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Mientras tantoEl placer de mirar

El placer de mirar


A mi hijo Teo, que apenas acaba de cumplir tres años, le produce terror hacer pis en los aseos públicos. Él prefiere “darle de beber a los arbolitos” o, a veces, directamente mearse encima. Lo curioso es que no tiene problema en ir al baño de casa, incluso va solito. También lo es, que ese rechazo visceral a los urinarios públicos parece ser relativamente reciente, aunque nunca le hayan gustado demasiado. Hace poco, en alguna ocasión en la que no cabía más alternativa, tuvimos que entrar en uno y la escena de pánico, gritos y llantos duró varios minutos. Al final, ya sin argumentos para convencerle, tuvimos que obligarle, pero daba mucha pena ver cómo sufría el pobre.

Intentando razonar con él el porqué de ese trauma, descubrimos que lo que en realidad le provocaba tanto miedo de ellos eran los secadores de manos. Hasta ahora, cualquier intento para tranquilizarle ha sido en vano: que si no son peligrosos, que si solo echan aire, que si solo hacen ruido… Nada. Es ver uno y se pone a temblar.

Por eso, cuando hace unas semanas leí un artículo publicado en El País con el titular La chica que probó que los secamanos son peligrosos para los niños, no pude menos que sentirme fatal. El problema, que yo, adulto de mirada miope y mente estrecha, no podía ver es precisamente ese, que los secamanos hacen ruido. Demasiado ruido. ¡Hasta un niño de tres años podía darse cuenta, aunque no fuese capaz de explicarlo!

En el artículo, la chica en cuestión, la canadiense de trece años Nora Keegan, explicaba que “a veces iba a los baños y veía a niños tapándose los oídos cuando estos aparatos estaban funcionando, mientras los padres reaccionaban pensando que sus hijos exageraban”. Eso acabó de rematarme, porque me vi reconocido al instante. Yo también había pensado, en mi inamovible e ignorante certidumbre, que mi hijo era un exagerado.

Ella, en cambio, al notar eso y que sus oídos también zumbaban, empezó a preguntarse si el ruido de los secamanos podía ser demasiado fuerte. Entonces, aún en cuarto de primaria, buscando un proyecto escolar para la feria de ciencias, aprovechó para investigar el asunto. Descubrió que, según sugerían algunos estudios anteriores, los secadores de manos podían funcionar a niveles peligrosamente altos, incluso para los oídos adultos, así que con más razón debían serlo para los oídos infantiles, aún más sensibles a los sonidos fuertes. Sin embargo, ninguna investigación lo había explorado. Ella, Nora Keegan, con nueve años, empezó a hacerlo. Y, cuatro años después, ese trabajo se acaba de publicar en la más notable revista científica en el campo de la pediatría de su país: Paediatrics & Child Health.

La madre de Nora explicaba para el artículo que todo se debía a que su hija es muy curiosa, observadora y decidida a ver resultados. “Ve y escucha cosas que otros no notan”. No dudo que no lo haga, pero me pregunto si no será además el triunfo de unos padres y educadores que han sabido escucharla, ponerse a su altura, estimularla y ayudarla. Mi hijo de tres años también se daba cuenta, pero era yo el que, en mi rutinaria sordera, no le hacía el suficiente caso.

Preguntada sobre el asunto, la editora general de la revista opinaba que “la mayoría de los adolescentes no estarían tan decididos como ella a completar todos los pasos de un proyecto de investigación, incluida la publicación de los resultados”. Pero también cabe la posibilidad de que no sea tanto un problema de falta de decisión de los adolescentes, como de la incapacidad de los adultos para estimular la investigación en los niños, de un déficit generalizado en la educación de la mirada y la curiosidad.

Leyendo un pasaje de uno de los libros que tengo ahora entre manos, The Overstory de Richard Powers (traducido al español como El clamor de los bosques), una maravilla que mereció el premio Pulitzer 2019, me pareció encontrar un ejemplo que sustenta esa hipótesis.

Adam, un niño de trece años algo solitario, el cuarto de cinco hermanos, se enamora por casualidad de las hormigas. Primero solo las observa, pero luego las estudia y hace experimentos con ellas. Las pinta por grupos con pintura de uñas de diferentes colores que le presta su hermana mayor. Traza gráficos, dibuja tablas y su respeto por ellas crece sin límites: se da cuenta de su comportamiento flexible según las condiciones cambiantes.

A finales de año, participa en la feria científica del distrito con su estudio. Hay algunos proyectos más vistosos y otros que han sido realizados de manera obvia por los padres. Pero ninguno de los participantes ha realizado una observación como la suya.

“Los jueces le preguntan:

−¿Quién te ha ayudado?

−Nadie –responde, tal vez con demasiado orgullo.

−¿Tus padres? ¿Tu profesor de ciencias? ¿Un hermano o una hermana mayor?

–Mi hermana me dio la pintura de uñas.

–¿Has tomado la idea de alguien? ¿Has copiado algún experimento que no hayas citado?

La idea de que semejante experimento ya hubiera sido realizado lo abruma.

–¿Has tomado todas esas mediciones tú solo? ¿Y comenzaste hace cuatro meses? ¿Durante las vacaciones?

Se le llenan los ojos de lágrimas. Se encoge de hombros.

El jurado finalmente no le otorga ninguna medalla, ni siquiera la de bronce. Dicen que carece de bibliografía. La bibliografía es una parte obligatoria del informe escrito. Pero Adam sabe cuál es la verdadera razón. Piensan que ha hecho trampas. No se creen que un niño haya trabajado durante meses en una idea original por el simple placer de mirar hasta ver algo.”

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