptico. Un dolor y un vacío que, como escribió Samuel Johnson, nos hacen enemistarnos con la vida y perder la fe en ella. Fuimos acompañándole silenciosamente hasta la tumba, hasta esa raya invisible que no puede traspasarse, hasta ese abismo que separa lo terrenal de lo celestial, límite en el que el polvo humano se convierte en luz que no vemos. En manos de esa infinitud, de la que fue eterno cazador y a veces privilegiado huésped, le dejamos, aunque sin ninguna seguridad y con muchas desconfianzas. Suponemos que ya se le habrá revelado el secreto que tanto le intrigó: el misterio de las palabras. Don divino, y terrible, que nos han concedido a los humanos para navegar a través del tortuoso destino. “Al fin, el hombre nota cómo muere y se extingue en la luz del común día” (Wordsworth).

Similitudes imperfectas/3: Ferlosio o un Diógenes español

Advierte el Eclesiastés: “todo camina hacia un mismo paradero. Todo procede del polvo y al polvo retorna”. Y así ha sido una vez más, en esta ocasión con la vida y existencia de Rafael Sánchez Ferlosio. Aunque el “Eclesiástico” intente aliviarnos con un minúsculo consuelo: “pequeña es la abeja entre los que vuelan. Pero produce el mejor de los dulces”. Texto al que se le añade una curiosa variante hebraica: no conviene “burlarse del cubierto de harapos”. Y ese es precisamente el caso: sabios dulces vestidos de clochard. Como Diógenes de Sinope, hippy de la antigua Grecia, proto-bohemio, sabio ambulante de la Escuela Cínica (nada que ver con lo que nosotros entendemos por cinismo), cabeza de la llamada Secta del Perro, personaje mítico para casi todas las épocas (como puede leerse en las magistrales páginas de Sloterdijk y Niehues-Pröbsting), una especie de mendigo-filósofo que recorría las calles de Atenas y Corinto con un farol encendido a plena luz del día y cuando le preguntaban qué hacía, contestaba “estoy buscando un hombre”, pero sólo encuentro despojos. Hijo de banquero, personaje contra todas las convenciones, enemigo mortal de toda necedad, sabio que no poseía nada ni nada deseaba, ni casa tenía pues vivía en un tonel, disponía sólo de una túnica raída, un zurrón y una cachaba, y hasta se desprendió del cuenco que usaba para beber al ver de lejos a un niño que utilizaba la cavidad de sus manos como utensilio para calmar la sed. Reacio total a glorias, vanidades y magnificencias, conmocionó al mismísimo Alejandro Magno cuando éste fue a verle al arrabal donde tomaba plácidamente el sol, y el infinitamente poderoso le preguntó “si quería pedirle algo”, a lo que Diógenes respondió: “Sí. Apártate un poco para no taparme el sol”. Quedó Alejandro tan impresionado por aquel hombre que comentó a los que le acompañaban, “de no ser Alejandro, me hubiera gustado ser Diógenes”. Otra leyenda cuenta que el gran conquistador le comentó: “yo soy Alejandro, aquel gran rey”, y el sabio-mendigo le contestó: “yo soy Diógenes, el can”. Alejandro, extrañado, le repregunta a qué venía llamarse a sí mismo el can. Contestación: “Halago a los que dan, ladro a los que no dan, y a los malos los muerdo”.

Al morir Diógenes sus conciudadanos le honraron con una estatua con esta inscripción: “Incluso los bronces caducan con el tiempo, mas no podrán, Diógenes, sepultar tu gloria las edades, pues solo tú supiste demostrar a los mortales facilidad de vida y a la inmortalidad ancho camino”. No se ha cumplido la inscripción, ni menos el pronóstico, pues de ese Diógenes legendario no queda en nuestra época más memoria –lo que es indicador y medida de nuestra trivialidad– que un síndrome (el de Diógenes, inventado por tres psiquiatras norteamericanos en 1975) que da nombre a un trastorno consistente en acumular objetos, cosas o cachivaches sin deshacerse de nada. Lo que supone una tergiversación criminal del Diógenes real, que fue lo totalmente opuesto al síndrome: no recogía ni guardaba nada; se desprendía de todo, vivía en total desapego a cualquier posesión o bien. Tal es el analfabetismo y la banalidad de nuestra época.

Por increíble que pueda parecer, el espíritu crítico, mordedor y marginal de aquel hombre –al que Pierre Bayle llamó “ser extraordinario”, Goethe “San Diógenes” y Platón un “Sócrates que ha enloquecido”– vino a reencarnarse, después de recorrer errante los siglos, en esa pequeña abeja que libaba para nosotros dulces textos críticos: Rafael Sánchez Ferlosio. Parece como si aquel espíritu ancestral hubiese estado buscando un cuerpo nuevo en el que reencarnarse. Y que nuestra época, tan exangüe, necesitase beber de nuevo de aquella autenticidad tan pura. Quizá ocurra lo que dice el poeta Gottfried Benn, que las “palabras… sólo necesitan abrir las alas para que caigan milenios de su vuelo”. Más que individuos, Diógenes y Ferlosio son fisionomías de sus épocas: en ellos queda retratado su tiempo, que es de crisis, atascadas ambas en el descarrío teórico, el deterioro político, o las estupideces y veleidades de una civilización desorientada por la disolución de aquellos valores que debían sostenerla. Esa postura crítica de ambos nace de un hondo propósito moral: que sus conciudadanos “desaprendan el mal” para conseguir la verdadera libertad. Los dos proponen una paideia o reeducación de su tiempo: para que abandonen las inautenticidades                            –intelectuales y morales– y se entreguen a una existencia verdaderamente libre.

Fue Ferlosio un Diógenes moderno en el sentido más noble del término. Como lo indican cantidad de paralelismos “superficiales”: como su antecesor griego, vivió unos 90 años, los dos eran furibundamente contrarios a toda trivialidad, los dos fueron enemigos del idioticon de la felicidad, los dos tenían una relación más que distanciada con las riquezas y el dinero (de “metrópoli de todos los males”, lo calificó Diógenes), ajenos a cualquier lucha por puestos o ambiciones, denunciantes feroces de los ídolos falsos, ligeramente misántropos, de vida austera ambos. Todos cuantos han conocido a Ferlosio saben de su desastrado –y voluntario– aliño indumentario y saben también que su gasto más reseñable era, casi, la compra diaria de los periódicos, que leía con ojo de entomólogo. Los dos fueron apasionados del saber, aunque “diletantes” de la filosofía y totalmente ajenos a escuelas o pedanterías. Los dos eran agudos observadores de la calle, o sea flâneur y chiffonier en el sentido de Walter Benjamin, “mendigos” que recogían las verdades desechadas, rechazadas o despreciadas por sus coetáneos. Cuando a Diógenes le reprochaban sus conciudadanos (algunos conspicuos de aquí hicieron lo mismo, con estúpida soberbia, con Ferlosio) que filosofaba sin saber de nada, aquél contestaba: “aunque no pretenda más que la sabiduría, eso también es filosofar”. Y cuando sus contemporáneos griegos le recordaban que no sacaba ningún provecho de la filosofía les respondía que incluso en el “caso de no sacar ninguna otra cosa, estaba al menos equipado contra cualquier azar”. El fondo de la cuestión lo recogió certeramente Cioran: “Sin pretender buscar modelos, creo que sólo los griegos fueron verdaderos filósofos, pues vivieron su filosofía. Por eso he admirado siempre a Diógenes y a los Cínicos en general. Esa unidad desapareció posteriormente. Creo que la Universidad liquidó la filosofía. (…) La filosofía debería ser algo vivido personalmente, una experiencia personal. Debería hacerse filosofía en la calle, imbricar filosofía y vida”.

Pero la verdadera similitud está en el fondo, no en esas superficies. Ese fondo último es una única realidad con dos caras: pasión por la verdad desnuda y pasión por una vida auténtica. Diógenes y Ferlosio pretenden lo mismo: impulsar a sus conciudadanos a convertirse en seres verdaderamente libres, animarles al “ideal de una existencia sin necesidades” (o lo más reducidas posible). Los dos claman contra la náusea de la vida “fácil”, “falsa”, “descarriada”, cómoda y acomodaticia de sus polis. La raíz que sostiene esa aspiración última es la “autarquía” del sabio. Autarquía quiere decir espíritu “salvaje” de independencia–es decir, total, rotunda e insobornable– que no se deja dominar por nada ni por nadie. Significa liberarse de toda tiranía interna o externa, sea política, filosófica o material. Significa conquistar independencia de pensamiento, independencia de los poderosos, impasibilidad ante los acontecimientos. Diógenes es el proto-crítico de la gran religión de nuestra época: el todopoderoso consumismo, la sed inagotable de compra/posesión, al que Ferlosio también criticó fieramente. Liberación que no consiste ni en un furioso ascetismo cristiano ni en una dogmática de la pobreza como la de los monjes con sus mortificaciones. Se trata de librarse de la alienación de lo confortable para conseguir la mayor indiferencia posible ante los bienes. Con otras palabras, poner freno a ese enrevesado laberinto que siempre se convierte en un círculo vicioso que no conoce final: el manar ilimitado de los deseos. Las ambiciones, los sueños, los honores, los triunfos… no son más que compensaciones con los que la polis “paga” la pérdida de libertad. El modelo a imitar lo encarna el sabio que tiene dentro de sí todo cuanto necesita. El sabio posee las cosas “como si no las poseyese”. Necesitar poco nos hace semejantes a Dios. Lo divino está en no necesitar nada.

Esa autarquía del sabio desemboca por su propia naturaleza en una especie de “ataraxia”, es decir, en la impasibilidad frente a los sucesos de la vida, del azar y de la fortuna. El hombre –antiguo y moderno– olvida con demasiada facilidad que el mundo está siempre regido por imprevistos impensables. Para Diógenes creer que la polis –o sea los países, Estados o sociedades– sean capaces de protegernos frente a lo imprevisto es un engaño gigantesco. La verdadera protección y seguridad no nos viene de fuera, está dentro de nosotros mismos. La sabiduría consiste en prepararse para afrontar cualquier embate del azar (sea pobreza, contratiempo, humillaciones…) y conquistar un estado de fortaleza moral que ningún mal pueda destruir. Sabio es quien se gobierna a sí mismo con total independencia. En eso consiste la “vida canina” (es decir, de los Cínicos, término que viene de can). Diógenes es una especie de Kierkegaard siglos antes de que éste advirtiera contra esas ideologías, credos o naciones que, supuestamente, aseguran la felicidad terrenal.

Hay que señalar que, en todos estos puntos, Diógenes fue mucho más radical que Ferlosio. La radicalidad, en gran medida extrema, de Diógenes no se reproduce en Ferlosio, más escéptico sobre esa autarquía del sabio y su viabilidad entre los hombres reales. Diógenes es un provocador callejero casi ágrafo que mordía parodiando y ridiculizaba, con sarcasmos sangrantes, el saber sacralizado por la polis (por ejemplo, el platonismo y el socratismo) y los valores y actitudes de sus conciudadanos. Para ese propósito crítico tanto Diógenes como Ferlosio utilizan la parresía, es decir, el hablar franco y libre. Pero Diógenes es mucho más desvergonzado y utiliza una sátira desinhibida que supera en muchas ocasiones los límites de lo aceptable. Su método de destrucción de las creencias ineptas es la anécdota –o el apotegma sapiencial–, una parodia breve, aguda y aforística que atraviesa, como una daga afiladísima, la carne de nuestros absurdos y muerde a las filosofías oficiales de la época en sus errores, exigiendo que se “acuñen nuevas monedas”, es decir, predica la “trasmutación de todos los valores”. Ferlosio buscó siempre esa misma transmutación y defendió en todo momento una actitud crítica, pero hay diferencias importantes en el método, en el tono y en la virulencia. Ferlosio fue más discursivo que sapiencial y gustó siempre de una orfebrería enrevesada y barroca hecha de argumentaciones complicadas, fue más de texto largo que de apotegmas (aunque tiene una aforística no desdeñable en los Pecios). Por lo que respecta al tono, fue más compasivo y dulce que Diógenes, quien con frecuencia era grosero o incluso atrozmente despiadado. Pero vitalmente fueron bastante semejantes. Sufrieron ambos una misma enfermedad: “inadecuación” social y política. Su causa: un sentimiento de libertad y de independencia tan hondo, tan innegociable y tan inmenso que no cabe, ni puede caber, en ningún Estado, ni encuentra acomodo en ninguna sociedad, sea antigua o moderna, conservadora o progresista. Ahí está la raíz de la gloria y del drama.

Coda

Este era el hombre que se ha ido. No fue perfecto. Ni ajeno a las debilidades humanas. Desapareció, en silencioso vuelo, este auriga de almas y ahora, si creemos a El Fedro, transita con sus divinas alas por el cielo infinito después de habernos ayudado en la tierra “a salir de nuestro estado autoculpable de esclavitud intelectual” (por citar la bellísima formulación de Kant). Dice Platón en ese famosísimo diálogo que la función del ala es elevar lo pesado hasta trasportarlo a la alta región donde sólo habita el linaje de los dioses. Allí se encontrará ahora, suponemos, su alma junto al excelso conductor del cielo, Zeus, quien recorre la bóveda celeste a la cabeza de una hueste de once escuadrones de divinidades. Por fin, su alma de ensayista, liberada de sus fatigas, estará en esa realidad carente de color y forma y se alimentará sólo de pensamiento, ciencia pura y de ese néctar único apropiado para el alma: la contemplación de la Verdad. Seguro que en esa gloriosa circunvalación se habrá encontrado con la Justicia en Sí (a la que tanto amó) y suponemos también, porque así lo describe Platón, que después de tan grandiosa “revolución”, nuestro imperfecto ensayista habrá dado reposo y descanso a los veloces corceles que le han acompañado en su vuelo y les habrá recompensado con el más maravilloso de los piensos: la ambrosía. Esa es ahora su existencia, la vida de los dioses en la Llanura de la Verdad, en la que, según Platón, está la única yerba apropiada para alimentar a la parte más excelsa del alma. Liberado ya del apretado sepulcro que llamamos cuerpo, su alma alada habrá visto todo lo que en vida no vio, dado que nuestro sentido más agudo, la vista, es incapaz de ver la sabiduría: ese último secreto de las cosas que Ferlosio nunca logró descubrir en la tierra como tampoco ha podido hacerlo la Filosofía por más que haya consumido siglos intentándolo. 

En esa Llanura está él, mientras nosotros seguimos nuestro peregrinaje por el mundo. Me permito, por esa razón, repetir aquella fábula recogida por Georg Simmel que tanto gustó al viejo amigo y que refleja muy bien cuánto debemos a Ferlosio los que todavía recorremos, con nuestros pesados pies y no con el alma alada, este valle de cegueras y lágrimas. Cuenta la fábula que un campesino confiesa a sus hijos, en el mismísimo lecho de muerte, que en sus tierras hay enterrado un tesoro. Los hijos, atendiendo la confesión de su padre, cavan y cavan infatigablemente el terreno sin encontrar nada, aunque, como resultado de tantísimas fatigas, esos campos triplican sus frutos en los años siguientes. Concluye Simmel: “eso simboliza la línea marcada por la Metafísica. El tesoro no lo vamos a encontrar nunca, pero el mundo, que hemos estado cavando en su búsqueda, triplicará los frutos de nuestro espíritu… Porque esa acción de cavar es la necesidad y determinación interior de nuestro espíritu”. Eso fue Ferlosio: la necesidad y determinación interior de cavar tenazmente los campos de los “altos estudios eclesiásticos” triplicando así la riqueza de nuestro espíritu. Y por ello le estaremos eternamente agradecidos. Aunque hayamos fracasado en la búsqueda del tesoro y nos encontremos anegados por la inmensidad del pensar y ahogándonos en el infinito mar de Leopardi.

En medio del enorme vacío que deja su desaparición, una frase de Rilke –el más grande poeta religioso desde Novalis, según Musil– expresa excelsamente el sentido de la vida de Ferlosio: “libamos apasionadamente la miel de lo visible para guardarla en la inmensa colmena dorada de lo invisible”. De esa modesta y laboriosa abeja de lo invisible, de Rafael Sánchez Ferlosio, podemos decir lo mismo que dijo Musil –otro “belletrista transcendental”– de Rilke en su extraordinaria oración fúnebre en Berlín en 1927. Una sencilla frase que el buen pastor Lejeune repetiría muchos años después en el cementerio de Ginebra, en medio de la guerra más criminal de cuantas haya conocido el mundo, ante el cuerpo sin vida de Musil. Esta: “no fue una cumbre de su época, fue uno de esos elevados altozanos por los que el destino del espíritu recorre los tiempos”.

Más del autor