Esto es “una biblia para fotógrafos”, escribió Robert Capa nada más ver ver El instante decisivo, de Henri Cartier-Bresson. Desde el momento mismo de su publicación, en 1952, este libro apareció como un modelo en su género: un breve texto introductorio y una amplia colección de imágenes que muestran las diversas posibilidades del reportaje moderno, desde el fotoperiodismo más puro a otras imágenes de mensaje más abierto.
David Hornillos acaba de publicar un trabajo fotográfico que también pretende ser una biblia, pero en otro sentido: se trata de un volumen de pequeño formato (11×14 centímetros) y casi novecientas páginas de fotografías, sin ningún texto. No es que todas las biblias tengan este tamaño: por ejemplo, la que publicaron Adam Broomberg y Robert Chanarin hace unos años (The Holy Bible, Mack, 2013), es algo más grande (16×22 centímetros), y solo tiene 768 páginas, con tapa dura negra y bordes dorados. Pero, en su formato y en su tema, el libro de Hornillos, que se titula Ustedes, los vivos, se acerca a esa función que tradicionalmente cumplió la Biblia: ser un libro que trata sobre temas fundamentales y que tiene un formato adecuado para la lectura y la reflexión privada. Según los casos, la Biblia se puede dejar en la mesilla de noche o llevarse en el bolsillo del macuto camino del frente.
Los intérpretes medievales pensaban que la Escritura se puede leer de varias maneras: como todo texto, tiene un contenido literal, pero también se le pueden dar otros sentidos, de carácter alegórico, moral o místico. Esta multiplicidad de interpretaciones requiere una lectura activa, que puede ser superficial o llegar a otros aspectos menos evidentes. Algo así ocurre en Ustedes, los vivos. Literalmente, lo que ha hecho Hornillos es fotografiar hasta la saciedad un lugar banal, que quien vea el libro sin ninguna información adicional probablemente no reconocerá: un descampado que conduce hacia la estación de Chamartín, en Madrid. Él mismo se ha referido a la franja como un no-lugar, pues en realidad las imágenes podrían corresponder a cualquier otro sitio: podría ser Almería o la Franja de Gaza, como alguien comentó en una ocasión. Un lugar muy poco interesante, con un suelo de cemento y un montón de tierra a los lados. Hornillos ha estado allí varios años, fotografiando el lugar y las gentes que pasan por allí.
Los alrededores de las estaciones de tren son un tema clásico, explorado por los artistas de finales del siglo XIX y principios del XX. Lo que se produce allí es algo especial, y entonces resultaba novedoso: gentes con prisa que entran y salen, el aburrimiento de la espera, la experiencia de la velocidad… Umberto Boccioni dedicó a este tema una de las obras maestras del futurismo italiano, la serie Los estados de ánimo (1911), en la que dedica un cuadro a cada situación: las despedidas, los que se quedan, los que se van… Para los fotógrafos es más difícil representar esta experiencia interior. Detrás de la Gare Saint Lazare de París, en el mismo lugar donde habían trabajado los impresionistas, Cartier- Bresson tomó una de sus fotografías más icónicas, que muestra un hombre saltando sobre un charco, detenido precisamente en el “momento decisivo”, antes de tocar su propio reflejo y estropear toda la escena.
Hornillos continúa esta tradición con un método bastante distinto: su trabajo funciona por acumulación; genera una enorme cantidad de imágenes que documentan un espacio de pocos metros. En el libro se ordenan en una secuencia muy clara y bastante lineal: todo comienza con un espectacular cielo azul que llena toda la página, que a continuación muestra una franja de tierra en la parte inferior; poco a poco, al pasar las páginas, la tierra va ocupando más espacio, hasta llenar la página entera. Una vez acabada esta introducción, el recorrido continúa en sentido inverso: la franja de tierra empieza a descender, y a dejar paso al cielo azul de Madrid. Al mismo tiempo, el espacio antes solitario empieza a llenarse de personajes que deambulan por allí. La situación es extraña, pues no hay ninguna referencia que nos permita saber qué hacen allí o a donde se dirigen. Muchos aparecen de espaldas o fragmentados por el encuadre. Se trata de gente normal: una madre con su hijo, un veinteañero que camina mirando el móvil, oficinistas de traje, un hombre con maleta que sale o llega de viaje, conductores de la EMT con su uniforme de camisa azul, un grupo de monjas que casualmente llevan un hábito también azul… De unas imágenes a otras se pueden percibir cambios de estación: algunos van con abrigo y capucha y otros en pantalón corto. El libro solo nos muestra este momento intemporal del paso por la franja de tierra. Un momento de tránsito, en el que los personajes están absortos en su propio mundo, salvo un hombre que se ha percatado de la presencia del fotógrafo y levanta la mano para impedir que le retraten. Poco a poco, el cielo gana espacio hasta llenarlo todo y apenas queda tierra en la imagen. Hasta que, de pronto, la tierra vuelve en la secuencia final, centrada completamente en el suelo: ya no se ve a nadie directamente; solo quedan las sombras de los personajes que cruzan el camino. Finalmente, la sombra lo llena todo. Y así, sin ningún texto salvo los escuetos créditos finales, se cierra el libro.
Aquí ya no queda mucho de la épica tecnológica de los futuristas: los personajes de las fotos van o vienen de un tren de larga distancia o de un cercanías, y este es un acto más bien rutinario. La extrema simplicidad del escenario, casi desértico, hace difícil que se produzca ningún “instante decisivo”. Sin embargo, la acumulación repetitiva de imágenes permite plantear una narración. El efecto es una sensación extraña: un desfile de personajes que atraviesan un lugar vacío, todos con prisas, cada uno aislado en su propia historia y sus problemas, sin ninguna comunicación entre sí. La franja de tierra, que sube y baja, genera una sensación de ahogamiento que puede recordar al famoso perro de las Pinturas negras de Goya: un lienzo dominado por una gran mancha de color pardo y, en medio, un animal que parece atrapado asoma su cabeza hacia el cielo. Una escena misteriosa, que los historiadores del arte no han sabido explicar, y que por eso resulta más inquietante. En las fotos de Hornillos, a esto se suma la paradoja de que el tema contrasta con la espectacular de la luz: salvo la última y brevísima secuencia, todo transcurre al mediodía bajo el cielo soleado de Madrid.
Estas sensaciones se pueden volver más claras si se añade algo de información, que el propio Hornillos ha contado en conversaciones y entrevistas. Quizás el dato más relevante sea el pasado de este lugar: lo que hoy en día es un lugar de paso hacia la estación de Chamartín, en su momento fue el cementerio de Chamartín de la Rosa, activo desde finales del siglo XIX y que fue abandonado en los años sesenta para construir la actual estación de tren. Quizás este pasado como lugar de enterramiento podría añadir nuevas capas de historia, y dar algún significado al paso de esas figuras que lo recorren sin demasiada consciencia. Allí, por ejemplo, fue enterrado Pablo de la Torriente, un periodista de origen cubano que vino a España en 1936 como corresponsal de guerra y que, en diciembre de ese mismo año, fue alcanzado por un tiro en Majadahonda. “Pablo salió en hombros de los poetas y de dos comisarios políticos, entre filas de soldados del pueblo”, cuenta Lino Novás en un artículo publicado en la revista Mediodía, de La Habana, en febrero de 1937. “De un principio se había pensado llevarle al Cementerio del Este; El Campesino decidió que el de Chamartín era el más humilde, el más proletario, y por tanto más conforme al combatiente comunista. Pablo hubiera elegido este cementerio para echar en él su cuerpo”. Uno de estos poetas es Miguel Hernández, a quien conoció a unas semanas antes de su muerte. Por eso, Novás concluye su artículo recordando la Elegía “que se me apretó al corazón”:
“¡Qué sencilla la muerte: qué sencilla
pero qué injustamente arrebatada!
No sabe andar despacio, y acuchilla
cuando menos se espera su turbia acuchillada”.
Esta Elegía segunda se publicó en Viento del pueblo (1937), con una dedicatoria “a Pablo de la Torriente, comisario político”, e ilustrada con un fotomontaje sencillo, una estrella de cinco puntas con fondo de hojas de laurel, que constituye un emblema victorioso. El desfile de personajes que componen Ustedes, los vivos no conserva rastro de estas señales triunfales. Ningún personaje tiene una personalidad individual. La secuencia podría parecerse, más bien, a una de esas Danzas macabras medievales, en las que reyes y obispos, campesinos y mendigos comparten un mismo destino ante la muerte. Solo que aquí no queda nada del carácter tremendista que suelen tener estas representaciones: todo transcurre del modo bastante cotidiano, sin ningún dramatismo. Así que, por seguir con los poetas, quizás sería más adecuada la imagen de la masa anodina que deambula por La tierra baldía de T. S. Eliot:
“Bajo la parda niebla de una madrugada
de invierno, un caudal de gentes vi pasar
sobre el puente de Londres; y siendo tantos nunca pensé que la muerte llevara a tantos. Exhalando, de vez en cuando, un breve suspiro iban colina arriba arrastrando la mirada…”
Eliot trabajó en un banco y tenía experiencia del caminar rutinario hacia el trabajo en medio de una multitud fantasmal, uniformada con paraguas y bombín. Pero el poema no trata solo de la crisis de Europa tras la Gran Guerra: es un texto lleno de referencias, antiguas y modernas, sobre todo a Dante, que es el modelo de los versos citados. Su objetivo es, en palabras de su autor, “retratar de un cierto estado de ser”, que “puede darse en cualquier tiempo y lugar” y que “tanto el rico como el pobre pueden compartir”.
En las fotos de David Hornillos falta la niebla, pero sí hay un pedazo de tierra estéril y una procesión de gentes que caminan arrastrando la mirada. Si uno las ve desde esta perspectiva las imágenes pueden adquirir otros significados, alegóricos o morales, que van más allá del registro literal de un lugar. La fotografía puede funcionar como documento, pero también puede ser una imagen metafórica, con un significado más abierto. Aquí se pueden recordar los trabajos de Antonio M. Xoubanova, como Casa de campo (2013), donde un reportaje sobre un parque madrileño se convierte en una fábula sobre el amor y la muerte. O, sobre todo, Un universo pequeño (2015), que se abre con una explosión inicial, seguida de una secuencia en la que se suceden contrastes entre luz y tinieblas, una mano guiando un grupo de pequeños animales de juguete, un hombre con barba y una cruz… toda una serie de imágenes que su propio autor explica como una referencia a la narración bíblica de la creación. Y todo esto planteado con una autolimitación muy clara: fotografiar únicamente en el espacio de la acera del edificio de Telefónica, en la Gran Vía de Madrid. El mismo método –trabajar en profundidad sobre un lugar muy limitado– que emplea David Hornillos.
La mención a Xoubanova no es casual, pues es él quien firma el diseño de Ustedes, los vivos, que está lleno de detalles significativos. La cubierta es roja y blanca, repitiendo la división en dos mitades que aparece en el interior del libro, marcado por la línea del horizonte. El lomo, negro, con el título en vertical que se cruza con nombre del autor en horizontal. Así, hace presente la cruz, una forma –y un símbolo– que está presente en todo el libro. Todas las fotografías son de formato vertical, pero se disponen en dobles páginas en horizontal; por eso, todas ellas están divididas por una línea vertical, que contrasta con la disposición horizontal de las personas. Las fotos están dispuestas a sangre, por lo que los cantos constituyen una especie de índice visual que permite seguir el desplazamiento de la línea del horizonte. A esto se añade una clara referencia fotográfica en el formato, que tiene su modelo en 1.000, un libro de Takuma Nakahira publicado en 2014, que también constituye una colección masiva de imágenes sobre un único tema: en este caso, el coche.
Estas referencias, y otras que otros lectores podrán plantear, podrían pasar inadvertidas, pero tampoco son imprescindibles para que el libro cumpla su función. Más que un significado moral o simbólico demasiado cerrado, el trabajo de Hornillos es interesante como exploración de un determinado “estado mental”, que no es una documentación directa de la psicología de quienes van a la estación (como en los cuadros de Boccioni). Es algo distinto, que surge de la acumulación de imágenes de un único espacio y –aparentemente– un único tiempo: un mismo momento repetido hasta la saciedad, siempre a mediodía, sea invierno o verano; y los personajes que atraviesan la misma tierra de nadie, incomunicados y extraños, bajo un sol radiante y ese color azul intenso que da su identidad a toda la serie.