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Mi vecino tiende la ropa. Yo, mientras, leo en calzoncillos en el salón. Estamos los dos a un golpe de vista, pero no nos miramos. Sino que nos espiamos respetuosa, ladinamente. Mi vecino está blanco como la leche (o más) y tiende la ropa con parsimonia (también en calzoncillos, como yo).
Entretanto, tomo notas del libro que estoy leyendo, para preparar, con agilidad y entusiasmo, un texto crítico.
El viernes.
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Los libros que no te mueven a subrayarlos o tomar notas o detenerte a pensar sobre lo que acabas de leer, cerrarlo y mirar el techo, no son buenos libros. Es igual que la ropa, hay ropa que da gusto tender, que uno la pone cuidadosamente, con mimo; revisa qué tal trae la caída, si se secará bien, etc Y luego está la ropa de batalla, camisetas baratas de algodón, ropa interior fea, etc Es un trámite, se tiende la ropa como se leen algunos libros: por compromiso. Sin dedicación ni alegría.
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“Man neighbours the sun in life” escribía en 1950 el poeta inglés Charles Tomlinson.
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Este fin de semana ha sido triste, pero también alegre.
Días de reencuentros con amigos que también son vecinos (algunos más cercanos que otros).
Una suerte de clausura del verano, de toma de perspectiva y también de fortalecimiento de vínculos y de focalización en los planes futuros.
Horas de beber, de darse muchos abrazos, de charlar. De compartir.
De alegrarse por la vida.
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La vecindad tiene que ser tanto física como emocional, pienso, me digo, mientras ahora en la noche, veo la ventana abierta de mi vecino, su luz encendida.
Trato de espiar sus sombras, sus ritmos, por ver de entender algo.
Pero nada se mueve y, al rato, sin que me dé yo cuenta, la luz se apaga. Está cerrada la ventana.
Mi vecino ya duerme (imagino).
Yo, todavía no.
Nos queda todo el otoño para seguir tratando de conocernos, pienso, mientras sigo leyendo en la tranquilidad de la noche dominical.
