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Mientras tanto“Viejo amigo Cicerón”, conocer el pasado para prevenir el futuro

“Viejo amigo Cicerón”, conocer el pasado para prevenir el futuro


 Personaje fascinante, Marco Tulio Cicerón (106 a. C. 43 a. C.) es una de las grandes figuras culturales y políticas que habitan el enorme legado la antigua Roma. Su legendario dominio de la oratoria, su defensa de las leyes por encima de las personas, la envergadura de sus contradicciones, su entrega a la causa de la república frente a las aventuras dictatoriales, su talante integrador que lo convirtió en indispensable eslabón entre el mundo latino y las escuelas filosóficas griegas, la elegancia y altura de su estilo literario, y su agitada peripecia personal que lo llevó a perder literalmente la cabeza a manos de unos esbirros de Marco Antonio, en venganza tanto por las catorce encendidas Filípicas que el orador escribió contra él como por la muerte de Julio César, confieren a Cicerón un inmenso atractivo y explican que se haya convertido en protagonista de una aproximación escénica tan interesante como la abordada por Ernesto Caballero con el título de Viejo amigo Cicerón, estrenada el pasado miércoles día 3 en la 65 edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida.

La propuesta embrida el contenido didáctico y el vigor dramático y utiliza un inteligente y sencillo artificio para traer al presente al antiguo cónsul, que llegó a tal dignidad envuelto en el rechazo de la rancia aristocracia romana que no lo veía como un igual por sus orígenes familiares plebeyos, aunque respetaba su categoría intelectual y su formidable habilidad como jurista. En el imponente marco de una biblioteca universitaria, un joven estudiante prepara su trabajo de fin de carrera precisamente sobre Cicerón. La compañera junto a la que trabaja en la tesis ha salido a buscar comida cuando llega al docto ámbito un extraño con pinta de catedrático sabio -chaqueta de tweed, chaleco, corbata, cartera, gabardina en un brazo y aire despistado- que parece saber mucho sobre el personaje y deja traslucir un cierto escepticismo cuando el estudiante habla de los hechos históricos como datos objetivos, a lo que él replica que siempre pueden ofrecerse de la manera más conveniente.

Panorámica de la biblioteca donde transcurre la obra.

Para sorpresa del joven, que duda entre las versiones que presentan al escritor latino como un político oportunista y las que ofrecen de él una imagen de dignidad y rigor moral, el supuesto profesor, que dice dedicarse a la interpretación de la Historia, afirma ser el propio Cicerón e identifica a su contertulio como Tirón, esclavo, amigo y encargado de transcribir sus textos y relatar los acontecimientos vividos, y a la estudiante, que regresa con una pizza, como Tulia, su amada hija y confidente. Este tránsito entre pasado y presente se realiza de manera fluida, sin quebraduras del hilo dramático, de forma natural y muy viva; así, Cicerón revive, con la ayuda de los estudiantes, momentos históricos como la conjura de Catilina o el paso del Rubicón por su antiguo amigo César, y se enfrenta a sus remordimientos y equivocaciones: por ejemplo, haber precipitado la muerte de Catilina sin juicio o inclinarse por apoyar a Pompeyo, poco preparado y débil aunque defendiera la causa de la legalidad republicana, frente a Julio César, un militar con virtudes de intelectual y gran talla de estadista aunque con inclinaciones de dictador egocéntrico.

 

Caballero va esculpiendo con el cincel de la palabra el perfil de un hombre culto y comprometido, que intenta ser justo, pese a no desdeñar atajos violentos para conseguir lo que cree más correcto (según sus intereses, es cierto, aunque a veces a riesgo de su propia seguridad). El protagonista narra sin ahorrar detalles su muerte, ofreciendo el cuello a un secuaz de su enemigo Marco Antonio, que lo cercena de tres eficaces espadazos y luego lleva la cabeza al triunviro, cuya esposa Fulvia la coloca sobre sus rodillas y tras cubrirla de insultos y escupitajos, corta la lengua que atraviesa sañudamente con un pasador de pelo; la testa del prohombre fue luego expuesta en la tribuna de oradores del Senado, escenario de sus éxitos. Entonces como ahora, la política tenía componentes de espectáculo, ironiza el escritor latino.

 

Bernat Quintana (izquierda) y José María Pou, en una escen de Viejo amigo Cicerón.

 

 

En la obra abundan las escenas de carácter discursivo y algunos momentos en que surge la chispa viva del conflicto dramático, como cuando los estudiantes debaten sobre la legitimidad de las revueltas populares contra leyes pretendidamente injustas o la conveniencia de cambiar las leyes desde la ley. El texto abunda en la necesidad de conocer el pasado para prevenir el futuro y, empapado de esa actitud, hace que se transparenten sobre la falsilla de la antigua Roma cuestiones de ahora mismo que no parece necesario explicitar.

 

Mario Gas ha entendido y potencia en su cuidadosa puesta en escena ese juego triangular con un vértice principal y logra mantener prendida la atención del espectador de cabo a rabo de una función que desemboca en un inesperado, original y desenfadado desenlace metateatral, y contiene escenas de gran belleza, como la pesadilla en que, tras ver transfigurada en sacerdotisa a su hija muerta de sobreparto, a Cicerón se le aparecen, proyectados sobre los anaqueles de la biblioteca, como emanados del averno, los rostros de algunos de los personajes con los que se cruzó: Julio César (José Luis Alcobendas), Marco Antonio (Iván Benet), Octavio (Aleix Peña), Catilina (Xavier Ripoll) y Bruto (David Vert), que cuestionan su trayectoria y lo colocan frente al oscuro espejo de sí mismo.

 

José María Pou es un Marco Tulio Cicerón sobrado de recursos, muy seguro y que parece divertirse con un personaje a la medida de su talento, bien acompañado por Bernat Quintana y Miranda Gas, elocuentes y precisos ambos. Hermosa la rotunda escenografía libresca de Sebastià Brosa y magnífica la iluminación de Juanjo Llorens, impregnada de énfasis dramático.

 

Título: Viejo amigo Cicerón. Autor: Ernesto Caballero. Dirección: Mario Gas. Escenografía: Sebastià Brosa. Iluminación: Juanjo Llorens. Vestuario: Antonio Belart. Espacio sonoro: Orestes Gas. Intérpretes: José María Pou, Bernat Quintana y Miranda Gas. Teatro Romano. 65 Festival Internacional de Teatro de Mérida. 3 de julio de 2019.

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