Visitar Bosnia la primavera pasada era la oportunidad perfecta para tomar el pulso a la región. Nada más llegar estuve unos días en Sarajevo para descansar del largo viaje por carretera desde Madrid, algo que me sirvió también a la hora de disfrutar de viejos amigos y coger fuerzas antes de empezar a recorrer el país.
La primera parada tuvo lugar en Goražde. En el trayecto hasta allí no quedó otro remedio que atravesar Pale y la frontera con la República Srpska. Habían pasado casi veinticinco años del final del conflicto y me disponía a hacer el mismo recorrido que fue corredor humanitario durante la guerra. La habitación donde me alojaba estaba en una pensión modesta que había conocido tiempos mejores. Todo en ella tenía cierto aire provisional, un aire de batalla, nunca mejor dicho. Después de deshacer la maleta y darme una ducha, fui a dar un paseo.
Me fijé en las aceras de Goražde, que estaban todavía maltrechas, al igual que el firme de las calles. Lo único nuevo que vi por la ciudad fueron numerosas casas de apuestas y la mezquita recién construida. Se alzaba imponente con su arquitectura moderna, un tanto kitsch, al otro lado del río.
Entre los aires destemplados que provocan este capitalismo salvaje de comienzo de siglo y la financiación turca del templo musulmán, encontré una pequeña escuela pública que, según afirmaba una placa en su fachada, había recibido fondos en el año 2008 del Ayuntamiento de Ponferrada. Intenté entrar, pero como no era un día lectivo estaba cerrada. Después de esta larga caminata terminé con la sensación de que la tarde amenazaba ruina.
Volví a la pensión y estuve hablando con el dueño, se llamaba Almín y andaba por la treintena. Me contó que había regresado a Bosnia con algo de ahorros después de haber pasado muchos años trabajando en Grecia, donde estuvo buscándose la vida de manera precaria y en situación irregular. Cuando la crisis económica golpeó la república helénica las cosas se pusieron demasiado difíciles y decidió volver a Goražde. «He intentado levantar un negocio, construir un pequeño hotel aquí, en Bosnia, pero no me salen las cuentas, estoy pensando en volver a emigrar, tal vez sea a Alemania esta vez», dijo.
Al día siguiente, durante el desayuno del sábado, tuve la oportunidad de hablar en un inglés precario con Ademir, único camarero en nómina. Este era su segundo trabajo, ya que de lunes a viernes trabajaba religiosamente, más de cuarenta horas, en una empresa local que se llamaba Ginex. En esta fábrica de armamento hay asalariadas unas trescientas personas, y la munición que fabrican se exporta a otros países. El problema, según Almín, es la paga: los quinientos euros netos que cobra al mes no son suficientes para mantener una familia, por eso se ha buscado este otro trabajo durante el fin de semana.
Con un segundo café en el cuerpo salí a pasear por las orillas del Drina, el río que parte la ciudad en dos. Era una mañana luminosa y tranquila, la ciudad poco a poco iba cobrando vida. Me fijé en los edificios, donde todavía se podían apreciar los restos de mortero y metralla, además, muchas fachadas estaban pidiendo a gritos una mano de pintura. También es justo señalar que todo lo demás invitaba a conocer cómo se estaba levantando Goražde durante los años de posguerra. En la margen derecha, dentro de un pequeño parque, se estaba celebrando una boda, los niños jugaban entre el bullicio y la música, y las terrazas empezaban a acoger vecinos que se disponían a tomar el aperitivo.
Me senté a tomar una cerveza a pie de calle y terminé hablando con Alma y Adisa, dos mujeres que estaban con sus hijos en la mesa de al lado. La primera vivía y trabajaba en Sarajevo, era directora de recursos humanos en una importante empresa. Tenía cuarenta años y no estaba contenta con la situación económica y política del país. Para su hijo de cuatro años veía como probable y posible futuro la emigración a la Unión Europea; también apuntaba que ella, con su edad, no se iba a ir a ninguna parte. Adisa, al contrario, estaba contenta con su día a día; era una suerte poder vivir en esta ciudad con una vida sencilla y lejos de grandes pretensiones o del ruido de Sarajevo: «Aunque la mayoría de la gente no piense como yo, cuando vuelvas a España, escribe que soy feliz aquí. Goražde y el Drina son mi vida, me gusta sentarme a su orilla y escuchar el río. Es el único sitio donde me siento viva y donde podría vivir. Espero que entiendas lo que quiero decir, sé que es todo un poco abstracto», dijo.
Ya de vuelta en Madrid cayó en mis manos el magnífico libro Frontera, de Kapka Kassabova (Editorial Armaenia). En él podemos encontrar una buena descripción del territorio balcánico, una geografía bien explicada donde aparecen líneas invisibles al margen del tiempo, y donde la escritora nos explica que las fronteras pueden ser duras o blandas.
Recordé que para ir de Sarajevo a Goražde hay que cruzar una de ellas con la República Srpska: de su evolución, de las nuevas políticas internacionales hacia la región y, sobre todo, de los antiguos rencores y nacionalismos, dependerá el futuro de toda la gente que encontré esos días a las orillas del Drina.