Desde una pequeña aldea de pescadores del Mar de Mármara, al oeste de la actual Istanbul, Áyos Stéfanos, San Estéfano, se podía contemplar hasta hace muy pocas décadas el maravilloso skyline de las cúpulas y minaretes de las principales mezquitas de Constantinopla/Istanbul o, como la llaman los pueblos eslavos, Tsarigrad, “la ciudad de los zares” (zares o emperadores, que ese es el origen etimológico de zar, “césar”).
Constantinopla, la 2ª Roma, ocupa un lugar privilegiado en el imaginario de los pueblos eslavo-ortodoxos. Su versión de la cristiandad, la ortodoxa, tiene como modelo la ortodoxia bizantina y el patriarcado ecuménico de Constantinopla, desde Novgorod hasta Santa Catalina en el Sinaí, y en sentido lato por todo el globo terráqueo, sigue siendo, es cierto que como primus inter pares, el líder espiritual de la ortodoxia. Por eso, para comprender mejor la ecúmene ortodoxa hay quien ha hablado de “Bizancio después de Bizancio”. La Rus’ de Kiev, el primer estado o protoestado eslavo, fue configurado bajo los auspicios del Imperio bizantino. Y una vez que el turbante se apoderó en 1453 de la 2ª Roma, los rusos fundaron la 3ª Roma a orillas del río Moscova en una suerte de Translatio Imperii que reclamaba sin ambages la herencia bizantina y ortodoxa. Ambas Rus’, la de Kiev y la de Moscú, y todos los estados que encuentran sus antecedentes en ambas, son ininteligibles sin su blueprint bizantino y ortodoxo.
De un modo análogo al del príncipe magiar Arpad y con la presión de otros príncipes vecinos que le exhortaban a que abandonase el paganismo y adoptase su respectiva religión, Vladímir de Kiev, tras enviar embajadores para conocer de primera mano las opciones existentes, decidió convertirse –él y por ende todo su pueblo- al cristianismo ortodoxo, en detrimento de las otras dos opciones de carácter ecuménico de las que disponía: el islam de algunas estirpes turcas y el judaísmo de sus vecinos jázaros. Cuenta la leyenda que lo que acabó decidiendo al príncipe Vladímir fue que sus emisarios quedaron cautivados por el esplendor de un oficio divino de varias horas en Áya Sofia/Santa Sofía. ¿Pueden imaginarlo? Cantos maravillosos, incienso, espectáculo de luces, aromas y sonido, todo ello en el marco incomparable de levantar los ojos hacia la luz que entraba por los vanos de la cúpula y el efecto prodigioso que producía sobre frescos y mosaicos. Cuando los embajadores llegaron a Kiev convencieron a su príncipe con un argumento inapelable: “una religión que promete el paraíso después de la muerte y ya cuenta con aquel paraíso sobre la tierra tiene que ser por fuerza la religión verdadera”.
Durante la turcocracia o dominio otomano de Constantinopla y de lo que fue antaño el imperio bizantino, la ciudad de los zares fue la manzana de la tentación, el objeto del deseo de los eslavos ortodoxos, en particular de los rusos. Desde que Moscú se convirtió en la capital del imperio de todas las Rusias, en el destino manifiesto de aquel pueblo estaba indeleblemente rubricado el mandato de conquistar aquella ciudad de cúpulas y minaretes entre el Már de Mármara, el Bósforo y el Cuerno de Oro, Tsarigrad, la ciudad de los zares, el paraíso en la tierra. Ese destino manifiesto acompañó como una profecía a los grandes zares que buscaron las aguas cálidas del Mar Negro para la flota rusa, como Pedro el Grande o Catalina la Grande, los Alejandros del siglo XIX, que expandieron a Rusia por Asia, que derrotaron a Napoleón y fueron arrinconando hacia el sur, en los Balcanes y en el Cáucaso, al imperio otomano y al islam. Los mismos emperadores que apoyaron decididamente a griegos, serbios, rumanos y búlgaros en sus sueños de emancipación del yugo otomano, nunca dejaron de soñar a su vez con una confederación de pueblos unidos por su pasado bizantino y su fe ortodoxa con su capital a orillas del Mar de Mármara, naturalmente con los zares de todas las Rusias como herederos de los emperadores bizantinos. Durante ese periodo de la turcocracia, los griegos de Constantinopla también soñaron con un destino que les liberase de su cautividad babilónica. Ese sueño adoptó, entre otros varios avatares, la forma de una serie de leyendas que hablaban de una estirpe de guerreros rubios como los arcángeles de los frescos de las iglesias bizantinas de la ciudad (el xanthós génos, “la estirpe rubia”) que vendrían desde el norte para liberar a los romanos (que así se llamaban a sí mismos los bizantinos; Bizantino y Bizancio son convenciones de historiadores).
A principios del siglo XX, los estados mayores del ejército y la armada rusas tuvieron como un imperativo militar tomar Constantinopla y controlar los estrechos del Bósforo y los Dardanelos para garantizar el acceso de la flota rusa desde el Mar Negro al Mediterráneo. El historiador Sean McMeekin estudió en su libro The Russian origins of the First World War la extraordinaria influencia que tuvieron esos imperativos de la doctrina militar rusa en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial. Pero esta historia tiene que retrotraerse en el tiempo para poder concluir. El Tratado de Berlín de 1878, auspiciado por los líderes de las principales potencias europeas, entre los que destacaba el canciller Bismarck, corrigió los postulados de un tratado inmediatamente anterior entre el Imperio Ruso y el Imperio Otomano que ponía fin a la Guerra Ruso-Otomana de 1877-1878. Ese tratado, firmado el 3 de marzo de 1878, parecía que iba a reducir al Imperio Otomano a la irrelevancia en claro beneficio de los intereses rusos y de sus satélites, tanto en el Cáucaso como en los Balcanes. Aquel tratado fue refrendado aquel pueblo de pescadores al que hemos hecho referencia al comienzo de estas líneas, Yeşilköy para los turcos y Áyos Stéfanos para los griegos, a sólo once kilómetros de la Basílica de Santa Sofía (entonces mezquita Ayasofia) y del Palacio de Topkapí. Durante las semanas previas a la firma de aquel tratado, los militares rusos contemplaban todos los días las cúpulas y minaretes de Tsarigrad y simultáneamente los griegos de Constantinopla vivieron con una enorme expectación de liberación, un sentimiento que no habían vivido desde 1453, la presencia a unos pocos kilómetros de los herederos de aquella estirpe rubia que debía llegar desde el norte para redimirlos del yugo otomano. Esta historia continuará.