Este año, el Instytut Literatury polaco decidió llevar su Conferencia anual a Leópolis, Ucrania, la ciudad de los mil nombres que reflejan otras tantas culturas (armenia, judía, rutena, polaca, austrohúngara, soviética, ucraniana). En febrero de 2005 la había descubierto con unos compañeros de la universidad, de Erasmus en la cercana Cracovia. Todavía en Polonia tramitamos el visado y vimos Lviv, la hermosa ciudad ucraniana que revivía orgullosa tras el pacífico triunfo de la Revolución Naranja. La Unión Europea parecía estar a un paso, aunque el agua se cortaba una hora a diario en todo el área metropolitana y los hermosos edificios pedían a gritos ser restaurados.
Ahora, en pleno conflicto híbrido con Rusia, cuya oscuro inicio investigó hasta ser asesinado el opositor Boris Nemtsov, me preguntaba cómo sería cruzar la misma frontera. Para visitas cortas a Ucrania, desde el verano de 2017 (justo después de que en Kiev se celebrase el Festival Eurovisión) no se necesita visado ni registro, pero sí dejar un margen antes de que caduque el pasaporte. Además, Crimea depende de facto de la administración Putin, quien ha afianzado su dominio en las autoproclamadas Repúblicas separatistas de Lugansk y Donétsk. Un mordisco ruso al este ucraniano que ha causado el desplome de la grivna, que se cambia solo en los países vecinos.
Cuando el pasado 7 de septiembre-el autocar del congreso dejó atrás la bella localidad de Przemyśl para adentrarse en la frontera, la cola de vehículos no era excesiva. Era un principio prometedor. Y sin embargo, llevábamos un par de kilómetros con el pasaporte aferrado, en un peculiar paisaje de gasolineras, puestos de aduana semivacíos, máquinas de café y chocolatinas y servicios de autolavado.
En medio de un clima excepcional, de unos 27º C húmedos, nuestro autobús se detuvo completamente. Una mujer militar subió a comprobar que las fotos del pasaporte se correspondían una por una con sus dueños. De allí se los llevó para comprobar su validez y autenticidad en la aduana, mientras los casi sesenta pasajeros esperábamos sin salir del vehículo. Tras una sofocante hora encerrados sin aire acondicionado, recibimos el visto bueno, recuperamos nuestra documentación y dejamos atrás Polonia.
El cirílico y pequeñas alambradas nos dieron la bienvenida a Ucrania, donde la misma operación se alargó media hora más. Y es que en nuestro grupo había cinco ciudadanos rusos, dos profesores universitarios con tres estudiantes. A todos les bajaron del autobús, reteniéndoles con preguntas absurdas. Ellos, entre cabizbajos y mordaces, merodeaban en fila india por la aduana, escoltados por la infatigable coordinadora, que se negó a dejarlos solos. Mientras les esperábamos inquietos, observé que eran muchas más las mujeres aduaneras que en el lado polaco: “claro, ellos están en el ejército”, caímos al unísono una simpática profesora de Poznań y yo.
Mientras los rusos eran interrogados, recordé una gran frase del periodista polaco Ryszard Kapuściński: “el sentido de la vida está en cruzar fronteras”, físicas y mentales. No obstante, él mismo reconocía otra cara menos edificante de este tránsito, que a veces “es la barrera entre la vida y la muerte”, como ocurre en el Mediterráneo. Y en su libro El Imperio (Anagrama, 1994), dedicado a la caída de la URSS, la frontera encarna la paranoia de un poder totalitario que se inmiscuye en todo. Así evoca «el maestro de reporteros» la enrarecida atmósfera que acompañaba el acceso al país de los sóviets:
La sémola, junto con los libros, pertenece a los productos más sospechosos. Por lo visto entraña algún rasgo pérfido y alevoso (…) Los dedos de los aduaneros apartan finísimos regueros de granos, dejando pasar uno, otro, pero de repente: ¡stop! Los dedos se detienen y se inmovilizan. Han detectado un grano extraño. (…)
No puedo apartar la vista del espectáculo. Lo miro fascinado; me he olvidado de las alambradas y de las torres. Me he olvidado de los perros ¡pero si estos dedos deberían esculpir el oro y tallar diamantes! ¡Esos movimientos microscópicos, esa exactitud, esa sensibilidad, es virtuosismo aduanero!1
Ahora los tiempos han cambiado, y Medyka no aloja la estación que separa la URSS de la Polonia comunista, sino el linde entre Ucrania y la UE. De hecho, mi colega la profesora Szewczyk-Haake encuentra el paso mucho más diligente que antaño:
Las vías cambian, así que toda la operación toma un tiempo, pero no demasiado. El tren estaba lleno, sin sitos libres. Había principalmente polacos y ucranianos, pero también turistas de gira por la «Galitsia», mayoritariamente alemanes.
Tanto los agentes aduaneros como los guardias se toman en serio su tarea. Prefieren pedir el equipaje a meterle mano, aunque se dan algunos casos esporádicos. A decir verdad, afectan al equipaje de los ucranianos. El tren también es olfateado por perros. Y sin embargo, el clima no tiene nada que ver con la atmósfera de la frontera de la República Popular de Polonia, tal y como la recuerdo de mi infancia. No se da por sentado que alguien trapichea o tiene algo que ocultar. Durante el control las puertas de los vagones están abiertas: si alguien quisiera escapar al campo de Medyka, podría. Pero, por algún motivo, nadie lo hace.
Por fin vuelve al autobús la delegación rusa. Han trascurrido dos horas y media y nosotros, tras dejar atrás absurdos carteles de no introducir misiles ni granadas, recuperamos nuestra marcha. La distancia era poca, y sin embargo, perdí la cuenta del número de hermosas iglesias greco-católicas que junto a cimbreantes árboles salpican la carretera regional a Lviv.
Nuestro destino exacto era las afueras de la ciudad, las 7 hectáreas de misión polaca que el Papa Juan Pablo II recibió como regalo por visitar en 2001 Ucrania. El complejo se denomina Brzuchowice, se encuentra a 10 kms. de la ciudad, acoge turistas polacos y bodas católicas al son de la música hutsul. El hostal, la parroquia, la escuela, el padre que hacía de recepcionista y las discretas monjas que cantan los maitines a las seis de la mañana saludan a todos en polaco. Es un auténtico viaje en el tiempo a la Lwów polaca de entreguerras, fábrica de insignes escritores como los poetas Adam Zagajewski y Zbigniew Herbert, o el maestro de ciencia-ficción Stanisław Lem. La misma ciudad que Józef Wittlin retrató con humor y devoción en Mi Lvov, un dulce ejercicio de nostalgia que se devora con el mismo placer que el turrón ucraniano de origen árabe, la deliciosa халва.
Tras unos días reflexionando sobre Józef Łobodowski, escritor polaco filoucraniano y madrileño de adopción, y Gustaw Herling-Grudziński con los mejores especialistas en el Congreso, la poesía escrita en el infierno del gulag nos estremece la piel y revive los sentidos. Sobrecoge con su hermosura la arquitectura leopolitana, abigarrada, caótica y mestiza. La ciudad tiene algo bohemio y vivo, apura los días de calor en la calle, repleta de músicos ambulantes. Del hechizo solo nos sacan los grupos de militares uniformados, a veces de permiso, a veces en formación, que nos topamos periódicamente.
Varios polacos se quejan con sorna de la informalidad, el caos general o la incomodidad de los autobuses interurbanos. A los demás, en pleno síndrome de Stendhal, nos resulta chocante que se resalte solo la parte más negativa de la frondosa sinfonía de aromas y anécdotas que es la antigua Lemberg. Sin saber cómo, han pasado los días y debemos abandonar las terrazas, mercadillos y enormes árboles. A título personal, los conferenciantes ucranianos nos acompañan a cada uno a su estación. Pronto veremos cómo se pasa la misma frontera sin privilegios de congresista.
Mi autobús en concreto es de una empresa privada checa, que recorre Lviv-Praga. Ya en el lado ucraniano de la frontera nos apearemos todos los pasajeros con nuestro equipaje para pasar el control. La cola es larga y siento la necesidad imperiosa de ir al baño. Entre mis compañeros de viaje elijo una mujer que me inspira confianza para custodiar mi maleta. Es curiosa su cara de exasperación mientras subraya el tiempo que ahorra la implantación del escáner. Como también la actitud paternal hacia todos nosotros del conductor, que parece un entrenador deportivo organizando filas y distribuyendo pasaportes. Las idas y venidas con documentación y maletas se repiten en el lado polaco. Llevamos casi cuatro horas en el proceso. Esta vez, pasamos sin humillaciones, retenidos ni ciudadanos rusos. Eso sí, con ucranianos rusoparlantes, que encarnan como nadie el espíritu de un país dividido. Y es que U-kraina significa precisamente eso: “en la frontera”. O, si rendimos homenaje al espíritu cosaco y al convulso pasado e incierto presente de esta bella tierra, “al límite”.