Llevaba tiempo tras el teatro de la calle Dubrovka. El teatro en sí no tenía mucho que aportar, salvo a la crónica de sucesos, tan rica en Rusia. Fuera de la estación el reloj marcaba las cinco de la tarde. Se había hecho completamente de noche y en la calle no había nadie. Varias fábricas de ladrillo abandonadas se extendían a lo largo de la acera. Los portalones de acceso estaban cerrados a cal y canto. Un renqueante tranvía se arrastró por una vía enterrada bajo los matojos y el barro. Algunas personas corrieron hacia él y todo volvió a quedarse silencioso.
Proseguí mi camino segura de que no sabía hacia donde iba. Un imponente edificio en forma de cubo de numerosas plantas apareció ante la vista. La puerta estaba precintada y a través de sus cristales sólo se veían papeles tirados en el suelo. A su lado había una pequeña sala que bien podía ser el teatro Dubrovka. Al cartel de la entrada se le habían caído las letras y su interior, también cerrado, era un caos de sillas polvorientas, mesas de oficina y panfletos. Busqué alguien a quien preguntarle, pero la única compañía era la del tranvía.
Continué un poco más. Una larga y perfecta hilera de altísimos cipreses se iniciaba en el edificio cubo, prolongándose hasta el infinito. Sobre sus ramas amarillentas la nieve todavía no era espesa. Al otro lado de la acera, unas viejas casonas señoriales se derruían poco a poco protegidas por una valla metálica abollada. El conjunto era una verdadera maravilla.
Esta vez la valla no presentó demasiados problemas. La tierra estaba cubierta de basura, piedras y restos de maderas quemadas. Los escombros de la casa, que aun guardaba cierto encanto de antaño, se apilaban por todas partes. Me sorprendió la mirada ausente de dos perros vagabundos. Los nubarrones oscuros se movían con rapidez en el cielo. El arriba estaba tan aplastantemente cercano que resultaba difícil saber si aquellas puertas herméticas de las fábricas no estarían conteniendo una fuerza brutal y caótica que, de entrar en nuestro mundo, lo arrollaría por completo. La luna llena se reflejó un instante en el pavimento mojado. Después, con timidez, volvió a esconderse. El viento frío pellizcaba el agua de los charcos desdibujando la materia. Me encogí de emoción; el ser pensante lo sacrificaba todo por un temblor así.
Finalmente apareció el teatro, que tantas veces había visto en las noticias, en medio de la oscuridad. Situado en una amplia plaza, los rusos habían levantado a modo conmemorativo una escultura de unas cigüeñas que tomaban impulso hacia lo alto. El monumento exhibía, después de los años, flores frescas. En una pared del teatro figuraban los nombres de todos los muertos en la masacre. Sus familiares todavía depositaban objetos personales de las víctimas junto a una enorme lápida; peluches descoloridos, pequeños cochecitos, ratones Mickey y algún pato Donald. La necesidad moral de los rusos de acompañar a sus muertos, de no dejarlos solos, me conmovía profundamente. Solo ellos podían colocar un modesto banco junto a sus tumbas y rezar.